jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 39



    
                                                                   39


         Alfonso VI se dirigió con sus mesnadas a tierras de Badajoz para frenar el avance de los almorávides a cuyo frente iba Yusuf ibn Tasufin. Acompañaban al rey muchos de sus mejores vasallos y también algunos caballeros franceses con sus correspondientes tropas de infantería. Avanzaban por tierras pacenses para librar batalla contra los moros invasores que se habían apoderado de aquellos campos y los asolaban a su paso. Ambos ejércitos se enfrentaron en un lugar llamado Salatrices, donde el Bravo se abalanzó con gran denuedo sobre las huestes sarracenas infundiendo valor a los suyos y sin preocuparse de su persona. Mas la mala suerte hizo que una lanza del enemigo lo hiriera en un muslo, lo que le forzó a abandonar el campo de batalla protegido por los suyos.
Varios de los condes allí presentes obligaron a reitrarse a los musulmanes, luchando ferozmente contra ellos hasta altas horas de la noche favorecidos por la luz de la luna. Álvar Fáñez aprovechó el momento para poner a salvo al rey conduciéndolo hasta el castillo de Coria a donde llegaron al día siguiente. Cuando los condes regresaron sanos y salvos a Coria, don Alfonso, que los daba por muertos, les reconoció su gesta y el gran valor que habían demostrado por haberle salvado la vida. Todos agradecieron al Señor el haber salido incólumes de la batalla, aunque lamentaron su derrota por la mala organización que hubo. Yusuf después de haber ganado el enfrentamiento se retiró a África, mientras que don Alfonso regresaba a Toledo herido y humillado con el oprobio de la amarga derrota.
A su llegada al palacio real dio orden que no lo molestara nadie. Quiso permanecer solo en sus aposentos durante muchos días para restañar la herida de su pierna y las de su corazón. Se negó a recibir visitas salvo la de su médico y la de su amantísima esposa la reina doña Isabel. Aquél intentó sanarle la herida física, que no lo logró del todo. El rey ya no pudo montar a caballo nunca más. Su dulce esposa se propuso curarle con algo más de éxito las heridas de su alma.
—¿Cómo te encuentras hoy, amor mío? —preguntó doña Isabel acercándose al lecho real de don Alfonso.
—Un poco mejor, mi dulce amada, pero me sigue doliendo la herida.
—Paciencia, esposo mío. Con el tiempo se te curará.
El monarca hizo un gesto dubitativo.
—No sé, Isabel, tengo mis dudas. A estas alturas ya debería estar curada. Hace más de dos meses que me hirieron y aún no ha cicatrizado del todo.
—Piensa que a tu edad le cuesta más.
—Con todo y con eso, ya debería haberse cerrado después de todo este tiempo. La anterior al cabo de un mes ya la tenía cicatrizada. El galeno me da esperanzas, pero yo me temo lo peor. Aún supura un poco y, aunque se ha controlado la infección, no termina de cerrar. Esta herida me va a llevar a la tumba.
—No digas tonterías. Pronto te veo montando a caballo otra vez para ir a luchar de nuevo.
El rey le sonrió a su esposa con una sonrisa cargada de melancolía y escepticismo. Él mejor que nadie sabía que no podía mover la pierna. ¿Cómo iba a montar a caballo en esas condiciones?
—¡Qué más quisiera yo que volver a montar a caballo! Para mí ya se han terminado los caballos y las batallas, Isabel. Me conformo con volver a levantarme algún de este lecho.
—¡Qué pesimista estás hoy, amor mío! Así seguro que no te curarás. Debes tener más confianza en el físico y en ti mismo para ponerte bien. Anda, anima un poco ese espíritu tan deprimido que tienes hoy.
—Tengo el mismo de cada día, querida mía.
—Pues no lo parece. Anímate un poco, verás como de aquí a unos días vuelves a caminar con total normalidad.
—Agradecería a Dios que pudiera volver a caminar sin fijar ningún plazo. No me importa el tiempo que tenga que permanecer postrado en el lecho con tal de volver a caminar algún día. Sería muy triste para mí tener que dejar este mundo sin poder abandonar ya nunca más esta cama.
—No seas tan agorero. Ten fe y verás cómo te curas.
Un mes más tarde dejaba el lecho para dar los primeros pasos apoyado en sendas muletas. Aún tendrían que pasar varios meses más antes de poder caminar sin el auxilio de un bastón, pero montar a caballo ya formaba parte del pasado.
Desde que ya pudo caminar apoyado en una sola muleta volvió a recibir visitas en su palacio. Una mañana paseaba por su jardín cuando le anunciaron la llegada del arzobispo.
—Os encuentro muy mejorado, Señor.
—Lo dices por adularme, Bernardo.
—No, Majestad. Lo digo con sinceridad. Desde la última vez que os vi habéis mejorado en todo, hasta el color de vuestra tez es más saludable.
—Será el aire y el sol toledanos.
—Tal vez, Señor, pero vuestro aspecto es mucho mejor. Ahora sólo falta que vuestra pierna se recupere del todo.
—Eso ya es harina de otro costal. La herida ya ha cicatrizado del todo, pero la pierna está muy floja aún. No puedo apoyar el pie en el suelo sin la ayuda de la muleta. El médico me ha dicho que la lanza se clavó en el propio hueso y que teme que se haya fracturado. De haber sido así, la fractura ya estará soldada, pero me llevará mucho tiempo recobrar toda la movilidad de la pierna, si es que la recupero alguna vez.
—No seáis tan pesimista. Los médicos siempre exageran para curarse en salud. Ya veréis cómo os recuperaréis pronto del todo y podréis volver a hacer vida normal.
—Dios te oiga, Bernardo. ¿Y qué nueva me traes?
—Nueva nos os traigo ninguna, pero deberíais formalizar la sucesión de vuestro hijo por lo que pueda ocurrir.
Don Alfonso se había detenido para sentarse en un banco del jardín. El arzobispo le ayudó a tomar asiento sentándose él después a su lado.
—¡Ay, ay, ay, cómo te delatas, Bernardo! Como para creer en tus adulaciones. ¿No me estabas diciendo hace un momento que me encuentras muy bien de salud?
—Y es cierto, Majestad.
—Si es cierto, ¿por qué me haces esta propuesta?
—Bueno, no está de más atar todos los cabos, Señor. Debéis pensar en el bien del reino por encima de vuestra propia persona. Si ocurriera algo, Dios no lo quiera, estaría todo atado. De todas maneras también lo digo porque vuestro hijo ya va dejando de ser un niño y conviene declarar públicamente que es vuestro heredero.
—Tienes razón, Bernardo. Vas a convocar un concilio que se celebrará en León a finales de mayo. Espero que de una manera u otra pueda viajar hasta allí. En él declararé oficialmente a mi hijo como mi sucesor. Acudirán todos los nobles y magnates del reino. Asimismo se personarán en él todos los obispos y abades de este vasto imperio. Quiero darle al acontecimiento todo el boato que le corresponde para evitar malentendidos.
—Me parece muy bien, Señor. Sólo tengo que ponerle una objeción. ¿Por qué no lo celebráis aquí en Toledo y os evitáis ese largo viaje?
El rey se tomó un pequeño respiro antes de contestar al arzobispo.
—Porque la capital de todo mi reino sigue siendo León. Por eso es allí donde quiero formalizar el acto para darle toda la significación que requiere.
—En tal caso, no tengo nada que objetar.
Don Alfonso hizo ademán de levantarse. El arzobispo acudió raudo a prestarle ayuda. Poco después regresaban a palacio, pues el monarca no se sentía con demasiadas fuerzas para continuar el paseo.

Una fresca mañana de mayo don Alfonso y doña Isabel se preparaban para partir hacia León desde el monasterio de San Benito de Sahagún, donde se habían detenido unos días para descansar de su largo viaje. Un mensajero que llegaba al trote les hizo saber que don Raimundo de Borgoña se hallaba gravemente enfermo.
—Majestades —el mensajero se postró ante los reyes—, su yerno, el conde don Raimundo, se ha puesto muy enfermo cuando venía para aquí a visitaros.
—¿Dónde está?
—En Grajal de Campos, Señor. Aproximadamente a una legua de aquí.
—Muy bien. Le haremos una visita antes de partir para León, pero nos gustaría saber qué le ha pasado.
—Tiene disentería, Majestad. La gran debilidad que se ha apoderado de él lo tiene postrado en el lecho.
Los reyes se acercaron a Grajal para visitar al enfermo al que encontraron muy abatido por el contratiempo. Apenas intercambiaron unas palabras, pues a don Raimundo le faltaban las fuerzas casi hasta para hablar. Después de la visita los monarcas continuaron viaje hacia León para asistir al concilio que se celebró pocos días más tarde, en el que se declaró solemnemente a don Sancho Alfónsez como legítimo heredero del trono leonés. Por su parte, don Raimundo lamentó no poder asistir al mismo como era su propósito. Tuvo que permanecer en el lecho por espacio de varias semanas y cuando lo abandonó, aún se vio obligado a guardar reposo durante un mes más. Pasado ese tiempo, sin haberse recuperado del todo, decidió regresar a su amada Galicia donde esperaba reponerse totalmente. Allí fue cuidado por expertos médicos, pero el 20 de septiembre la enfermedad acabó con su vida. Sus restos mortales fueron enterrados en la catedral de Santiago por orden del obispo Diego Gelmírez. Don Alfonso envió sus condolencias a su hija y le ordenó que permaneciera en Santiago mientras él no la autorizara a abandonarlo.
El fallecimiento de don Raimundo obligó a convocar otro concilio en León a finales de año, en el que don Alfonso dispuso que todas las posesiones de su yerno revirtieran a la corona. A su hija doña Urraca le dejó el condado de Galicia, pero condicionado a que no se volviera a casar. En caso de que contrajera nuevas nupcias, el condado pasaría a manos de su nieto, Alfonso Raimúndez. Para dar autenticidad a lo pactado, obligó a jurar a Diego Gelmírez que velaría por lo allí acordado.
Poco después de la celebración de este segundo concilio, la reina doña Isabel, que estaba embarazada, se sintió indispuesta. El médico acudió presuroso a la cabecera del tálamo real. Las camareras que cuidaban a la reina corrían de un lado para otro desasosegadas. La matrona no se separaba de la parturienta. Todo el mundo se hallaba inquieto. En palacio se vivían momentos de angustia. Al cabo de diez terribles horas de congoja y agonía, la reina tuvo un malparto. Doña Isabel poco a poco iba dejando la vida a medida que sus venas se iban quedando sin sangre. El médico hizo todo lo posible por salvarla, pero fue en vano. Unas horas más tarde la bella mora yacía exánime en su lecho mortuorio. Parecía una estatua de alabastro de las deidades griegas.
Don Alfonso quedó destrozado cuando se enteró del fatal desenlace. El severo golpe sentimental que acababa de recibir era superior a su entereza física y moral. El rey no se sentía con fuerzas para continuar viviendo. ¿Qué iba a hacer ahora sin su bella mora? Por unos instantes sintió deseos de quitarse la vida. ¿Cómo iba a sobrellevar los años que le quedaban sin una mujer a su lado, él que siempre había vivido rodeado de mujeres hasta aquel triste desenlace? El Señor le enviaba un cáliz demasiado amargo para enfrentarse a su vejez. ¿Sería por su orgullo? ¿Por los errores cometidos en su vida? ¿Sería la última prueba a la que lo sometería?
Los funerales por el eterno descanso del alma de doña Isabel se celebraron en la catedral de León. Los ofició el obispo don Pedro, que no sabía cómo consolar al rey don Alfonso. Le pidió que hiciera un verdadero acto de contrición y se encomendara en las manos del Señor. El rey así lo hizo. Durante la misa por el alma de su esposa se dirigió a Dios en los siguientes términos:
«Oh, Señor, ¿por qué me envías este cáliz tan amargo? ¿No has tenido suficiente con quitarme tantas vidas que amaba, que has tenido que arrebatarme también ésta que tanto quería y que era el consuelo de mi vejez? ¿Por qué no me has llevado a mí en vez de ella? Yo ya soy viejo y no sirvo para nada. Yo sólo sé luchar en el campo de batalla. Señor, dame fuerzas para superar este trago tan amargo y si tienes que llevarte a alguien, que sea yo el próximo. Te suplico que no me vuelvas a someter a una nueva prueba. No la podría resistir. Dame fuerzas para superar este trance y para despedir a mi dulce amada en este día tan aciago de mi vida. Señor, perdona mi orgullo y mi vanidad. Perdóname si en algo te he ofendido».
Don Alfonso derramó amargas lágrimas durante la Eucaristía. Después de recibir el sentido pésame de todos los nobles y magnates que acudieron a las exequias de su difunta esposa, se retiró a sus aposentos donde dio rienda suelta al llanto que oprimía su pecho hasta dificultarle la respiración. Mientras los restos mortales de doña Isabel eran conducidos al monasterio de San Benito de Sahagún para ser inhumados junto a los de sus otras esposas, don Alfonso no abandonó sus aposentos ni dejó de llorar por su divina amada. El impertérrito paso del tiempo le ayudaría a superar su profunda aflicción.
Habían transcurrido ya varios meses desde la muerte de la reina Isabel y don Alfonso continuaba aún alicaído por su pérdida. No lograba reanimarse ni siquiera con los primeros efluvios de la incipiente primavera. La presencia de los infantes tampoco contribuía a alegrar su corazón. Sus consejeros no sabían ya qué hacer para infundirle nuevos ánimos y la alegría por vivir.
—Señor, debéis olvidar a vuestra difunta esposa y volver a la realidad —le decía don Pedro una tarde de principios de abril mientras paseaban por los jardines del palacio—. No podéis seguir así. Vuestro reino necesita que alguien lo gobierne. No puede continuar abandonado de la mano de Dios.
—Pedro, amigo mío, siempre he escuchado tus consejos y he procurado seguirlos, pero ahora no puedo. Se fue mi dulce amor y mi voluntad y mi espíritu se fueron con él. Desde el fallecimiento de mi esposa no tengo ganas de vivir. Quisiera dejar yo también este mundo, pero me faltan las fuerzas para hacerlo.
—Por favor, Majestad, no digáis eso que ofendéis a Dios. Debéis seguir viviendo por el bien de vuestro reino y por el de vuestros propios hijos. ¿Qué sería de ellos si ahora les faltarais Vos? Señor, levantad vuestro estado de ánimo y recuperad las ganas de vivir. Volved a ser aquel noble y valiente rey que siempre luchó por engrandecer su reino y por el bienestar de sus súbditos. No os olvidéis que el enemigo está alerta para atacaros y que no desaprovecha ninguna oportunidad para hacerlo. No se la deis Vos con vuestra apatía.
Los sensatos consejos del obispo don Pedro no cayeron en tierra baldía. Unos días más tarde el rey se encontraba totalmente animado. Había reanudado su actividad normal. Como era su costumbre, comenzó a recibir embajadas de otros reinos peninsulares y allende los Pirineos. Un día se presentó ante él el heredero del duque de Este con una embajada de su padre. Don Alfonso lo recibió con todos los honores. Después de una larga y fructífera charla, el heredero del duque le ofreció en matrimonio a su propia hermana para firmar así el grato acuerdo al que habían llegado. El rey, que no podía vivir sin una mujer a su lado, aceptó. Dos meses más tarde se celebraba el enlace matrimonial entre don Alfonso y doña Beatriz en su lugar predilecto, el monasterio de San Benito de Sahagún. Rincón que eligió para pasar su última luna de miel y una temporada de plácido reposo. Allí los dejaremos descansar en la quietud del monasterio y en la paz del encantado paisaje a orillas del Cea, donde los hallarán los graves acontecimientos que se describen en el próximo capítulo.

            © Julio Noel 

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