13
León
acostumbraba sufrir largos y crudos inviernos, cuyos efectos se
prolongaban hasta bien entrada la primavera, pero aquel día, Pascua
de Resurrección del año 1079, Febo derramaba esplendoroso sus
dorados rayos sobre la ciudad del Bernesga, capital del reino. La
naturaleza estaba aún aletargada por las continuas heladas caídas a
lo largo de todos aquellos meses invernales. En las lejanas montañas
del cordal cantábrico aún se vislumbraban las gélidas cúspides
albas, como la Polvareda, la Polinosa en el macizo de Mampodre, el
Pico Agujas, el Susarón o la Collada Fermosa, entre las más
destacadas. Hacia el nordeste, más alejados y difuminados, se
dejaban entrever, entre otros, Peña Brava, Pico Moro y Peña Corada
en el macizo de los Picos de Europa.
Don
Alfonso había mandado llamar a uno de sus más distinguidos vasallos
y hombre de confianza. Se trataba de Rodrigo Díaz de Vivar que,
merced a su matrimonio, había emparentado con la familia real,
aunque con un parentesco ya lejano.
—¿Me
habéis mandado llamar, Señor? —dijo a modo de saludo mientras
hacía una reverencia a su rey.
—Sí,
Rodrigo. Debes partir inmediatamente con tus mesnadas para Sevilla
con el fin de reclamar a al-Mutamid las parias que nos debe. Hace ya
algún tiempo que nos las debería haber abonado, pero parece que se
está haciendo un poco el remolón. Ya sabes que el importe asciende
a cincuenta mil dinares.
—Muy
bien, Majestad. ¿Cuándo debo partir?
—Lo
antes posible, Rodrigo. Le entregarás este documento a al-Mutamid
—el rey le dio un pergamino enrollado y precintado con el sello de
sus armas— en el que le recuerdo su sumisión y vasallaje a mi
autoridad y le exijo total neutralidad ante mis planes. Deberá darte
su conformidad por escrito, firmada de su puño y letra. Una vez
cumplida mi misión, volverás aquí sin demora.
—Muy
bien, Señor. Mandáis algo más.
—Nada
más, Rodrigo. Sólo que seas diligente en tu cometido y vuelvas
pronto aquí.
Unos
días más tarde de la partida de Rodrigo Díaz de Vivar para
Sevilla, el rey mandó llamar a su mejor hombre de confianza y
alférez real, García Ordóñez.
—Señor,
aquí estoy para lo que mandéis —García hizo una grave reverencia
al rey en espera de lo que éste le ordenase.
—Te
he llamado, García, porque quiero que vayas hasta Granada a cobrar
las parias que nos debe el emir Abd Allah. Una vez allí, le
prestarás tu ayuda para combatir al rey de Sevilla. Para ello
deberás reunir un número suficiente de tropas que te permita
obtener la victoria. El emir hace tiempo que desea conquistar la
plaza de Sevilla y me ha pedido que le ayude a conseguirlo. Espero
que tengáis éxito.
—Así
lo haré, Señor. Podéis confiar en mí.
—Siempre
he confiado en ti, García, y lo seguiré haciendo hasta que la
muerte nos separe. Fuera de ti no encuentro otro hombre más fiel en
mi reino.
—Me
halagáis, Señor. Sabré corresponder a vuestra confianza.
—Lo
sé, García. Puedes retirarte y partir cuanto antes.
—Gracias,
Señor. Con la venia.
Una
vez más el monarca leonés empleaba su estrategia favorita para
lograr su objetivo, que no era otro que el desmembramiento y
debilitamiento del al-Ándalus mediante su sangría económica y el
enfrentamiento entre sus reyezurlos.
Mes
y medio más tarde avanzaban las tropas de Abd Allah junto a las de
García Ordóñez entre Cabra y Monturque, cuando les salió al
encuentro un pequeño ejército de al-Mutamid comandado por el propio
Rodrigo Díaz. El ejército granadino, que no se podía creer de
dónde había surgido el sevillano, fue derrotado por éste contra
todo pronóstico. Rodrigo aprovechó la ocasión para hacer
prisionero a su eterno rival, García Ordóñez, a quien allí mismo
le arrancó las barbas. Rodrigo Díaz nunca le había perdonado que
lo relevara en el cargo de alférez del ejército leonés. Con este
gesto y esta gesta el jactancioso Rodrigo Díaz de Vivar se ganó un
eterno rival para el resto de sus días.
Mientras
acaecían estos sucesos en tierras cordobesas, doña Jimena,
concubina de don Alfonso, traía a este mundo una preciosa niña que
venía a colmar de satisfacción a toda la familia real, en especial
al rey, que por fin había logrado su primer retoño. Aquel pequeño
ser recién nacido venía a confirmar que el repudio de doña Inés
había sido acertado. A pesar de ser una niña y a pesar de ser un
vástago extramatrimonial, el acontecimiento no dejó impasible a
nadie. Doña Urraca no cabía en sí de gozo. Por fin su hermano
predilecto ya tenía descendencia, aunque ésta fuera tan endeble.
Nunca hasta entonces había reinado en León una mujer y menos aún
si ésta había sido concebida fuera del matrimonio. Su madre había
sido reina de León, pero no pudo reinar. Reinó en su lugar su
padre, don Fernando, a pesar de que el reino era de su madre. Bueno,
ella sabía que en realidad la que reinó fue su madre, doña Sancha,
aunque para el mundo el que figuró fue su padre. Lo que venía a
demostrar que la mujer estaba tan capacitada como el hombre para
llevar las riendas del poder, pero las normas y la costumbre impedían
que aquélla ejerciera tal potestad. Si ahora su hermano no tuviera
descendencia masculina, habría que cambiar esas leyes para que su
hija pudiera heredar el trono con absoluta normalidad.
El
segundo problema era más acuciante. El parentesco de doña Jimena
con su familia iba a ser un obstáculo muy difícil de salvar. El
obispo de León ya había refutado aquella relación ilícita que
mantenía su hermano. Era de esperar que cuando llegara a oídos del
papa, éste reaccionara de la misma manera que lo había hecho el
prelado leonés. No obstante, siempre quedaba abierta una puerta,
máxime ahora que ya habían tenido descendencia. El concubinato
fuera del matrimonio podía ser bendecido por la Iglesia si éste
daba sus frutos, como era el caso de su hermano y doña Jimena.
Cabía, pues, la esperanza de que la Iglesia cambiase con la llegada
de aquel pequeño retoño.
Doña
Elvira también se alegró del acontecimiento. Le faltó tiempo para
trasladarse a León cuando conoció la noticia. Al igual que su
hermana, hacía muchos años que esperaba la llegada de sus sobrinos.
La temprana muerte de Sancho sin descendencia, la prisión de García
asimismo sin hijos, el tardío matrimonio de Alfonso con una niña
que resultó estéril, el compromiso de su hermana y de ella misma
de permanecer célibes hasta la muerte habían contribuido a retardar
tanto la llegada del primer vástago de su familia. Ahora, por fin,
había venido a este mundo ese primer retoño, esa niña que, aunque
concebida de una manera ilegítima, no dejaba de ser carne de su
carne y sangre de su sangre. Habría que poner el máximo empeño y
extremar los cuidados para que el fruto de ese amor no se malograra.
Reunida
toda la familia real, doña Elvira se ofreció a ser la madrina de
aquella delicada criatura con la condición que tenían que ponerle
su nombre.
—Faltan
pocos días para bautizar a la niña —les recordó don Alfonso a
sus hermanas—, ¿quién va a ser la madrina?
—Yo
misma —contestó doña Urraca.
—Me
gustaría ser yo y ponerle mi propio nombre —comentó doña
Elvira—. ¡Me hace tanta ilusión ponerle mi nombre a nuestra
primera sobrina!
Doña
Urraca no estaba del todo conforme, pues a ella también le hubiera
gustado que su primera sobrina llevara su propio nombre, pero accedió
a que fuera su hermana la madrina.
—A
mí también me gustaría que llevara mi nombre. En esta ocasión te
concedo el honor, pero con la condición de que la próxima sobrina
que tengamos ha de llevar mi nombre y yo seré su madrina.
—No
hay problema por eso. Desde hoy tienes mi palabra que la próxima
hija que tenga se llamará Urraca como tú, aunque, a decir verdad,
desearía que fuera un varón.
—También
nosotras lo deseamos, Alfonso —ratificó doña Urraca—. Esperemos
que ahora que ha venido la primera, sigan a ésta muchos otros
vástagos tuyos.
—Así
lo espero yo también por el bien de nuestro linaje y del propio
reino.
Después
de estas palabras de don Alfonso un breve silencio se interpuso entre
ellos. Fue doña Urraca la que vino a romperlo.
—Ahora
el problema más espinoso lo constituye vuestra relación
extramarital. Como sabéis, monseñor Pelayo ha calificado vuestra
unión de ilícita y se niega incluso a administrar el sagrado
bautismo a vuestra hija. Nos consta que él no sólo no va a oficiar
la ceremonia, sino que ni siquiera piensa asistir a la misma, como
muestra de rechazo a vuestras relaciones. Así, pues, lo más urgente
sería negociar vuestra situación para darle una salida lo más
digna posible.
—Todo
se está intentando, Urraca, pero, como muy bien dices, el obispo
Pelayo no nos está facilitando el camino. Pronto llegará aquí el
nuevo legado del papa, que estoy seguro que va a ser aún más severo
que nuestro obispo. Por las noticias que tengo, se trata del cardenal
Ricardo, hombre recto y del círculo más próximo a Gregorio VII.
Mucho me temo que nuestras relaciones sean muy pronto censuradas por
el sumo pontífice, que no está dispuesto a que se produzcan
escándalos entre sus fieles y menos si éstos han de servir de
ejemplo a sus súbditos, como es mi caso.
—Razón
de más para que urja una salida a vuestra situación ilegal
—insistió doña Urraca—. Tal vez la única solución sea que te
cases con alguna princesa con la que no te una ningún lazo familiar.
—Y
yo, ¿qué hago? —preguntó angustiada doña Jimena.
—Tranquila,
amor mío. De momento no tengo intenciones de separarme de ti. El
tiempo dirá qué es lo que debemos hacer. Ahora es mejor que vivamos
el presente y no nos dejemos agobiar por el futuro incierto.
La
tarde ya declinaba cuando don Alfonso dio por finalizada la reunión
familiar.
Un
mes más tarde de estos acontecimientos llegaba a León, vencido y
humillado, García Ordóñez con sus mesnadas. Tan pronto como puso
sus pies en el palacio real solicitó ser recibido por el rey. Su
amargo recuerdo del encuentro con las tropas de al-Mutamid y la
vejación a la que había sido sometido por Rodrigo Díaz no lo
dejaban descansar. Se sentía despechado por éste y no pararía
hasta recibir una satisfacción que restituyera su honra.
El
rey lo recibió con gran afabilidad. Esperaba que le portara buenas
noticias de sus andanzas por Andalucía, pero no tardó en advertir
que se había equivocado. Su alférez había fracasado en el cometido
de ayudar a su aliado el emir de Granada. La triste nueva cambió el
semblante de don Alfonso hasta entonces alegre y risueño.
—Majestad
—García Ordóñez se postró ante sus pies—, no soy digno de
seguir ostentando el cargo que me habéis conferido. Desde ahora
mismo pongo a vuestra disposición mi empleo y mis mesnadas. Señor,
he sido derrotado y humillado por Rodrigo ante el emir de Granada,
ante el rey de Sevilla y ante todas sus mesnadas. Majestad, os ruego
que aceptéis mi dimisión y que nombréis a otro más digno que yo
para ocupar este puesto.
—Levántate,
García, y cuéntame qué ha pasado.
El
alférez real no se atrevía a levantarse y a mirar frente a frente a
su señor. Tal era la vergüenza que sentía. A duras penas logró
erguirse y dirigir una tímida mirada a los ojos del monarca.
—Señor,
habíamos dejado atrás Cabra y nos estábamos acercando a Monturque
cuando de improviso, y sin saber cómo ni de dónde salieron, nos
vimos cercados por las tropas de al-Mutamid, que iban comandadas por
Rodrigo. Aunque ofrecimos resistencia, ésta no sirvió de nada, pues
las tropas sevillanas no tardaron en dejarnos inermes. Rodrigo me
tomó entonces como su rehén y allí mismo delante de todos me mesó
las barbas.
Don
Alfonso se puso rojo de ira al oír el relato de su alférez.
—¿Quién
le ha dado permiso a Rodrigo para unirse a las tropas de al-Mutamid y
erigirse en su capitán? ¿Quién es él para actuar libremente y
truncar así mis planes? No le saldrá gratuita esta batalla que ha
ganado contra mi voluntad contraviniendo todos mis proyectos. Hace
tiempo que venía planeando este encuentro para que Abd Allah le
diera un escarmiento al rey de Sevilla y viene ahora este botarate a
desbaratármelo todo. Ya le ajustaré las cuentas. Por cierto, ¿sabes
dónde está ahora?
—No,
majestad.
—Bien,
ya se dejará ver algún día. ¿Has logrado la recaudación?
—Sí,
Majestad. Se la he entregado al tesorero de palacio antes de subir
aquí.
—Muy
bien. Pues ahora puedes retirarte a tu residencia a descansar. Te
confirmo en tu cargo y te recuerdo lo que te dije antes de partir
para Granada. Nunca dejaré de confiar en ti.
—Gracias,
Señor. Me otorgáis mucho más de lo que me merezco.
—
Ve con Dios, García, y descansa.
Todos
los pasos que venía dando últimamente Alfonso VI en su política
imperialista se encaminaban a debilitar al máximo el reino de
Toledo. A la crisis territorial que estaba padeciendo este reino
había que añadir la crisis política. Los sectores de la sociedad
más disconformes con el oneroso gravamen que les imponía un rey
infiel se rebelaron contra el débil Yahya al-Qádir. Solicitaron
para ello la ayuda del emir de Badajoz, quien obligó a al-Qádir a
refugiarse en sus fueros de Cuenca, mientras él ocupaba el trono de
la ciudad imperial.
Ante
esta situación tan desesperada, al-Qádir se vio obligado a
solicitar el auxilio de Alfonso VI, que de esta manera vio abiertas
las puertas para llevar a cabo su anhelado sueño: extender las
fronteras del reino de León hasta los límites del Tajo. Las
condiciones que don Alfonso le impuso al destronado rey fueron
desorbitadas. Además de las cuantiosas cantidades en metálico que
le exigió, le obligó a entregarle los estratégicos castillos de
Canturias y Zorita, que controlaban dos de los accesos más
importantes a la ciudad del Tajo, uno por el oeste y otro por el
este. Poco después el monarca leonés atacó con sus mesnadas el
reino taifa de Badajoz como represalia por el asalto de Omar
al-Mutawakkil a Toledo. En esta gesta conquistó la ciudad de Coria,
bastión de suma importancia en su afán de reconquista de toda la
Península, al tiempo que las tropas cristianas se establecían
firmemente en la línea del Tajo, con el impacto psicológico que
esto suponía para los reyes taifas.
© Julio Noel
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