5
Don
Alfonso, escoltado por la escuadra de su ayo Pedro Ansúrez, en la
que también iban los hermanos de éste, Gonzalo y Hernando, llegó
sin ningún contratiempo a la imperial Toledo. Fue recibido con los
brazos abiertos por el rey taifa de la ciudad, Yahya ibn Ismail
al-Mamun, subordinado suyo, a quien expuso los motivos que lo
llevaron a demandarle refugio y protección.
—Yahya,
mi buen amigo y amigo de mi glorioso padre, yo, que en otro tiempo
fui rey poderoso y tu señor, vengo hoy aquí como rey destronado a
solicitar tu amparo. He sido alevosamente privado de mi cetro por la
ambición irrefrenable de mi hermano mayor, que no ha parado desde la
muerte de mis padres hasta reunir en su sola persona el legado que
nos dejaron nuestros augustos progenitores. Después de desposeer a
mi hermano menor del reino de Galicia, se ha apoderado de mi reino,
el reino hegemónico de León, con nocturnidad y alevosía. Sus
huestes fueron vencidas y desbaratadas por las mías. Según las
leyes de la caballería, ordené a mis valientes guerreros que no
persiguieran a los guerreros cristianos vencidos. Hallábamosnos
celebrando la victoria por la que se volvían a unificar en mi cabeza
las coronas de León y de Castilla, cuando inesperadamente fuimos
atacados por las tropas de mi hermano que se habían rehecho de una
manera sorprendente. Contra toda ley de caballerosidad y de cortesía,
fuimos atacados por sorpresa y vencidos innoblemente. Mi hermano hizo
muchos prisioneros entre mis huestes y también a mí me tomó como
rehén suyo encerrándome en las mazmorras del castillo de Burgos.
Merced a las gestiones de mi hermana Urraca y de algún otro amigo
poderoso, pude cambiar las mazmorras del castillo de Burgos por los
hábitos del monasterio de Sahagún. De allí una vez más me han
liberado los desvelos de mi dilectísima hermana y de algunos leales
vasallos que no me han abandonado en mis desdichas.
»Yahya,
mi buen amigo, vengo a refugiarme en tu reino, porque sé que no me
negarás tu inestimable amistad y que bajo tu amparo obtendré total
protección sobre las asechanzas de mi hermano Sancho y su insaciable
ambición de poder. Mis deudos no se sienten capacitados para poder
dármela ni tampoco mis primos los reyes de Navarra y Aragón, que
temen la ira de mi hermano si me la ofrecieren. No te pido, mi buen
amigo, que me ayudes a recuperar mi reino perdido, como sería lógico
entre los de nuestro linaje a pesar de la diferencia de nuestras
religiones. Tan sólo te pido, mi buen amigo Yahya, que nos permitas
a mí y a mi reducido séquito vivir en paz a la sombra de tu
palacio. Si así lo hicieres y algún día recupero mi cetro, te
prometo solemnemente que no olvidaré este gesto y serás debidamente
recompensado.
A pesar de hallarse allí don Alfonso en calidad de rey destronado,
al-Mamún se deshizo en toda clase de atenciones y elogios con el fin
de que su destierro le resultara lo más agradable posible.
—Mi
buen amigo Alfonso, confía en mí como en tu mejor amigo. En mi casa
hallarás todo lo necesario para tu regalo y bienestar. Te prometo
que no echarás en falta tu propio palacio y que no encontrarás
acogida más placentera en ningún otro reino. La suerte es mudable.
Lo que hoy es desgracia mañana se puede trocar en dicha. Espero que
entonces nuestra amistad siga tan inquebrantable como hoy y que no
olvides este momento.
—No
lo olvidaré jamás, mi buen amigo Yahya.
Al-Mamún
dispuso desde el primer momento que fuera alojado en una de las
mejores estancias que tenía al lado de su palacio. No quería que el
destronado rey careciera de ninguna de las comodidades a las que
estaba acostumbrado. Puso a su servicio varias doncellas para que don
Alfonso pudiera disfrutar de una estancia regalada todo el tiempo que
permaneciera en la ciudad. También le hizo el honor de sentarlo a su
mesa para que no se sintiera extraño lejos de su casa y de su corte.
No obstante, al-Mamún le exigió a don Alfonso una especie de
juramento o promesa, en el que se comprometería a guardar secreto de
todo lo que allí viera y conociera y a no utilizarlo jamás en su
contra. Era lo menos que le podía pedir a quien consideraba en esos
momentos algo así como su prisionero o invitado especial. Con
todo desde el primer momento se reforzó la gran amistad que había
entre ambos. Amistad que con el tiempo daría sus frutos.
Don
Alfonso acompañaba a al-Mamún en sus paseos por la ciudad y por los
jardines de la misma. Esto le ayudó a conocer su ubicación y los
puntos débiles que podía ofrecer ante un potencial ataque. La
ciudad, asentada sobre una colina en torno al río Tajo y protegida
por unas sólidas murallas, resultaba prácticamente inexpugnable
ante cualquier ofensiva. Pero don Alfonso en aquel momento no pensaba
en conquistar Toledo. Ya habría tiempo para ello. Por su cabeza sólo
rondaba la idea de cómo recuperar su reino perdido. Más de una vez
había maldecido su espíritu bondadoso y su ideal de honorabilidad
que lo habían llevado a su perdición. Nunca debió haber dado la
orden de no perseguir a las huestes desbandadas de su hermano cuando
lo venció en la batalla de Golpejera. Su hermano no tuvo para con él
la misma deferencia. Ni siquiera eso, pues su hermano no hizo uso de
las leyes de la caballerosidad que existían entonces. Sancho, cual
víbora ponzoñosa, rehízo como pudo sus fuerzas desperdigadas para
caer con nocturnidad y alevosía sobre sus huestes, que descansaban
despreocupadamente después de la merecida victoria.
Transcurrían
apaciblemente los meses en la ciudad del Tajo. Don Alfonso, que
recibía toda clase de atenciones por parte de su huésped el rey
taifa al-Mamún, no se sentía feliz. El cerco que su hermano había
puesto a la ciudad de Zamora no cedía. Su hermana doña Urraca y
todos sus súbditos debían de estar sufriendo lo indecible. Si él
pudiera hacer algo para liberarlos, no lo dudaría un instante. Pero
carecía de fuerzas para llevar a cabo cualquier plan. Tan sólo un
puñado de leales, entre los que descollaba Pedro Ansúrez, estaba
allí a su lado. ¿Dónde podían ir ellos y qué podían hacer ante
un ejército tan poderoso como el de Sancho?
Ya
habían cedido los rigores estivales en la que fuera capital de los
visigodos. Sus habitantes, a pesar de estar habituados a las altas
temperaturas veraniegas, procuraban sufrirlas lo menos posible
refugiándose en los lugares más frescos de sus casas o amparándose
en las sombras de sus tortuosas y estrechas calles, callejuelas y
callejones. Los álamos y chopos de las riberas del Tajo habían
trocado su verde habitual por tonos ocres y amarillentos. Una
alfombra de cálidos colores cubría la verde hierba de sus orillas.
Las golondrinas hacía tiempo que habían emigrado a zonas más
cálidas. Las sofocantes noches estivales se habían trocado en
suaves noches otoñales. La temperatura de la ciudad era más dulce y
el aire más transparente. Don Alfonso estaba a punto de abandonar el
palacio para proceder a su paseo matinal. En ese momento se acercaba
un jinete polvoriento y sudoroso, que apenas había dado tregua a su
caballo durante la noche, para llevarle la nueva. Se trataba del
emisario que doña Urraca había enviado a Toledo unos días antes.
—Señor
—dijo al tiempo que se postraba a sus pies—, el rey don Sancho ha
muerto. Vuestra hermana doña Urraca os espera en Zamora. Debéis
partir de inmediato.
Don
Alfonso, que no salía de su sorpresa y asombro, le preguntó al
mensajero:
—¿Cómo
ha ocurrido eso?
—Señor,
un caballero llamado Bellido Dolfos salió de la ciudad de Zamora en
veloz carrera e hirió de muerte a vuestro hermano. Después, con la
misma rapidez, regresó indemne a la ciudad.
—¡Bendito
sea su nombre y bendita la hora en que tal hazaña hizo! Su gesta
debería permanecer para siempre en los anales de la Historia. Por
fin se ha hecho justicia ante tanta iniquidad.
—Señor
—insistió el mensajero—, su hermana está deseosa de veros. Le
agradecería que partiera sin demora para Zamora donde lo espera con
sus más fieles partidarios, que han hecho posible la resistencia de
la ciudad ante tan duro asedio.
Don
Alfonso, sorprendido gratamente por aquella nueva que no esperaba,
decidió poner en práctica el consejo que le daba el emisario de su
hermana.
—Vasallos
y amigos míos, como bien sugiere este buen servidor, no debemos
permanecer más tiempo en esta ciudad, a pesar de habernos brindado
tan afable acogida durante todos estos meses que ha durado nuestro
destierro. Ahora debemos partir allí donde el deber nos llama, para
tomar de nuevo las riendas de nuestro reino tan innoblemente
perdidas. Dios o el destino han devuelto de nuevo a mis manos el
cetro que me fue vilmente arrebatado. Es hora de reinar con justicia
y de reunificar bajo mi corona todo el legado de mis padres. Hoy
mismo partiremos para tierras de Zamora.
El
pequeño séquito de leales totalmente eufóricos, capitaneado por
Pedro Ansúrez, puso en marcha la maquinaria para abandonar aquel
mismo día la ciudad del Tajo. Don Alfonso se despidió de su
anfitrión, al-Mamún, redoblando sus vínculos de amistad hasta que
la muerte los separase. Éste, como muestra de esa amistad, lo
acompañó durante un trecho, regresando después a la ciudad no sin
antes reforzar sus lazos amistosos y darle dinero con que sufragar
los gastos del camino. Después de varios días de viaje por arduos y
tortuosos caminos entre Toledo y Zamora, hacían su entrada triunfal
en «la bien cercada», donde los esperaba con gran ansiedad doña
Urraca.
—¡Bienvenido
seas, hermano mío! —exclamó estrechando ardientemente entre sus
brazos a su hermano predilecto—. ¡Cuánto tiempo sin vernos y qué
largo y penoso se me ha hecho! —le susurraba con los ojos
impregnados en lágrimas.
—Cálmate,
querida hermana. Ya pasó todo. Ya me tienes a tu lado y te prometo
que nadie nos volverá a separar.
—Dios
te oiga, Alfonso. ¡No sabes cuánto he sufrido!
—Me
lo imagino, Urraca, pero se ha hecho justicia. Por cierto, no debe
quedar sin premio la gran gesta de Bellido Dolfos.
—No
quedará. De eso puedes estar bien seguro. Pero pongámonos cómodos.
¡Tenemos tantas cosas de qué hablar!
Los
dos hermanos pasaron a un saloncito privado, primorosamente decorado,
del palacio de doña Urraca. Allí, a solas, sentados en sendos
sillones ricamente enjaezados, podrían departir sosegadamente de
todo lo que había agobiado sus corazones durante aquellos largos
meses de separación.
—Te
encuentro algo más demacrada y enflaquecida. ¿Habrás padecido
mucho por los infortunios de estas gentes, no?
—Mucho,
Alfonso. No te lo puedes imaginar. Si de mí hubiera dependido,
habría cedido hace meses ante el asedio, pero el grupo de nobles que
formaba la junta de gobierno de la ciudad, con Arias Gonzalo a la
cabeza, me impidió hacerlo. Estaban dispuestos a morir antes que
ceder. A mí me relegaron a un segundo plano para que no tuviera
responsabilidades en sus decisiones. A partir de entonces me dediqué
a socorrer a todos los necesitados que tuve a mi alcance. Más de un
enfermo y de un niño famélico se desvanecieron en mis brazos sin
poder hacer otra cosa que dejarlos morir. ¡Qué horrible es ver
agonizar a la gente así sin poder ofrecerles ni siquiera un pedazo
de pan!
—Me
lo imagino, querida, y todo por la ambición insaciable de nuestro
hermano. Pero olvidemos eso, que ya es pasado, para centrarnos en el
presente y el futuro. Habrá que rehacer esta ciudad sin pérdida de
tiempo. Lo más importante es abastecerla de los alimentos básicos
que necesita la población. Luego ya se cubrirán las demás
carencias que se detecten.
—Eso
ya está hecho, Alfonso. Desde que levantaron el cerco los
castellanos, no han parado de entrar en la ciudad carros repletos de
alimentos porteados por los campesinos del alfoz y de muchas otras
comarcas de nuestro reino. De momento las necesidades básicas se
están cubriendo. Gracias a Dios, hoy ya no hay ningún zamorano que
no pueda llevarse un pedazo de pan a la boca. Los que ya no pueden
recuperarse son los que nos han dejado y los que aún pueden hacerlo
si los alimentos que les proporcionan no surten efecto por haber
llegado demasiado tarde. El resto de necesidades poco a poco se irá
cubriendo.
Mientras
esto hablaban, fuera de palacio se produjo una breve escaramuza. Un
pequeño grupo de personas famélicas se disputaban los restos de las
provisiones de un carro que acababa de entrar en la ciudad. Los que
podían conseguir alguna migaja, se la llevan ávidamente a sus bocas
antes de que otras manos se la arrebataran. Grupos de famélicos
recorrían todavía las calles de Zamora buscando con voracidad algo
que comer. Y es que la hambruna aún estaba lejos de desaparecer de
la ciudad, a pesar de las buenas intenciones de doña Urraca y de su
junta de gobierno.
—¿Qué
alboroto es ése? —preguntó don Alfonso.
—Nada
importante, querido. Son pequeños grupos incontrolados que asaltan
cualquier carro o cualquier puesto de abastos que encuentran. Ya
hemos tomado medidas para solucionar el problema. En un par de días
quedará resuelto.
—Habrá
que abastecer más deprisa la ciudad para terminar con el hambre de
esos infelices y también habrá que aumentar la vigilancia para
evitar estos altercados.
—Sea
como tú dices, Alfonso.
Unos
días más tarde entraban cincuenta carros abarrotados de alimentos
para satisfacer las necesidades de todos los zamoranos. Un grito de
júbilo en favor del rey resonó en toda la ciudad cuando vieron
tantas viandas juntas en torno a ellos. Su popularidad creció hasta
límites insospechados.
Don
Alfonso decidió quedarse en Zamora hasta que se cubrieran todas sus
necesidades. La ciudad, después de tantos meses de asedio,
necesitaba toda su atención. Ya habría ocasión de acudir al resto
de problemas de su reino. Durante todo ese tiempo mantuvo muchas
charlas con su hermana preferida relativas a su reino y al gobierno
del mismo. El rey aceptaba los consejos de doña Urraca como si
vinieran de su propia madre, pues ése era el papel que desempeñaba
ella ante su hermano predilecto, que ahora se podía decir que ya no
tenía ningún obstáculo para gobernar en todo el reino de sus
progenitores. Por fin, después de aquellos azarosos años desde la
muerte de sus padres, podía ver a Alfonso en lo más alto de su
reinado, en el trono que habían ocupado sus padres con todo su
poder. Bueno, estaba aún por medio el escollo del hermano menor,
García, pero eso no tardarían en darle una solución definitiva.
—Ahora
que ya están solucionados los problemas más urgentes de Zamora,
¿qué piensas hacer, Alfonso?
—En
primer lugar, tendré que tomar posesión de los tres reinos en que
fraccionaron nuestros padres su patrimonio y que ya había unificado
Sancho. Habrá que dotarlos de una mayor cohesión, como la que
tenían antes de su fragmentación. Luego, ya iremos pensando en cómo
ampliar este patrimonio. Por mi mente bulle la idea de incorporar
todo el al-Ándalus a nuestro reino. No será tarea fácil, pero con
el tiempo todo se andará. Tendré que diseñar un plan para hacerme
con Toledo, nudo gordiano de toda la Península. Si lograra dominar
esta ciudad, todos los demás reinos taifas caerían en mis manos
como castillos de naipes.
Los
dos hermanos se habían retirado al saloncito reservado después de
un frugal almuerzo. Allí, en privado, podían hablar a solas sin que
nadie los interrumpiera.
—¿Qué
hacemos con García, que puede constituir un estorbo para tus planes?
Ya sabes que sus facultades mentales están un poco mermadas y que su
experiencia de gobierno en los pocos años que reinó en Galicia no
fue nada halagüeña. La mayoría de los nobles gallegos abandonaron
su patria durante su reinado por las desavenencias que tenían con
él.
—Algo
haremos, Urraca, pero no creo que sea éste el momento más idóneo
para tratar ese problema. De momento, puede permanecer en Sevilla
donde no estorba a nadie. Más adelante ya decidiremos.
—Tal
vez éste no sea el momento más adecuado para resolver de una vez
por todas el problema de García, pero no debes obviarlo, pues podría
convertirse en un serio contratiempo en el futuro. Los obstáculos
que halles en tu camino elimínalos de raíz cuanto antes para que no
tengas que arrepentirte más tarde de no haberlo hecho.
—Tendré
en cuenta tus consejos, querida hermana. No se te escapa ni un
detalle —la infanta se sintió halagada por el comentario de su
hermano.
—Si
no me preocupara por esos detalles, cuántas veces tropezarías en el
camino. Y hablando de detalles, ¿cómo van tus amoríos con Inés de
Aquitania? ¿La has visto alguna vez durante todos estos meses?
—¿Cómo
quieres que la vea, Urraca, si no se me ha permitido salir del reino
de Toledo? He tenido un destierro muy regalado, pero no ha dejado de
ser una privación de mi libertad.
—Eso
ya me lo imagino, Alfonso, pero podía haberte hecho alguna visita
ella.
Don
Alfonso no pudo contener la risa.
—Ni
lo sueñes, Urraca. Mis futuros suegros no harían un viaje tan largo
por el mero hecho de que su hija y yo nos viéramos. Son muy serios
como para permitirse una veleidad como ésa. Y mi futura esposa no es
más que una niña a la que sus padres no dejan ni a sol ni a sombra.
—Pero,
al menos os habréis mandado algún mensaje, ¿no?
—Eso
sí. Nos hemos intercambiado varios mensajes durante los siete meses
que ha durado mi destierro.
—Supongo
que la boda irá para adelante, ¿o qué?
—La
boda sigue en pie tal como la habíamos acordado. Se celebrará el
año que viene cuando Inés cumpla los catorce años.
—Desde
luego, no es más que una niña. Podría ser perfectamente mi hija.
—Ya
lo creo que podría ser tu hija. Es una niña encantadora que casi
tendremos que criar nosotros. Espero que pronto se convierta en una
mujer que me ayude a llevar las riendas del poder.
Doña
Urraca emitió un profundo suspiro, como si se hubiera sentido
celosa.
—Para
eso ya me tienes a mí, que no pienso abandonarte mientras me quede
un soplo de vida. Tu futura esposa que se dedique a darte hijos que
aseguren tu descendencia.
—Una
reina no debe ser sólo una máquina de engendrar hijos. Debe
compartir con su esposo sus inquietudes y anhelos y muchos de los
asuntos del reino.
—Eso
último ya lo veremos, Alfonso. Recuerda que este reino es el de
nuestros padres. Por lo que me afecta a mí bastante más que a ella.
Ya te he dicho que me tendrás siempre a tu lado para ayudarte a
llevar las riendas del poder.
—Lo
sé, Urraca, lo sé. Pero no olvides que la reina ha de ocupar su
lugar.
—Ya
hablaremos de eso —contestó la infanta con un mohín que no dejaba
mucho lugar a dudas.
Se
había propuesto gobernar el reino bajo la sombra de su hermano.
Sabía que éste tenía un carácter bastante maleable que ella había
dominado desde siempre. Por eso se había alegrado tanto de que
hubiera recuperado todo el legado de sus padres y se preocupaba por
allanarle todos los obstáculos en su camino. Tenía una gran
ambición de poder que esperaba ejercer al lado de su hermano y no
estaba dispuesta a que nadie se interpusiera entre ambos.
—Y
tu infantado, ¿cómo va?
—¿Cómo
quieres que vaya después de estos siete largos meses de asedio? Está
totalmente abandonado. Espero que ahora disponga de tiempo suficiente
para dedicarme a él. Hay muchos asuntos pendientes y tengo grandes
sueños que quiero realizar en un futuro no muy lejano.
—No
lo dudo. Siempre has tenido un espíritu inquieto. Espero que esos
proyectos sirvan para mejorar e incrementar el patrimonio que te
legaron nuestros padres.
—Puedes
estar seguro de ello, Alfonso. Una vez que se recupere la normalidad
aquí en Zamora, pienso desplazarme a León para ver cómo van los
trabajos de la nueva catedral. La última vez que estuve allí fue en
la coronación de Sancho. Las obras iban bastante avanzadas, aunque
les faltaban muchos detalles por terminar. Se puede decir que la
estructura del monumento ya estaba acabada, pero carecía de toda la
decoración interior. Su apariencia en aquel momento era fría y
desoladora y yo deseo darle algo más de calor para que los actos
religiosos que se celebren en él resulten más acogedores. No
quisiera que el día de tu boda ofreciera el aspecto que tenía hace
ocho meses.
—Seguro
que lo conseguirás.
—Eso
espero, Alfonso. Aunque hace ocho meses que no sé nada de las obras.
Supongo que no las habrán paralizado como consecuencia de este
asedio.
La
nueva catedral, que se alzaba sobre los restos de la primigenia,
erigida a su vez sobre los vestigios de las termas romanas de la
Legio VII gemina felix, fue mandada construir por doña Sancha y don
Fernando décadas atrás ante el aspecto deplorable que ofrecía la
anterior, después de los duros ataques que Almanzor había asestado
a la ciudad de León. Se trataba de una iglesia románica de unos
sesenta metros de largo por cuarenta de ancho. Estaba fabricada en
ladrillo y mampostería. Tenía tres naves rematadas en tres ábsides
semicirculares, dedicado el central a Santa María como en la
anterior.
Los
dos hermanos continuaron charlando fraternalmente. Tenían muchas
cosas que contarse después de aquellos largos meses de separación.
Don Alfonso permaneció en Zamora el tiempo imprescindible antes de
desplazarse a León, que lo esperaba con ansiedad después de tan
larga ausencia. Asuntos perentorios del reino reclamaban su atención.
© Julio Noel
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