miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 5



       
                                                                   5


          Don Alfonso, escoltado por la escuadra de su ayo Pedro Ansúrez, en la que también iban los hermanos de éste, Gonzalo y Hernando, llegó sin ningún contratiempo a la imperial Toledo. Fue recibido con los brazos abiertos por el rey taifa de la ciudad, Yahya ibn Ismail al-Mamun, subordinado suyo, a quien expuso los motivos que lo llevaron a demandarle refugio y protección.
—Yahya, mi buen amigo y amigo de mi glorioso padre, yo, que en otro tiempo fui rey poderoso y tu señor, vengo hoy aquí como rey destronado a solicitar tu amparo. He sido alevosamente privado de mi cetro por la ambición irrefrenable de mi hermano mayor, que no ha parado desde la muerte de mis padres hasta reunir en su sola persona el legado que nos dejaron nuestros augustos progenitores. Después de desposeer a mi hermano menor del reino de Galicia, se ha apoderado de mi reino, el reino hegemónico de León, con nocturnidad y alevosía. Sus huestes fueron vencidas y desbaratadas por las mías. Según las leyes de la caballería, ordené a mis valientes guerreros que no persiguieran a los guerreros cristianos vencidos. Hallábamosnos celebrando la victoria por la que se volvían a unificar en mi cabeza las coronas de León y de Castilla, cuando inesperadamente fuimos atacados por las tropas de mi hermano que se habían rehecho de una manera sorprendente. Contra toda ley de caballerosidad y de cortesía, fuimos atacados por sorpresa y vencidos innoblemente. Mi hermano hizo muchos prisioneros entre mis huestes y también a mí me tomó como rehén suyo encerrándome en las mazmorras del castillo de Burgos. Merced a las gestiones de mi hermana Urraca y de algún otro amigo poderoso, pude cambiar las mazmorras del castillo de Burgos por los hábitos del monasterio de Sahagún. De allí una vez más me han liberado los desvelos de mi dilectísima hermana y de algunos leales vasallos que no me han abandonado en mis desdichas.
»Yahya, mi buen amigo, vengo a refugiarme en tu reino, porque sé que no me negarás tu inestimable amistad y que bajo tu amparo obtendré total protección sobre las asechanzas de mi hermano Sancho y su insaciable ambición de poder. Mis deudos no se sienten capacitados para poder dármela ni tampoco mis primos los reyes de Navarra y Aragón, que temen la ira de mi hermano si me la ofrecieren. No te pido, mi buen amigo, que me ayudes a recuperar mi reino perdido, como sería lógico entre los de nuestro linaje a pesar de la diferencia de nuestras religiones. Tan sólo te pido, mi buen amigo Yahya, que nos permitas a mí y a mi reducido séquito vivir en paz a la sombra de tu palacio. Si así lo hicieres y algún día recupero mi cetro, te prometo solemnemente que no olvidaré este gesto y serás debidamente recompensado.
A pesar de hallarse allí don Alfonso en calidad de rey destronado, al-Mamún se deshizo en toda clase de atenciones y elogios con el fin de que su destierro le resultara lo más agradable posible.
—Mi buen amigo Alfonso, confía en mí como en tu mejor amigo. En mi casa hallarás todo lo necesario para tu regalo y bienestar. Te prometo que no echarás en falta tu propio palacio y que no encontrarás acogida más placentera en ningún otro reino. La suerte es mudable. Lo que hoy es desgracia mañana se puede trocar en dicha. Espero que entonces nuestra amistad siga tan inquebrantable como hoy y que no olvides este momento.
—No lo olvidaré jamás, mi buen amigo Yahya.
Al-Mamún dispuso desde el primer momento que fuera alojado en una de las mejores estancias que tenía al lado de su palacio. No quería que el destronado rey careciera de ninguna de las comodidades a las que estaba acostumbrado. Puso a su servicio varias doncellas para que don Alfonso pudiera disfrutar de una estancia regalada todo el tiempo que permaneciera en la ciudad. También le hizo el honor de sentarlo a su mesa para que no se sintiera extraño lejos de su casa y de su corte. No obstante, al-Mamún le exigió a don Alfonso una especie de juramento o promesa, en el que se comprometería a guardar secreto de todo lo que allí viera y conociera y a no utilizarlo jamás en su contra. Era lo menos que le podía pedir a quien consideraba en esos momentos algo así como su prisionero o invitado especial. Con todo desde el primer momento se reforzó la gran amistad que había entre ambos. Amistad que con el tiempo daría sus frutos.
Don Alfonso acompañaba a al-Mamún en sus paseos por la ciudad y por los jardines de la misma. Esto le ayudó a conocer su ubicación y los puntos débiles que podía ofrecer ante un potencial ataque. La ciudad, asentada sobre una colina en torno al río Tajo y protegida por unas sólidas murallas, resultaba prácticamente inexpugnable ante cualquier ofensiva. Pero don Alfonso en aquel momento no pensaba en conquistar Toledo. Ya habría tiempo para ello. Por su cabeza sólo rondaba la idea de cómo recuperar su reino perdido. Más de una vez había maldecido su espíritu bondadoso y su ideal de honorabilidad que lo habían llevado a su perdición. Nunca debió haber dado la orden de no perseguir a las huestes desbandadas de su hermano cuando lo venció en la batalla de Golpejera. Su hermano no tuvo para con él la misma deferencia. Ni siquiera eso, pues su hermano no hizo uso de las leyes de la caballerosidad que existían entonces. Sancho, cual víbora ponzoñosa, rehízo como pudo sus fuerzas desperdigadas para caer con nocturnidad y alevosía sobre sus huestes, que descansaban despreocupadamente después de la merecida victoria.
Transcurrían apaciblemente los meses en la ciudad del Tajo. Don Alfonso, que recibía toda clase de atenciones por parte de su huésped el rey taifa al-Mamún, no se sentía feliz. El cerco que su hermano había puesto a la ciudad de Zamora no cedía. Su hermana doña Urraca y todos sus súbditos debían de estar sufriendo lo indecible. Si él pudiera hacer algo para liberarlos, no lo dudaría un instante. Pero carecía de fuerzas para llevar a cabo cualquier plan. Tan sólo un puñado de leales, entre los que descollaba Pedro Ansúrez, estaba allí a su lado. ¿Dónde podían ir ellos y qué podían hacer ante un ejército tan poderoso como el de Sancho?
Ya habían cedido los rigores estivales en la que fuera capital de los visigodos. Sus habitantes, a pesar de estar habituados a las altas temperaturas veraniegas, procuraban sufrirlas lo menos posible refugiándose en los lugares más frescos de sus casas o amparándose en las sombras de sus tortuosas y estrechas calles, callejuelas y callejones. Los álamos y chopos de las riberas del Tajo habían trocado su verde habitual por tonos ocres y amarillentos. Una alfombra de cálidos colores cubría la verde hierba de sus orillas. Las golondrinas hacía tiempo que habían emigrado a zonas más cálidas. Las sofocantes noches estivales se habían trocado en suaves noches otoñales. La temperatura de la ciudad era más dulce y el aire más transparente. Don Alfonso estaba a punto de abandonar el palacio para proceder a su paseo matinal. En ese momento se acercaba un jinete polvoriento y sudoroso, que apenas había dado tregua a su caballo durante la noche, para llevarle la nueva. Se trataba del emisario que doña Urraca había enviado a Toledo unos días antes.
—Señor —dijo al tiempo que se postraba a sus pies—, el rey don Sancho ha muerto. Vuestra hermana doña Urraca os espera en Zamora. Debéis partir de inmediato.
Don Alfonso, que no salía de su sorpresa y asombro, le preguntó al mensajero:
—¿Cómo ha ocurrido eso?
—Señor, un caballero llamado Bellido Dolfos salió de la ciudad de Zamora en veloz carrera e hirió de muerte a vuestro hermano. Después, con la misma rapidez, regresó indemne a la ciudad.
—¡Bendito sea su nombre y bendita la hora en que tal hazaña hizo! Su gesta debería permanecer para siempre en los anales de la Historia. Por fin se ha hecho justicia ante tanta iniquidad.
—Señor —insistió el mensajero—, su hermana está deseosa de veros. Le agradecería que partiera sin demora para Zamora donde lo espera con sus más fieles partidarios, que han hecho posible la resistencia de la ciudad ante tan duro asedio.
Don Alfonso, sorprendido gratamente por aquella nueva que no esperaba, decidió poner en práctica el consejo que le daba el emisario de su hermana.
—Vasallos y amigos míos, como bien sugiere este buen servidor, no debemos permanecer más tiempo en esta ciudad, a pesar de habernos brindado tan afable acogida durante todos estos meses que ha durado nuestro destierro. Ahora debemos partir allí donde el deber nos llama, para tomar de nuevo las riendas de nuestro reino tan innoblemente perdidas. Dios o el destino han devuelto de nuevo a mis manos el cetro que me fue vilmente arrebatado. Es hora de reinar con justicia y de reunificar bajo mi corona todo el legado de mis padres. Hoy mismo partiremos para tierras de Zamora.
El pequeño séquito de leales totalmente eufóricos, capitaneado por Pedro Ansúrez, puso en marcha la maquinaria para abandonar aquel mismo día la ciudad del Tajo. Don Alfonso se despidió de su anfitrión, al-Mamún, redoblando sus vínculos de amistad hasta que la muerte los separase. Éste, como muestra de esa amistad, lo acompañó durante un trecho, regresando después a la ciudad no sin antes reforzar sus lazos amistosos y darle dinero con que sufragar los gastos del camino. Después de varios días de viaje por arduos y tortuosos caminos entre Toledo y Zamora, hacían su entrada triunfal en «la bien cercada», donde los esperaba con gran ansiedad doña Urraca.
—¡Bienvenido seas, hermano mío! —exclamó estrechando ardientemente entre sus brazos a su hermano predilecto—. ¡Cuánto tiempo sin vernos y qué largo y penoso se me ha hecho! —le susurraba con los ojos impregnados en lágrimas.
—Cálmate, querida hermana. Ya pasó todo. Ya me tienes a tu lado y te prometo que nadie nos volverá a separar.
—Dios te oiga, Alfonso. ¡No sabes cuánto he sufrido!
—Me lo imagino, Urraca, pero se ha hecho justicia. Por cierto, no debe quedar sin premio la gran gesta de Bellido Dolfos.
—No quedará. De eso puedes estar bien seguro. Pero pongámonos cómodos. ¡Tenemos tantas cosas de qué hablar!
Los dos hermanos pasaron a un saloncito privado, primorosamente decorado, del palacio de doña Urraca. Allí, a solas, sentados en sendos sillones ricamente enjaezados, podrían departir sosegadamente de todo lo que había agobiado sus corazones durante aquellos largos meses de separación.
—Te encuentro algo más demacrada y enflaquecida. ¿Habrás padecido mucho por los infortunios de estas gentes, no?
—Mucho, Alfonso. No te lo puedes imaginar. Si de mí hubiera dependido, habría cedido hace meses ante el asedio, pero el grupo de nobles que formaba la junta de gobierno de la ciudad, con Arias Gonzalo a la cabeza, me impidió hacerlo. Estaban dispuestos a morir antes que ceder. A mí me relegaron a un segundo plano para que no tuviera responsabilidades en sus decisiones. A partir de entonces me dediqué a socorrer a todos los necesitados que tuve a mi alcance. Más de un enfermo y de un niño famélico se desvanecieron en mis brazos sin poder hacer otra cosa que dejarlos morir. ¡Qué horrible es ver agonizar a la gente así sin poder ofrecerles ni siquiera un pedazo de pan!
—Me lo imagino, querida, y todo por la ambición insaciable de nuestro hermano. Pero olvidemos eso, que ya es pasado, para centrarnos en el presente y el futuro. Habrá que rehacer esta ciudad sin pérdida de tiempo. Lo más importante es abastecerla de los alimentos básicos que necesita la población. Luego ya se cubrirán las demás carencias que se detecten.
—Eso ya está hecho, Alfonso. Desde que levantaron el cerco los castellanos, no han parado de entrar en la ciudad carros repletos de alimentos porteados por los campesinos del alfoz y de muchas otras comarcas de nuestro reino. De momento las necesidades básicas se están cubriendo. Gracias a Dios, hoy ya no hay ningún zamorano que no pueda llevarse un pedazo de pan a la boca. Los que ya no pueden recuperarse son los que nos han dejado y los que aún pueden hacerlo si los alimentos que les proporcionan no surten efecto por haber llegado demasiado tarde. El resto de necesidades poco a poco se irá cubriendo.
Mientras esto hablaban, fuera de palacio se produjo una breve escaramuza. Un pequeño grupo de personas famélicas se disputaban los restos de las provisiones de un carro que acababa de entrar en la ciudad. Los que podían conseguir alguna migaja, se la llevan ávidamente a sus bocas antes de que otras manos se la arrebataran. Grupos de famélicos recorrían todavía las calles de Zamora buscando con voracidad algo que comer. Y es que la hambruna aún estaba lejos de desaparecer de la ciudad, a pesar de las buenas intenciones de doña Urraca y de su junta de gobierno.
—¿Qué alboroto es ése? —preguntó don Alfonso.
—Nada importante, querido. Son pequeños grupos incontrolados que asaltan cualquier carro o cualquier puesto de abastos que encuentran. Ya hemos tomado medidas para solucionar el problema. En un par de días quedará resuelto.
—Habrá que abastecer más deprisa la ciudad para terminar con el hambre de esos infelices y también habrá que aumentar la vigilancia para evitar estos altercados.
—Sea como tú dices, Alfonso.
Unos días más tarde entraban cincuenta carros abarrotados de alimentos para satisfacer las necesidades de todos los zamoranos. Un grito de júbilo en favor del rey resonó en toda la ciudad cuando vieron tantas viandas juntas en torno a ellos. Su popularidad creció hasta límites insospechados.
Don Alfonso decidió quedarse en Zamora hasta que se cubrieran todas sus necesidades. La ciudad, después de tantos meses de asedio, necesitaba toda su atención. Ya habría ocasión de acudir al resto de problemas de su reino. Durante todo ese tiempo mantuvo muchas charlas con su hermana preferida relativas a su reino y al gobierno del mismo. El rey aceptaba los consejos de doña Urraca como si vinieran de su propia madre, pues ése era el papel que desempeñaba ella ante su hermano predilecto, que ahora se podía decir que ya no tenía ningún obstáculo para gobernar en todo el reino de sus progenitores. Por fin, después de aquellos azarosos años desde la muerte de sus padres, podía ver a Alfonso en lo más alto de su reinado, en el trono que habían ocupado sus padres con todo su poder. Bueno, estaba aún por medio el escollo del hermano menor, García, pero eso no tardarían en darle una solución definitiva.
—Ahora que ya están solucionados los problemas más urgentes de Zamora, ¿qué piensas hacer, Alfonso?
—En primer lugar, tendré que tomar posesión de los tres reinos en que fraccionaron nuestros padres su patrimonio y que ya había unificado Sancho. Habrá que dotarlos de una mayor cohesión, como la que tenían antes de su fragmentación. Luego, ya iremos pensando en cómo ampliar este patrimonio. Por mi mente bulle la idea de incorporar todo el al-Ándalus a nuestro reino. No será tarea fácil, pero con el tiempo todo se andará. Tendré que diseñar un plan para hacerme con Toledo, nudo gordiano de toda la Península. Si lograra dominar esta ciudad, todos los demás reinos taifas caerían en mis manos como castillos de naipes.
Los dos hermanos se habían retirado al saloncito reservado después de un frugal almuerzo. Allí, en privado, podían hablar a solas sin que nadie los interrumpiera.
—¿Qué hacemos con García, que puede constituir un estorbo para tus planes? Ya sabes que sus facultades mentales están un poco mermadas y que su experiencia de gobierno en los pocos años que reinó en Galicia no fue nada halagüeña. La mayoría de los nobles gallegos abandonaron su patria durante su reinado por las desavenencias que tenían con él.
—Algo haremos, Urraca, pero no creo que sea éste el momento más idóneo para tratar ese problema. De momento, puede permanecer en Sevilla donde no estorba a nadie. Más adelante ya decidiremos.
—Tal vez éste no sea el momento más adecuado para resolver de una vez por todas el problema de García, pero no debes obviarlo, pues podría convertirse en un serio contratiempo en el futuro. Los obstáculos que halles en tu camino elimínalos de raíz cuanto antes para que no tengas que arrepentirte más tarde de no haberlo hecho.
—Tendré en cuenta tus consejos, querida hermana. No se te escapa ni un detalle —la infanta se sintió halagada por el comentario de su hermano.
—Si no me preocupara por esos detalles, cuántas veces tropezarías en el camino. Y hablando de detalles, ¿cómo van tus amoríos con Inés de Aquitania? ¿La has visto alguna vez durante todos estos meses?
—¿Cómo quieres que la vea, Urraca, si no se me ha permitido salir del reino de Toledo? He tenido un destierro muy regalado, pero no ha dejado de ser una privación de mi libertad.
—Eso ya me lo imagino, Alfonso, pero podía haberte hecho alguna visita ella.
Don Alfonso no pudo contener la risa.
—Ni lo sueñes, Urraca. Mis futuros suegros no harían un viaje tan largo por el mero hecho de que su hija y yo nos viéramos. Son muy serios como para permitirse una veleidad como ésa. Y mi futura esposa no es más que una niña a la que sus padres no dejan ni a sol ni a sombra.
—Pero, al menos os habréis mandado algún mensaje, ¿no?
—Eso sí. Nos hemos intercambiado varios mensajes durante los siete meses que ha durado mi destierro.
—Supongo que la boda irá para adelante, ¿o qué?
—La boda sigue en pie tal como la habíamos acordado. Se celebrará el año que viene cuando Inés cumpla los catorce años.
—Desde luego, no es más que una niña. Podría ser perfectamente mi hija.
—Ya lo creo que podría ser tu hija. Es una niña encantadora que casi tendremos que criar nosotros. Espero que pronto se convierta en una mujer que me ayude a llevar las riendas del poder.
Doña Urraca emitió un profundo suspiro, como si se hubiera sentido celosa.
—Para eso ya me tienes a mí, que no pienso abandonarte mientras me quede un soplo de vida. Tu futura esposa que se dedique a darte hijos que aseguren tu descendencia.
—Una reina no debe ser sólo una máquina de engendrar hijos. Debe compartir con su esposo sus inquietudes y anhelos y muchos de los asuntos del reino.
—Eso último ya lo veremos, Alfonso. Recuerda que este reino es el de nuestros padres. Por lo que me afecta a mí bastante más que a ella. Ya te he dicho que me tendrás siempre a tu lado para ayudarte a llevar las riendas del poder.
—Lo sé, Urraca, lo sé. Pero no olvides que la reina ha de ocupar su lugar.
—Ya hablaremos de eso —contestó la infanta con un mohín que no dejaba mucho lugar a dudas.
Se había propuesto gobernar el reino bajo la sombra de su hermano. Sabía que éste tenía un carácter bastante maleable que ella había dominado desde siempre. Por eso se había alegrado tanto de que hubiera recuperado todo el legado de sus padres y se preocupaba por allanarle todos los obstáculos en su camino. Tenía una gran ambición de poder que esperaba ejercer al lado de su hermano y no estaba dispuesta a que nadie se interpusiera entre ambos.
—Y tu infantado, ¿cómo va?
—¿Cómo quieres que vaya después de estos siete largos meses de asedio? Está totalmente abandonado. Espero que ahora disponga de tiempo suficiente para dedicarme a él. Hay muchos asuntos pendientes y tengo grandes sueños que quiero realizar en un futuro no muy lejano.
—No lo dudo. Siempre has tenido un espíritu inquieto. Espero que esos proyectos sirvan para mejorar e incrementar el patrimonio que te legaron nuestros padres.
—Puedes estar seguro de ello, Alfonso. Una vez que se recupere la normalidad aquí en Zamora, pienso desplazarme a León para ver cómo van los trabajos de la nueva catedral. La última vez que estuve allí fue en la coronación de Sancho. Las obras iban bastante avanzadas, aunque les faltaban muchos detalles por terminar. Se puede decir que la estructura del monumento ya estaba acabada, pero carecía de toda la decoración interior. Su apariencia en aquel momento era fría y desoladora y yo deseo darle algo más de calor para que los actos religiosos que se celebren en él resulten más acogedores. No quisiera que el día de tu boda ofreciera el aspecto que tenía hace ocho meses.
—Seguro que lo conseguirás.
—Eso espero, Alfonso. Aunque hace ocho meses que no sé nada de las obras. Supongo que no las habrán paralizado como consecuencia de este asedio.
La nueva catedral, que se alzaba sobre los restos de la primigenia, erigida a su vez sobre los vestigios de las termas romanas de la Legio VII gemina felix, fue mandada construir por doña Sancha y don Fernando décadas atrás ante el aspecto deplorable que ofrecía la anterior, después de los duros ataques que Almanzor había asestado a la ciudad de León. Se trataba de una iglesia románica de unos sesenta metros de largo por cuarenta de ancho. Estaba fabricada en ladrillo y mampostería. Tenía tres naves rematadas en tres ábsides semicirculares, dedicado el central a Santa María como en la anterior.
Los dos hermanos continuaron charlando fraternalmente. Tenían muchas cosas que contarse después de aquellos largos meses de separación. Don Alfonso permaneció en Zamora el tiempo imprescindible antes de desplazarse a León, que lo esperaba con ansiedad después de tan larga ausencia. Asuntos perentorios del reino reclamaban su atención.

            © Julio Noel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario