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Dorado
atardecer de otoño. Chopos y abedules vestidos de ocres y amarillos
se miraban en el plateado espejo del Cea. En los remansos del río
miles y miles de hojas se arremolinaban mecidas por el viento. Por
entre las ramas semidesnudas de los chopos se infiltraban los rayos
de oro murientes reflejándose en la cristalina superficie como
caleidoscopio multicolor. Las campanas del monasterio de San Benito
de Sahagún tocaban a vísperas. Después de un largo y extenuante
día dedicado a la oración y al recogimiento, había llegado el
momento de reunirse para rezar la última hora antes de la postrera
colación. En pocos minutos los monjes se congregaron en el coro de
la iglesia para elevar a Dios los salmos vespertinos bajo la atenta
mirada del abad Julián. Finalizadas las vísperas, se dirigieron al
refectorio en silencio y en estricto orden de edad y dignidad.
Cerraba la comitiva el reverendo padre abad.
En
el frío y austero refectorio los aguardaba una frugal cena a base de
verduras y legumbres. Ni carnes ni pescados la acompañaban. Tan sólo
un pedazo de pan y un vaso de agua. En el cenobio de Sahagún la cena
siempre acostumbraba a ser ligera. La comida fuerte era el almuerzo
del mediodía, en el que no se escatimaban las carnes y pescados y
todo tipo de viandas procedentes del coto del monasterio o de otras
partes de sus feudos, todo ello regado con buenos caldos de sus
bodegas.
Durante
la cena todos permanecieron en silencio escuchando la lectura piadosa
que recitaba el monje de turno. A su término, el abad Julián les
dirigió unas breves palabras.
—Hijos
míos, tengo que anunciaros que hoy es el último día que presido
esta mesa y que regento este monasterio como vuestro abad. Mañana
seré sustituido por un nuevo abad que ha designado el propio rey don
Alfonso.
Un
murmullo general se extendió entre los monjes. No estaban preparados
para recibir una noticia así. El primero en replicar fue el padre
prior.
—¿Pero
cómo puede nombrar un nuevo abad sin nuestro consentimiento y su
aceptación por toda la comunidad?
—No
lo sé, padre Crisóstomo, pero así es. Hoy acabo de recibir la
carta de presentación del propio soberano. En ella se nos recomienda
encarecidamente que nos pongamos bajo las órdenes del nuevo abad y
que cumplamos con la más rigurosa obediencia las instrucciones que
él nos dé. Por lo que me anticipa su Majestad, viene con el
objetivo fundamental de instaurar en nuestro monasterio la reforma de
la abadía de Cluny.
—No
lo aceptaremos ni a él ni a su reforma —manifestó el padre
Crisóstomo—. Sólo obedeceremos a vuestra reverencia. No queremos
que se nos imponga un abad contra nuestra voluntad.
Todos
apoyaron la postura del padre prior. Un cuchicheo general se extendió
por el refectorio. El padre abad se vio obligado a acallarlo.
—Si
como acaba de decir el padre prior sólo me obedecéis a mí, yo os
pido que todos obedezcamos la decisión real como buenos vasallos de
su Majestad, aunque no estemos de acuerdo con este nombramiento.
Una
vez más el descontento de los monjes se hizo patente. Ninguno de
ellos quería aceptar de buen grado el nombramiento del nuevo abad
que se les imponía, a pesar de que nadie, salvo el abad Julián,
conocía quién iba a ostentar esa dignidad.
—A
todo esto, ¿conoce vuestra reverencia quién va a ser el nuevo abad?
—preguntó el padre prior.
—Se
trata de un monje que procede de la abadía de Cluny, llamado
Roberto. Lleva varios años en el monasterio de San Isidoro de Dueñas
intentando implantar la reforma. Según tengo entendido, el rey don
Alfonso lo tiene en gran estima. Parece ser que el propio abad Hugo
se lo envió con gran recomendación y que desde entonces el rey lo
tiene como su consejero personal en asuntos de religión y de fe. El
monarca se ha comprometido con el abad Hugo y con el papa a implantar
el nuevo rito romano en todos sus dominios. Para lograr ese objetivo,
parece ser que ha elegido nuestro monasterio como punta de lanza. Ya
sabéis el gran aprecio que siente su Majestad por este cenobio, no
sólo por haber pasado en él muchas temporadas, aparte de la
estancia forzosa que tuvo que vivir aquí por orden de su hermano
Sancho, sino también por el arraigo que ha tenido nuestro monasterio
desde su fundación con la familia real. Si don Alfonso lo ha elegido
para iniciar en él la reforma cluniacense, razones muy poderosas lo
habrán llevado a tomar tal decisión. No seremos nosotros quienes
estorbemos sus planes.
La
comunidad benedictina tornó a hacer patente su disconformidad con
aquel nombramiento, que consideraban a todas luces irregular,
improcedente e inoportuno. El padre abad volvió a restablecer el
orden entre sus monjes.
—Hijos
míos, al profesar en este monasterio habéis hecho voto de
obediencia. Sólo os pido que lo tengáis presente. Ahora retornemos
a la normalidad. Regresemos al coro para rezar completas y a
continuación elevemos al Señor un acto de desagravio por nuestras
veleidades. Que cada cual haga en su interior un acto de contrición
y renueve su voto de obediencia. Vayamos en paz.
Después de las oraciones los monjes se retiraron a sus celdas a
descansar. A la hora de maitines muchos de ellos acudieron con los
ojos enrojecidos y grandes ojeras, signos de no haber conciliado el
sueño durante aquellas breves horas. Lo mismo ocurrió a la hora de
laudes y a la hora prima. A la hora tercia el descontento entre la
comunidad era patente. Una gran parte de ella estaba resuelta a
abandonar el monasterio cuando llegara el nuevo abad. Fue a la hora
sexta, después de rezar los oficios divinos, cuando se hallaban de
nuevo reunidos en el refectorio para tomar el frugal potaje que les
serviría de sustento a sus miserables cuerpos, el momento en el que
llegaron a un acuerdo casi unánime. Al finalizar el parco
refrigerio, el padre prior pidió permiso para tomar la palabra.
—Con
el permiso de su reverencia, padre abad, quiero hacer patente el
descontento que reina entre la mayor parte de los miembros de nuestra
comunidad por el desafortunado nombramiento del nuevo abad de este
monasterio. Muchos de nosotros estamos dispuestos a abandonar la
abadía en el mismo momento en que tome posesión ese intruso. Desde
que se fundó esta santa casa, todos los abades que la han regido han
sido nombrados por acuerdo unánime de la comunidad. No aceptamos que
se nos imponga desde el exterior un abad que nosotros no hemos
elegido. Tampoco aceptamos el cambio de rito y la implantación de
una nueva regla monástica sin estar consensuada por todos nosotros.
Hemos pedido perdón a Dios por este acto de soberbia y estamos
seguros de que él nos lo concederá, pues lo que queremos es
continuar entregando nuestra vida a su servicio bajo la regla que nos
ha regido hasta la actualidad. Padre abad, le pedimos perdón también
a su reverencia si lo hemos ofendido, pero no estamos dispuestos a
obedecer a nadie más que no sea vuestra paternidad.
La
mayor parte de los monjes estaba totalmente de acuerdo con las
palabras del padre Crisóstomo. El abad Julián, después de haber
escuchado en silencio los razonamientos del prior, se dirigió a su
comunidad en los siguientes términos:
—Padre
Crisóstomo, no puedo estar más de acuerdo con todos los
razonamientos que acabas de exponer. Es cierto que no se ha respetado
ninguna de las normas que rigen en este monasterio desde su creación.
Ahora bien, vamos a darle un margen de confianza al nuevo abad para
ver qué nuevas trae y qué innovaciones trata de introducir. Si al
cabo de una semana no nos convencen sus métodos, entonces tomaremos
la decisión más adecuada. ¿Os parece bien, hijos míos?
La
comunidad estuvo de acuerdo con la propuesta del abad Julián. Ya
sólo restaba la llegada del nuevo abad. Ésta se produjo a la hora
nona cuando todos los monjes se preparaban para el oficio divino
después de un ligera siesta. Terminados los oficios, el nuevo abad
reunió a toda la comunidad.
—Me
llamo Roberto y he sido designado por su Majestad para regir desde
hoy los destinos de esta abadía. Procedo de la abadía de Cluny que,
como todos sabréis, desde su creación se ha propuesto regular y
regenerar la vida monacal. Ya son muchos los monasterios de toda la
cristiandad occidental que se han sometido a su norma. Todos obedecen
a un mismo superior, que es el abad de Cluny, dom Hugo. Espero que
muy pronto este monasterio pase a formar parte de esta gran comunidad
que nos une a todos y que todos vosotros os sintáis orgullosos de
pertenecer a la misma. Su poder en estos momentos es casi ilimitado,
tan sólo superado por el poder del papa, quien no toma ninguna
decisión sin antes contar con el parecer de nuestro gran abad Hugo.
Mañana mismo comenzaremos a cambiar los ritos y la regla de este
monasterio. El papa, el abad Hugo y el propio rey don Alfonso están
empeñados en que en este monasterio impere muy pronto el rito romano
y que sus miembros se rijan por la norma cluniacense. Yo también lo
espero y os animo para que entre todos juntos logremos satisfacer sus
deseos que son los del Señor.
A
continuación tomó la palabra el abad Julián.
—Amigo
Roberto, acabas de llegar a este monasterio y ya nos anuncias que
mañana mismo comenzarás a implantar la norma cluniacense, como si
aquí no tuviéramos una norma propia por la que nos regimos desde
los orígenes de esta santa casa, a la que no estamos dispuestos a
renunciar tan fácilmente. ¿No has pensado que para poner en marcha
ese cambio deberías contar con el beneplácito de toda nuestra
comunidad? En esta venerable abadía acostumbramos a tomar las
decisiones trascendentes entre todos. No nos gusta que venga alguien
desde fuera a decirnos qué debemos o qué no debemos hacer. Por otra
parte, nos hablas de la norma cluniacense, de sus bondades, del poder
de la abadía de Cluny, pero no nos has dicho en qué consiste esa
norma. Como puedes comprender, no podemos aceptar a ciegas algo que
desconocemos. Si no nos explicas en qué consiste esa nueva norma,
nadie de este monasterio aceptará el cambio.
A
pesar de que el recato y la humildad de los monjes no les permitía
manifestar con signos externos sus estados anímicos, un enorme
aplauso ovacionó las palabras del abad Julián. A su término retomó
la palabra el abad Roberto.
—Con
la reforma, este monasterio pasará a depender directamente de la
abadía de Cluny, como todos los demás que forman parte de esta gran
familia. En cuanto a su regla interna, volveremos a los orígenes de
la regla benedictina, que nos pedía obediencia, castidad y pobreza
como únicos medios para alcanzar la vida eterna. Nos dedicaremos
exclusivamente a la oración y contemplación, dejando los trabajos
físicos para el personal subalterno. El oficio divino acaparará
toda nuestra atención, que alcanzará su cúspide con la celebración
de la Eucaristía en la hora tercia. Entre horas rezaremos salmos y
preces por las almas de los fieles difuntos que contribuyeron con sus
donaciones en vida al sostenimiento de nuestra casa, de tal manera
que no haya hora en el día que no elevemos alguna plegaria al Señor.
Para que nuestro cuerpo no nos distraiga de la dedicación sublime de
nuestro espíritu a la oración y a la vida contemplativa, debemos
disciplinarlo frecuentemente y someterlo a continuos ayunos y
abstinencias. Para terminar, os recordaré que ninguno de vosotros
podrá salir del monasterio sin mi consentimiento.
La
reforma propuesta disgustó en extremo a la comunidad benedictina, en
especial tres puntos que no les terminaban de convencer. Uno era la
subordinación del monasterio a la abadía de Cluny con todo lo que
esto podía conllevar. El segundo era la frugalidad de las comidas. Y
el tercero, la prohibición de abandonar el recinto monacal sin
permiso de su abad. Este último punto era el que más recelo
suscitaba entre los monjes de Sahagún. Hasta ese momento habían
gozado de plena libertad para entrar y salir del monasterio cuando
les placía. Era, por así decirlo, el leitmotiv de su vida
licenciosa. Los monjes de aquella época tenían entera libertad para
llevar una doble moral siempre que no fueran descubiertos. Nadie
vigilaba sus pasos cuando se ausentaban del monasterio, pero si
alguno era descubierto por llevar una vida licenciosa y libertina, el
castigo que recibía era ejemplar. Podían llegar a emparedarlo. Ésa
era la teoría. En la práctica ningún monje llegó a ser castigado
por su vida extramuros. Por eso la última cláusula no satisfizo a
nadie.
El
abad Julián iba a replicar las últimas palabras del abad Roberto,
pero se le adelantó el padre prior.
—Su
reverencia nos acaba de pintar una vida demasiado ascética que yo no
pienso aceptar. Mañana mismo abandonaré esta santa casa a la que he
dedicado casi toda mi vida. Me iré a otro cenobio donde se siga
practicando el rito hispano y nuestra santa regla.
—No
te irás solo, fray Crisóstomo —le anunció el abad Julián—,
nosotros te acompañaremos.
Con
estas palabras del hasta entonces abad del monasterio se abrió un
cisma en el cenobio facundino de consecuencias imprevisibles. Una
buena parte de los monjes de la comunidad se sumó a la postura del
abad Julián y del prior, abandonando al día siguiente el monasterio
en el que habían pasado buena parte de su vida. El resto permaneció
en él bajo las órdenes del nuevo abad Roberto, que no dudó en
poner en práctica la reforma para la que había sido elegido. A
pesar de las buenas intenciones del abad, los pocos monjes que se
quedaron en el cenobio se resistían a adaptarse al nuevo modo de
vida que dom Roberto les imponía. Sólo aceptaban el nuevo rito de
la Eucaristía en la misa que celebraban todos juntos a la hora
tercia, porque les obligaba el abad. En las que celebran
particularmente cada uno de ellos seguían practicando el rito
mozárabe, como siempre habían hecho. El resto de cambios en la vida
monacal los iban aceptando a disgusto, eso a pesar de que los monjes
que se habían quedado en Sahagún eran los más dóciles y piadosos.
Transcurrido
un mes del intento de implantación de la norma cluniacense en el
monasterio de Sahagún sin haber obtenido grandes logros y ante el
malestar generalizado de los pocos monjes que en él habían
permanecido, el abad Roberto reconsideró su postura retornando a la
prístina norma facundina con el fin de contentar a los monjes que
aún permanecían con él y al mismo tiempo conseguir que regresaran
los que se habían marchado. Pero su postura no surtió los efectos
por él deseados. Para su desgracia, un par de meses más tarde de
haberse hecho cargo del monasterio de San Benito de Sahagún se
presentó de improviso en él el legado del papa. A oídos del
cardenal Ricardo habían llegado ciertos rumores de la relajación
que existía en la abadía facundina. Lo que quiso comprobar
personalmente. Una fría mañana de diciembre, a la hora sexta,
cuando toda la comunidad se hallaba disfrutando de un opíparo
almuerzo en el refectorio, hizo su entrada en él el cardenal Ricardo
contemplando con sus propios ojos la relajación a la que había
llegado aquella comunidad cenobita. No quiso saber nada más. El abad
Roberto trató de explicarle los motivos que lo habían llevado a
aquella situación, pero el inflexible legado papal lo dejó con la
palabra en la boca dándole la espalda y abandonando el cenobio con
evidentes muestras de ira y enfado. Los días del abad Roberto en el
monasterio de Sahagún estaban contados.
© Julio Noel
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