miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 14



        
                                                                 14


           Dorado atardecer de otoño. Chopos y abedules vestidos de ocres y amarillos se miraban en el plateado espejo del Cea. En los remansos del río miles y miles de hojas se arremolinaban mecidas por el viento. Por entre las ramas semidesnudas de los chopos se infiltraban los rayos de oro murientes reflejándose en la cristalina superficie como caleidoscopio multicolor. Las campanas del monasterio de San Benito de Sahagún tocaban a vísperas. Después de un largo y extenuante día dedicado a la oración y al recogimiento, había llegado el momento de reunirse para rezar la última hora antes de la postrera colación. En pocos minutos los monjes se congregaron en el coro de la iglesia para elevar a Dios los salmos vespertinos bajo la atenta mirada del abad Julián. Finalizadas las vísperas, se dirigieron al refectorio en silencio y en estricto orden de edad y dignidad. Cerraba la comitiva el reverendo padre abad.
En el frío y austero refectorio los aguardaba una frugal cena a base de verduras y legumbres. Ni carnes ni pescados la acompañaban. Tan sólo un pedazo de pan y un vaso de agua. En el cenobio de Sahagún la cena siempre acostumbraba a ser ligera. La comida fuerte era el almuerzo del mediodía, en el que no se escatimaban las carnes y pescados y todo tipo de viandas procedentes del coto del monasterio o de otras partes de sus feudos, todo ello regado con buenos caldos de sus bodegas.
Durante la cena todos permanecieron en silencio escuchando la lectura piadosa que recitaba el monje de turno. A su término, el abad Julián les dirigió unas breves palabras.
—Hijos míos, tengo que anunciaros que hoy es el último día que presido esta mesa y que regento este monasterio como vuestro abad. Mañana seré sustituido por un nuevo abad que ha designado el propio rey don Alfonso.
Un murmullo general se extendió entre los monjes. No estaban preparados para recibir una noticia así. El primero en replicar fue el padre prior.
—¿Pero cómo puede nombrar un nuevo abad sin nuestro consentimiento y su aceptación por toda la comunidad?
—No lo sé, padre Crisóstomo, pero así es. Hoy acabo de recibir la carta de presentación del propio soberano. En ella se nos recomienda encarecidamente que nos pongamos bajo las órdenes del nuevo abad y que cumplamos con la más rigurosa obediencia las instrucciones que él nos dé. Por lo que me anticipa su Majestad, viene con el objetivo fundamental de instaurar en nuestro monasterio la reforma de la abadía de Cluny.
—No lo aceptaremos ni a él ni a su reforma —manifestó el padre Crisóstomo—. Sólo obedeceremos a vuestra reverencia. No queremos que se nos imponga un abad contra nuestra voluntad.
Todos apoyaron la postura del padre prior. Un cuchicheo general se extendió por el refectorio. El padre abad se vio obligado a acallarlo.
—Si como acaba de decir el padre prior sólo me obedecéis a mí, yo os pido que todos obedezcamos la decisión real como buenos vasallos de su Majestad, aunque no estemos de acuerdo con este nombramiento.
Una vez más el descontento de los monjes se hizo patente. Ninguno de ellos quería aceptar de buen grado el nombramiento del nuevo abad que se les imponía, a pesar de que nadie, salvo el abad Julián, conocía quién iba a ostentar esa dignidad.
—A todo esto, ¿conoce vuestra reverencia quién va a ser el nuevo abad? —preguntó el padre prior.
—Se trata de un monje que procede de la abadía de Cluny, llamado Roberto. Lleva varios años en el monasterio de San Isidoro de Dueñas intentando implantar la reforma. Según tengo entendido, el rey don Alfonso lo tiene en gran estima. Parece ser que el propio abad Hugo se lo envió con gran recomendación y que desde entonces el rey lo tiene como su consejero personal en asuntos de religión y de fe. El monarca se ha comprometido con el abad Hugo y con el papa a implantar el nuevo rito romano en todos sus dominios. Para lograr ese objetivo, parece ser que ha elegido nuestro monasterio como punta de lanza. Ya sabéis el gran aprecio que siente su Majestad por este cenobio, no sólo por haber pasado en él muchas temporadas, aparte de la estancia forzosa que tuvo que vivir aquí por orden de su hermano Sancho, sino también por el arraigo que ha tenido nuestro monasterio desde su fundación con la familia real. Si don Alfonso lo ha elegido para iniciar en él la reforma cluniacense, razones muy poderosas lo habrán llevado a tomar tal decisión. No seremos nosotros quienes estorbemos sus planes.
La comunidad benedictina tornó a hacer patente su disconformidad con aquel nombramiento, que consideraban a todas luces irregular, improcedente e inoportuno. El padre abad volvió a restablecer el orden entre sus monjes.
—Hijos míos, al profesar en este monasterio habéis hecho voto de obediencia. Sólo os pido que lo tengáis presente. Ahora retornemos a la normalidad. Regresemos al coro para rezar completas y a continuación elevemos al Señor un acto de desagravio por nuestras veleidades. Que cada cual haga en su interior un acto de contrición y renueve su voto de obediencia. Vayamos en paz.
Después de las oraciones los monjes se retiraron a sus celdas a descansar. A la hora de maitines muchos de ellos acudieron con los ojos enrojecidos y grandes ojeras, signos de no haber conciliado el sueño durante aquellas breves horas. Lo mismo ocurrió a la hora de laudes y a la hora prima. A la hora tercia el descontento entre la comunidad era patente. Una gran parte de ella estaba resuelta a abandonar el monasterio cuando llegara el nuevo abad. Fue a la hora sexta, después de rezar los oficios divinos, cuando se hallaban de nuevo reunidos en el refectorio para tomar el frugal potaje que les serviría de sustento a sus miserables cuerpos, el momento en el que llegaron a un acuerdo casi unánime. Al finalizar el parco refrigerio, el padre prior pidió permiso para tomar la palabra.
—Con el permiso de su reverencia, padre abad, quiero hacer patente el descontento que reina entre la mayor parte de los miembros de nuestra comunidad por el desafortunado nombramiento del nuevo abad de este monasterio. Muchos de nosotros estamos dispuestos a abandonar la abadía en el mismo momento en que tome posesión ese intruso. Desde que se fundó esta santa casa, todos los abades que la han regido han sido nombrados por acuerdo unánime de la comunidad. No aceptamos que se nos imponga desde el exterior un abad que nosotros no hemos elegido. Tampoco aceptamos el cambio de rito y la implantación de una nueva regla monástica sin estar consensuada por todos nosotros. Hemos pedido perdón a Dios por este acto de soberbia y estamos seguros de que él nos lo concederá, pues lo que queremos es continuar entregando nuestra vida a su servicio bajo la regla que nos ha regido hasta la actualidad. Padre abad, le pedimos perdón también a su reverencia si lo hemos ofendido, pero no estamos dispuestos a obedecer a nadie más que no sea vuestra paternidad.
La mayor parte de los monjes estaba totalmente de acuerdo con las palabras del padre Crisóstomo. El abad Julián, después de haber escuchado en silencio los razonamientos del prior, se dirigió a su comunidad en los siguientes términos:
—Padre Crisóstomo, no puedo estar más de acuerdo con todos los razonamientos que acabas de exponer. Es cierto que no se ha respetado ninguna de las normas que rigen en este monasterio desde su creación. Ahora bien, vamos a darle un margen de confianza al nuevo abad para ver qué nuevas trae y qué innovaciones trata de introducir. Si al cabo de una semana no nos convencen sus métodos, entonces tomaremos la decisión más adecuada. ¿Os parece bien, hijos míos?
La comunidad estuvo de acuerdo con la propuesta del abad Julián. Ya sólo restaba la llegada del nuevo abad. Ésta se produjo a la hora nona cuando todos los monjes se preparaban para el oficio divino después de un ligera siesta. Terminados los oficios, el nuevo abad reunió a toda la comunidad.
—Me llamo Roberto y he sido designado por su Majestad para regir desde hoy los destinos de esta abadía. Procedo de la abadía de Cluny que, como todos sabréis, desde su creación se ha propuesto regular y regenerar la vida monacal. Ya son muchos los monasterios de toda la cristiandad occidental que se han sometido a su norma. Todos obedecen a un mismo superior, que es el abad de Cluny, dom Hugo. Espero que muy pronto este monasterio pase a formar parte de esta gran comunidad que nos une a todos y que todos vosotros os sintáis orgullosos de pertenecer a la misma. Su poder en estos momentos es casi ilimitado, tan sólo superado por el poder del papa, quien no toma ninguna decisión sin antes contar con el parecer de nuestro gran abad Hugo. Mañana mismo comenzaremos a cambiar los ritos y la regla de este monasterio. El papa, el abad Hugo y el propio rey don Alfonso están empeñados en que en este monasterio impere muy pronto el rito romano y que sus miembros se rijan por la norma cluniacense. Yo también lo espero y os animo para que entre todos juntos logremos satisfacer sus deseos que son los del Señor.
A continuación tomó la palabra el abad Julián.
—Amigo Roberto, acabas de llegar a este monasterio y ya nos anuncias que mañana mismo comenzarás a implantar la norma cluniacense, como si aquí no tuviéramos una norma propia por la que nos regimos desde los orígenes de esta santa casa, a la que no estamos dispuestos a renunciar tan fácilmente. ¿No has pensado que para poner en marcha ese cambio deberías contar con el beneplácito de toda nuestra comunidad? En esta venerable abadía acostumbramos a tomar las decisiones trascendentes entre todos. No nos gusta que venga alguien desde fuera a decirnos qué debemos o qué no debemos hacer. Por otra parte, nos hablas de la norma cluniacense, de sus bondades, del poder de la abadía de Cluny, pero no nos has dicho en qué consiste esa norma. Como puedes comprender, no podemos aceptar a ciegas algo que desconocemos. Si no nos explicas en qué consiste esa nueva norma, nadie de este monasterio aceptará el cambio.
A pesar de que el recato y la humildad de los monjes no les permitía manifestar con signos externos sus estados anímicos, un enorme aplauso ovacionó las palabras del abad Julián. A su término retomó la palabra el abad Roberto.
—Con la reforma, este monasterio pasará a depender directamente de la abadía de Cluny, como todos los demás que forman parte de esta gran familia. En cuanto a su regla interna, volveremos a los orígenes de la regla benedictina, que nos pedía obediencia, castidad y pobreza como únicos medios para alcanzar la vida eterna. Nos dedicaremos exclusivamente a la oración y contemplación, dejando los trabajos físicos para el personal subalterno. El oficio divino acaparará toda nuestra atención, que alcanzará su cúspide con la celebración de la Eucaristía en la hora tercia. Entre horas rezaremos salmos y preces por las almas de los fieles difuntos que contribuyeron con sus donaciones en vida al sostenimiento de nuestra casa, de tal manera que no haya hora en el día que no elevemos alguna plegaria al Señor. Para que nuestro cuerpo no nos distraiga de la dedicación sublime de nuestro espíritu a la oración y a la vida contemplativa, debemos disciplinarlo frecuentemente y someterlo a continuos ayunos y abstinencias. Para terminar, os recordaré que ninguno de vosotros podrá salir del monasterio sin mi consentimiento.
La reforma propuesta disgustó en extremo a la comunidad benedictina, en especial tres puntos que no les terminaban de convencer. Uno era la subordinación del monasterio a la abadía de Cluny con todo lo que esto podía conllevar. El segundo era la frugalidad de las comidas. Y el tercero, la prohibición de abandonar el recinto monacal sin permiso de su abad. Este último punto era el que más recelo suscitaba entre los monjes de Sahagún. Hasta ese momento habían gozado de plena libertad para entrar y salir del monasterio cuando les placía. Era, por así decirlo, el leitmotiv de su vida licenciosa. Los monjes de aquella época tenían entera libertad para llevar una doble moral siempre que no fueran descubiertos. Nadie vigilaba sus pasos cuando se ausentaban del monasterio, pero si alguno era descubierto por llevar una vida licenciosa y libertina, el castigo que recibía era ejemplar. Podían llegar a emparedarlo. Ésa era la teoría. En la práctica ningún monje llegó a ser castigado por su vida extramuros. Por eso la última cláusula no satisfizo a nadie.
El abad Julián iba a replicar las últimas palabras del abad Roberto, pero se le adelantó el padre prior.
—Su reverencia nos acaba de pintar una vida demasiado ascética que yo no pienso aceptar. Mañana mismo abandonaré esta santa casa a la que he dedicado casi toda mi vida. Me iré a otro cenobio donde se siga practicando el rito hispano y nuestra santa regla.
—No te irás solo, fray Crisóstomo —le anunció el abad Julián—, nosotros te acompañaremos.
Con estas palabras del hasta entonces abad del monasterio se abrió un cisma en el cenobio facundino de consecuencias imprevisibles. Una buena parte de los monjes de la comunidad se sumó a la postura del abad Julián y del prior, abandonando al día siguiente el monasterio en el que habían pasado buena parte de su vida. El resto permaneció en él bajo las órdenes del nuevo abad Roberto, que no dudó en poner en práctica la reforma para la que había sido elegido. A pesar de las buenas intenciones del abad, los pocos monjes que se quedaron en el cenobio se resistían a adaptarse al nuevo modo de vida que dom Roberto les imponía. Sólo aceptaban el nuevo rito de la Eucaristía en la misa que celebraban todos juntos a la hora tercia, porque les obligaba el abad. En las que celebran particularmente cada uno de ellos seguían practicando el rito mozárabe, como siempre habían hecho. El resto de cambios en la vida monacal los iban aceptando a disgusto, eso a pesar de que los monjes que se habían quedado en Sahagún eran los más dóciles y piadosos.
Transcurrido un mes del intento de implantación de la norma cluniacense en el monasterio de Sahagún sin haber obtenido grandes logros y ante el malestar generalizado de los pocos monjes que en él habían permanecido, el abad Roberto reconsideró su postura retornando a la prístina norma facundina con el fin de contentar a los monjes que aún permanecían con él y al mismo tiempo conseguir que regresaran los que se habían marchado. Pero su postura no surtió los efectos por él deseados. Para su desgracia, un par de meses más tarde de haberse hecho cargo del monasterio de San Benito de Sahagún se presentó de improviso en él el legado del papa. A oídos del cardenal Ricardo habían llegado ciertos rumores de la relajación que existía en la abadía facundina. Lo que quiso comprobar personalmente. Una fría mañana de diciembre, a la hora sexta, cuando toda la comunidad se hallaba disfrutando de un opíparo almuerzo en el refectorio, hizo su entrada en él el cardenal Ricardo contemplando con sus propios ojos la relajación a la que había llegado aquella comunidad cenobita. No quiso saber nada más. El abad Roberto trató de explicarle los motivos que lo habían llevado a aquella situación, pero el inflexible legado papal lo dejó con la palabra en la boca dándole la espalda y abandonando el cenobio con evidentes muestras de ira y enfado. Los días del abad Roberto en el monasterio de Sahagún estaban contados.

            © Julio Noel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario