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Hallábase
en Babia don Alfonso, donde había ido a solazarse y practicar su
deporte favorito la víspera de San Juan, cuando llegó hasta él un
agotado y polvoriento emisario del reino de Navarra, que llevaba
muchos días sin dar tregua a su cabalgadura para llevarle la
fatídica noticia. El mensajero, postrado un pie en tierra, pidió
permiso al rey para hablar.
—Con
vuestra venia, Majestad.
—Dime,
¿qué nuevas me traes?
—Señor,
Sancho Garcés de Pamplona ha sido asesinado.
El
rey se quedó como petrificado.
—¿Qué
has dicho?
—Lo
que habéis oído, Señor.
Don
Alfonso no acababa de dar crédito a la noticia.
—¿Y
cómo ha ocurrido eso?
—A
principios de este mes se hallaba mi señor, el rey don Sancho,
cazando en Peñalén, en la confluencia de los ríos Aragón y Arga,
cuando su hermano don Ramón lo empujó despeñándolo por el enorme
abismo que se abría a sus pies. Quienes presenciaron el magnicidio
no salían de su asombro. Dicen que don Sancho estaba a punto de
disparar su arco para dar caza a un hermoso venado que se había
puesto a tiro, cuando su hermano se acercó a él por detrás y,
propinándole un fuerte empujón, lo lanzó de bruces al precipicio.
El resto os lo podéis imaginar, Señor.
A
pesar de que aquel espléndido día de comienzos del verano invitaba
a la caza en los paradisíacos parajes de Babia, el rey de León
detuvo a toda su comitiva y dio orden de regresar inmediatamente a la
capital. Quería esperar en ella los acontecimientos futuros del
reino de Navarra. Todo hacía presagiar que se avecinaban momentos
convulsos para la sucesión al trono de Pamplona. Los hijos de Sancho
Garcés eran aún unos niños. Su hermano Ramón, en complicidad con
su hermana Ermesinda, era el autor material del regicidio, por lo que
presumiblemente no heredaría la corona. Tan sólo quedaban dos
candidatos posibles para ocupar el trono vacante. Uno era Sancho I de
Aragón y el otro, Alfonso VI de León, ambos nietos de Sancho Garcés
III de Pamplona. El menú estaba servido.
Ante el rey don Alfonso se abría un nuevo horizonte político. Era
el momento de congregar a todo su ejército y marchar sin demora
sobre el reino de Pamplona. El trono vacante constituía un
apetitoso bocado que no se podía desperdiciar. Pero antes quiso
consultarlo con la Curia Regia. Quería conocer la opinión de sus
miembros, en especial la de su hermana doña Urraca y la de su
alférez real García Ordóñez.
—Ya
sabéis —comenzó diciendo don Alfonso— que el trono de Pamplona
está vacante desde el asesinato de Sancho. Por las noticias que me
llegan a través de mis informadores, ni sus hijos ni sus hermanos
van a ocupar esa vacante. Así, pues, los únicos candidatos que
quedamos somos Sancho Ramírez de Aragón y yo. Sé que Sancho
Ramírez está preparando sus tropas para invadir Navarra. Yo también
quisiera seguir su ejemplo, pues tengo tanto derecho como él a
ocupar el trono de Pamplona. ¿Qué opináis vosotros?
La
primera en tomar la palabra fue doña Urraca.
—Ya
sé que tienes tanto derecho como nuestro primo Sancho Ramírez a
ocupar el trono de Pamplona. También sé que la ampliación del
reino siempre es algo apetecible y digno de tener en cuenta. Pero me
dolería mucho que volvieras a caer en una guerra casi fratricida
entre nuestro primo y tú, como ya hizo nuestro hermano Sancho en los
primeros años de su reinado. ¿No habría otra forma de llegar al
trono sin tener que hacer uso de las armas?
—Dímela
tú, querida hermana.
—Mediante
la negociación, por ejemplo.
—No
es mala idea, pero para eso debe estar de acuerdo también nuestro
primo y, por lo que sé, está reuniendo a todo su ejército para
invadir el reino de Pamplona. En esas condiciones creo que yo no
puedo ir solo a negociar. Tendré que llevar también a mi ejército
conmigo para que me apoye.
En
ese momento tomó la palabra García Ordóñez.
—Efectivamente,
para negociar hay que tener las mismas armas. De nada serviría
enviar una delegación a Pamplona para pactar ante un ejército
dispuesto a tomar el trono por la fuerza. Debemos armar a nuestros
hombres y salir de inmediato para tierras navarras. Con fuerzas más
o menos iguales, tal vez vuestro primo se digne consensuar el reparto
del reino sin entrar en batalla.
En
toda la estancia se oyó un murmullo de aprobación por parte de los
nobles asistentes, que con ese gesto daban su consentimiento a la
intervención militar del rey en suelo navarro, aunque todos estaban
de acuerdo en que se debía intentar alcanzar una solución sin
derramamiento de sangre como había propuesto doña Urraca.
—Soy
de tu misma opinión, García—ratificó el rey—, así que dejo en
tus manos la organización de las huestes que nos han de acompañar.
Cuando estén listas, partiremos sin demora para tierras de Pamplona.
—Que
me place, Majestad. Con vuestro permiso me retiro para reunir las
tropas sin más demora si no precisáis ya de mi presencia.
—Puedes
retirarte, García, en buena hora.
—Gracias,
Majestad.
El
rey dio por terminada la reunión de la Curia.
Los
nobles abandonaron el salón de sesiones. García Ordóñez siguió
su ejemplo después de hacer una gran reverencia al rey y a su
hermana para poner en práctica ipso facto el mandato de su
señor. Los dos hermanos se quedaron solos para seguir departiendo
sobre el tema que los había reunido.
—No
deberías acudir tan alegremente a los campos de batalla, querido
hermano. Una vez más te pido que mires por tu sucesión y por la
continuidad de nuestro linaje. Ya hace dos años y medio que te has
casado y aún no tienes descendencia ni hay, de momento, atisbos de
que la tengas. Inés, aunque todavía es muy joven, ya ha madurado lo
suficiente como para tener hijos. ¿Qué ocurre, Alfonso?
—Eso
mismo me pregunto yo, queridísima hermana. Le voy a dar algún
tiempo más, pero sospecho que Inés es estéril. No de otro modo se
puede explicar que hasta ahora no haya quedado en estado.
—Es
posible que haya algo más que eso. Cada día me parece encontrarla
más pálida y pachucha. No deberías descuidarte en tomar medidas.
—Ya
te he dicho que le daré algún tiempo. No es éste el momento de
ocuparme de ese asunto. Ahora el reino me necesita en otro lugar y es
allí donde tengo que acudir. Hace tiempo que tanto mis predecesores
como yo mismo deseamos ampliar nuestras fronteras por el este. De
hecho, parte de lo que hoy es el reino de Navarra ya perteneció a
nuestro reino. Es llegada la hora de recuperar esos territorios y de
ampliarlos si fuere posible. No puedo dejar pasar esta oportunidad
que nos brinda el destino. Recuerda que nuestro objetivo es recuperar
España entera para el cristianismo y unificarla, a ser posible, bajo
una sola corona. Esa corona no puede ser otra más que la del reino
de León, legítimo heredero del reino visigodo de Toledo. Todos
nuestros antepasados han luchado por esa idea y lo mismo seguiremos
haciendo nosotros mientras nos quede un hálito de vida.
Doña
Urraca no estaba del todo conforme con esa idea. Temía que su
hermano pudiera sufrir algún percance en cualquiera de los
encuentros bélicos a los que se enfrentaba. La Historia estaba llena
de ejemplos. Por eso procuraba enfriar sus impulsos guerreros y
disuadirlo de la lucha y el combate siempre que podía. Pero sus
estratagemas no le daban ningún resultado.
—Tú
siempre anteponiendo los intereses del estado a tus propios
intereses. Algún día te arrepentirás de haberlo hecho.
—Eso
nunca, Urraca. De lo que me arrepentiría es de anteponer mis
intereses a los del reino. Eso sería una gran ignominia para mí y
para todos los de mi estirpe. Jamás nadie podrá decir de mí que
fui un egoísta y un cobarde. Lucharé por la grandeza y esplendor de
nuestro reino hasta derramar la última gota de mi sangre si fuere
necesario.
—Ya
veo que no te voy a hacer cambiar de idea, así que es mejor que lo
dejemos estar. Te deseo con toda la fuerza de mi alma que tengas
suerte en esta nueva empresa y que vuelvas sano y salvo de ella.
—Así
lo espero, amadísima hermana. No te preocupes que sabré cuidarme.
Dos
semanas más tarde partía don Alfonso al frente de sus mesnadas
camino del reino de Navarra. A su lado cabalgaban su alférez García
Ordóñez y algunos de sus más valientes vasallos, como Álvar Fáñez
y Pedro Ansúrez, que lo seguía fielmente a todas partes como si de
su propia sombra se tratara. A principios de agosto llegó a Nájera
donde asentó sus reales a la espera de acontecimientos. Allí le
llegaron noticias de que su primo Sancho Ramírez había ocupado
Sangüesa, villa desde la que esperaba atacar directamente a Pamplona
para hacerse con su trono. El rey leonés consideró las
posibilidades que tenía de poder adelantarse a las pretensiones de
su primo, pero vio que eran casi nulas, pues antes de que su ejército
pusiera los pies en Logroño, su primo ya se habría apoderado de
Pamplona.
Don
Alfonso dejó un destacamento en Nájera y con el grueso de su
ejército partió para Miranda de Ebro y Vitoria, ciudad ésta donde
estableció su principal centro de operaciones. Desde allí dirigió
todos los movimientos de sus tropas por gran parte de Navarra, Álava,
La Rioja, Guipúzcoa y Vizcaya, así como las negociaciones con su
primo Sancho Ramírez, que ya había tomado Pamplona, y la nobleza
navarra. El rey aragonés consiguió ser reconocido como nuevo rey de
Pamplona con el apoyo de los nobles navarros, en tanto que el rey
leonés, con el apoyo de la nobleza local, conseguía hacerse fuerte
en las plazas ocupadas. Después de largas negociaciones con Sancho
Ramírez y con los nobles navarros, anexionó al reino de León toda
la zona ocupada por sus tropas y la propia ciudad de Nájera,
cocapital de Navarra, cuyo gobierno encomendó a su alférez y mejor
amigo, el conde García Ordóñez, que no dudó en casarse con una de
las infantas de Navarra. De esta manera retornaban al reino de León
muchos de los territorios que ya le habían pertenecido en épocas
pretéritas. Don Alfonso no pudo hacerse con el reino de Pamplona,
pero regresó a León con un valiosísimo trofeo en el reparto del
mismo.
© Julio Noel
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