miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 10



       
                                                                  10


         Hallábase en Babia don Alfonso, donde había ido a solazarse y practicar su deporte favorito la víspera de San Juan, cuando llegó hasta él un agotado y polvoriento emisario del reino de Navarra, que llevaba muchos días sin dar tregua a su cabalgadura para llevarle la fatídica noticia. El mensajero, postrado un pie en tierra, pidió permiso al rey para hablar.
—Con vuestra venia, Majestad.
—Dime, ¿qué nuevas me traes?
—Señor, Sancho Garcés de Pamplona ha sido asesinado.
El rey se quedó como petrificado.
—¿Qué has dicho?
—Lo que habéis oído, Señor.
Don Alfonso no acababa de dar crédito a la noticia.
—¿Y cómo ha ocurrido eso?
—A principios de este mes se hallaba mi señor, el rey don Sancho, cazando en Peñalén, en la confluencia de los ríos Aragón y Arga, cuando su hermano don Ramón lo empujó despeñándolo por el enorme abismo que se abría a sus pies. Quienes presenciaron el magnicidio no salían de su asombro. Dicen que don Sancho estaba a punto de disparar su arco para dar caza a un hermoso venado que se había puesto a tiro, cuando su hermano se acercó a él por detrás y, propinándole un fuerte empujón, lo lanzó de bruces al precipicio. El resto os lo podéis imaginar, Señor.
A pesar de que aquel espléndido día de comienzos del verano invitaba a la caza en los paradisíacos parajes de Babia, el rey de León detuvo a toda su comitiva y dio orden de regresar inmediatamente a la capital. Quería esperar en ella los acontecimientos futuros del reino de Navarra. Todo hacía presagiar que se avecinaban momentos convulsos para la sucesión al trono de Pamplona. Los hijos de Sancho Garcés eran aún unos niños. Su hermano Ramón, en complicidad con su hermana Ermesinda, era el autor material del regicidio, por lo que presumiblemente no heredaría la corona. Tan sólo quedaban dos candidatos posibles para ocupar el trono vacante. Uno era Sancho I de Aragón y el otro, Alfonso VI de León, ambos nietos de Sancho Garcés III de Pamplona. El menú estaba servido.
Ante el rey don Alfonso se abría un nuevo horizonte político. Era el momento de congregar a todo su ejército y marchar sin demora sobre el reino de Pamplona. El trono vacante constituía un apetitoso bocado que no se podía desperdiciar. Pero antes quiso consultarlo con la Curia Regia. Quería conocer la opinión de sus miembros, en especial la de su hermana doña Urraca y la de su alférez real García Ordóñez.
—Ya sabéis —comenzó diciendo don Alfonso— que el trono de Pamplona está vacante desde el asesinato de Sancho. Por las noticias que me llegan a través de mis informadores, ni sus hijos ni sus hermanos van a ocupar esa vacante. Así, pues, los únicos candidatos que quedamos somos Sancho Ramírez de Aragón y yo. Sé que Sancho Ramírez está preparando sus tropas para invadir Navarra. Yo también quisiera seguir su ejemplo, pues tengo tanto derecho como él a ocupar el trono de Pamplona. ¿Qué opináis vosotros?
La primera en tomar la palabra fue doña Urraca.
—Ya sé que tienes tanto derecho como nuestro primo Sancho Ramírez a ocupar el trono de Pamplona. También sé que la ampliación del reino siempre es algo apetecible y digno de tener en cuenta. Pero me dolería mucho que volvieras a caer en una guerra casi fratricida entre nuestro primo y tú, como ya hizo nuestro hermano Sancho en los primeros años de su reinado. ¿No habría otra forma de llegar al trono sin tener que hacer uso de las armas?
—Dímela tú, querida hermana.
—Mediante la negociación, por ejemplo.
—No es mala idea, pero para eso debe estar de acuerdo también nuestro primo y, por lo que sé, está reuniendo a todo su ejército para invadir el reino de Pamplona. En esas condiciones creo que yo no puedo ir solo a negociar. Tendré que llevar también a mi ejército conmigo para que me apoye.
En ese momento tomó la palabra García Ordóñez.
—Efectivamente, para negociar hay que tener las mismas armas. De nada serviría enviar una delegación a Pamplona para pactar ante un ejército dispuesto a tomar el trono por la fuerza. Debemos armar a nuestros hombres y salir de inmediato para tierras navarras. Con fuerzas más o menos iguales, tal vez vuestro primo se digne consensuar el reparto del reino sin entrar en batalla.
En toda la estancia se oyó un murmullo de aprobación por parte de los nobles asistentes, que con ese gesto daban su consentimiento a la intervención militar del rey en suelo navarro, aunque todos estaban de acuerdo en que se debía intentar alcanzar una solución sin derramamiento de sangre como había propuesto doña Urraca.
—Soy de tu misma opinión, García—ratificó el rey—, así que dejo en tus manos la organización de las huestes que nos han de acompañar. Cuando estén listas, partiremos sin demora para tierras de Pamplona.
—Que me place, Majestad. Con vuestro permiso me retiro para reunir las tropas sin más demora si no precisáis ya de mi presencia.
—Puedes retirarte, García, en buena hora.
—Gracias, Majestad.
El rey dio por terminada la reunión de la Curia.
Los nobles abandonaron el salón de sesiones. García Ordóñez siguió su ejemplo después de hacer una gran reverencia al rey y a su hermana para poner en práctica ipso facto el mandato de su señor. Los dos hermanos se quedaron solos para seguir departiendo sobre el tema que los había reunido.
—No deberías acudir tan alegremente a los campos de batalla, querido hermano. Una vez más te pido que mires por tu sucesión y por la continuidad de nuestro linaje. Ya hace dos años y medio que te has casado y aún no tienes descendencia ni hay, de momento, atisbos de que la tengas. Inés, aunque todavía es muy joven, ya ha madurado lo suficiente como para tener hijos. ¿Qué ocurre, Alfonso?
—Eso mismo me pregunto yo, queridísima hermana. Le voy a dar algún tiempo más, pero sospecho que Inés es estéril. No de otro modo se puede explicar que hasta ahora no haya quedado en estado.
—Es posible que haya algo más que eso. Cada día me parece encontrarla más pálida y pachucha. No deberías descuidarte en tomar medidas.
—Ya te he dicho que le daré algún tiempo. No es éste el momento de ocuparme de ese asunto. Ahora el reino me necesita en otro lugar y es allí donde tengo que acudir. Hace tiempo que tanto mis predecesores como yo mismo deseamos ampliar nuestras fronteras por el este. De hecho, parte de lo que hoy es el reino de Navarra ya perteneció a nuestro reino. Es llegada la hora de recuperar esos territorios y de ampliarlos si fuere posible. No puedo dejar pasar esta oportunidad que nos brinda el destino. Recuerda que nuestro objetivo es recuperar España entera para el cristianismo y unificarla, a ser posible, bajo una sola corona. Esa corona no puede ser otra más que la del reino de León, legítimo heredero del reino visigodo de Toledo. Todos nuestros antepasados han luchado por esa idea y lo mismo seguiremos haciendo nosotros mientras nos quede un hálito de vida.
Doña Urraca no estaba del todo conforme con esa idea. Temía que su hermano pudiera sufrir algún percance en cualquiera de los encuentros bélicos a los que se enfrentaba. La Historia estaba llena de ejemplos. Por eso procuraba enfriar sus impulsos guerreros y disuadirlo de la lucha y el combate siempre que podía. Pero sus estratagemas no le daban ningún resultado.
—Tú siempre anteponiendo los intereses del estado a tus propios intereses. Algún día te arrepentirás de haberlo hecho.
—Eso nunca, Urraca. De lo que me arrepentiría es de anteponer mis intereses a los del reino. Eso sería una gran ignominia para mí y para todos los de mi estirpe. Jamás nadie podrá decir de mí que fui un egoísta y un cobarde. Lucharé por la grandeza y esplendor de nuestro reino hasta derramar la última gota de mi sangre si fuere necesario.
—Ya veo que no te voy a hacer cambiar de idea, así que es mejor que lo dejemos estar. Te deseo con toda la fuerza de mi alma que tengas suerte en esta nueva empresa y que vuelvas sano y salvo de ella.
—Así lo espero, amadísima hermana. No te preocupes que sabré cuidarme.
Dos semanas más tarde partía don Alfonso al frente de sus mesnadas camino del reino de Navarra. A su lado cabalgaban su alférez García Ordóñez y algunos de sus más valientes vasallos, como Álvar Fáñez y Pedro Ansúrez, que lo seguía fielmente a todas partes como si de su propia sombra se tratara. A principios de agosto llegó a Nájera donde asentó sus reales a la espera de acontecimientos. Allí le llegaron noticias de que su primo Sancho Ramírez había ocupado Sangüesa, villa desde la que esperaba atacar directamente a Pamplona para hacerse con su trono. El rey leonés consideró las posibilidades que tenía de poder adelantarse a las pretensiones de su primo, pero vio que eran casi nulas, pues antes de que su ejército pusiera los pies en Logroño, su primo ya se habría apoderado de Pamplona.
Don Alfonso dejó un destacamento en Nájera y con el grueso de su ejército partió para Miranda de Ebro y Vitoria, ciudad ésta donde estableció su principal centro de operaciones. Desde allí dirigió todos los movimientos de sus tropas por gran parte de Navarra, Álava, La Rioja, Guipúzcoa y Vizcaya, así como las negociaciones con su primo Sancho Ramírez, que ya había tomado Pamplona, y la nobleza navarra. El rey aragonés consiguió ser reconocido como nuevo rey de Pamplona con el apoyo de los nobles navarros, en tanto que el rey leonés, con el apoyo de la nobleza local, conseguía hacerse fuerte en las plazas ocupadas. Después de largas negociaciones con Sancho Ramírez y con los nobles navarros, anexionó al reino de León toda la zona ocupada por sus tropas y la propia ciudad de Nájera, cocapital de Navarra, cuyo gobierno encomendó a su alférez y mejor amigo, el conde García Ordóñez, que no dudó en casarse con una de las infantas de Navarra. De esta manera retornaban al reino de León muchos de los territorios que ya le habían pertenecido en épocas pretéritas. Don Alfonso no pudo hacerse con el reino de Pamplona, pero regresó a León con un valiosísimo trofeo en el reparto del mismo.

            © Julio Noel 

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