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© Julio Noel
Los
nobles y magnates del reino abandonaban paulatinamente el Panteón de
los Reyes de San Isidoro, monumento que había sido erigido en piedra
y mármol por la reina y su egregio esposo para que en él
descansaran eternamente sus propios restos mortales, así como los de
muchos de sus antepasados y descendientes, levantado sobre las ruinas
de su predecesor construido por Alfonso V con materiales poco nobles
y demasiado perecederos, como eran los adobes y el barro. Los hijos y
herederos de la reina madre, situados delante del sarcófago real,
iban recibiendo uno a uno el pésame de todos y cada uno de los
nobles que habían asistido a las exequias fúnebres por el eterno
descanso de la reina Sancha de León. En el templo ya sólo quedaban
los hijos de la reina fallecida con algunos de los familiares más
allegados. Don Sancho, el mayor, no quiso dejar pasar la oportunidad
que le brindaba el encuentro con todos sus hermanos para lanzarles
una amenaza subrepticia. Se sentía muy agraviado por el reparto que
sus padres habían hecho del reino, del que él era el legítimo
heredero de acuerdo con el derecho visigodo de
León. Fue el primero en abandonar el panteón familiar. Al hacerlo,
se dirigió a sus hermanos con cierto mal humor:
—No
tardaremos en volver a vernos, queridos hermanos
—les dijo despidiéndose de ellos sin ni siquiera darles un abrazo
y recalcando el adjetivo queridos, pero
no precisamente por su matiz afectivo—. Tengo asuntos urgentes de
mi reino que no
admiten demora —enfatizando el sustantivo reino como
para impregnarlo de la majestuosidad que nunca había tenido. A pesar
de que desde sus orígenes, el condado de Castilla constantemente se
había sentido rebelde y díscolo con el reino al que estaba
subyugado, nunca ninguno de sus condes, ni siquiera don Fernando,
padre de Sancho, había osado intitularse rey. Fue éste precisamente
el primero que se arrogó el título de rey a la muerte de su padre,
ocurrida dos años antes. Tal vez quisiera resarcirse con ese gesto
del injusto reparto, a su juicio, del legado de sus padres o tal vez
a través de su persona y de su arrogancia se revelaba el orgullo
castellano humillado durante siglos.
Los
hermanos se miraron unos a otros sin acertar en aquel momento a
adivinar qué ocultaban aquellas palabras de Sancho, aunque a la
mayor, doña Urraca, no se le escapó la intencionalidad de las
mismas. Desde aquel preciso instante sospechó que don Sancho quería
aglutinar todo el poder de sus padres en su propia persona. El tiempo
no tardaría en darle la razón.
Los
cuatro hermanos abandonaron la basílica de San Isidoro junto con los
familiares más allegados para dirigirse al palacio real, residencia
oficial de don Alfonso, favorito de sus padres, al que le había
correspondido en el reparto el reino hegemónico de León.
—¿Qué
habrá querido decir Sancho con sus palabras al despedirse de
nosotros? —comentó don García, que no había hecho más que
darles vuelta en su cabeza a las palabras que su hermano mayor les
dirigió en el panteón familiar.
—No
les des más importancia, García —le contestó doña Urraca—.
Eso no ha sido más que una rabieta de Sancho.
De
sobra sabía doña Urraca que no era un berrinche, pero no quería
alarmar a sus hermanos y menos aún el día que acababan de dar
sepultura a los restos mortales de su madre. Tiempo habría para
comentar el episodio vivido a los pies del sepulcro de su progenitora
y para sufrir las consecuencias de la amenaza que llevaban implícita
las palabras de don Sancho. Ahora era preferible desviar la atención
hacia otros asuntos menos comprometedores.
—¿Por
qué no pasamos al salón del trono donde podemos hablar con más
comodidad? —insinuó doña Urraca, que era la que llevaba la voz
cantante entre sus hermanos, tal vez por ser la mayor de ellos.
—Sí,
entremos —aprobó don Alfonso, que hasta entonces había
permanecido callado como si no fuera él el anfitrión y único señor
del palacio.
El
salón estaba presidido por el trono real: una silla grande de madera
de nogal con respaldo, patas y brazos hermosamente tallados. El
asiento y el respaldo habían sido forrados con una especie de
terciopelo púrpura con sobrepuesto de oro en sus bordes. Estaba
ubicado sobre una tarima de madera guarnecida con la misma clase de
tejido en color granate. La misma tela tapizaba las paredes del
salón, confiriéndole un aire de armonía a todo él. Ricas
alfombras árabes cubrían el suelo, fruto de las parias que los
reinos taifas venían pagando desde hacía algunos lustros a los
reyes de León. Varios lienzos y estatuas adornaban las paredes y
rincones del salón. Del techo profusamente decorado con bellos
dibujos y pinturas colgaba una gran araña con una docena de hachones
que contribuían a disipar las tinieblas que invadían el amplio
salón.
Los
cuatro hermanos se sentaron en torno al trono real. Don Alfonso ocupó
el sitial reservado al rey. A su derecha se sentó doña Urraca, a su
izquierda, doña Elvira y frente a él lo hizo el hermano menor, don
García.
—Y
bien, ¿qué pensáis hacer ahora, queridos hermanos, en especial tú,
Alfonso, después de haber perdido tan infortunadamente a tu
prometida?
Durante
aquel año se habían estado negociando las nupcias de don Alfonso
con doña Ágata de Normandía, hija de Guillermo I de Inglaterra y
Matilde de Flandes, pero su repentina muerte vino a truncar todos los
planes. El joven y apuesto rey no desaprovecharía la primera
oportunidad que se le presentase para contraer matrimonio.
—Pues
no sé. De momento me ocuparé en reinar, luego ya pensaré en nuevos
amoríos.
—Ya
sabéis que nosotras —continuó doña Urraca refiriéndose a ella y
a doña Elvira— no podemos quebrantar el celibato que nos ha
sido impuesto si queremos conservar la dote que hemos recibido, en
especial el infantazgo. Por eso esperamos que vosotros nos deis
muchos sobrinos que vengan a llenar el vacío en el que nos hallamos.
—Descuida,
Urraca, que por mi parte pienso satisfacer plenamente tus deseos.
Don García entretanto permanecía en silencio. No parecía sentirse
demasiado atraído por el tema o tal vez seguían zumbando en sus
oídos las últimas palabras del hermano mayor.
—Y
tú, García, ¿no dices nada? —preguntó doña Urraca dirigiéndose
al menor de sus hermanos.
—¿Qué
quieres que diga? De momento regresaré a mi reino, que es donde me
corresponde estar. Luego, Dios dirá.
—Yo
también me desplazaré mañana mismo a mi señorío de Toro —comentó
doña Elvira que hasta entonces no había dicho ni una sola palabra—.
Allí trataré de cumplir lo mejor que pueda con el cometido que se
me ha encomendado.
—Todos
ocuparemos nuestros puestos —añadió doña Urraca—, pero eso no
es óbice para que sigamos unidos como buenos hermanos. Todas las
familias deberían permanecer unidas, en especial la nuestra, por
nuestro propio bien y por el de nuestros súbditos. Yo os pido aquí
y ahora que nunca nos enfrentemos los unos a los otros para que en
nuestros reinos y señoríos impere siempre la paz y no la discordia.
—Para
muestra de lo que acabas de decir, ahí tenemos a Sancho que ni
siquiera se ha dignado acompañarnos en este momento de dolor
—argumentó don García, que no conseguía quitarse de la cabeza
las amenazadoras palabras de su hermano mayor.
—Ya
te he dicho, García, que eso no fue más que un arrebato del
momento. Con el tiempo se le pasará y volverá a abrirnos sus
brazos. De todas maneras, como os acabo de decir, nosotros debemos
estar unidos y apoyarnos los unos a los otros.
Doña
Urraca, como la hermana mayor que era, trataba de calmar los ánimos,
sobre todo del menor, que parecía el más afectado por la amenaza
implícita de Sancho, y de desempeñar a partir de aquel mismo
momento el papel de la madre que acababan de perder. Su mirada estaba
puesta principalmente en su hermano predilecto, don Alfonso, que ya
lo había sido para sus padres. Y es que el segundogénito se había
hecho querer por todos por su afabilidad y por su diplomacia, a
diferencia del hermano mayor, que siempre se había comportado con
acritud y displicencia con todo el mundo, incluso con sus padres.
Doña Urraca sabía que su lugar estaba en Zamora, a donde no
tardaría en desplazarse, pero antes quería cerciorarse de las
intenciones de su hermano Alfonso y quería servirle de consejera en
las decisiones del gobierno de su reino. Intuía que más pronto o
más tarde don Sancho trataría de recuperar para sí mismo todo el
patrimonio de sus padres, por lo que había que estar preparados para
aquel acontecimiento cuando se presentase. Así, pues, su política a
partir de ese momento sería estar siempre al lado de su hermano
preferido.
Aunque
Toro y Zamora pasaron a ser los señoríos de doña Elvira y doña
Urraca, respectivamente, no por eso dejaban de tener una cierta
dependencia de la administración real, sobre todo en lo concerniente
a las finanzas. Doña Urraca, que había demorado el máximo posible
su partida para Zamora, ya a solas con don Alfonso, le requirió
solícitamente que reparara y reforzara las murallas de su ciudad,
pues sufrían algunos desperfectos que convenía restaurar
urgentemente ante la posibilidad de un ataque. No olvidaba las
palabras amenazadoras de Sancho en su brusca despedida el día de las
exequias de su madre. Estaba convencida de que el primogénito no
tardaría en iniciar las hostilidades contra todos ellos.
—Alfonso,
sabes que las murallas de Zamora sufren ciertos deterioros en alguno
de sus lienzos y tienen puntos débiles que habría que reforzar
urgentemente. Ya nuestros padres quisieron poner remedio a esos
desperfectos, pero la guerra primero y luego la enfermedad y muerte
de padre les impidieron llevarlo a cabo. A madre se lo pedí en
varias ocasiones, mas los graves problemas que surgieron en todo el
reino cuando se quedó sola no le permitieron ocuparse de pequeñeces
como ésta. Ahora te pido a ti que lo tomes como algo personal y que
no te demores en ejecutarlo. Sabes que las palabras de Sancho
encerraban una amenaza implícita que no tardará en hacer realidad.
Ante García y Elvira traté de restarles importancia para no
aumentar su zozobra, en especial la de García, que estaba
fuertemente impresionado. Pero aquí entre nosotros no debemos actuar
con disimulo. Debemos tomarnos muy en serio sus amenazas, pues tú lo
conoces tan bien como yo y eres consciente de que eso no fue un
farol. No tardará en reunir sus tropas y ponernos en jaque a todos.
Y si no, tiempo al tiempo.
—Lo
sé, Urraca. Como tú misma acabas de decir, lo conozco muy bien y sé
que ya desde pequeño aspiraba a ser el rey de León con todas sus
posesiones. En sus planes no entraba el reparto que han hecho
nuestros padres. Para todos nosotros tenía ya reservados sendos
monasterios donde pensaba encerrarnos de por vida. Eso si no
oponíamos resistencia, pues si alguien se la oponía, la alternativa
era pudrirse en una mazmorra o convertirse en pasto de los gusanos.
Nuestros padres adivinaron sus planes y por eso decidieron repartir
entre todos nosotros su reino. Quédate tranquila, querida hermana,
pues no pienso descuidar el arreglo y mejora de las murallas de
Zamora. Allí podrás permanecer segura ante un posible ataque de
Sancho.
La
magnanimidad de don Alfonso no tenía límites y menos aún para su
hermana predilecta.
—No
sabes cuánto te lo agradezco, Alfonso. Algún día te pagaré con
creces este favor que ahora me otorgas. Pase lo que pase, siempre
estaré a tu lado e intentaré ayudarte en todo lo que esté en mi
mano. Debemos ponernos en guardia contra Sancho para hacer frente
entre ambos a sus maquinaciones. Presiento que se avecinan tiempos
borrascosos.
Los
dos hermanos departían armoniosamente en un saloncito del palacio
bellamente decorado por sus antepasados. Un bonito mobiliario de
maderas nobles tapizadas por preciosas telas bordadas en seda y oro.
Sobre sus paredes se apreciaba la impronta de los mejores artistas de
aquella época. Ocupaban sendos sillones de madera de castaño
ricamente tapizados con un brocado de oro. Empero la belleza de la
infanta resplandecía por encima de todo lo que la rodeaba. Su beldad
no tenía parangón entre sus contemporáneos. Más de un noble de la
época la pretendió sin resultado. Doña Urraca había aceptado
hasta sus últimas consecuencias el celibato que le habían impuesto,
por lo que no paraba mientes en los hombres que osaban fijarse en
ella.
—Alfonso,
mañana mismo parto para Zamora. He de ocuparme de mis intereses al
igual que han hecho nuestros hermanos. Pero antes de irme quisiera
que me prometieras que harás todo lo humanamente posible por
mantener incólume tu reino. No podría tener un minuto de reposo si
no llevara esa promesa en lo más recóndito de mi corazón.
—Te
prometo, dilectísima hermana, que defenderé mi reino hasta derramar
la última gota de sangre que corre por mis venas. Desde hoy mismo
estaré expectante ante las aviesas maniobras de Sancho.
Doña
Urraca emitió un profundo suspiro de alivio después de escuchar la
promesa de don Alfonso.
—Ahora
ya puedo partir más tranquila. Al menos me voy sabiendo que nuestro
hermano mayor no logrará anexionarse tu reino impunemente. Si lo
quiere, tendrá que medir sus fuerzas con las tuyas. Espero que si
algún día ocurre esto, tú seas el vencedor para que reinen el bien
y la justicia en estas tierras.
—No
te quepa la menor duda que venceremos, Urraca. Dios y la razón están
de nuestra parte.
—Eso
está bien, Alfonso, pero no es suficiente. También tiene que estar
de nuestra parte la fuerza. De lo contrario, no venceremos.
—Lo
estará, Urraca, lo estará. Puedes marchar tranquila, que la
victoria se inclinará en favor nuestro.
—Dios
te oiga y haga que se cumplan tus deseos.
Los
dos hermanos conferenciaron durante horas a lo largo de aquella tarde
inverniza de otoño. El cielo estaba encapotado y una fina lluvia
caía insistentemente sobre León. Ya noche cerrada, la lluvia se
hizo más fuerte presagiando un temporal nada halagüeño para
emprender un largo viaje.
—Si
el tiempo sigue así, no sería prudente que te fueras mañana. Ya
sabes que estos temporales suelen ser bastante persistentes.
—Lo
sé, Alfonso. Debería haberme ido ayer que no llovía. Ahora ya está
hecho. Lo único que cabe es esperar a mañana para ver qué tiempo
hace. Si escampa un poco, aprovecharé para partir.
Pero
el temporal no amainó, lo que obligó a doña Urraca a permanecer
una semana más en León al lado de su hermano predilecto.
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