miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 1



                                                                1



      Los nobles y magnates del reino abandonaban paulatinamente el Panteón de los Reyes de San Isidoro, monumento que había sido erigido en piedra y mármol por la reina y su egregio esposo para que en él descansaran eternamente sus propios restos mortales, así como los de muchos de sus antepasados y descendientes, levantado sobre las ruinas de su predecesor construido por Alfonso V con materiales poco nobles y demasiado perecederos, como eran los adobes y el barro. Los hijos y herederos de la reina madre, situados delante del sarcófago real, iban recibiendo uno a uno el pésame de todos y cada uno de los nobles que habían asistido a las exequias fúnebres por el eterno descanso de la reina Sancha de León. En el templo ya sólo quedaban los hijos de la reina fallecida con algunos de los familiares más allegados. Don Sancho, el mayor, no quiso dejar pasar la oportunidad que le brindaba el encuentro con todos sus hermanos para lanzarles una amenaza subrepticia. Se sentía muy agraviado por el reparto que sus padres habían hecho del reino, del que él era el legítimo heredero de acuerdo con el derecho visigodo de León. Fue el primero en abandonar el panteón familiar. Al hacerlo, se dirigió a sus hermanos con cierto mal humor:
—No tardaremos en volver a vernos, queridos hermanos —les dijo despidiéndose de ellos sin ni siquiera darles un abrazo y recalcando el adjetivo queridos, pero no precisamente por su matiz afectivo—. Tengo asuntos urgentes de mi reino que no admiten demora —enfatizando el sustantivo reino como para impregnarlo de la majestuosidad que nunca había tenido. A pesar de que desde sus orígenes, el condado de Castilla constantemente se había sentido rebelde y díscolo con el reino al que estaba subyugado, nunca ninguno de sus condes, ni siquiera don Fernando, padre de Sancho, había osado intitularse rey. Fue éste precisamente el primero que se arrogó el título de rey a la muerte de su padre, ocurrida dos años antes. Tal vez quisiera resarcirse con ese gesto del injusto reparto, a su juicio, del legado de sus padres o tal vez a través de su persona y de su arrogancia se revelaba el orgullo castellano humillado durante siglos.
Los hermanos se miraron unos a otros sin acertar en aquel momento a adivinar qué ocultaban aquellas palabras de Sancho, aunque a la mayor, doña Urraca, no se le escapó la intencionalidad de las mismas. Desde aquel preciso instante sospechó que don Sancho quería aglutinar todo el poder de sus padres en su propia persona. El tiempo no tardaría en darle la razón.
Los cuatro hermanos abandonaron la basílica de San Isidoro junto con los familiares más allegados para dirigirse al palacio real, residencia oficial de don Alfonso, favorito de sus padres, al que le había correspondido en el reparto el reino hegemónico de León.
—¿Qué habrá querido decir Sancho con sus palabras al despedirse de nosotros? —comentó don García, que no había hecho más que darles vuelta en su cabeza a las palabras que su hermano mayor les dirigió en el panteón familiar.
—No les des más importancia, García —le contestó doña Urraca—. Eso no ha sido más que una rabieta de Sancho.
De sobra sabía doña Urraca que no era un berrinche, pero no quería alarmar a sus hermanos y menos aún el día que acababan de dar sepultura a los restos mortales de su madre. Tiempo habría para comentar el episodio vivido a los pies del sepulcro de su progenitora y para sufrir las consecuencias de la amenaza que llevaban implícita las palabras de don Sancho. Ahora era preferible desviar la atención hacia otros asuntos menos comprometedores.
—¿Por qué no pasamos al salón del trono donde podemos hablar con más comodidad? —insinuó doña Urraca, que era la que llevaba la voz cantante entre sus hermanos, tal vez por ser la mayor de ellos.
—Sí, entremos —aprobó don Alfonso, que hasta entonces había permanecido callado como si no fuera él el anfitrión y único señor del palacio.
El salón estaba presidido por el trono real: una silla grande de madera de nogal con respaldo, patas y brazos hermosamente tallados. El asiento y el respaldo habían sido forrados con una especie de terciopelo púrpura con sobrepuesto de oro en sus bordes. Estaba ubicado sobre una tarima de madera guarnecida con la misma clase de tejido en color granate. La misma tela tapizaba las paredes del salón, confiriéndole un aire de armonía a todo él. Ricas alfombras árabes cubrían el suelo, fruto de las parias que los reinos taifas venían pagando desde hacía algunos lustros a los reyes de León. Varios lienzos y estatuas adornaban las paredes y rincones del salón. Del techo profusamente decorado con bellos dibujos y pinturas colgaba una gran araña con una docena de hachones que contribuían a disipar las tinieblas que invadían el amplio salón.
Los cuatro hermanos se sentaron en torno al trono real. Don Alfonso ocupó el sitial reservado al rey. A su derecha se sentó doña Urraca, a su izquierda, doña Elvira y frente a él lo hizo el hermano menor, don García.
—Y bien, ¿qué pensáis hacer ahora, queridos hermanos, en especial tú, Alfonso, después de haber perdido tan infortunadamente a tu prometida?
Durante aquel año se habían estado negociando las nupcias de don Alfonso con doña Ágata de Normandía, hija de Guillermo I de Inglaterra y Matilde de Flandes, pero su repentina muerte vino a truncar todos los planes. El joven y apuesto rey no desaprovecharía la primera oportunidad que se le presentase para contraer matrimonio.
—Pues no sé. De momento me ocuparé en reinar, luego ya pensaré en nuevos amoríos.
—Ya sabéis que nosotras —continuó doña Urraca refiriéndose a ella y a doña Elvira— no podemos quebrantar el celibato que nos ha sido impuesto si queremos conservar la dote que hemos recibido, en especial el infantazgo. Por eso esperamos que vosotros nos deis muchos sobrinos que vengan a llenar el vacío en el que nos hallamos.
—Descuida, Urraca, que por mi parte pienso satisfacer plenamente tus deseos.
Don García entretanto permanecía en silencio. No parecía sentirse demasiado atraído por el tema o tal vez seguían zumbando en sus oídos las últimas palabras del hermano mayor.
—Y tú, García, ¿no dices nada? —preguntó doña Urraca dirigiéndose al menor de sus hermanos.
—¿Qué quieres que diga? De momento regresaré a mi reino, que es donde me corresponde estar. Luego, Dios dirá.
—Yo también me desplazaré mañana mismo a mi señorío de Toro —comentó doña Elvira que hasta entonces no había dicho ni una sola palabra—. Allí trataré de cumplir lo mejor que pueda con el cometido que se me ha encomendado.
—Todos ocuparemos nuestros puestos —añadió doña Urraca—, pero eso no es óbice para que sigamos unidos como buenos hermanos. Todas las familias deberían permanecer unidas, en especial la nuestra, por nuestro propio bien y por el de nuestros súbditos. Yo os pido aquí y ahora que nunca nos enfrentemos los unos a los otros para que en nuestros reinos y señoríos impere siempre la paz y no la discordia.
—Para muestra de lo que acabas de decir, ahí tenemos a Sancho que ni siquiera se ha dignado acompañarnos en este momento de dolor —argumentó don García, que no conseguía quitarse de la cabeza las amenazadoras palabras de su hermano mayor.
—Ya te he dicho, García, que eso no fue más que un arrebato del momento. Con el tiempo se le pasará y volverá a abrirnos sus brazos. De todas maneras, como os acabo de decir, nosotros debemos estar unidos y apoyarnos los unos a los otros.
Doña Urraca, como la hermana mayor que era, trataba de calmar los ánimos, sobre todo del menor, que parecía el más afectado por la amenaza implícita de Sancho, y de desempeñar a partir de aquel mismo momento el papel de la madre que acababan de perder. Su mirada estaba puesta principalmente en su hermano predilecto, don Alfonso, que ya lo había sido para sus padres. Y es que el segundogénito se había hecho querer por todos por su afabilidad y por su diplomacia, a diferencia del hermano mayor, que siempre se había comportado con acritud y displicencia con todo el mundo, incluso con sus padres. Doña Urraca sabía que su lugar estaba en Zamora, a donde no tardaría en desplazarse, pero antes quería cerciorarse de las intenciones de su hermano Alfonso y quería servirle de consejera en las decisiones del gobierno de su reino. Intuía que más pronto o más tarde don Sancho trataría de recuperar para sí mismo todo el patrimonio de sus padres, por lo que había que estar preparados para aquel acontecimiento cuando se presentase. Así, pues, su política a partir de ese momento sería estar siempre al lado de su hermano preferido.
Aunque Toro y Zamora pasaron a ser los señoríos de doña Elvira y doña Urraca, respectivamente, no por eso dejaban de tener una cierta dependencia de la administración real, sobre todo en lo concerniente a las finanzas. Doña Urraca, que había demorado el máximo posible su partida para Zamora, ya a solas con don Alfonso, le requirió solícitamente que reparara y reforzara las murallas de su ciudad, pues sufrían algunos desperfectos que convenía restaurar urgentemente ante la posibilidad de un ataque. No olvidaba las palabras amenazadoras de Sancho en su brusca despedida el día de las exequias de su madre. Estaba convencida de que el primogénito no tardaría en iniciar las hostilidades contra todos ellos.
—Alfonso, sabes que las murallas de Zamora sufren ciertos deterioros en alguno de sus lienzos y tienen puntos débiles que habría que reforzar urgentemente. Ya nuestros padres quisieron poner remedio a esos desperfectos, pero la guerra primero y luego la enfermedad y muerte de padre les impidieron llevarlo a cabo. A madre se lo pedí en varias ocasiones, mas los graves problemas que surgieron en todo el reino cuando se quedó sola no le permitieron ocuparse de pequeñeces como ésta. Ahora te pido a ti que lo tomes como algo personal y que no te demores en ejecutarlo. Sabes que las palabras de Sancho encerraban una amenaza implícita que no tardará en hacer realidad. Ante García y Elvira traté de restarles importancia para no aumentar su zozobra, en especial la de García, que estaba fuertemente impresionado. Pero aquí entre nosotros no debemos actuar con disimulo. Debemos tomarnos muy en serio sus amenazas, pues tú lo conoces tan bien como yo y eres consciente de que eso no fue un farol. No tardará en reunir sus tropas y ponernos en jaque a todos. Y si no, tiempo al tiempo.
—Lo sé, Urraca. Como tú misma acabas de decir, lo conozco muy bien y sé que ya desde pequeño aspiraba a ser el rey de León con todas sus posesiones. En sus planes no entraba el reparto que han hecho nuestros padres. Para todos nosotros tenía ya reservados sendos monasterios donde pensaba encerrarnos de por vida. Eso si no oponíamos resistencia, pues si alguien se la oponía, la alternativa era pudrirse en una mazmorra o convertirse en pasto de los gusanos. Nuestros padres adivinaron sus planes y por eso decidieron repartir entre todos nosotros su reino. Quédate tranquila, querida hermana, pues no pienso descuidar el arreglo y mejora de las murallas de Zamora. Allí podrás permanecer segura ante un posible ataque de Sancho.
La magnanimidad de don Alfonso no tenía límites y menos aún para su hermana predilecta.
—No sabes cuánto te lo agradezco, Alfonso. Algún día te pagaré con creces este favor que ahora me otorgas. Pase lo que pase, siempre estaré a tu lado e intentaré ayudarte en todo lo que esté en mi mano. Debemos ponernos en guardia contra Sancho para hacer frente entre ambos a sus maquinaciones. Presiento que se avecinan tiempos borrascosos.
Los dos hermanos departían armoniosamente en un saloncito del palacio bellamente decorado por sus antepasados. Un bonito mobiliario de maderas nobles tapizadas por preciosas telas bordadas en seda y oro. Sobre sus paredes se apreciaba la impronta de los mejores artistas de aquella época. Ocupaban sendos sillones de madera de castaño ricamente tapizados con un brocado de oro. Empero la belleza de la infanta resplandecía por encima de todo lo que la rodeaba. Su beldad no tenía parangón entre sus contemporáneos. Más de un noble de la época la pretendió sin resultado. Doña Urraca había aceptado hasta sus últimas consecuencias el celibato que le habían impuesto, por lo que no paraba mientes en los hombres que osaban fijarse en ella.
—Alfonso, mañana mismo parto para Zamora. He de ocuparme de mis intereses al igual que han hecho nuestros hermanos. Pero antes de irme quisiera que me prometieras que harás todo lo humanamente posible por mantener incólume tu reino. No podría tener un minuto de reposo si no llevara esa promesa en lo más recóndito de mi corazón.
—Te prometo, dilectísima hermana, que defenderé mi reino hasta derramar la última gota de sangre que corre por mis venas. Desde hoy mismo estaré expectante ante las aviesas maniobras de Sancho.
Doña Urraca emitió un profundo suspiro de alivio después de escuchar la promesa de don Alfonso.
—Ahora ya puedo partir más tranquila. Al menos me voy sabiendo que nuestro hermano mayor no logrará anexionarse tu reino impunemente. Si lo quiere, tendrá que medir sus fuerzas con las tuyas. Espero que si algún día ocurre esto, tú seas el vencedor para que reinen el bien y la justicia en estas tierras.
—No te quepa la menor duda que venceremos, Urraca. Dios y la razón están de nuestra parte.
—Eso está bien, Alfonso, pero no es suficiente. También tiene que estar de nuestra parte la fuerza. De lo contrario, no venceremos.
—Lo estará, Urraca, lo estará. Puedes marchar tranquila, que la victoria se inclinará en favor nuestro.
—Dios te oiga y haga que se cumplan tus deseos.
Los dos hermanos conferenciaron durante horas a lo largo de aquella tarde inverniza de otoño. El cielo estaba encapotado y una fina lluvia caía insistentemente sobre León. Ya noche cerrada, la lluvia se hizo más fuerte presagiando un temporal nada halagüeño para emprender un largo viaje.
—Si el tiempo sigue así, no sería prudente que te fueras mañana. Ya sabes que estos temporales suelen ser bastante persistentes.
—Lo sé, Alfonso. Debería haberme ido ayer que no llovía. Ahora ya está hecho. Lo único que cabe es esperar a mañana para ver qué tiempo hace. Si escampa un poco, aprovecharé para partir.
Pero el temporal no amainó, lo que obligó a doña Urraca a permanecer una semana más en León al lado de su hermano predilecto.

             © Julio Noel                                     













  

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