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La
primogénita de doña Sancha y don Fernando se había retirado al
monasterio de San Benito de Sahagún. Después de los últimos óbitos
familiares, sobre todo el de su hermana doña Elvira, prefirió
refugiarse en una vida más contemplativa alejándose de las pompas
mundanas. El lugar elegido para pasar sus últimos días fue el
monasterio preferido por su hermano favorito ubicado en las orillas
del Cea. Aquel lugar tan cargado de historia desde sus orígenes, tan
poderoso y al mismo tiempo tan sosegado, tan favorecido por todos sus
antepasados y hasta por ella misma, pues no en vano formaba parte de
su patrimonio. Allí quiso doña Urraca ocultarse para preparar
serenamente su tránsito de esta vida a la otra. Su obra en este
mundo ya estaba hecha. Sus ambiciones, colmadas. Sus ansias de poder,
satisfechas. Había estado al lado de su hermano el rey la mayor
parte de su vida. Había sido su asesora hasta el final. Tan sólo se
había apartado a un lado durante su matrimonio con doña Constanza,
con la que no congeniaba. No había sido reina porque la ley no se lo
permitía, pero había gobernado el legado de sus padres a la sombra.
¿Qué más podía pedir?
Doña
Urraca reflexionaba sobre su pasado. No se arrepentía de nada de lo
que había hecho. Desde su juventud había apostado por Alfonso y
consiguió que éste reuniera en su persona otra vez todo el legado
de sus padres. Aquel legado que jamás debería haber sido dividido,
pero que, de no haberlo sido, le habría correspondido íntegramente
a Sancho al que ella detestaba. El desenlace final del cerco de
Zamora fue una bendición del cielo para realizar sus deseos. Con la
fortuita muerte del primogénito quedó expedito el camino para que
su hermano predilecto tomara las riendas del reino. A partir de
aquel momento todo se desarrolló como ella quería, con sus luces y
sus sombras, que las hubo, pero con su hermano preferido siempre en
el poder. Se iba, pues, con la conciencia tranquila.
En
su retiro facundino doña Urraca reconsideraba todo lo que había
hecho para mantener y mejorar su infantazgo. Era mucho y bueno. Tan
sólo había una sombra que palidecía su brillante obra y
entristecía su corazón. Era la inacabada ampliación y reforma de
la basílica de San Isidoro. Había dedicado muchos esfuerzos y
dinero para conseguirlo, mas no había sido por causa de éstos por
los que no se había finalizado, sino por falta de medios humanos. Le
hubiera gustado verla acabada. La realidad fue más tozuda que su
propia voluntad y le demostró que no podía ser. A pesar de ello se
iba satisfecha por lo que había logrado y por el proyecto que dejaba
abierto. Otros vendrían detrás de ella que lo rematarían y que
harían realidad aquella ambiciosa obra que enorgullecería a las
generaciones venideras.
La
primavera transcurría apaciblemente en la vega del Cea. Doña Urraca
gustaba pasear bajo la fronda de sus alamedas en las templadas tardes
primaverales. Allí recibió la grata noticia una tarde de finales de
mayo. Su hermano iba a tener un nuevo hijo. Sería el tercero que le
daría la bella mora. La infanta deseó ardientemente que esta vez
fuera un niño. Lo anhelaba de todo corazón. Le suplicaría al
Todopoderoso que le concediera un nuevo varón para alegrar la vejez
de su querido hermano. Había tenido tan mala suerte con su
descendencia, que tan sólo contaba con un único varón, Sancho. Si
a éste le ocurriera cualquier desgracia, el reino tendría que pasar
a manos femeninas, que era tanto como pasar a otra dinastía. Su
hermano no se merecía eso después de haber luchado tanto en su vida
y de haber expandido su reino por el al-Ándalus.
Un
mes más viviría doña Urraca recogida en el monasterio de San
Benito en perpetuo ayuno y penitencia en expiación de sus pecados.
Todo ese tiempo transcurrió en permanente comunión con Dios
pidiéndole que la acogiera en su seno. Se enmendó de todas su
faltas y de cuantas veces pudiera haberlo ofendido de pensamiento,
palabra u obra. Le pidió que velara por el único miembro de su
familia que aún quedaba vivo, por su amado hermano Alfonso, y que lo
guiara e iluminara en el buen gobierno de su reino. Desprendida de
todos los bienes materiales, de todas las vanidades y pompas
mundanas, entregó su alma al Todopoderoso a los sesenta y ocho años
de edad. Sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de los
Reyes de San Isidoro de León. Allí permanecerán por los siglos de
los siglos.
Don
Alfonso y doña Isabel asistieron a las honras fúnebres por el
eterno descanso de su alma. Con su desaparición el rey acababa de
recibir uno de los golpes sentimentales más duros de su vida.
Después de su madre era la persona que más había amado en su vida,
entiéndase con amor filial. Para él su hermana mayor había sido
como su segunda madre. Había sido su consejera como rey y como
hombre. Siempre había estado a su lado en los momentos más
difíciles y siempre le había solucionado los problemas y le había
allanado el camino. Su ausencia dejaba un hueco en el corazón de don
Alfonso muy difícil de llenar. La echaría en falta y la lloraría
todos los días que le quedaban de vida.
Pero
la vida no se detenía por más que se fuera para siempre un ser muy
querido. La vida continuaba y don Alfonso tenía que seguir
gobernando para conseguir la paz y el bienestar de sus súbditos. Él,
a diferencia del resto de los mortales, no podía desfallecer ni
dejarse llevar por los sentimientos por muy humanos que éstos
fueran. Tenía que sobreponerse al duro golpe que acababa de recibir
y olvidarse de la que tantas veces le sirvió de ayuda y consuelo.
Tenía delante de sí a su amada esposa, su bella mora, otra vez en
cinta, de la que esperaba un nuevo heredero.
—¿Qué
piensas hacer ahora, Alfonso? —le preguntó Isabel cuando ya se
hallaban los dos solos en el lujoso salón del palacio real.
—De
momento nos quedaremos a pasar el verano en León, que no es tan
riguroso como el de Toledo. Luego regresaremos a la ciudad imperial
para dirigir desde allí mejor la defensa de nuestras fronteras.
El
rey tenía el semblante demasiado triste.
—¿Te
ha afectado mucho la muerte de tu hermana, verdad?
—Muchísimo,
cariño. Era como una madre para mí.
—Te
ayudaré a superar este trance en lo que pueda.
—Sé
que lo harás, amor mío, pero el vacío que mi hermana ha dejado en
mi corazón no será fácil de llenar. Ese rinconcito quedará ya
marchito eternamente. Además de haber sido mi hermana predilecta,
era el único vínculo que me quedaba de mi familia. Con ella se han
ido ya todos para siempre.
—No
te pongas tan melodramático, que me vas a partir el corazón.
—Lo
siento, mi vida, pero no lo puedo evitar. Me sale de lo más hondo de
mi alma.
La
bella mora no sabía cómo alegrar el profundo pesar de su esposo.
—¿Quieres
que vayamos a dar un paseo por el jardín?
—No
estoy muy animado, vida mía, pero iremos si es lo que te apetece.
—No
lo hago por mí sino por ti, para que te distraigas un poco y te
sobrepongas a esa melancolía.
—No
me sobrepondré, pero podemos intentarlo. Aquí dentro encerrado en
este salón parece que se me quiere venir el techo encima. Salgamos
al aire libre.
Don
Alfonso poco a poco fue superando la melancolía que le había
producido la muerte de su hermana doña Urraca. En agosto los reyes
se trasladaron a Toledo para estar más cerca de la frontera con los
musulmanes y dirigir mejor las operaciones militares contra ellos. El
avanzado estado de gestación de doña Isabel hizo más penoso el
viaje, pero, después de muchos contratiempos, pudieron llegar
felizmente a la ciudad del Tajo. Cuando alcanzaron por fin el palacio
imperial agosto ya declinaba. Los calurosos días del verano se
dejaban notar aún con fuerza en la ciudad imperial. Los reyes
paseaban un atardecer por el bello jardín árabe de su palacio.
—¿Cómo
te encuentras hoy, mi bella diosa caída del Olimpo?
—Muy
bien, amor mío. Un poco cansada, pero feliz.
—¿No
te habrá perjudicado el viaje en tu estado?
—No
lo creo. Después del descanso de estos dos días me encuentro
perfectamente.
—Sería
conveniente que te examinara el médico para que evaluara tu estado
de salud.
—No
es necesario, cariño. Estoy bien.
A
pesar de su negativa, el médico la reconoció para descartar
cualquier posible complicación por el largo y pesado viaje. Todo
transcurrió con normalidad. La reina se sentía muy bien y vivía
feliz. Pronto daría a luz un nuevo hijo que vendría a incrementar
la familia. No sólo el rey, todos sus súbditos y vasallos deseaban
que fuera un niño para asegurar mejor el legado paterno. La
expectación era máxima. La fecha se aproximaba. Por fin la reina
dio a luz una hermosa niña que desilusionó a todo el mundo, en
especial a don Alfonso, que una vez más veía truncados sus deseos.
¿Qué crimen había cometido o en qué había ofendido al Señor
para que no le concediera descendientes varones? Un solo hijo era muy
poco para asegurar su legado. Le quedaba la esperanza de seguir
intentándolo, pues la reina todavía era joven y aún le podía dar
mucha descendencia.
Unos
días más tarde bautizaron a la recién nacida con el nombre de
Sancha en honor a su abuela materna. Don Alfonso, a pesar de no
perder la esperanza de tener más hijos, se sentía triste y
deprimido por aquella nueva oportunidad perdida.
© Julio Noel
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