miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 3


                                                      3


          El acuerdo al que habían llegado los dos hermanos en Burgos no podía tener larga vida ni arribar a buen puerto. Tal como le pronosticara doña Urraca a don Alfonso, su hermano mayor no iba a aceptar de buen grado la situación creada entre sus reinos con el reino de León interpuesto entre ambos. La solución no pudo ser otra más que el enfrentamiento a través de las armas. Éste se produjo en los primeros días del mes de enero del año 1072, en el lugar denominado Golpejera, en las cercanías de Carrión de los Condes. El enfrentamiento entre las huestes de los dos monarcas fue cruento. Las bajas por ambos bandos, incontables. Después de muchas horas de enconada lucha, la victoria se decantó del lado del leonés, que, victorioso, ordenó que sus huestes no siguieran a las desbandadas del monarca castellano.
Este gesto que lo honra por su gran nobleza de corazón fue su perdición. Mientras el glorioso rey y sus mesnadas se dedicaban a celebrar la victoria obtenida, las huestes de su hermano, tal vez imbuidas por su alférez Rodrigo Díaz de Vivar, lograron reagruparse de alguna manera para caer villana y alevosamente sobre las confiadas mesnadas de don Alfonso. No de otra manera puede imponerse el vil al noble, el cobarde al valiente. Pero esta infame victoria sirvió a los castellanos para ensalzar a su rey y a su ilustre héroe, Rodrigo Díaz de Vivar, hasta las cúspides más insospechadas del honor y de la osadía. Nunca se obtuvo mayor gloria de tamaño oprobio. ¿Se puede imaginar mayor desfachatez e ignominia?
Los restos del desbaratado ejército del rey Sancho ocasionaron enormes bajas y prisioneros en las desprevenidas huestes de don Alfonso. Él mismo fue aherrojado y llevado a Burgos en calidad de prisionero de su hermano. Como consecuencia de este indigno triunfo, don Sancho se hizo proclamar rey de León pocos días después de estos hechos. Sin embargo, ni el obispo de León, Pelayo II, que se negó a imponer la corona real sobre la cabeza del autoproclamado nuevo rey, ni la mayor parte de los nobles leoneses aceptaron su nombramiento. Este rechazo por parte de los altos dignatarios leoneses no tardaría en dar sus frutos.
El 12 de enero de 1072 resplandecían las calles de León con infinitos destellos luminosos, pero no porque las hubieran engalanado para el inmediato acontecimiento que iban a vivir, sino por el reflejo del sol en la nieve caída aquella misma noche. Un grueso manto blanco de unos cincuenta centímetros de espesor cubría todo lo que la vista abarcaba. Las gentes de la ciudad no osaron abandonar sus casas a pesar de que a las doce del mediodía tendría lugar la coronación del nuevo rey. Tan sólo el séquito real y algún que otro feligrés se acercó a la catedral de Santa María y San Cripriano. El templo ofrecía un aspecto deplorable. Pocos años antes el propio rey Fernando I de León se había sentido conmovido por su lamentable apariencia y pobreza comprometiéndose a su restauración. A pesar de los esfuerzos hechos, ésta estaba sin acabar. A la glacial imagen que su aspecto físico presentaba, había que añadir la frialdad humana y ambiental. El rey se encontraba rodeado por un reducido grupo de allegados y sus más fieles servidores. En el momento del Ofertorio, el obispo se negó a imponerle la corona real.
—Señor, mis manos no se mancharán con la imposición de la corona de León en vuestra indigna cabeza. Mi persona no se prestará a tan gran infamia.
Don Sancho se sintió enormemente humillado con aquel gesto del obispo. En un ataque de orgullo y de ira arrancó la corona de las manos del mitrado y él mismo se la colocó sobre su propia cabeza. Los pocos nobles y magnates leoneses, que habían asistido a la coronación del usurpador más bien obligados que por propia convicción, abandonaron en aquel mismo instante el templo en solidaridad con la postura de su obispo. El recinto catedralicio pareció helarse por completo. Tan sólo los oficiantes y un reducido grupo de incondicionales del rey permanecieron en él.
Doña Urraca asistió a la coronación de don Sancho no para felicitarlo ni para festejar con él ese acontecimiento, que era lo último que deseaba en este mundo, sino para suplicarle que dejara en libertad a don Alfonso. Terminados los festejos civiles de la celebración, la infanta pudo hallar un resquicio para hablar a solas con su hermano.
—¿Te sentirás satisfecho por tu gran hazaña, no?
—¿A ti qué te parece, hermanita? —le contestó él con cierto sarcasmo.
—A mí me parece que eres un indeseable, Sancho. Tu ambición y tu orgullo te ciegan hasta el punto de no dejarte ver nada más fuera de ti. Has despojado a nuestros hermanos de lo que nuestros padres les dieron por derecho propio, como si sólo tú pudieras disponer de su legado a tu antojo.
—Así es, hermana. El reino de nuestros padres sólo a mí me correspondía heredarlo, pero como yo no era el favorito de ellos, ni de ninguno de vosotros, padre dispuso que se repartiera entre todos. Si el heredero hubiera sido Alfonso, seguro que no habría optado por esa fórmula. Pues bien, ni nuestros padres, que ya nada pueden hacer, ni todos vosotros juntos vais a impedirme que lleve a cabo mis planes. Como ves, ya sólo me quedan unas migajas para terminar de juntar todo el patrimonio de nuestros progenitores. No tardaré en conseguirlo.
—¡Miserable, que no eres más que un miserable!
Doña Urraca sabía que su hermano mayor no descansaría hasta haberse hecho con todo el legado de sus padres. Ya lo sospechó en la despedida que les hizo en los funerales de su madre.
—Puedes insultarme lo que quieras, hermanita, eso no me hará cambiar de planes.
La infanta se mordió los labios. Sabía que no iba a conseguir doblegar el orgullo de su hermano. Además, si seguía por ese camino, podía malograr el objetivo que la había llevado hasta allí.
—Y ahora que tienes reunido todo el patrimonio de nuestros padres, podías concederle la libertad a Alfonso para que no se pudran sus huesos en las mazmorras.
—Sabes muy bien que aún no tengo reunido todo el patrimonio de nuestros padres —le comentó él con una sonrisa sarcástica—. En cuanto a Alfonso, ya llegará el momento de ocuparnos de él.
—Podías dejarlo que se vaya a vivir a la paria de Toledo, como hiciste con García enviándolo a Sevilla.
—No me parece muy buena idea. Ya consideraré con calma la mejor solución. Y ahora, hermanita, te dejo, pues hay otros asuntos que reclaman mi atención.
Don Sancho le dio la espalda a su hermana, que quedó sumida en un piélago de incertidumbres.
Poco después de los acontecimiento aquí descritos, don Alfonso dejaba las mazmorras del castillo de Burgos para ingresar en la abadía benedictina de Sahagún de Campos. Parece ser que la intervención del abad Hugo de Cluny había influido en la decisión del rey. La orden era que tenía que tomar los hábitos y permanecer en el monasterio hasta el fin de sus días. El propio padre abad del cenobio de Sahagún se comprometió a cumplir fielmente aquel mandato. No obstante, no tardó doña Urraca en urdir un plan para liberar a su hermano de los votos impuestos y del encierro al que lo habían condenado.
Paseaba don Alfonso por el claustro del monasterio de Sahagún, cuando se le acercó uno de los legos que estaba al servicio de los monjes.
—Señor, me han dado esta nota para Vos.
Don Alfonso se apresuró a leer el mensaje que contenía. En la nota le decían que se preparara para salir del monasterio la noche del Sábado Santo, en el momento en que todos los monjes asistieran a la Misa de Resurrección. Recordó que aquel día era Sábado de Pasión, por lo que tan sólo quedaba una semana para el día señalado. Mascó la nota hasta reducirla a una pelotilla que aún aplastó más con sus dedos. Luego miró hacia todas partes para ver si lo observaban. Cuando se cercioró que nadie lo veía, excavó un pequeño hoyo en la tierra donde la enterró. Acto seguido abandonó el claustro para encerrarse en su celda a meditar el plan que le habían propuesto. No sería difícil de llevar a cabo, puesto que él estaba exento de acudir a la mayor parte de los oficios divinos. Así, pues, nadie lo echaría en falta en la Misa de Resurrección. El problema era cómo se las ingeniaría para abrir la puerta del monasterio. Éste, llegada la hora nona, quedaba cerrado a cal y canto para todos sus moradores. Tan sólo el hermano portero podía abrir o cerrar la puerta, pero era un hombre insobornable y fiel al abad, no de otra manera le hubieran confiado las llaves del cenobio.
Todos aquellos días los pasó don Alfonso dándole vueltas en la cabeza al problema de cómo abrir la puerta del monasterio el día señalado y a la hora fijada. El Viernes Santo, mientras paseaba por el claustro, se le acercó de nuevo el lego que le había pasado la nota para decirle que al día siguiente estuviera en la puerta del monasterio a la hora fijada. Él quiso preguntarle cómo se las arreglaría para salir, pero el lego le impuso silencio alejándose inmediatamente de allí para no infundir sospechas. Tan sólo le recalcó que fuera puntual. Al día siguiente, a la hora fijada, el exmonarca se presentó ante la puerta del cenobio donde lo esperaba su confidente, el cual extrajo una llave de debajo del hábito con la que abrió la puerta sin ningún contratiempo. Fuera aguardaban a don Alfonso cuatro caballeros de su entera confianza con un caballo bien enjaezado en espera de su montura. El joven exmonarca no dudó un instante en montar en él y partir en veloz carrera para alejarse lo más rápidamente posible del monasterio y del propio Sahagún. Ya en campo abierto, los cuatro jinetes, que portaban instrucciones de doña Urraca, le hicieron saber que su destino era la ciudad de Toledo. En Medina del Campo los esperaba el incondicional Pedro Ansúrez con un escuadrón que le daría escolta y protección hasta la ciudad imperial.

            © Julio Noel 
         

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