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El
acuerdo al que habían llegado los dos hermanos en Burgos no podía
tener larga vida ni arribar a buen puerto. Tal como le pronosticara
doña Urraca a don Alfonso, su hermano mayor no iba a aceptar de buen
grado la situación creada entre sus reinos con el reino de León
interpuesto entre ambos. La solución no pudo ser otra más que el
enfrentamiento a través de las armas. Éste se produjo en los
primeros días del mes de enero del año 1072, en el lugar denominado
Golpejera, en las cercanías de Carrión de los Condes. El
enfrentamiento entre las huestes de los dos monarcas fue cruento. Las
bajas por ambos bandos, incontables. Después de muchas horas de
enconada lucha, la victoria se decantó del lado del leonés, que,
victorioso, ordenó que sus huestes no siguieran a las desbandadas
del monarca castellano.
Este
gesto que lo honra por su gran nobleza de corazón fue su perdición.
Mientras el glorioso rey y sus mesnadas se dedicaban a celebrar la
victoria obtenida, las huestes de su hermano, tal vez imbuidas por su
alférez Rodrigo Díaz de Vivar, lograron reagruparse de alguna
manera para caer villana y alevosamente sobre las confiadas mesnadas
de don Alfonso. No de otra manera puede imponerse el vil al noble, el
cobarde al valiente. Pero esta infame victoria sirvió a los
castellanos para ensalzar a su rey y a su ilustre héroe,
Rodrigo Díaz de Vivar, hasta las cúspides más insospechadas del
honor y de la osadía. Nunca se obtuvo mayor gloria de tamaño
oprobio. ¿Se puede imaginar mayor desfachatez e ignominia?
Los
restos del desbaratado ejército del rey Sancho ocasionaron enormes
bajas y prisioneros en las desprevenidas huestes de don Alfonso. Él
mismo fue aherrojado y llevado a Burgos en calidad de prisionero de
su hermano. Como consecuencia de este indigno triunfo, don Sancho se
hizo proclamar rey de León pocos días después de estos hechos. Sin
embargo, ni el obispo de León, Pelayo II, que se negó a imponer la
corona real sobre la cabeza del autoproclamado nuevo rey, ni la mayor
parte de los nobles leoneses aceptaron su nombramiento. Este rechazo
por parte de los altos dignatarios leoneses no tardaría en dar sus
frutos.
El
12 de enero de 1072 resplandecían las calles de León con infinitos
destellos luminosos, pero no porque las hubieran engalanado para el
inmediato acontecimiento que iban a vivir, sino por el reflejo del
sol en la nieve caída aquella misma noche. Un grueso manto blanco de
unos cincuenta centímetros de espesor cubría todo lo que la vista
abarcaba. Las gentes de la ciudad no osaron abandonar sus casas a
pesar de que a las doce del mediodía tendría lugar la coronación
del nuevo rey. Tan sólo el séquito real y algún que otro feligrés
se acercó a la catedral de Santa María y San Cripriano. El templo
ofrecía un aspecto deplorable. Pocos años antes el propio rey
Fernando I de León se había sentido conmovido por su lamentable
apariencia y pobreza comprometiéndose a su restauración. A pesar de
los esfuerzos hechos, ésta estaba sin acabar. A la glacial imagen
que su aspecto físico presentaba, había que añadir la frialdad
humana y ambiental. El rey se encontraba rodeado por un reducido
grupo de allegados y sus más fieles servidores. En el momento del
Ofertorio, el obispo se negó a imponerle la corona real.
—Señor,
mis manos no se mancharán con la imposición de la corona de León
en vuestra indigna cabeza. Mi persona no se prestará a tan gran
infamia.
Don
Sancho se sintió enormemente humillado con aquel gesto del obispo.
En un ataque de orgullo y de ira arrancó la corona de las manos del
mitrado y él mismo se la colocó sobre su propia cabeza. Los pocos
nobles y magnates leoneses, que habían asistido a la coronación del
usurpador más bien obligados que por propia convicción, abandonaron
en aquel mismo instante el templo en solidaridad con la postura de su
obispo. El recinto catedralicio pareció helarse por completo. Tan
sólo los oficiantes y un reducido grupo de incondicionales del rey
permanecieron en él.
Doña
Urraca asistió a la coronación de don Sancho no para felicitarlo ni
para festejar con él ese acontecimiento, que era lo último que
deseaba en este mundo, sino para suplicarle que dejara en libertad a
don Alfonso. Terminados los festejos civiles de la celebración, la
infanta pudo hallar un resquicio para hablar a solas con su hermano.
—¿Te
sentirás satisfecho por tu gran hazaña, no?
—¿A
ti qué te parece, hermanita? —le contestó él con cierto
sarcasmo.
—A
mí me parece que eres un indeseable, Sancho. Tu ambición y tu
orgullo te ciegan hasta el punto de no dejarte ver nada más fuera de
ti. Has despojado a nuestros hermanos de lo que nuestros padres les
dieron por derecho propio, como si sólo tú pudieras disponer de su
legado a tu antojo.
—Así
es, hermana. El reino de nuestros padres sólo a mí me correspondía
heredarlo, pero como yo no era el favorito de ellos, ni de ninguno de
vosotros, padre dispuso que se repartiera entre todos. Si el heredero
hubiera sido Alfonso, seguro que no habría optado por esa fórmula.
Pues bien, ni nuestros padres, que ya nada pueden hacer, ni todos
vosotros juntos vais a impedirme que lleve a cabo mis planes. Como
ves, ya sólo me quedan unas migajas para terminar de juntar todo el
patrimonio de nuestros progenitores. No tardaré en conseguirlo.
—¡Miserable,
que no eres más que un miserable!
Doña
Urraca sabía que su hermano mayor no descansaría hasta haberse
hecho con todo el legado de sus padres. Ya lo sospechó en la
despedida que les hizo en los funerales de su madre.
—Puedes
insultarme lo que quieras, hermanita, eso no me hará cambiar
de planes.
La
infanta se mordió los labios. Sabía que no iba a conseguir doblegar
el orgullo de su hermano. Además, si seguía por ese camino, podía
malograr el objetivo que la había llevado hasta allí.
—Y
ahora que tienes reunido todo el patrimonio de nuestros padres,
podías concederle la libertad a Alfonso para que no se pudran sus
huesos en las mazmorras.
—Sabes
muy bien que aún no tengo reunido todo el patrimonio de
nuestros padres —le comentó él con una sonrisa sarcástica—.
En cuanto a Alfonso, ya llegará el momento de ocuparnos de él.
—Podías
dejarlo que se vaya a vivir a la paria de Toledo, como hiciste con
García enviándolo a Sevilla.
—No
me parece muy buena idea. Ya consideraré con calma la mejor
solución. Y ahora, hermanita, te dejo, pues hay otros asuntos
que reclaman mi atención.
Don
Sancho le dio la espalda a su hermana, que quedó sumida en un
piélago de incertidumbres.
Poco
después de los acontecimiento aquí descritos, don Alfonso dejaba
las mazmorras del castillo de Burgos para ingresar en la abadía
benedictina de Sahagún de Campos. Parece ser que la intervención
del abad Hugo de Cluny había influido en la decisión del rey. La
orden era que tenía que tomar los hábitos y permanecer en el
monasterio hasta el fin de sus días. El propio padre abad del
cenobio de Sahagún se comprometió a cumplir fielmente aquel
mandato. No obstante, no tardó doña Urraca en urdir un plan para
liberar a su hermano de los votos impuestos y del encierro al que lo
habían condenado.
Paseaba
don Alfonso por el claustro del monasterio de Sahagún, cuando se le
acercó uno de los legos que estaba al servicio de los monjes.
—Señor,
me han dado esta nota para Vos.
Don
Alfonso se apresuró a leer el mensaje que contenía. En la nota le
decían que se preparara para salir del monasterio la noche del
Sábado Santo, en el momento en que todos los monjes asistieran a la
Misa de Resurrección. Recordó que aquel día era Sábado de Pasión,
por lo que tan sólo quedaba una semana para el día señalado. Mascó
la nota hasta reducirla a una pelotilla que aún aplastó más con
sus dedos. Luego miró hacia todas partes para ver si lo observaban.
Cuando se cercioró que nadie lo veía, excavó un pequeño hoyo en
la tierra donde la enterró. Acto seguido abandonó el claustro para
encerrarse en su celda a meditar el plan que le habían propuesto. No
sería difícil de llevar a cabo, puesto que él estaba exento de
acudir a la mayor parte de los oficios divinos. Así, pues, nadie lo
echaría en falta en la Misa de Resurrección. El problema era cómo
se las ingeniaría para abrir la puerta del monasterio. Éste,
llegada la hora nona, quedaba cerrado a cal y canto para todos sus
moradores. Tan sólo el hermano portero podía abrir o cerrar la
puerta, pero era un hombre insobornable y fiel al abad, no de otra
manera le hubieran confiado las llaves del cenobio.
Todos
aquellos días los pasó don Alfonso dándole vueltas en la cabeza al
problema de cómo abrir la puerta del monasterio el día señalado y
a la hora fijada. El Viernes Santo, mientras paseaba por el claustro,
se le acercó de nuevo el lego que le había pasado la nota para
decirle que al día siguiente estuviera en la puerta del monasterio a
la hora fijada. Él quiso preguntarle cómo se las arreglaría para
salir, pero el lego le impuso silencio alejándose inmediatamente de
allí para no infundir sospechas. Tan sólo le recalcó que fuera
puntual. Al día siguiente, a la hora fijada, el exmonarca se
presentó ante la puerta del cenobio donde lo esperaba su confidente,
el cual extrajo una llave de debajo del hábito con la que abrió la
puerta sin ningún contratiempo. Fuera aguardaban a don Alfonso
cuatro caballeros de su entera confianza con un caballo bien
enjaezado en espera de su montura. El joven exmonarca no dudó un
instante en montar en él y partir en veloz carrera para alejarse lo
más rápidamente posible del monasterio y del propio Sahagún. Ya en
campo abierto, los cuatro jinetes, que portaban instrucciones de doña
Urraca, le hicieron saber que su destino era la ciudad de Toledo. En
Medina del Campo los esperaba el incondicional Pedro Ansúrez con un
escuadrón que le daría escolta y protección hasta la ciudad
imperial.
© Julio Noel
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