miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 20


  
                                                                  20


           Hallábase el monasterio de San Pedro de Montes en el mismo paraje paradisíaco en que lo describiera San Valerio cuatro siglo antes, lugar que no había cambiado un ápice desde entonces, pero sí lo había hecho el cenobio primigenio fundado por San Fructuoso, que conoció y habitó San Valerio, del que ya no se conservaba ningún vestigio. El actual monasterio había sido reconstruido dos siglos atrás por San Genadio a partir de las ruinas del anterior. Erguíase altivo en una pequeña explanada de los montes Aquilianos en las estribaciones del pico de La Guiana, lugar más parecido al Edén, como lo describió el propio San Valerio, que a cualquier otro rincón de la Tierra. Todo en él irradiaba belleza y armonía: su verdor, su exuberante vegetación, sus variedad de flores y aromas, su frescor, su silencio, roto tan sólo por el agradable canto de los pajarillos o por el suave rumor de los arroyos que serpean por sus profundos valles.
A este ameno lugar llegó una mañana del mes de junio el depuesto obispo de Astorga, Pedro Núñez, para suplicar asilo bajo el techo de San Pedro de Montes. Abriéronle las puertas del cenobio y también sus brazos los pacíficos monjes que en él dedicaban su vida a la oración y al trabajo. El abad Pelayo, que a la sazón regía los destinos de aquella santa casa, lo recibió amablemente en su celda.
—¿A qué debo tu inesperada visita don Pedro?
No se trata de una visita, Pelayo. Vengo a pedirte asilo en tu monasterio. El rey don Alfonso me ha depuesto en mi cargo de obispo de Astorga por oponerme a la reforma que tratan de implantar en nuestro reino.
—¿Cómo es eso, Pedro? Explícame en qué consiste —solicitó con cierto asombro no exento de incredulidad el padre abad.
—Se basa en cambiar nuestros ritos ancestrales por la nueva liturgia emanada de la Cátedra de San Pedro. Algo a lo que yo no estoy dispuesto. Con la nueva norma la celebración de la Eucaristía y demás actos litúrgicos serán más breves y se uniformarán en todo el orbe cristiano. Pero el trasfondo de la reforma no consiste sólo en eso. Lo que pretende el papa con esta reforma es el poder espiritual absoluto sobre toda la Iglesia. Y no se conforma con el poder espiritual, también ambiciona el poder temporal de todos los reinos cristianos de la Península Ibérica, algo a lo que el rey don Alfonso se ha opuesto con rotundidad.
—Entonces, ¿también afectará el cambio a los monasterios?
—En efecto. En los cenobios se implantará la reforma cluniacense, que consiste en una vuelta a la regla de San Benito. Ésta se aplicará en todo su rigor y severidad. Ya no habrá más relajación ni laxitud en la disciplina. A partir de ahora desaparecerán todas las prerrogativas que teníais los abades para nombrar cargos y beneficios. Todo pasará a depender de la Santa Sede.
El abad no acababa de creerse lo que le comentaba Pedro Núñez. No podía ser que él perdiera los fueros y privilegios de los que gozaba. Si eso era cierto, su autoridad se vería muy mermada.
—Si es así, yo tampoco aceptaré la reforma cluniacense. ¿Qué les ocurrirá a todos mis deudos si pierdo la potestad que tengo ahora? No quiero ni pensarlo. Con nosotros conviven también muchos seglares que no están sometidos a la regla y algunos monjes que hacen más vida seglar que monacal. ¿Qué pasará con ellos?
—Si estás decidido a no acatar la reforma, puedes contar conmigo. Ya sé que el rey es partidario del nuevo rito y que se ha comprometido con el papa y con el abad de Cluny ha implantarlo en todos sus reinos, pero la mayoría de sus vasallos no están dispuestos a hacerlo. Hay muchos magnates y aristócratas que proclaman en alta voz su disconformidad con la nueva norma, incluidas las propias infantas. En el concilio de Burgos, muchos de mis colegas se callaron por no perder la cátedra como me ha ocurrido a mí, pero no todos estaban de acuerdo con la reforma. Son las esposas del soberano, con sus costumbres extranjerizantes, y las propias ideas expansionistas de don Alfonso las que lo han llevado a aceptar el nuevo rito.
—No sé qué pensará hacer Oramio, pero, por lo que a mí respecta, en San Pedro no aceptaremos el cambio. Son muchos los intereses que hay en juego. Hablaré con Oramio para convocar un capítulo extraordinario en el que se podrán pronunciar libremente todos nuestros hermanos. Espero que el parecer de la mayoría coincida con el mío.
El monasterio de San Pedro de Montes por aquella época comprendía varias iglesias y su gobierno estaba compartido por dos abades. Cada uno de ellos obedecía las órdenes de la familia aristocrática que controlaba la correspondiente basílica. En esa situación no era fácil llegar a un consenso.
Un mes más tarde de la llegada de Pedro Núñez al monasterio de San Pedro de Montes se convocaba un capítulo para decidir la postura que debían adoptar todos sus miembros ante el nuevo rito litúrgico y la reforma cluniacense. Ambos abades, Pelayo y Oramio, presidían la asamblea. Después de varias horas de discusión, el capítulo se cerró con el consenso casi unánime de sus miembros a favor de seguir practicando el rito hispano. En el resultado final tuvo mucho que ver la influencia del obispo depuesto, Pedro Núñez, que no estaba dispuesto bajo ningún concepto a que se implantase el rito romano. No tardó en llegar la nueva a oídos del rey, que no dudó en ordenar la inmediata deposición de los dos abades y su sustitución por uno nuevo, cargo para el que fue elegido el abad Vicente.
Habían transcurrido dos años desde la elección de dom Vicente como nuevo abad del monasterio de San Pedro de Montes y como impulsor de la reforma cluniacense en el mismo, mas los resultados obtenidos hasta la fecha estaban muy lejos de los objetivos señalados. Los monjes seguían practicando el rito mozárabe en la liturgia y pocos eran los que habían abandonado sus licenciosos hábitos nada acordes con la reforma cluniacense. El rey era consciente de ese desafuero, pero no sabía cómo resolverlo. Y aún contribuían menos a ello los comentarios de su concubina, doña Jimena Muñiz.
—Deberías olvidarte de los monjes de San Pedro de Montes y dejarlos que hagan lo que les plazca. Sabes muy bien que la reforma cluniacense y el nuevo rito no han cuajado en las gentes de tus reinos. Todo el mundo piensa que el rito hispano era más entrañable y más nuestro. El rito romano es más frío, más artificioso. Carece de enjundia.
—Tal vez tengas razón, Jimena, pero he dado mi palabra al papa y al abad de Cluny y pienso cumplirla. Me juego mucho en ello.
—Claro. Por eso preferiste a Constanza antes que a mí, por lo mucho que te jugabas.
—No digas tonterías, amor mío. Sabes que lo nuestro no pudo ser. Si hubiéramos continuado, el papa no hubiera tenido ningún reparo en excomulgarnos. ¿No querrías eso? Constanza es mi esposa legal, pero tú eres mi único amor.
—Eso es lo que me dices a mí cuando estás conmigo, pero seguro que a ella le dices lo mismo cuando estás a su lado.
—No seas tan celosa y tan suspicaz, Jimena. Te repito que tú eres la única a la que quiero.
—Dejemos el tema porque no nos vamos a poner de acuerdo, como en tantas otras ocasiones, y volvamos a los monjes de San Pedro. Ya sabes que allí se ha hospedado Pedro Núñez desde que lo depusiste de su cargo. ¿No podrías ser un poco más indulgente con él?
Don Alfonso se puso muy serio al oír la súplica que le hacía su amante. Era lo último que deseaba escuchar.
—No me pidas imposibles, amor mío. Pedro Núñez ha hecho muchos méritos para estar donde está. Es el único que se ha opuesto con total radicalidad a la reforma del papa y estoy seguro que es el principal instigador del cisma de San Pedro de Montes. No me pidas que tenga indulgencia con él, porque es el que menos se la merece. Si de mí dependiera, no sólo habría perdido la cátedra de Astorga, sino también su condición sacerdotal. Es indigno de llevar el hábito que lo cubre.
—Pedro no es más que hijo de su tiempo. ¿Acaso no me opongo yo y no se oponen tus propias hermanas al cambio de rito? Piensa que esta reforma no responde más que a la ambición desmesurada de la Cátedra de San Pedro, en especial la de Gregorio VII. Ya ves hasta dónde han llegado sus pretensiones, hasta querer hacerse con el poder omnímodo de toda la Península. Somos muchos los que deseamos continuar con nuestros ritos ancestrales y Pedro es tan sólo uno más entre todos nosotros.
—Pedro no es uno más. Ocupaba un puesto muy relevante cuya influencia es decisiva para llevar a cabo la reforma. Lo que podáis pensar tú, mis hermanas y muchas otras personas anónimas no tiene la repercusión de lo que piensa cada uno de los prelados de nuestro reino. Su ejemplo es crucial para implantar la reforma con éxito. Por eso a los detractores hay que sancionarlos con un castigo ejemplar.
El anaranjado disco de fuego ya estaba próximo a su ocaso en aquella tarde templada de septiembre. Una leve brisa mecía suavemente los chopos y álamos de la ribera del Bernesga. Dos pegas revoloteaban entre sus ramas emitiendo graves graznidos.
—Ya se está a punto de ponerse el sol. Debo irme para no infundir sospechas. Le prometí a Constanza que regresaría antes del anochecer.
—Yo siempre me tengo que conformar con las sobras, Alfonso. Vienes a mí como si fueras un ladrón o un fugitivo, siempre a hurtadillas. Es como si fuera una apestada o una mujer de la vida. No aguanto más esta situación. Ya te dije antes de que ella entrara en tu vida que yo no iba a ser un segundo plato. Estoy otra vez embarazada de ti. Nuestro próximo hijo nacerá en mayo. Ése será el momento que elegiré para abandonar León para siempre y regresar a mis posesiones del Bierzo. Ni un día más permaneceré en esta ciudad donde mi vida ya no tiene ningún sentido.
—No digas eso, Jimena, que me partes el corazón. Seguirás viviendo en esta casita, al lado del Bernesga, donde no te faltará de nada y yo vendré a verte siempre que mis obligaciones me lo permitan.
—Lo ves, Alfonso. Yo siempre estaré relegada a un segundo plano. Tú mismo lo acabas de decir. No y mil veces no. Me iré a mis feudos para dejarte libre el camino. Está decidido.
—Si te empeñas tendré que dejarte partir, pero mi corazón estará siempre donde tú estés. Cuando estoy con Constanza no pienso más que en ti.
—Sigue con ella que te dará hijos legítimos, como te ha dado ya a Urraca, y te allanará el escabroso camino de tu reinado con la influencia de su tío Hugo de Semur. Yo no puedo proporcionarte ningún patrocinio y mucho menos uno de tan alta alcurnia como ése. No soy más que una mujer insignificante que sólo te originará desgracias e infortunios.
—No pienso insistir. Sabes muy bien que me he tenido que casar con ella porque lo nuestro era imposible. No le demos más vueltas. Ahora me tengo que ir. El sol se ha puesto ya y no me queda mucho tiempo antes de que anochezca. Me voy, pero mi corazón se queda aquí. Volveré en cuanto mis obligaciones me lo permitan.
Don Alfonso selló con un beso amoroso los labios de su amante que le iba a replicar. A continuación de un salto montó sobre su caballo y se alejó velozmente por la vereda del Bernesga en dirección a su palacio. Entró en él justo cuando se encendían las antorchas que intentarían devorar las tinieblas de la noche.

            © Julio Noel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario