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Hallábase
el monasterio de San Pedro de Montes en el mismo paraje paradisíaco
en que lo describiera San Valerio cuatro siglo antes, lugar que no
había cambiado un ápice desde entonces, pero sí lo había hecho el
cenobio primigenio fundado por San Fructuoso, que conoció y habitó
San Valerio, del que ya no se conservaba ningún vestigio. El actual
monasterio había sido reconstruido dos siglos atrás por San Genadio
a partir de las ruinas del anterior. Erguíase altivo en una pequeña
explanada de los montes Aquilianos en las estribaciones del pico de
La Guiana, lugar más parecido al Edén, como lo describió el propio
San Valerio, que a cualquier otro rincón de la Tierra. Todo en él
irradiaba belleza y armonía: su verdor, su exuberante vegetación,
sus variedad de flores y aromas, su frescor, su silencio, roto tan
sólo por el agradable canto de los pajarillos o por el suave rumor
de los arroyos que serpean por sus profundos valles.
A
este ameno lugar llegó una mañana del mes de junio el depuesto
obispo de Astorga, Pedro Núñez, para suplicar asilo bajo el techo
de San Pedro de Montes. Abriéronle las puertas del cenobio y también
sus brazos los pacíficos monjes que en él dedicaban su vida a la
oración y al trabajo. El abad Pelayo, que a la sazón regía los
destinos de aquella santa casa, lo recibió amablemente en su celda.
—¿A
qué debo tu inesperada visita don Pedro?
—No
se trata de una visita, Pelayo. Vengo a pedirte asilo en tu
monasterio. El rey don Alfonso me ha depuesto en mi cargo de obispo
de Astorga por oponerme a la reforma que tratan de implantar en
nuestro reino.
—¿Cómo
es eso, Pedro? Explícame en qué consiste —solicitó con cierto
asombro no exento de incredulidad el padre abad.
—Se
basa en cambiar nuestros ritos ancestrales por la nueva liturgia
emanada de la Cátedra de San Pedro. Algo a lo que yo no estoy
dispuesto. Con la nueva norma la celebración de la Eucaristía y
demás actos litúrgicos serán más breves y se uniformarán en todo
el orbe cristiano. Pero el trasfondo de la reforma no consiste sólo
en eso. Lo que pretende el papa con esta reforma es el poder
espiritual absoluto sobre toda la Iglesia. Y no se conforma con el
poder espiritual, también ambiciona el poder temporal de todos los
reinos cristianos de la Península Ibérica, algo a lo que el rey don
Alfonso se ha opuesto con rotundidad.
—Entonces,
¿también afectará el cambio a los monasterios?
—En
efecto. En los cenobios se implantará la reforma cluniacense, que
consiste en una vuelta a la regla de San Benito. Ésta se aplicará
en todo su rigor y severidad. Ya no habrá más relajación ni
laxitud en la disciplina. A partir de ahora desaparecerán todas las
prerrogativas que teníais los abades para nombrar cargos y
beneficios. Todo pasará a depender de la Santa Sede.
El
abad no acababa de creerse lo que le comentaba Pedro Núñez. No
podía ser que él perdiera los fueros y privilegios de los que
gozaba. Si eso era cierto, su autoridad se vería muy mermada.
—Si
es así, yo tampoco aceptaré la reforma cluniacense. ¿Qué les
ocurrirá a todos mis deudos si pierdo la potestad que tengo ahora?
No quiero ni pensarlo. Con nosotros conviven también muchos seglares
que no están sometidos a la regla y algunos monjes que hacen más
vida seglar que monacal. ¿Qué pasará con ellos?
—Si
estás decidido a no acatar la reforma, puedes contar conmigo. Ya sé
que el rey es partidario del nuevo rito y que se ha comprometido con
el papa y con el abad de Cluny ha implantarlo en todos sus reinos,
pero la mayoría de sus vasallos no están dispuestos a hacerlo. Hay
muchos magnates y aristócratas que proclaman en alta voz su
disconformidad con la nueva norma, incluidas las propias infantas. En
el concilio de Burgos, muchos de mis colegas se callaron por no
perder la cátedra como me ha ocurrido a mí, pero no todos estaban
de acuerdo con la reforma. Son las esposas del soberano, con sus
costumbres extranjerizantes, y las propias ideas expansionistas de
don Alfonso las que lo han llevado a aceptar el nuevo rito.
—No
sé qué pensará hacer Oramio, pero, por lo que a mí respecta, en
San Pedro no aceptaremos el cambio. Son muchos los intereses que hay
en juego. Hablaré con Oramio para convocar un capítulo
extraordinario en el que se podrán pronunciar libremente todos
nuestros hermanos. Espero que el parecer de la mayoría coincida con
el mío.
El
monasterio de San Pedro de Montes por aquella época comprendía
varias iglesias y su gobierno estaba compartido por dos abades. Cada
uno de ellos obedecía las órdenes de la familia aristocrática que
controlaba la correspondiente basílica. En esa situación no era
fácil llegar a un consenso.
Un
mes más tarde de la llegada de Pedro Núñez al monasterio de San
Pedro de Montes se convocaba un capítulo para decidir la postura que
debían adoptar todos sus miembros ante el nuevo rito litúrgico y la
reforma cluniacense. Ambos abades, Pelayo y Oramio, presidían la
asamblea. Después de varias horas de discusión, el capítulo se
cerró con el consenso casi unánime de sus miembros a favor de
seguir practicando el rito hispano. En el resultado final tuvo mucho
que ver la influencia del obispo depuesto, Pedro Núñez, que no
estaba dispuesto bajo ningún concepto a que se implantase el rito
romano. No tardó en llegar la nueva a oídos del rey, que no dudó
en ordenar la inmediata deposición de los dos abades y su
sustitución por uno nuevo, cargo para el que fue elegido el abad
Vicente.
Habían
transcurrido dos años desde la elección de dom Vicente como nuevo
abad del monasterio de San Pedro de Montes y como impulsor de la
reforma cluniacense en el mismo, mas los resultados obtenidos hasta
la fecha estaban muy lejos de los objetivos señalados. Los monjes
seguían practicando el rito mozárabe en la liturgia y pocos eran
los que habían abandonado sus licenciosos hábitos nada acordes con
la reforma cluniacense. El rey era consciente de ese desafuero, pero
no sabía cómo resolverlo. Y aún contribuían menos a ello los
comentarios de su concubina, doña Jimena Muñiz.
—Deberías
olvidarte de los monjes de San Pedro de Montes y dejarlos que hagan
lo que les plazca. Sabes muy bien que la reforma cluniacense y el
nuevo rito no han cuajado en las gentes de tus reinos. Todo el mundo
piensa que el rito hispano era más entrañable y más nuestro. El
rito romano es más frío, más artificioso. Carece de enjundia.
—Tal
vez tengas razón, Jimena, pero he dado mi palabra al papa y al abad
de Cluny y pienso cumplirla. Me juego mucho en ello.
—Claro.
Por eso preferiste a Constanza antes que a mí, por lo mucho que te
jugabas.
—No
digas tonterías, amor mío. Sabes que lo nuestro no pudo ser. Si
hubiéramos continuado, el papa no hubiera tenido ningún reparo en
excomulgarnos. ¿No querrías eso? Constanza es mi esposa legal, pero
tú eres mi único amor.
—Eso
es lo que me dices a mí cuando estás conmigo, pero seguro que a
ella le dices lo mismo cuando estás a su lado.
—No
seas tan celosa y tan suspicaz, Jimena. Te repito que tú eres la
única a la que quiero.
—Dejemos
el tema porque no nos vamos a poner de acuerdo, como en tantas otras
ocasiones, y volvamos a los monjes de San Pedro. Ya sabes que allí
se ha hospedado Pedro Núñez desde que lo depusiste de su cargo. ¿No
podrías ser un poco más indulgente con él?
Don
Alfonso se puso muy serio al oír la súplica que le hacía su
amante. Era lo último que deseaba escuchar.
—No
me pidas imposibles, amor mío. Pedro Núñez ha hecho muchos méritos
para estar donde está. Es el único que se ha opuesto con total
radicalidad a la reforma del papa y estoy seguro que es el principal
instigador del cisma de San Pedro de Montes. No me pidas que tenga
indulgencia con él, porque es el que menos se la merece. Si de mí
dependiera, no sólo habría perdido la cátedra de Astorga, sino
también su condición sacerdotal. Es indigno de llevar el hábito
que lo cubre.
—Pedro
no es más que hijo de su tiempo. ¿Acaso no me opongo yo y no se
oponen tus propias hermanas al cambio de rito? Piensa que esta
reforma no responde más que a la ambición desmesurada de la Cátedra
de San Pedro, en especial la de Gregorio VII. Ya ves hasta dónde han
llegado sus pretensiones, hasta querer hacerse con el poder omnímodo
de toda la Península. Somos muchos los que deseamos continuar con
nuestros ritos ancestrales y Pedro es tan sólo uno más entre todos
nosotros.
—Pedro
no es uno más. Ocupaba un puesto muy relevante cuya influencia es
decisiva para llevar a cabo la reforma. Lo que podáis pensar tú,
mis hermanas y muchas otras personas anónimas no tiene la
repercusión de lo que piensa cada uno de los prelados de nuestro
reino. Su ejemplo es crucial para implantar la reforma con éxito.
Por eso a los detractores hay que sancionarlos con un castigo
ejemplar.
El
anaranjado disco de fuego ya estaba próximo a su ocaso en aquella
tarde templada de septiembre. Una leve brisa mecía suavemente los
chopos y álamos de la ribera del Bernesga. Dos pegas
revoloteaban entre sus ramas emitiendo graves graznidos.
—Ya
se está a punto de ponerse el sol. Debo irme para no infundir
sospechas. Le prometí a Constanza que regresaría antes del
anochecer.
—Yo
siempre me tengo que conformar con las sobras, Alfonso. Vienes a mí
como si fueras un ladrón o un fugitivo, siempre a hurtadillas. Es
como si fuera una apestada o una mujer de la vida. No aguanto más
esta situación. Ya te dije antes de que ella entrara en tu vida que
yo no iba a ser un segundo plato. Estoy otra vez embarazada de ti.
Nuestro próximo hijo nacerá en mayo. Ése será el momento que
elegiré para abandonar León para siempre y regresar a mis
posesiones del Bierzo. Ni un día más permaneceré en esta ciudad
donde mi vida ya no tiene ningún sentido.
—No
digas eso, Jimena, que me partes el corazón. Seguirás viviendo en
esta casita, al lado del Bernesga, donde no te faltará de nada y yo
vendré a verte siempre que mis obligaciones me lo permitan.
—Lo
ves, Alfonso. Yo siempre estaré relegada a un segundo plano. Tú
mismo lo acabas de decir. No y mil veces no. Me iré a mis feudos
para dejarte libre el camino. Está decidido.
—Si
te empeñas tendré que dejarte partir, pero mi corazón estará
siempre donde tú estés. Cuando estoy con Constanza no pienso más
que en ti.
—Sigue
con ella que te dará hijos legítimos, como te ha dado ya a Urraca,
y te allanará el escabroso camino de tu reinado con la influencia de
su tío Hugo de Semur. Yo no puedo proporcionarte ningún patrocinio
y mucho menos uno de tan alta alcurnia como ése. No soy más que una
mujer insignificante que sólo te originará desgracias e
infortunios.
—No
pienso insistir. Sabes muy bien que me he tenido que casar con ella
porque lo nuestro era imposible. No le demos más vueltas. Ahora me
tengo que ir. El sol se ha puesto ya y no me queda mucho tiempo antes
de que anochezca. Me voy, pero mi corazón se queda aquí. Volveré
en cuanto mis obligaciones me lo permitan.
Don
Alfonso selló con un beso amoroso los labios de su amante que le iba
a replicar. A continuación de un salto montó sobre su caballo y se
alejó velozmente por la vereda del Bernesga en dirección a su
palacio. Entró en él justo cuando se encendían las antorchas que
intentarían devorar las tinieblas de la noche.
© Julio Noel
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