miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 21


        
                                                                  21



            Rodrigo Díaz de Vivar abandonó con sus huestes los territorios del rey de León con el propósito de nunca más regresar a ellos. Su despecho era tal, que juró no volver a servir jamás al rey don Alfonso. En un primer momento pensó dirigirse al reino de Aragón, pero no tardó en descartarlo porque su rey no iba a aceptar darle asilo para no enemistarse con su primo el rey de León. Se dirigió al condado de Barcelona para ponerse a las órdenes de Berenguer Ramón II.
—Señor, vengo con mis mesnadas a ponerme a vuestro servicio para lo que tengáis a bien ordenarme. Desde este mismo momento me declaro vasallo vuestro hasta la muerte. Mi brazo luchará con denuedo contra vuestros enemigos por el engrandecimiento de vuestro condado. Tendréis en mí el más leal defensor de vuestros territorios.
—¿Tal vez con la misma lealtad que has servido a Alfonso VI?
—Señor, no me juzguéis por lo que os hayan dicho de mí. Juzgadme por mis hechos. Dadme una oportunidad para demostraros que os seré leal hasta la muerte.
—Más de una ocasión te ha dado el rey de León y más de una vez lo has agraviado. ¿Crees que conmigo vas a ser distinto? Te engañas Rodrigo. Tú no cambiarás en tu vida por mucho que te empeñes, porque tu orgullo y tu amor propio no te lo permiten. Sal de mis dominios en buena hora y no te dignes volver nunca más a ellos.
Decepcionado Rodrigo por no poder combatir bajo una bandera cristiana, volvió sobre sus pasos para ofrecer sus servicios al rey al-Muqtadir de Zaragoza, que no dudó en abrirle los brazos y acogerlo en su reino. No en vano el rey taifa recordó el valeroso brazo del joven Rodrigo en la conquista de Graus dieciocho años antes.
—Bienvenido seas a nuestro reino, valeroso Rodrigo. Será un honor para mí contar con tu espada invencible. Desde hoy lucharás a mi lado contra todos mis enemigos y ocuparás un lugar destacado en mi corte.
Rodrigo Díaz de Vivar hincó una rodilla en tierra al tiempo que besaba la diestra que le ofrecía su nuevo señor en señal de vasallaje y acatamiento.
—Mil gracias os doy, mi Señor, por la gran merced que me acabáis de conceder. Tanto mi espada como las de mis vasallos estarán enteramente a vuestro servicio a partir de hoy. Señor, nunca os arrepentiréis de haberme acogido bajo vuestro cetro.
—De eso estoy plenamente convencido. A partir de este momento te convertirás en la mano derecha de mi hijo primogénito, al-Mutamán, del que no te separarás jamás. Lo seguirás a dondequiera que vaya y lo defenderás en todo momento si fuere necesario, pues él es el llamado a sucederme en el trono. Si algo le acaeciera, lo pagarás con tu propia vida.
—Descuidad, Señor. Sabré estar a la altura de mi cometido. No os defraudaré.
—Ahora puedes acomodarte en el ala oeste de mi palacio donde hallarás todo lo necesario para tu alojamiento. Sé de nuevo bienvenido a mi reino.
—Gracias renovadas os doy, Señor, por acogerme en vuestro reino y por confiar en mí. Seré vuestro más leal vasallo.
—Que Allah te premie si así lo hicieres o te castigue en caso contrario.
—Ahora con vuestra venia, Señor, me retiro a descansar a los aposentos que habéis tenido a bien otorgarme.
—Que me place.
Durante todo un año Rodrigo Díaz combatió contra moros y cristianos al lado de su nuevo señor. Al cabo de este tiempo Alá llamó a su lado al rey al-Muqtadir. Le sucedió en el trono su hijo al-Mutamán, a quien el de Vivar siguió prestando los servicios que le prometiera a su padre. Con la muerte de al-Muqtadir se suscitaron nuevas luchas entre las distintas facciones árabes de la taifa de Zaragoza. Al-Muzaffar, derrotado y encarcelado por su hermano al-Muqtadir, había vuelto a recobrar el gobierno de Lérida tras la muerte de éste, pero su sobrino, el nuevo rey de Zaragoza, no estaba dispuesto a consentirlo. En 1082 al-Mutamán conquista Lérida encarcelando de nuevo a su tío, que es conducido al inexpugnable castillo de Rueda de Jalón para evitar que se fugue otra vez. Entretanto los leridanos aclaman por rey al joven al-Mundir, hermano de al-Mutamán, tal como había dispuesto en su testamento el rey al-Muqtadir.
Al-Muzaffar se hallaba triste y pensativo en las mazmorras de la fortaleza de Rueda de Jalón. Sabía que si no salía de allí sus días estaban contados. En aquella aciaga soledad su imaginación no hacía más que urdir mil subterfugios y maquinaciones para ganarse la confianza del alcaide y con ella su libertad. Mas sus ardides no daban el resultado apetecido.
—Carcelero, dile al alcaide que quiero hablar con él. Tengo algo muy importante que proponerle.
—Ya sabéis que el alcaide no se digna bajar a las mazmorras de este castillo. No insistáis en hablar con él.
—Si él no quiere bajar aquí, llévame ante él.
—Lo siento, señor. No tengo tales atribuciones.
—Te daré esta cadena de oro que vale veinte dinares si me conduces ante él.
Al carcelero se le salían los ojos de las órbitas al ver relucir la dorada cadena entre los dedos de al-Muzaffar. Él no ganaba veinte dinares en varios años de servicio.
—Lo intentaré, señor. Hablaré con el alcaide a ver qué se puede hacer.
Ya había transcurrido más de un mes desde el intento de soborno del carcelero sin que el prisionero hubiera conseguido su propósito. Cada vez que aquél se acercaba a la mazmorra, al-Muzaffar no hacía más que jugar con la dorada cadena entre los dedos de sus manos. El guardián no le quitaba los ojos de encima a aquel preciado tesoro que ya lo consideraba suyo. Para conseguirlo tan sólo era necesario que el alcaide cediera ante su testarudez.
—¿Quieres la cadena?
—Es lo que más deseo en este mundo.
—Pues convence al alcaide para que se digne hablar conmigo.
—Lo he intentado una y mil veces, señor, pero él no quiere ceder.
—Dile al alcaide que le daré un gran tesoro si acepta hablar conmigo y me facilita la huida de este castillo.
—Se lo diré, señor.
Una semana más tarde el prisionero fue conducido ante la presencia del alcaide de la fortaleza.
—Ya sabéis, señor —comenzó a decir Albofalac—, que esto va contra el reglamento. Si se llegaran a enterar mis superiores, me juego el puesto y tal vez hasta la cabeza. Ha de ser muy importante lo que me vais a proponer para obligarme a arriesgar tanto. Decidme de qué se trata.
—No seas tan impaciente, Albofalac. Te explicaré mi plan con todo detalle, ¿pero no crees que antes debería tomar algo reconfortante y apetitoso para recobrar mis fuerzas y poder así exponerte mejor mi idea?
—Disculpad, señor, que no haya pensado en eso. Ahora mismo os haré traer un buen cocido y las mejores viandas que hay en mi despensa.
El alcaide pasó la orden a la cocina para que satisficieran los deseos del prisionero. Minutos más tarde una humeante olla de cocido y una fuente llena a rebosar de costillas de cordero y chuletas de ternera hacían los honores sobre la mesa del alcaide. El prisionero no se hizo de rogar dando rápido cumplido a los manjares que alegraban su vista y activaban sus glándulas salivales y sus jugos gástricos.
—Ahora, señor alcaide, que hemos saciado nuestro apetito, ha llegado el momento de exponerte mi proyecto que a ambos puede beneficiarnos.
—Vos diréis de qué se trata, señor.
—En estos momentos mis dos sobrinos están enfrascados en una ardua batalla entre sí para hacerse con la plaza de Lérida, por lo que no van a prestar atención a mis movimientos, máxime creyéndome encerrado en las mazmorras de este castillo. Así, pues, el factor sorpresa será crucial para el éxito de mi ardid.
El alcaide seguía con la máxima expectación las palabras de al-Muzaffar sin vislumbrar su propósito.
—¿Y en qué consiste vuestra treta?
—Consiste en que cedas este castillo al rey de León.
—Pero ¿cómo se os ocurre tamaña barbaridad? Si ya es arriesgado para mí haberos concedido esta audiencia, ahora pretendéis que le dé gratuitamente esta fortaleza a Alfonso VI. Eso sería para mí firmar mi propia sentencia de muerte. Vos no estáis en vuestros cabales, señor.
—Escúchame con atención, Albofalac. Si Alfonso VI se posesiona de este castillo, yo, con su ayuda, me adueñaré de Zaragoza mientras mis sobrinos están distraídos en la conquista de Lérida. Una vez establecido en el poder, me será muy fácil desbaratar los planes de mis sobrinos y encarcelarlos de por vida.
El alcaide no estaba convencido del todo.
—¿Así de sencillo, señor?
—No será tan sencillo. Habrá que luchar, pero con la ayuda del rey de León lograremos derrotar y vencer a mis sobrinos. De eso no te quepa la menor duda.
—Supongamos que vencemos. ¿Yo qué gano en todo eso?
—Amigo Albofalac, si mi plan tiene éxito te haré dueño de un gran tesoro con el que podréis vivir tú y tu familia el resto de vuestros días sin tener que trabajar. Piénsatelo bien.
—No sé, no sé, señor. Tengo mis dudas. Lo que me ofrecéis es muy tentador, pero si vuestro plan llegara a fracasar, mi vida no valdría un maravedí. Vuestros sobrinos no tendrían conmiseración conmigo ni con los míos. Tengo que considerarlo más despacio y discutirlo con mi familia. Dadme unos días de plazo.
—Háblalo con tu familia, pero no te olvides que el tiempo apremia. Mis sobrinos no estarán eternamente en lucha entre sí. Es ahora el momento idóneo para realizar mi proyecto. No lo estropeemos.
—Descuidad, señor, en un par de días os daré la respuesta.
—Así lo espero.
El prisionero fue recluido de nuevo en su inmunda mazmorra, mientras el alcaide discutía con su mujer y sus hijos el alcance de tan sustancioso plan. La diosa Fortuna acababa de poner a su alcance el mayor de los sueños que jamás podía haber imaginado. Si la estratagema tenía éxito, él y su familia se convertirían en ricos de la noche a la mañana. Eso era un sueño. ¡Ah! ¿Pero si en vez de un éxito se convertía en un fracaso? Entonces su cabeza rodaría por el suelo separada del resto del cuerpo de un sablazo. ¿Valía la pena el riesgo? Las dudas llenaban el alma de Albofalac. Al final pudo más la codicia que el miedo a la muerte. Ordenó conducir al prisionero de nuevo a su despacho.
—Y bien, ¿qué has decidido, Albofalac? —preguntó éste cuando estuvo ante su presencia.
—He decidido apoyaros, señor.
—Entonces no perdamos más tiempo. Manda un emisario a Alfonso VI para que venga a tomar posesión de este castillo y desde él pueda ofrecerme toda la ayuda y protección que necesito. Lo demás corre de mi cuenta.
—Bien, señor, hoy mismo partirá el emisario. Espero que todo salga como hemos planeado por el bien de ambos.
—No te preocupes, Albofalac. Allah está con nosotros y nos protegerá.
Cuando el mensajero de Albofalac se presentó ante Alfonso VI, éste acababa de llegar a León después de haber realizado con sus tropas una incursión por tierras sevillanas. El rey de Sevilla, al-Mutamid, no estaba dispuesto a seguir pagando parias al todopoderoso rey de León. Había decidido desafiarlo negándose a pagar la última paria que le exigía. Le amenazó con llamar en su ayuda a Yusuf ibn Tasufin. Alfonso VI envió dos columnas contra Sevilla, la segunda, encabezada por él mismo, llegó hasta los alrededores de la antigua Hispalis arrasando todo cuanto encontraban a su paso. Desde allí se desplazaron hasta Medina Sidonia y Tarifa, donde don Alfonso penetró con su caballo en aguas del océano como acto simbólico de su dominio.
Un gélido seis de enero del año 1083 llegaban a dar vista al castillo de Rueda de Jalón las tropas de Alfonso VI guiadas por el mensajero de Albofalac. El cielo de un gris plomizo amenazaba una inminente nevada. El cierzo soplaba con toda su fuerza. Varios cuervos pasaron volando y graznando por encima de las cabezas del soberano leonés y sus soldados. El rey los tomó como un mal agüero.
—¿Estás seguro que tu alcaide te garantizó que nos entregaría el castillo? —le preguntó don Alfonso por enésima vez al mensajero de Albofalac.
—Señor, que me parta aquí mismo un rayo si miento.
Don Alfonso no las tenía todas consigo. Algo en lo más recóndito de su corazón le hacía sospechar que se trataba de una celada. No desconfiaba del mensajero sino del alcaide. ¿Por qué le iba a entregar el castillo sin ofrecer resistencia? A pesar de ir siempre a la vanguardia de sus tropas, en esta ocasión el soberano leonés prefirió que lo precedieran sus hombres de confianza. No se fiaba. Envió por delante al infante Ramiro de Navarra y a Gonzalo Salvadórez.
—Os adelantaréis con vuestras huestes para hacer efectiva la toma del castillo —les ordenó—. Yo os seguiré después con el resto de las tropas. ¡Buena suerte y que Dios os acompañe!
—Gracias, Señor —le contestaron los dos fieles vasallos.
El rey permaneció en su sitio en espera de los acontecimientos. Las puertas del castillo estaban abiertas de par en par. El puente levadizo, tendido para que pudieran penetrar en la fortaleza las tropas de Alfonso VI sin ningún obstáculo. Ramiro y Gonzalo entraron en el castillo seguidos de sus más fieles vasallos sin sospechar nada. Cuando se hallaban dentro se cerraron las puertas y fueron atacados por la guardia de Albofalac, que en pocos minutos acabó con todos ellos. Desde fuera nada pudieron hacer. Tan sólo escuchar el grito de «¡traición!» que pronunciaban los infelices antes de ser ejecutados.
¿Qué había ocurrido para este cambio estratégico y para esta deleznable traición? En el tiempo que medió entre la marcha del mensajero y la llegada de las tropas de Alfonso VI, había fallecido al-Muzaffar. Ante este luctuoso suceso, el alcaide del castillo temió que su plan fuera descubierto y que su cabeza rodara por los suelos. Así, pues, no dudó en cambiar de estrategia para aparecer ante los ojos de su rey como un héroe y no como un traidor.
El acaso hizo que en aquel preciso momento se presentara en Rueda de Jalón Rodrigo Díaz de Vivar. Enterado de los hechos, quiso entrevistarse con su antiguo señor, pero don Alfonso se negó en redondo a recibirlo en sus reales. El rey leonés no descartaba que el desterrado caballero hubiera tenido algo que ver con tamaña traición.

            © Julio Noel 

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