21
Rodrigo
Díaz de Vivar abandonó con sus huestes los territorios del rey de
León con el propósito de nunca más regresar a ellos. Su despecho
era tal, que juró no volver a servir jamás al rey don Alfonso. En
un primer momento pensó dirigirse al reino de Aragón, pero no tardó
en descartarlo porque su rey no iba a aceptar darle asilo para no
enemistarse con su primo el rey de León. Se dirigió al condado de
Barcelona para ponerse a las órdenes de Berenguer Ramón II.
—Señor,
vengo con mis mesnadas a ponerme a vuestro servicio para lo que
tengáis a bien ordenarme. Desde este mismo momento me declaro
vasallo vuestro hasta la muerte. Mi brazo luchará con denuedo contra
vuestros enemigos por el engrandecimiento de vuestro condado.
Tendréis en mí el más leal defensor de vuestros territorios.
—¿Tal
vez con la misma lealtad que has servido a Alfonso VI?
—Señor,
no me juzguéis por lo que os hayan dicho de mí. Juzgadme por mis
hechos. Dadme una oportunidad para demostraros que os seré leal
hasta la muerte.
—Más
de una ocasión te ha dado el rey de León y más de una vez lo has
agraviado. ¿Crees que conmigo vas a ser distinto? Te engañas
Rodrigo. Tú no cambiarás en tu vida por mucho que te empeñes,
porque tu orgullo y tu amor propio no te lo permiten. Sal de mis
dominios en buena hora y no te dignes volver nunca más a ellos.
Decepcionado
Rodrigo por no poder combatir bajo una bandera cristiana, volvió
sobre sus pasos para ofrecer sus servicios al rey al-Muqtadir de
Zaragoza, que no dudó en abrirle los brazos y acogerlo en su reino.
No en vano el rey taifa recordó el valeroso brazo del joven Rodrigo
en la conquista de Graus dieciocho años antes.
—Bienvenido
seas a nuestro reino, valeroso Rodrigo. Será un honor para mí
contar con tu espada invencible. Desde hoy lucharás a mi lado contra
todos mis enemigos y ocuparás un lugar destacado en mi corte.
Rodrigo
Díaz de Vivar hincó una rodilla en tierra al tiempo que besaba la
diestra que le ofrecía su nuevo señor en señal de vasallaje y
acatamiento.
—Mil
gracias os doy, mi Señor, por la gran merced que me acabáis de
conceder. Tanto mi espada como las de mis vasallos estarán
enteramente a vuestro servicio a partir de hoy. Señor, nunca os
arrepentiréis de haberme acogido bajo vuestro cetro.
—De
eso estoy plenamente convencido. A partir de este momento te
convertirás en la mano derecha de mi hijo primogénito, al-Mutamán,
del que no te separarás jamás. Lo seguirás a dondequiera que vaya
y lo defenderás en todo momento si fuere necesario, pues él es el
llamado a sucederme en el trono. Si algo le acaeciera, lo pagarás
con tu propia vida.
—Descuidad,
Señor. Sabré estar a la altura de mi cometido. No os defraudaré.
—Ahora
puedes acomodarte en el ala oeste de mi palacio donde hallarás todo
lo necesario para tu alojamiento. Sé de nuevo bienvenido a mi reino.
—Gracias
renovadas os doy, Señor, por acogerme en vuestro reino y por confiar
en mí. Seré vuestro más leal vasallo.
—Que
Allah te premie si así lo hicieres o te castigue en caso contrario.
—Ahora
con vuestra venia, Señor, me retiro a descansar a los aposentos que
habéis tenido a bien otorgarme.
—Que
me place.
Durante
todo un año Rodrigo Díaz combatió contra moros y cristianos al
lado de su nuevo señor. Al cabo de este tiempo Alá llamó a su lado
al rey al-Muqtadir. Le sucedió en el trono su hijo al-Mutamán, a
quien el de Vivar siguió prestando los servicios que le prometiera a
su padre. Con la muerte de al-Muqtadir se suscitaron nuevas luchas
entre las distintas facciones árabes de la taifa de Zaragoza.
Al-Muzaffar, derrotado y encarcelado por su hermano al-Muqtadir,
había vuelto a recobrar el gobierno de Lérida tras la muerte de
éste, pero su sobrino, el nuevo rey de Zaragoza, no estaba dispuesto
a consentirlo. En 1082 al-Mutamán conquista Lérida encarcelando de
nuevo a su tío, que es conducido al inexpugnable castillo de Rueda
de Jalón para evitar que se fugue otra vez. Entretanto los leridanos
aclaman por rey al joven al-Mundir, hermano de al-Mutamán, tal como
había dispuesto en su testamento el rey al-Muqtadir.
Al-Muzaffar
se hallaba triste y pensativo en las mazmorras de la fortaleza de
Rueda de Jalón. Sabía que si no salía de allí sus días estaban
contados. En aquella aciaga soledad su imaginación no hacía más
que urdir mil subterfugios y maquinaciones para ganarse la confianza
del alcaide y con ella su libertad. Mas sus ardides no daban el
resultado apetecido.
—Carcelero,
dile al alcaide que quiero hablar con él. Tengo algo muy importante
que proponerle.
—Ya
sabéis que el alcaide no se digna bajar a las mazmorras de este
castillo. No insistáis en hablar con él.
—Si
él no quiere bajar aquí, llévame ante él.
—Lo
siento, señor. No tengo tales atribuciones.
—Te
daré esta cadena de oro que vale veinte dinares si me conduces ante
él.
Al
carcelero se le salían los ojos de las órbitas al ver relucir la
dorada cadena entre los dedos de al-Muzaffar. Él no ganaba veinte
dinares en varios años de servicio.
—Lo
intentaré, señor. Hablaré con el alcaide a ver qué se puede
hacer.
Ya
había transcurrido más de un mes desde el intento de soborno del
carcelero sin que el prisionero hubiera conseguido su propósito.
Cada vez que aquél se acercaba a la mazmorra, al-Muzaffar no hacía
más que jugar con la dorada cadena entre los dedos de sus manos. El
guardián no le quitaba los ojos de encima a aquel preciado tesoro
que ya lo consideraba suyo. Para conseguirlo tan sólo era necesario
que el alcaide cediera ante su testarudez.
—¿Quieres
la cadena?
—Es
lo que más deseo en este mundo.
—Pues
convence al alcaide para que se digne hablar conmigo.
—Lo
he intentado una y mil veces, señor, pero él no quiere ceder.
—Dile
al alcaide que le daré un gran tesoro si acepta hablar conmigo y me
facilita la huida de este castillo.
—Se
lo diré, señor.
Una
semana más tarde el prisionero fue conducido ante la presencia del
alcaide de la fortaleza.
—Ya
sabéis, señor —comenzó a decir Albofalac—, que esto va contra
el reglamento. Si se llegaran a enterar mis superiores, me juego el
puesto y tal vez hasta la cabeza. Ha de ser muy importante lo que me
vais a proponer para obligarme a arriesgar tanto. Decidme de qué se
trata.
—No
seas tan impaciente, Albofalac. Te explicaré mi plan con todo
detalle, ¿pero no crees que antes debería tomar algo reconfortante
y apetitoso para recobrar mis fuerzas y poder así exponerte mejor mi
idea?
—Disculpad,
señor, que no haya pensado en eso. Ahora mismo os haré traer un
buen cocido y las mejores viandas que hay en mi despensa.
El
alcaide pasó la orden a la cocina para que satisficieran los deseos
del prisionero. Minutos más tarde una humeante olla de cocido y una
fuente llena a rebosar de costillas de cordero y chuletas de ternera
hacían los honores sobre la mesa del alcaide. El prisionero no se
hizo de rogar dando rápido cumplido a los manjares que alegraban su
vista y activaban sus glándulas salivales y sus jugos gástricos.
—Ahora,
señor alcaide, que hemos saciado nuestro apetito, ha llegado el
momento de exponerte mi proyecto que a ambos puede beneficiarnos.
—Vos
diréis de qué se trata, señor.
—En
estos momentos mis dos sobrinos están enfrascados en una ardua
batalla entre sí para hacerse con la plaza de Lérida, por lo que no
van a prestar atención a mis movimientos, máxime creyéndome
encerrado en las mazmorras de este castillo. Así, pues, el factor
sorpresa será crucial para el éxito de mi ardid.
El
alcaide seguía con la máxima expectación las palabras de
al-Muzaffar sin vislumbrar su propósito.
—¿Y
en qué consiste vuestra treta?
—Consiste
en que cedas este castillo al rey de León.
—Pero
¿cómo se os ocurre tamaña barbaridad? Si ya es arriesgado para mí
haberos concedido esta audiencia, ahora pretendéis que le dé
gratuitamente esta fortaleza a Alfonso VI. Eso sería para mí firmar
mi propia sentencia de muerte. Vos no estáis en vuestros cabales,
señor.
—Escúchame con atención, Albofalac. Si Alfonso VI se posesiona de
este castillo, yo, con su ayuda, me adueñaré de Zaragoza mientras
mis sobrinos están distraídos en la conquista de Lérida. Una vez
establecido en el poder, me será muy fácil desbaratar los planes de
mis sobrinos y encarcelarlos de por vida.
El
alcaide no estaba convencido del todo.
—¿Así
de sencillo, señor?
—No
será tan sencillo. Habrá que luchar, pero con la ayuda del rey de
León lograremos derrotar y vencer a mis sobrinos. De eso no te quepa
la menor duda.
—Supongamos
que vencemos. ¿Yo qué gano en todo eso?
—Amigo
Albofalac, si mi plan tiene éxito te haré dueño de un gran tesoro
con el que podréis vivir tú y tu familia el resto de vuestros días
sin tener que trabajar. Piénsatelo bien.
—No
sé, no sé, señor. Tengo mis dudas. Lo que me ofrecéis es muy
tentador, pero si vuestro plan llegara a fracasar, mi vida no valdría
un maravedí. Vuestros sobrinos no tendrían conmiseración conmigo
ni con los míos. Tengo que considerarlo más despacio y discutirlo
con mi familia. Dadme unos días de plazo.
—Háblalo
con tu familia, pero no te olvides que el tiempo apremia. Mis
sobrinos no estarán eternamente en lucha entre sí. Es ahora el
momento idóneo para realizar mi proyecto. No lo estropeemos.
—Descuidad,
señor, en un par de días os daré la respuesta.
—Así
lo espero.
El
prisionero fue recluido de nuevo en su inmunda mazmorra, mientras el
alcaide discutía con su mujer y sus hijos el alcance de tan
sustancioso plan. La diosa Fortuna acababa de poner a su alcance el
mayor de los sueños que jamás podía haber imaginado. Si la
estratagema tenía éxito, él y su familia se convertirían en ricos
de la noche a la mañana. Eso era un sueño. ¡Ah! ¿Pero si en vez
de un éxito se convertía en un fracaso? Entonces su cabeza rodaría
por el suelo separada del resto del cuerpo de un sablazo. ¿Valía la
pena el riesgo? Las dudas llenaban el alma de Albofalac. Al final
pudo más la codicia que el miedo a la muerte. Ordenó conducir al
prisionero de nuevo a su despacho.
—Y
bien, ¿qué has decidido, Albofalac? —preguntó éste cuando
estuvo ante su presencia.
—He
decidido apoyaros, señor.
—Entonces
no perdamos más tiempo. Manda un emisario a Alfonso VI para que
venga a tomar posesión de este castillo y desde él pueda ofrecerme
toda la ayuda y protección que necesito. Lo demás corre de mi
cuenta.
—Bien,
señor, hoy mismo partirá el emisario. Espero que todo salga como
hemos planeado por el bien de ambos.
—No
te preocupes, Albofalac. Allah está con nosotros y nos protegerá.
Cuando
el mensajero de Albofalac se presentó ante Alfonso VI, éste acababa
de llegar a León después de haber realizado con sus tropas una
incursión por tierras sevillanas. El rey de Sevilla, al-Mutamid, no
estaba dispuesto a seguir pagando parias al todopoderoso rey de León.
Había decidido desafiarlo negándose a pagar la última paria que le
exigía. Le amenazó con llamar en su ayuda a Yusuf ibn Tasufin.
Alfonso VI envió dos columnas contra Sevilla, la segunda, encabezada
por él mismo, llegó hasta los alrededores de la antigua Hispalis
arrasando todo cuanto encontraban a su paso. Desde allí se
desplazaron hasta Medina Sidonia y Tarifa, donde don Alfonso penetró
con su caballo en aguas del océano como acto simbólico de su
dominio.
Un
gélido seis de enero del año 1083 llegaban a dar vista al castillo
de Rueda de Jalón las tropas de Alfonso VI guiadas por el mensajero
de Albofalac. El cielo de un gris plomizo amenazaba una inminente
nevada. El cierzo soplaba con toda su fuerza. Varios cuervos pasaron
volando y graznando por encima de las cabezas del soberano leonés y
sus soldados. El rey los tomó como un mal agüero.
—¿Estás
seguro que tu alcaide te garantizó que nos entregaría el castillo?
—le preguntó don Alfonso por enésima vez al mensajero de
Albofalac.
—Señor,
que me parta aquí mismo un rayo si miento.
Don
Alfonso no las tenía todas consigo. Algo en lo más recóndito de su
corazón le hacía sospechar que se trataba de una celada. No
desconfiaba del mensajero sino del alcaide. ¿Por qué le iba a
entregar el castillo sin ofrecer resistencia? A pesar de ir siempre a
la vanguardia de sus tropas, en esta ocasión el soberano leonés
prefirió que lo precedieran sus hombres de confianza. No se fiaba.
Envió por delante al infante Ramiro de Navarra y a Gonzalo
Salvadórez.
—Os
adelantaréis con vuestras huestes para hacer efectiva la toma del
castillo —les ordenó—. Yo os seguiré después con el resto de
las tropas. ¡Buena suerte y que Dios os acompañe!
—Gracias,
Señor —le contestaron los dos fieles vasallos.
El
rey permaneció en su sitio en espera de los acontecimientos. Las
puertas del castillo estaban abiertas de par en par. El puente
levadizo, tendido para que pudieran penetrar en la fortaleza las
tropas de Alfonso VI sin ningún obstáculo. Ramiro y Gonzalo
entraron en el castillo seguidos de sus más fieles vasallos sin
sospechar nada. Cuando se hallaban dentro se cerraron las puertas y
fueron atacados por la guardia de Albofalac, que en pocos minutos
acabó con todos ellos. Desde fuera nada pudieron hacer. Tan sólo
escuchar el grito de «¡traición!» que pronunciaban los infelices
antes de ser ejecutados.
¿Qué
había ocurrido para este cambio estratégico y para esta deleznable
traición? En el tiempo que medió entre la marcha del mensajero y la
llegada de las tropas de Alfonso VI, había fallecido al-Muzaffar.
Ante este luctuoso suceso, el alcaide del castillo temió que su plan
fuera descubierto y que su cabeza rodara por los suelos. Así, pues,
no dudó en cambiar de estrategia para aparecer ante los ojos de su
rey como un héroe y no como un traidor.
El
acaso hizo que en aquel preciso momento se presentara en Rueda de
Jalón Rodrigo Díaz de Vivar. Enterado de los hechos, quiso
entrevistarse con su antiguo señor, pero don Alfonso se negó en
redondo a recibirlo en sus reales. El rey leonés no descartaba que
el desterrado caballero hubiera tenido algo que ver con tamaña
traición.
© Julio Noel
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