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Grandes
acontecimientos se estaban produciendo en el seno de la familia de
Alfonso VI el Bravo fuera de las gestas bélicas que llevaba a
cabo el rey emperador. Mientras en Galicia se conspiraba para
restaurar en el trono a García II, éste iba consumiendo lentamente
su vida aherrojado en las profundidades de las mazmorras del castillo
de Luna. Ya pronto se cumplirían diecisiete años de su prisión.
Aquella prisión que comenzara cuando acudió presuroso a la cita que
su hermano Alfonso le brindó, en la ingenua creencia de que le iba a
restituir el reino que había heredado de sus padres. Nada más lejos
de la realidad. Don Alfonso en ningún momento pensó en desunir lo
que había unido su hermano mayor y que tan caro le había costado a
éste.
La
última vez que don García vio la luz del sol fue un día de
primavera del año 1073. A pesar de que el astro rey brillaba en lo
alto del cielo, el día era frío y desapacible. De las blancas
cumbres de la Cordillera Cantábrica descendía un viento helador por
el valle del Luna que penetraba hasta la médula de los huesos. El
prisionero cargado con las pesadas cadenas elevó por última vez sus
ojos al cielo para dejar grabado en su mente el intenso azul que no
volvería a ver nunca más. Luego dirigió su mirada a las cumbres
más altas del cordal para despedirse de ellas. Se hallaba a las
puertas del paraíso que llevaban disfrutando sus antepasados desde
hacía más de un siglo, pero que él no iba a gozar jamás. A sus
pies se hallaban las lóbregas mazmorras en las que no tardarían en
sepultarlo en vida y de las que ya no volvería a salir nunca más
para respirar el aire puro de aquellas impolutas montañas.
Ninguno
de sus hermanos se dignó visitarlo en todos aquellos años. El
prisionero sólo recibía la visita de su carcelero dos veces al día.
Durante aquellos largos años de encierro tuvo mucho tiempo para
reflexionar. Se preguntó una y mil veces si merecía la pena haber
nacido. También se preguntó si no habría sido mucho más feliz de
haber nacido en un humilde hogar. ¿De qué le había servido ser
hijo de los reyes cristianos más poderosos de su tiempo en la
Península Ibérica? En aquellos largos y tediosos años no dejó de
maldecir mil y una vez la desventurada idea que su padre tuvo de
dividir el reino entre los tres hijos varones. Si no lo hubiera
hecho, si hubiera dejado todo su legado al mayor, a Sancho, tal vez
él no se habría visto obligado a pasar todos esos años encerrado
en una mazmorra, como una alimaña de la que todos se quieren alejar
y de la que nadie se acuerda. Pero el mal ya estaba hecho y a él le
había tocado la peor parte: vivir sepultado los diecisiete últimos
años de su vida. ¿Qué delito había cometido? Sólo el de nacer en
el seno de una familia real, la familia real más poderosa de la
Hispania cristiana de su tiempo.
Llevaba
ya meses con la salud muy quebrantada. Una tos preocupante y nada
halagüeña salía constantemente de las profundidades de su pecho.
Con el paso del tiempo ésta comenzó a acompañarse de esputos
purulentos. Su cuerpo se demacraba de día en día. El frío invierno
vino a agravar aún más si cabe el estado del enfermo. Desde finales
de enero la tos se hizo cavernosa y los esputos se volvieron
sanguinolentos. Los últimos días de su existencia parecía más un
muerto viviente que un ser humano. Su cadavérico aspecto infundía
lástima y terror al mismo tiempo, hasta que el 22 de marzo del año
1090 entregó por fin su alma al Señor. En su testamento dejó
escrito que quería que lo enterraran aherrojado con las cadenas que
había portado los diecisiete últimos años de su vida.
A
los funerales del infortunado exrey asistieron sus dos hermanas, doña
Urraca y doña Elvira. Cuando doña Elvira se enteró del
fallecimiento de su hermano don García, realizó las gestiones
necesarias para que sus restos mortales fueran trasladados al panteón
familiar de San Isidoro. Sus huesos no podían pudrirse en el mismo
lugar donde se había ido pudriendo poco a poco su cuerpo en vida.
Era hijo de los reyes de León, además de haber sido rey, por lo que
sus restos debían descansar junto a los de los demás miembros
reales.
Casi
un mes más tarde de su fallecimiento llegaban los restos mortales de
don García a León. Doña Urraca y doña Elvira se hallaban en el
palacio real donde habían llevado el féretro del finado para
rendirle el último homenaje. Don Alfonso prefirió permanecer en su
sede toledana. Declinó su asistencia al funeral de su hermano menor
con el que no quiso mantener relaciones ni en vida ni después de
muerto.
—¿Estás
segura que ya lo tienen todo preparado en el panteón para el
entierro? —le preguntó doña Elvira a su hermana, ambas vestidas
de riguroso luto.
—Claro
que lo estoy, Elvira. Me he cuidado durante toda esta semana de
rematar los últimos detalles.
—Ya
sabes que el pobrecito pidió que lo enterraran con las cadenas que
lo tuvieron atado durante todos estos años. ¡Cuánto debió de
sufrir!
—Lo
sé, hermana, pero no íbamos a permitir tamaño dislate. He hecho
que las esculpan en la tapa de su sarcófago. De esa manera le
resultarán más leves y no serán un lastre en su eterno descanso.
—Mejor.
Así podrá presentarse ante el Señor más ligero de equipaje. ¡Que
Dios lo tenga en su gloria después de su largo peregrinar por este
valle de lágrimas!
—Que
así sea.
Las
dos hermanas se prepararon para seguir el féretro que estaba a punto
de ser conducido al Panteón Real. Aun sin quererlo, se les escaparon
dos lágrimas furtivas por sus macilentas mejillas. Al fin y al cabo
llevaba su misma sangre.
Era
una fresca mañana del mes de abril. Las calles de León estaban
completamente empapadas a causa de la intensa lluvia caída durante
la noche. Varias nubes blanquecinas decoraban aquí y allá el
intenso azul del cielo. Los átomos solares resplandecían con
esplendor a través de la límpida atmósfera. Las golondrinas
describían mil itinerarios sobre la ciudad. Media docena de blancas
palomas sobrevolaron por encima de las cabezas del cortejo fúnebre,
mientras una pega graznaba en lo alto de un tejado. Las dos
infantas, de riguroso negro, marchaban inmediatamente detrás del
féretro de su hermano. La comitiva llegó a la plaza de San Isidoro.
Los porteadores depositaron el féretro ante la Puerta del Cordero
para que el obispo pronunciara las primeras plegarias antes de
introducirlo en su interior, donde celebrarían una Misa de réquiem
por el ilustre finado.
Las
obras de la colegiata seguían avanzando, pero a un ritmo demasiado
lento para los deseos de doña Urraca. Ni con el impulso dado por el
maestro de obras llevado desde Santiago conseguía que la reforma del
templo progresara al ritmo que ella quería. Ya hacía tiempo que
había dejado de luchar por ver la obra terminada antes de su muerte.
La realidad era más tozuda que sus anhelos. A pesar del lento ritmo,
ya habían erigido los lienzos de los tres ábsides, del transepto y
de toda la fachada meridional hasta la altura de las ventanas. Poco a
poco el nuevo templo iba tomando forma.
—Cada
vez que visito León veo el nuevo avance de las obras —le comentó
doña Elvira con un susurro de voz a su hermana—. A ver si tenemos
suerte de verlas terminadas algún día.
—No
lo sueñes, querida hermana. Los trabajos no se desarrollan tan de
prisa como yo hubiera deseado.
Las
dos hermanas guardaron silencio, porque en aquel momento don Pedro
pronunciaba las primeras preces. A continuación introdujeron el
féretro en el interior de la basílica para celebrar la Santa
Eucaristía por el eterno descanso del alma de don García. Todo el
cortejo fúnebre entró en el interior del templo en el más absoluto
silencio. Finalizado el acto religioso, trasladaron los restos
mortales del difunto al panteón familiar, situado a los pies de la
iglesia, en el ala oeste, donde ya los estaba esperando el sarcófago
abierto. Después de introducir el féretro en el mismo, lo sellaron
con la pesada cubierta de piedra en la que habían esculpido las
cadenas por orden de doña Urraca. Las infantas recibieron con gran
estoicismo el pésame de todos los presentes al lado del sarcófago.
Cuando se quedaron las dos solas, doña Elvira no pudo callar por más
tiempo lo que llevaba encerrado en su corazón desde que entró en el
Panteón Real.
—Pero
¿qué maravilla es ésta, Urraca? ¡No
me lo puedo creer!
La
parte arquitectónica del Panteón Real estaba ya finalizada. Doña
Urraca había ordenado cubrir la especie de atrio que los reyes don
Fernando y doña Sancha habían destinado a panteón familiar. El
resultado no podía ser más sorprendente.
—¿Te
gusta, Elvira?
—¿Que
si me gusta? Esto es una preciosidad. ¡Si lo hubieran visto así
nuestros padres!
—Pues
esto no es nada para lo que va a ser.
—¿Aún
piensas hacer más cosas en él?
—Falta
pintar las bóvedas. Esto ya no lo veremos nosotras, porque antes
tienen que acabar toda la iglesia y como ves aún tienen para rato.
Pero yo tengo el proyecto de cómo va a quedar. Cuando esté todo
acabado, entonces sí que será una verdadera preciosidad.
—¿Y
no me puedes adelantar algo?
—Claro,
pero primero vamos a ver la parte arquitectónica, que ésta sí que
ya está casi terminada, salvo algunos pequeños detalles que irán
acabando poco a poco.
Las
dos infantas se situaron en el centro del panteón, un cuadrado de
ocho metros de lado dividido en tres naves por dos robustas columnas
exentas. El techo lo forman seis bóvedas entrelazadas por arcos
fajones y formeros, que se apoyan en cuatro gruesos pilares
reforzados por columnas. En los muros se enlazan entre sí con arcos
ciegos y columnas adosadas. Observando el conjunto desde el centro,
no podía ser más fascinante. Doña Elvira se quedó un largo
espacio de tiempo absorta en la contemplación de tanta belleza. La
mayor parte de los capiteles estaban esculpidos con bellas imágenes
bíblicas, como el sacrificio de Isaac, Balaam sobre el asno, Daniel
en el foso de los leones o Moisés con las Tablas de la Ley. También
los había de carácter más simbólico, como los grifos bebiendo de
la crátera, la mujer con las serpientes en los senos, el hombre que
combate con un felino, las luchas entre animales. Los hay con roleos,
con hojas de acanto, palmetas, bolas, incluso de inspiración pagana.
Los ábacos también son de formas y hechuras tan dispares como los
propios capiteles, desde los más sencillos hasta los más
afiligranados, como los decorados con palmetas, los ajedrezados, con
bolas, en fin con formas tan variadas como la imaginación de los
artistas les dio a entender.
—Todo
esto es maravilloso —se atrevió a decir doña Elvira después de
su prolongada contemplación— y muy instructivo para la gente
sencilla y devota. Pero observo que hay algunos capiteles adosados a
los muros que todavía no están labrados.
—Efectivamente,
la premura por cubrir el techo del panteón obligó a colocar esos
capiteles sin esculpir. Forman parte de los pequeños detalles que ya
te advertí que aún no estaban acabados. Los está esculpiendo poco
a poco uno de los oficiales canteros.
—El
conjunto es una maravilla, pero no me puedo hacer a la idea de cómo
quedará cuando esté totalmente acabado, con las pinturas incluidas
que dices que va a llevar el techo abovedado.
—Nosotras
ya no lo podremos ver, Elvira. Vamos a sentarnos en este poyo que
tienen aquí los canteros y te lo contaré con más calma.
Las
dos hermanas tomaron asiento en un pequeño banco de piedra que
tenían allí los operarios para darse algún pequeño descanso o
para apoyar en él los bloques de piedra que iban a labrar.
—Cuéntame,
Urraca, cómo van a decorar el techo.
—Después
de construir estas bóvedas tan bonitas y de colocar todo el tejado,
le pedí al maestro de obras que me hiciera un croquis de la
decoración que iba a llevar el techo. Yo le había insistido que
labraran las bóvedas al estilo de los capiteles, pero él me dijo
que eso suponía mucho tiempo y que retrasaría el cierre de la
cubierta varios años. Me propuso entonces que era mejor pintarlas,
pues eso se podía hacer con calma y tranquilidad una vez cubierto el
panteón y cuando los demás trabajos no apremiaran. Así, pues, hace
algo más de un año me presentó el croquis de las pinturas para que
yo le diera el visto bueno. Me ha prometido que se respetará mi
voluntad a la hora de ejecutar el trabajo. Lo que nunca llegaremos a
saber es cómo quedarán en realidad, porque eso depende del artista
que lleve a cabo la obra. Pero los temas sí que serán los que yo he
aprobado.
—¿Y
qué temas son esos, Urraca, que me tienes en ascuas?
—Pues
mira, las distintas bóvedas que conforman el techo se decorarán con
dibujos en rojo, amarillo, distintas tonalidades de grises y negro
para las epigrafías, todo ello sobre el fondo blanco que ahora ves.
La bóveda del centro del panteón representará el Pantocrátor.
Como todo Pantocrátor, irá enmarcado en un óvalo. Estará en
posición sedente, su cabeza estará rodeada por un nimbo con el
símbolo de la cruz, en su mano izquierda portará los Evangelios,
mientras que con la diestra bendecirá a toda la Humanidad. Sus pies
reposarán sobre un arco que representará la Tierra. Las cuatro
esquinas estarán flanquedas por los cuatro evangelistas, con cuerpos
de hombre y cabeza cada uno de ellos con el símbolo que lo
representa.
—Quedará
muy bien. ¡Lástima que no lo podamos ver!
—Otro
espacio irá dedicado a la matanza de los Inocentes. En él figurarán
Herodes y varios soldados ejecutando su orden. En otro se
representará la anunciación a los pastores del nacimiento de
nuestro Señor. Allí figurará una escena campestre con varios
grupos de animales y los pastores a los que el ángel les anunciará
la buena nueva. También se representará la Crucifixión de Cristo y
otros pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, como santos y
personajes bíblicos. Además de todas esas escenas sagradas, se
representarán asimismo los signos del Zodíaco y un calendario con
las distintas actividades agrícolas que se realizan a lo largo del
año. Todo el conjunto, aparte de su extraordinaria belleza, será
muy ilustrativo para las gentes sencillas que se acerquen a
contemplarlo.
—Maravilloso,
será realmente maravilloso. Me estoy haciendo una vaga idea de cómo
será, pero lo que daría por poder contemplarlo en estos momentos.
¡Lástima que hayan pospuesto su ejecución para tiempos venideros!
—Sí,
es una lástima. Yo también hubiera querido verlo antes de morir,
pero no va a ser posible. Ahora, querida hermana, vamos a rezar una
última oración por el terno descanso de nuestros padres y hermano
antes de abandonar la estancia.
Con
este último acto dieron por finalizadas las honras fúnebres por don
García, cuyos restos permanecerían en aquel sagrado lugar por los
siglos de los siglos.
Otro
de los acontecimientos importantes que por esta época vino a
conmocionar la Casa Real leonesa fue el matrimonio, o el concierto de
matrimonio, entre la infanta doña Urraca, primogénita legítima de
don Alfonso, que a la sazón contaba con unos nueve años, y el conde
Raimundo de Borgoña. Con motivo de la muerte de su tío don García,
doña Urraca se convirtió en la heredera legítima del reino de León
al no haber ningún otro heredero directo entre ella y su padre el
rey Alfonso VI. Esto era motivo suficiente para que contrajera
matrimonio con alguien que pudiera estar a su altura. Y quien mejor
para ello que don Raimundo de Borgoña, hijo del conde Guillermo I y
de Estefanía de Borgoña y sobrino de la propia reina consorte doña
Constanza.
Día
radiante de mayo en todo su esplendor primaveral. El sol ya dejaba
sentir los cercanos rigores estivales. Los jardines reales eran toda
una explosión de luz y color. Rosas, claveles, margaritas,
campánulas, alhelíes y un sinnúmero de plantas y flores que
deleitaban los sentidos se extendían por doquier. Don Alfonso y doña
Constanza paseaban por aquel edén absortos en animada conversación.
—Ahora
que ha fallecido tu hermano deberías legitimar la sucesión al trono
de nuestra hija Urraca. Estas cosas no pueden dejarse al azar.
—Lo
sé, Constanza, y me duele tener que hacerlo. Ya sabes que siempre he
deseado un heredero varón, pero Dios no me lo ha querido dar. Me
gustaría que aún pudieras concederme este deseo.
—Ya
sabes que lo he intentado muchas veces, pero el Señor sólo ha
permitido que viva Urraca. Ahora ya es muy tarde para albergar nuevas
esperanzas. Así, pues, no te demores en proclamar su sucesión al
trono. ¿Te imaginas por un momento, Dios no lo quiera, qué pasaría
si fallecieras antes de hacerlo?
—No
me demoraré, pero antes deberíamos buscarle un esposo que sea
merecedor de ella. Un rey consorte que pueda llevar dignamente sobre
su frente el oneroso peso de tan magna corona.
Un
jilguero desgranaba sus notas al viento posado en una jara florida.
—¿Crees
que nuestra hija no será digna de portar esa corona?
—No
es cuestión de que yo lo crea o lo deje de creer. Es que la
tradición y el Fuero Juzgo dicen que la corona ha de pasar de varón
a varón. Ése es el problema. El caso más reciente lo podemos ver
en mis propios padres. La heredera de la corona de León fue mi madre
y en cambio quien ostentó el título fue mi padre.
—Que
yo sepa, lo ostentaron los dos y si me apuras un poco, la que reinó
fue tu madre, aunque tu padre diera la cara.
—En
eso tienes razón. Mi madre estuvo casi siempre al frente de los
problemas más importantes del reino. Pero no todas las mujeres
tienen la fuerza de carácter que tenía mi madre.
—¿Y
por qué no la puede tener también tu hija? Al fin y al cabo es su
nieta y lleva su misma sangre.
—Pudiera
ser, pero nuestra hija es aún una niña y no podemos adivinar cómo
será de mayor. Por eso hay que buscarle un marido que sea digno de
ella.
El
jilguero levantó el vuelo cuando vio aproximarse a la pareja real.
—Bien,
¿en quién has pensado?
—No
lo he pensado todavía, aunque un buen candidato podría ser
Raimundo. Es joven, noble, valiente y un buen guerrero. No me
importaría tenerlo por yerno. Podría ser un digno rey de León.
—Pues
si tú has pensado en él, no seré yo quien se oponga.
Raimundo
de Borgoña había llegado al reino de León con las tropas que
formaban parte de la exigua cruzada enviada por los condes
transpirenaicos ante la solicitud que Alfonso VI les hizo después de
la batalla de Sagrajas para luchar contra los almorávides.
—No
se hable más. Concertaremos la boda de Raimundo y Urraca que podemos
fijar para este mismo año, aunque los esponsales reales no se lleven
a cabo hasta la mayoría de edad de la niña. Es lo mismo que me
ocurrió a mi con Inés, tu predecesora.
—Queda
concertada su unión matrimonial. Y ahora me gustaría proponerte
algo para nosotros dos.
—¿A
qué te refieres?
—Me
gustaría ir a pasar los meses más calurosos del verano al
monasterio de Sahagún. ¡Aquí son tan sofocantes...!
—Lo
siento, querida. Yo tengo que partir inmediatamente para tierras del
al-Ándalus. Acaba de desembarcar en Algeciras otra vez Yusuf. Debo
correr con mis huestes a las fronteras de los reinos taifas para
defender nuestro reino de los ataques de ese fiero infiel. Pero si
quieres puedes ir tú a pasar el verano en el clima más benigno de
la vega del Cea, en nuestro dilecto monasterio de Sahagún.
—Si
tú no vas me sentiré muy triste sabiéndote en el campo de batalla
con peligro de perder tu vida.
—No
puedo hacer otra cosa, Constanza. El deber me llama. Si no fuera a
defender mi reino, ¿qué ejemplo les daría a mis vasallos y mis
guerreros? Tú puedes elegir el lugar que te plazca, pues tan sola
vas a estar aquí como en León.
—Tienes
razón, Alfonso. Me iré en cuanto tú te vayas.
El
sol ya se había elevado bastante sobre la bóveda celeste, lo que
obligó a la egregia pareja a abandonar los jardines reales para huir
de sus rigores. El Tajo discurría majestuoso a los pies de la ciudad
imperial.
Con
este enlace Alfonso VI daría un nuevo impulso para estrechar sus
lazos familiares con las principales casas de los condados galos y
reforzaría aún más si cabe la apertura de su reino a los nuevos
aires que venían de Europa. Apertura que ya iniciara su padre
Fernando I de León en los últimos años de su reinado.
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