miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 29


          
                                                                  29



        Grandes acontecimientos se estaban produciendo en el seno de la familia de Alfonso VI el Bravo fuera de las gestas bélicas que llevaba a cabo el rey emperador. Mientras en Galicia se conspiraba para restaurar en el trono a García II, éste iba consumiendo lentamente su vida aherrojado en las profundidades de las mazmorras del castillo de Luna. Ya pronto se cumplirían diecisiete años de su prisión. Aquella prisión que comenzara cuando acudió presuroso a la cita que su hermano Alfonso le brindó, en la ingenua creencia de que le iba a restituir el reino que había heredado de sus padres. Nada más lejos de la realidad. Don Alfonso en ningún momento pensó en desunir lo que había unido su hermano mayor y que tan caro le había costado a éste.
La última vez que don García vio la luz del sol fue un día de primavera del año 1073. A pesar de que el astro rey brillaba en lo alto del cielo, el día era frío y desapacible. De las blancas cumbres de la Cordillera Cantábrica descendía un viento helador por el valle del Luna que penetraba hasta la médula de los huesos. El prisionero cargado con las pesadas cadenas elevó por última vez sus ojos al cielo para dejar grabado en su mente el intenso azul que no volvería a ver nunca más. Luego dirigió su mirada a las cumbres más altas del cordal para despedirse de ellas. Se hallaba a las puertas del paraíso que llevaban disfrutando sus antepasados desde hacía más de un siglo, pero que él no iba a gozar jamás. A sus pies se hallaban las lóbregas mazmorras en las que no tardarían en sepultarlo en vida y de las que ya no volvería a salir nunca más para respirar el aire puro de aquellas impolutas montañas.
Ninguno de sus hermanos se dignó visitarlo en todos aquellos años. El prisionero sólo recibía la visita de su carcelero dos veces al día. Durante aquellos largos años de encierro tuvo mucho tiempo para reflexionar. Se preguntó una y mil veces si merecía la pena haber nacido. También se preguntó si no habría sido mucho más feliz de haber nacido en un humilde hogar. ¿De qué le había servido ser hijo de los reyes cristianos más poderosos de su tiempo en la Península Ibérica? En aquellos largos y tediosos años no dejó de maldecir mil y una vez la desventurada idea que su padre tuvo de dividir el reino entre los tres hijos varones. Si no lo hubiera hecho, si hubiera dejado todo su legado al mayor, a Sancho, tal vez él no se habría visto obligado a pasar todos esos años encerrado en una mazmorra, como una alimaña de la que todos se quieren alejar y de la que nadie se acuerda. Pero el mal ya estaba hecho y a él le había tocado la peor parte: vivir sepultado los diecisiete últimos años de su vida. ¿Qué delito había cometido? Sólo el de nacer en el seno de una familia real, la familia real más poderosa de la Hispania cristiana de su tiempo.
Llevaba ya meses con la salud muy quebrantada. Una tos preocupante y nada halagüeña salía constantemente de las profundidades de su pecho. Con el paso del tiempo ésta comenzó a acompañarse de esputos purulentos. Su cuerpo se demacraba de día en día. El frío invierno vino a agravar aún más si cabe el estado del enfermo. Desde finales de enero la tos se hizo cavernosa y los esputos se volvieron sanguinolentos. Los últimos días de su existencia parecía más un muerto viviente que un ser humano. Su cadavérico aspecto infundía lástima y terror al mismo tiempo, hasta que el 22 de marzo del año 1090 entregó por fin su alma al Señor. En su testamento dejó escrito que quería que lo enterraran aherrojado con las cadenas que había portado los diecisiete últimos años de su vida.
A los funerales del infortunado exrey asistieron sus dos hermanas, doña Urraca y doña Elvira. Cuando doña Elvira se enteró del fallecimiento de su hermano don García, realizó las gestiones necesarias para que sus restos mortales fueran trasladados al panteón familiar de San Isidoro. Sus huesos no podían pudrirse en el mismo lugar donde se había ido pudriendo poco a poco su cuerpo en vida. Era hijo de los reyes de León, además de haber sido rey, por lo que sus restos debían descansar junto a los de los demás miembros reales.
Casi un mes más tarde de su fallecimiento llegaban los restos mortales de don García a León. Doña Urraca y doña Elvira se hallaban en el palacio real donde habían llevado el féretro del finado para rendirle el último homenaje. Don Alfonso prefirió permanecer en su sede toledana. Declinó su asistencia al funeral de su hermano menor con el que no quiso mantener relaciones ni en vida ni después de muerto.
—¿Estás segura que ya lo tienen todo preparado en el panteón para el entierro? —le preguntó doña Elvira a su hermana, ambas vestidas de riguroso luto.
—Claro que lo estoy, Elvira. Me he cuidado durante toda esta semana de rematar los últimos detalles.
—Ya sabes que el pobrecito pidió que lo enterraran con las cadenas que lo tuvieron atado durante todos estos años. ¡Cuánto debió de sufrir!
—Lo sé, hermana, pero no íbamos a permitir tamaño dislate. He hecho que las esculpan en la tapa de su sarcófago. De esa manera le resultarán más leves y no serán un lastre en su eterno descanso.
—Mejor. Así podrá presentarse ante el Señor más ligero de equipaje. ¡Que Dios lo tenga en su gloria después de su largo peregrinar por este valle de lágrimas!
—Que así sea.
Las dos hermanas se prepararon para seguir el féretro que estaba a punto de ser conducido al Panteón Real. Aun sin quererlo, se les escaparon dos lágrimas furtivas por sus macilentas mejillas. Al fin y al cabo llevaba su misma sangre.
Era una fresca mañana del mes de abril. Las calles de León estaban completamente empapadas a causa de la intensa lluvia caída durante la noche. Varias nubes blanquecinas decoraban aquí y allá el intenso azul del cielo. Los átomos solares resplandecían con esplendor a través de la límpida atmósfera. Las golondrinas describían mil itinerarios sobre la ciudad. Media docena de blancas palomas sobrevolaron por encima de las cabezas del cortejo fúnebre, mientras una pega graznaba en lo alto de un tejado. Las dos infantas, de riguroso negro, marchaban inmediatamente detrás del féretro de su hermano. La comitiva llegó a la plaza de San Isidoro. Los porteadores depositaron el féretro ante la Puerta del Cordero para que el obispo pronunciara las primeras plegarias antes de introducirlo en su interior, donde celebrarían una Misa de réquiem por el ilustre finado.
Las obras de la colegiata seguían avanzando, pero a un ritmo demasiado lento para los deseos de doña Urraca. Ni con el impulso dado por el maestro de obras llevado desde Santiago conseguía que la reforma del templo progresara al ritmo que ella quería. Ya hacía tiempo que había dejado de luchar por ver la obra terminada antes de su muerte. La realidad era más tozuda que sus anhelos. A pesar del lento ritmo, ya habían erigido los lienzos de los tres ábsides, del transepto y de toda la fachada meridional hasta la altura de las ventanas. Poco a poco el nuevo templo iba tomando forma.
—Cada vez que visito León veo el nuevo avance de las obras —le comentó doña Elvira con un susurro de voz a su hermana—. A ver si tenemos suerte de verlas terminadas algún día.
—No lo sueñes, querida hermana. Los trabajos no se desarrollan tan de prisa como yo hubiera deseado.
Las dos hermanas guardaron silencio, porque en aquel momento don Pedro pronunciaba las primeras preces. A continuación introdujeron el féretro en el interior de la basílica para celebrar la Santa Eucaristía por el eterno descanso del alma de don García. Todo el cortejo fúnebre entró en el interior del templo en el más absoluto silencio. Finalizado el acto religioso, trasladaron los restos mortales del difunto al panteón familiar, situado a los pies de la iglesia, en el ala oeste, donde ya los estaba esperando el sarcófago abierto. Después de introducir el féretro en el mismo, lo sellaron con la pesada cubierta de piedra en la que habían esculpido las cadenas por orden de doña Urraca. Las infantas recibieron con gran estoicismo el pésame de todos los presentes al lado del sarcófago. Cuando se quedaron las dos solas, doña Elvira no pudo callar por más tiempo lo que llevaba encerrado en su corazón desde que entró en el Panteón Real.
—Pero ¿qué maravilla es ésta, Urraca? ¡No me lo puedo creer!
La parte arquitectónica del Panteón Real estaba ya finalizada. Doña Urraca había ordenado cubrir la especie de atrio que los reyes don Fernando y doña Sancha habían destinado a panteón familiar. El resultado no podía ser más sorprendente.
—¿Te gusta, Elvira?
—¿Que si me gusta? Esto es una preciosidad. ¡Si lo hubieran visto así nuestros padres!
—Pues esto no es nada para lo que va a ser.
—¿Aún piensas hacer más cosas en él?
—Falta pintar las bóvedas. Esto ya no lo veremos nosotras, porque antes tienen que acabar toda la iglesia y como ves aún tienen para rato. Pero yo tengo el proyecto de cómo va a quedar. Cuando esté todo acabado, entonces sí que será una verdadera preciosidad.
—¿Y no me puedes adelantar algo?
—Claro, pero primero vamos a ver la parte arquitectónica, que ésta sí que ya está casi terminada, salvo algunos pequeños detalles que irán acabando poco a poco.
Las dos infantas se situaron en el centro del panteón, un cuadrado de ocho metros de lado dividido en tres naves por dos robustas columnas exentas. El techo lo forman seis bóvedas entrelazadas por arcos fajones y formeros, que se apoyan en cuatro gruesos pilares reforzados por columnas. En los muros se enlazan entre sí con arcos ciegos y columnas adosadas. Observando el conjunto desde el centro, no podía ser más fascinante. Doña Elvira se quedó un largo espacio de tiempo absorta en la contemplación de tanta belleza. La mayor parte de los capiteles estaban esculpidos con bellas imágenes bíblicas, como el sacrificio de Isaac, Balaam sobre el asno, Daniel en el foso de los leones o Moisés con las Tablas de la Ley. También los había de carácter más simbólico, como los grifos bebiendo de la crátera, la mujer con las serpientes en los senos, el hombre que combate con un felino, las luchas entre animales. Los hay con roleos, con hojas de acanto, palmetas, bolas, incluso de inspiración pagana. Los ábacos también son de formas y hechuras tan dispares como los propios capiteles, desde los más sencillos hasta los más afiligranados, como los decorados con palmetas, los ajedrezados, con bolas, en fin con formas tan variadas como la imaginación de los artistas les dio a entender.
—Todo esto es maravilloso —se atrevió a decir doña Elvira después de su prolongada contemplación— y muy instructivo para la gente sencilla y devota. Pero observo que hay algunos capiteles adosados a los muros que todavía no están labrados.
—Efectivamente, la premura por cubrir el techo del panteón obligó a colocar esos capiteles sin esculpir. Forman parte de los pequeños detalles que ya te advertí que aún no estaban acabados. Los está esculpiendo poco a poco uno de los oficiales canteros.
—El conjunto es una maravilla, pero no me puedo hacer a la idea de cómo quedará cuando esté totalmente acabado, con las pinturas incluidas que dices que va a llevar el techo abovedado.
—Nosotras ya no lo podremos ver, Elvira. Vamos a sentarnos en este poyo que tienen aquí los canteros y te lo contaré con más calma.
Las dos hermanas tomaron asiento en un pequeño banco de piedra que tenían allí los operarios para darse algún pequeño descanso o para apoyar en él los bloques de piedra que iban a labrar.
—Cuéntame, Urraca, cómo van a decorar el techo.
—Después de construir estas bóvedas tan bonitas y de colocar todo el tejado, le pedí al maestro de obras que me hiciera un croquis de la decoración que iba a llevar el techo. Yo le había insistido que labraran las bóvedas al estilo de los capiteles, pero él me dijo que eso suponía mucho tiempo y que retrasaría el cierre de la cubierta varios años. Me propuso entonces que era mejor pintarlas, pues eso se podía hacer con calma y tranquilidad una vez cubierto el panteón y cuando los demás trabajos no apremiaran. Así, pues, hace algo más de un año me presentó el croquis de las pinturas para que yo le diera el visto bueno. Me ha prometido que se respetará mi voluntad a la hora de ejecutar el trabajo. Lo que nunca llegaremos a saber es cómo quedarán en realidad, porque eso depende del artista que lleve a cabo la obra. Pero los temas sí que serán los que yo he aprobado.
—¿Y qué temas son esos, Urraca, que me tienes en ascuas?
—Pues mira, las distintas bóvedas que conforman el techo se decorarán con dibujos en rojo, amarillo, distintas tonalidades de grises y negro para las epigrafías, todo ello sobre el fondo blanco que ahora ves. La bóveda del centro del panteón representará el Pantocrátor. Como todo Pantocrátor, irá enmarcado en un óvalo. Estará en posición sedente, su cabeza estará rodeada por un nimbo con el símbolo de la cruz, en su mano izquierda portará los Evangelios, mientras que con la diestra bendecirá a toda la Humanidad. Sus pies reposarán sobre un arco que representará la Tierra. Las cuatro esquinas estarán flanquedas por los cuatro evangelistas, con cuerpos de hombre y cabeza cada uno de ellos con el símbolo que lo representa.
—Quedará muy bien. ¡Lástima que no lo podamos ver!
—Otro espacio irá dedicado a la matanza de los Inocentes. En él figurarán Herodes y varios soldados ejecutando su orden. En otro se representará la anunciación a los pastores del nacimiento de nuestro Señor. Allí figurará una escena campestre con varios grupos de animales y los pastores a los que el ángel les anunciará la buena nueva. También se representará la Crucifixión de Cristo y otros pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, como santos y personajes bíblicos. Además de todas esas escenas sagradas, se representarán asimismo los signos del Zodíaco y un calendario con las distintas actividades agrícolas que se realizan a lo largo del año. Todo el conjunto, aparte de su extraordinaria belleza, será muy ilustrativo para las gentes sencillas que se acerquen a contemplarlo.
—Maravilloso, será realmente maravilloso. Me estoy haciendo una vaga idea de cómo será, pero lo que daría por poder contemplarlo en estos momentos. ¡Lástima que hayan pospuesto su ejecución para tiempos venideros!
—Sí, es una lástima. Yo también hubiera querido verlo antes de morir, pero no va a ser posible. Ahora, querida hermana, vamos a rezar una última oración por el terno descanso de nuestros padres y hermano antes de abandonar la estancia.
Con este último acto dieron por finalizadas las honras fúnebres por don García, cuyos restos permanecerían en aquel sagrado lugar por los siglos de los siglos.
Otro de los acontecimientos importantes que por esta época vino a conmocionar la Casa Real leonesa fue el matrimonio, o el concierto de matrimonio, entre la infanta doña Urraca, primogénita legítima de don Alfonso, que a la sazón contaba con unos nueve años, y el conde Raimundo de Borgoña. Con motivo de la muerte de su tío don García, doña Urraca se convirtió en la heredera legítima del reino de León al no haber ningún otro heredero directo entre ella y su padre el rey Alfonso VI. Esto era motivo suficiente para que contrajera matrimonio con alguien que pudiera estar a su altura. Y quien mejor para ello que don Raimundo de Borgoña, hijo del conde Guillermo I y de Estefanía de Borgoña y sobrino de la propia reina consorte doña Constanza.
Día radiante de mayo en todo su esplendor primaveral. El sol ya dejaba sentir los cercanos rigores estivales. Los jardines reales eran toda una explosión de luz y color. Rosas, claveles, margaritas, campánulas, alhelíes y un sinnúmero de plantas y flores que deleitaban los sentidos se extendían por doquier. Don Alfonso y doña Constanza paseaban por aquel edén absortos en animada conversación.
—Ahora que ha fallecido tu hermano deberías legitimar la sucesión al trono de nuestra hija Urraca. Estas cosas no pueden dejarse al azar.
—Lo sé, Constanza, y me duele tener que hacerlo. Ya sabes que siempre he deseado un heredero varón, pero Dios no me lo ha querido dar. Me gustaría que aún pudieras concederme este deseo.
—Ya sabes que lo he intentado muchas veces, pero el Señor sólo ha permitido que viva Urraca. Ahora ya es muy tarde para albergar nuevas esperanzas. Así, pues, no te demores en proclamar su sucesión al trono. ¿Te imaginas por un momento, Dios no lo quiera, qué pasaría si fallecieras antes de hacerlo?
—No me demoraré, pero antes deberíamos buscarle un esposo que sea merecedor de ella. Un rey consorte que pueda llevar dignamente sobre su frente el oneroso peso de tan magna corona.
Un jilguero desgranaba sus notas al viento posado en una jara florida.
—¿Crees que nuestra hija no será digna de portar esa corona?
—No es cuestión de que yo lo crea o lo deje de creer. Es que la tradición y el Fuero Juzgo dicen que la corona ha de pasar de varón a varón. Ése es el problema. El caso más reciente lo podemos ver en mis propios padres. La heredera de la corona de León fue mi madre y en cambio quien ostentó el título fue mi padre.
—Que yo sepa, lo ostentaron los dos y si me apuras un poco, la que reinó fue tu madre, aunque tu padre diera la cara.
—En eso tienes razón. Mi madre estuvo casi siempre al frente de los problemas más importantes del reino. Pero no todas las mujeres tienen la fuerza de carácter que tenía mi madre.
—¿Y por qué no la puede tener también tu hija? Al fin y al cabo es su nieta y lleva su misma sangre.
—Pudiera ser, pero nuestra hija es aún una niña y no podemos adivinar cómo será de mayor. Por eso hay que buscarle un marido que sea digno de ella.
El jilguero levantó el vuelo cuando vio aproximarse a la pareja real.
—Bien, ¿en quién has pensado?
—No lo he pensado todavía, aunque un buen candidato podría ser Raimundo. Es joven, noble, valiente y un buen guerrero. No me importaría tenerlo por yerno. Podría ser un digno rey de León.
—Pues si tú has pensado en él, no seré yo quien se oponga.
Raimundo de Borgoña había llegado al reino de León con las tropas que formaban parte de la exigua cruzada enviada por los condes transpirenaicos ante la solicitud que Alfonso VI les hizo después de la batalla de Sagrajas para luchar contra los almorávides.
—No se hable más. Concertaremos la boda de Raimundo y Urraca que podemos fijar para este mismo año, aunque los esponsales reales no se lleven a cabo hasta la mayoría de edad de la niña. Es lo mismo que me ocurrió a mi con Inés, tu predecesora.
—Queda concertada su unión matrimonial. Y ahora me gustaría proponerte algo para nosotros dos.
—¿A qué te refieres?
—Me gustaría ir a pasar los meses más calurosos del verano al monasterio de Sahagún. ¡Aquí son tan sofocantes...!
—Lo siento, querida. Yo tengo que partir inmediatamente para tierras del al-Ándalus. Acaba de desembarcar en Algeciras otra vez Yusuf. Debo correr con mis huestes a las fronteras de los reinos taifas para defender nuestro reino de los ataques de ese fiero infiel. Pero si quieres puedes ir tú a pasar el verano en el clima más benigno de la vega del Cea, en nuestro dilecto monasterio de Sahagún.
—Si tú no vas me sentiré muy triste sabiéndote en el campo de batalla con peligro de perder tu vida.
—No puedo hacer otra cosa, Constanza. El deber me llama. Si no fuera a defender mi reino, ¿qué ejemplo les daría a mis vasallos y mis guerreros? Tú puedes elegir el lugar que te plazca, pues tan sola vas a estar aquí como en León.
—Tienes razón, Alfonso. Me iré en cuanto tú te vayas.
El sol ya se había elevado bastante sobre la bóveda celeste, lo que obligó a la egregia pareja a abandonar los jardines reales para huir de sus rigores. El Tajo discurría majestuoso a los pies de la ciudad imperial.
Con este enlace Alfonso VI daría un nuevo impulso para estrechar sus lazos familiares con las principales casas de los condados galos y reforzaría aún más si cabe la apertura de su reino a los nuevos aires que venían de Europa. Apertura que ya iniciara su padre Fernando I de León en los últimos años de su reinado.

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