jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 38



      
                                                                   38


          Con la pérdida de Valencia don Alfonso empezó a temer por la seguridad de Toledo. Los almorávides, llamados en un principio por algunos de los reyes taifas para defenderlos contra los ataques del rey leonés, no tardaron en cambiar de táctica para extender su imperio norteafricano por todo el al-Ándalus español. Las desavenencias que existían entre los distintos reyes taifas, sobre todo por las enormes cargas impositivas que tenían que pagar al emperador, determinaron que los almorávides se fueran apropiando de los distintos reinos del sur peninsular. Entre el 1090 y el 1100 cayeron en su poder las taifas de Murcia, Granada, Badajoz, Córdoba, Málaga y Sevilla. En 1102 acababan de conquistar el apetecido reino de Valencia. Ante esta progresión almorávide, Alfonso VI se vio obligado a repoblar y fortificar las ciudades de Segovia, Ávila y Salamanca para ofrecer a través de ellas una fuerte resistencia sobre el imparable avance de los infieles. Esta misión se la encomendó a su yerno Raimundo de Borgoña.
Los condes de Galicia se hallaban a la mesa de don Alfonso. El rey presidía el banquete que transcurría casi en silencio, sólo interrumpido de cuando en cuando por algún que otro monosílabo que se escapaba de los labios de alguno de los comensales. Al fin don Raimundo se atrevió a formular una pregunta a su suegro.
—¿Para qué nos habéis mandado llamar, mi Señor?
El rey siguió comiendo como si no hubiera oído nada o no fuera con él la pregunta. Cuando estaban a punto de finalizar el banquete, se dirigió a su yerno en los siguientes términos:
—Raimundo, te cuidarás de fortificar y repoblar las ciudades de Segovia, Ávila y Salamanca en el menor tiempo posible. El avance imparable de los almorávides está poniendo en serio peligro la frontera que hace años fijamos en el Tajo. Quiero levantar una línea defensiva en la retaguardia de esta frontera para impedir que progresen más hacia el norte. Y los bastiones de esa línea serán estas tres ciudades.
—Pero tendré que reunir mucha gente para repoblarlas. ¿De dónde la reclutaré, Señor?
—De todas las partes de nuestros reinos y hasta del extranjero si es necesario. Les otorgaré fueros especiales para que resulten atractivas a los nuevos pobladores, pero quiero que esas tres ciudades se llenen de gentes que nos sean fieles y que estén dispuestas a luchar contra el enemigo invasor. No escatimaremos beneficios y prebendas para que se sientan más ligadas a su nuevo hogar y para que lo defiendan con todo el ahínco y fervor del que sean capaces. Hemos de repoblar esta tierra de nadie que hay entre el Duero y el Tajo para impedir que vuelva a caer en manos de los sarracenos. Se derramó mucha sangre para conquistarla y no podemos permitir que haya sido en vano.
—¿Cuándo debo comenzar?
—Cuanto antes.
—Muy bien. Partiremos inmediatamente para Segovia para poner en práctica vuestro proyecto, Señor.
Don Alfonso se sintió más tranquilo después de haber ordenado la repoblación de las tres ciudades que había elegido como baluartes contra el avance de los almorávides hacia el norte de la Península. Harían de dique de contención contra la avalancha infiel. A pesar de esas medidas, el rey seguía receloso de los peligros que entrañaba tener tan cerca un enemigo tan peligroso como aquél.
—¿Qué opinas de la nueva alianza entre los almorávides y los sarracenos de Zaragoza, Álvar?
—¿Qué os puedo decir, Señor? Es un paso más para obligarnos a retroceder en nuestra reconquista. Los almorávides se han empeñado en apoderarse otra vez de toda la Península.
El rey había mandado llamar a Álvar Fáñez, uno de sus más fieles y aguerridos generales, para acordar con él la mejor estrategia de defensa contra el enemigo invasor.
—Pues no lo van a tener nada fácil. Yo no estoy dispuesto a ceder ni un palmo más del territorio conquistado. Son muchos los siglos de lucha, muchos los esfuerzos realizados, mucha la sangre derramada, como para que todo esto ahora se reduzca a cenizas. Todos nuestros ideales, todas las batallas a las que nos hemos enfrentado, todos nuestros triunfos carecerían de sentido si ahora fracasáramos. Les haremos frente y les pararemos los pies. No podemos permitir que esos infieles avancen un palmo más y sobre todo no podemos consentir que se vuelvan a adueñar de esta ciudad. Toledo representa el símbolo de la unidad de España, de la continuidad del reino visigodo del que somos sus legítimos herederos, y lo defenderemos hasta la extenuación y la muerte. Si cae Toledo otra vez en manos de los sarracenos, caerá de nuevo toda la Península, porque la recuperación de esta ciudad les infundiría el valor suficiente para llevar a cabo tal empresa. Por el contrario, entre los nuestros se apoderaría tal desánimo, que la mayor parte huirían despavoridos y a la desbandada. Con el fin de defender la frontera del Tajo y la seguridad de esta ciudad, debemos interceptar sus comunicaciones entre Zaragoza y el al-Ándalus. Para ello nada mejor que sitiar la plaza de Medinaceli y para eso te he pedido que vengas, Álvar.
—Agradezco la confianza que depositáis en mí, Señor. Una vez más intentaré no defraudaros.
—Así lo espero, Álvar. Vasallos como tú son los que necesito para defender este vasto imperio que hemos conquistado entre todos juntos. Tu lealtad será debidamente recompensada.
—Ya lo habéis hecho en muchas ocasiones, Majestad, por lo que os estoy eternamente agradecido.
—Dispondremos lo más conveniente a su tiempo. Ahora debes partir con tus tropas hacia Medinaceli. Es muy importante que te sitúes allí lo antes posible para entorpecer las comunicaciones entre ambos bandos. Será de la única manera que nos sentiremos más seguros aquí.
Las huestes reales al mando de Álvar Fáñez no tardaron en sitiar Medinaceli y cortar el paso hacia el valle del Jalón. Sus efectos se hicieron sentir de inmediato. Mientras tanto un gran número de fuerzas almorávides procedentes de Granada y Valencia se pusieron en marcha nada más conocerse el asedio de la fortaleza castellana para acudir en su auxilio. Avanzaban hacia el lugar indicado siguiendo el valle del Tajo, pero a la altura de Talavera un contingente de tropas cristianas les tendieron una emboscada en la que perdió la vida el gobernador de Granada. Las tropas almorávides, desmoralizadas ante la muerte de su jefe, huyeron a la desbandada regresando a su lugar de origen sin cumplir su cometido, lo que favoreció la estrategia de Alfonso VI.
Unos meses más tarde, en junio del 1103, Álvar Fáñez se apoderó de Medinaceli. La plaza se rindió después del prolongado sitio al que fue sometida. Sus habitantes no pudieron soportar por más tiempo las privaciones a las que se vieron sometidos. Los víveres y la reserva de provisiones que habían acumulado antes de la llegada de las huestes cristianas poco a poco se les fueron agotando. La mayor parte de la población ya padecía los síntomas de la hambruna. En vano habían esperado la llegada de las fuerzas salvadoras. Al final las autoridades tuvieron que hacer frente a la cruda realidad entregando la plaza sin mayor resistencia a sus sitiadores.
Con la conquista de Medinaceli Alfonso VI lograba un enclave estratégico entre la taifa de Zaragoza y el nuevo al-Ándalus de los almorávides, que le permitiría asegurar mejor la ciudad imperial contra los ataques de sus enemigos. Por aquel entonces el rey leonés era todavía dueño y señor de la mayor parte de las plazas y fuertes ubicados en la cuenca del Tajo. Aún llegó a enviar sus huestes por tierras sevillanas en un alarde de fuerza. Pero los almorávides no se atemorizaban fácilmente ante estas muestras de poder de Alfonso VI el Bravo y trataban de atacar su reino y desgastar su autoridad en todo momento. Aprovechaban cualquier circunstancia, cualquier muestra de debilidad del emperador para apoderarse de alguno de sus fuertes o plazas. Las espadas continuaban en alto y la lucha entre moros y cristianos seguía en pie aunque a veces se establecieran largas treguas entre ellos.
Alfonso VI descansaba en su palacio imperial de Toledo aprovechando una de esas treguas con sus enemigos. El invierno toledano estaba dejando ya paso a la primavera, aunque de una manera todavía muy tímida. Pronto se igualarían los días y las noches, lo que ayudaría a despertar de su letargo a la dormida naturaleza. El sol del atardecer se reflejaba sobre las remansadas aguas del Tajo, que discurría suavemente circundando la colina en la que se asienta la ciudad. El rey contemplaba el espectáculo desde uno de los miradores de los jardines de su palacio. Uno de sus sirvientes se acercó a él.
—Perdonad, Majestad, que interrumpa vuestro descanso.
—¿Qué ocurre?
—Un mensajero de su hija espera ser recibido.
—¿Un mensajero de mi hija? ¿Qué querrá?
Don Alfonso no mantenía muy buenas relaciones con su hija doña Urraca. A pesar de que le había encomendado a su marido la repoblación de Segovia, Ávila y Salamanca, desde que conspiraran contra él no les tenía demasiado afecto. ¿Qué habría ocurrido para que le enviara ahora un emisario? No tardaría en salir de dudas.
—Majestad, su hija le ha dado un nieto.
—¿Qué? Si ni siquiera sabía que estuviera en estado. ¿Cuándo ha sido eso?
—El uno de este mes. Es un niño muy hermoso y robusto. Han decidido ponerle Alfonso, como vuestra Majestad, Señor.
—¡Vaya qué detalle! —el rey quedó tan desconcertado que no sabía cómo reaccionar—. ¿Y sabes cuándo será el bautizo?
—Con exactitud no, Señor, aunque hablaban de bautizarlo el domingo de Pascua de Resurrección.
—No importa. No podré asistir de ninguna de las maneras. Es un viaje demasiado largo para mí y, además, no puedo abandonar esta ciudad por la amenaza continua de los sarracenos. He de estar en guardia permanente. Les llevarás un regalo y mis felicitaciones.
Unos días más tarde don Alfonso hablaba del acontecimiento con el arzobispo don Bernardo. Lo había invitado a comer para pedirle su consejo.
—Este niño puede complicar la sucesión a la corona.
—¿Vos creéis, Señor?
—Lo creo y lo afirmo. Mi hija ahora tiene más fuerza para reclamar su derecho a la sucesión. Estoy seguro que ella y mi yerno conspirarán de nuevo para conseguir la corona a mi muerte. No podía haber venido en peor momento este nieto.
—No digáis eso, Majestad. La llegada de un nuevo ser a este mundo siempre es una buena noticia y en el caso de su nieto, mucho más. Al contrario de lo que Vos pensáis, yo creo que con este niño se afianza vuestra estirpe en el trono. Ya sé que tenéis como heredero legítimo a vuestro hijo. Pero, Dios no lo quiera, ¿y si le pasara algo a Sancho? En este caso, vuestra hija doña Urraca heredaría la corona y después de ella lo haría su hijo. Vedlo por el lado positivo. Este nuevo vástago de vuestra familia es el tercer miembro legítimo a la sucesión.
El rey y el arzobispo salieron al jardín para disfrutar de la templada tarde de comienzos de la primavera.
—Tal vez tengas razón, Bernardo. Con todo, sigo pensando que no llega en buen momento. Yo quería tener más hijos para asegurar mi estirpe, pero Dios no se ha dignado concedérmelos, aunque todavía no he renunciado a tenerlos.
El arzobispo se quedó mirando al rey con estupefacción.
—Pero ¿qué decís, Majestad? Vos ya no estáis en edad de engendrar más hijos. Vais a cumplir sesenta y cinco años. Debéis renunciar a tener más descendencia.
—Bueno, bueno. Eso ya lo veremos.
—¡Cómo que ya lo veremos, Señor! A vuestra edad debéis cuidaros.
—¿Crees que no me cuido, Bernado?
—Pero, Majestad, Vos ya no estáis para esos lances.
—Mientras esté útil para luchar, también lo estaré para amar.
Los dos ilustres tertulianos se acercaron al mirador desde el que se podía contemplar una amplia panorámica sobre el Tajo y su vega. El sol lucía esplendoroso en un cielo completamente despejado de nubes. Don Alfonso observaba extasiado el suave discurrir de las aguas.
—¿En qué pensáis, Señor?
—En nada importante, Bernardo.
—No me mintáis. Sé que cuando os quedáis ensimismado estáis tramando algo.
—En realidad estaba pensando que debo hacer una razzia a la taifa de Zaragoza. Hace mucho tiempo que no me paga las parias, así que voy a hacerle una visita de cortesía. A estos reyezuelos moros se les suben pronto los humos si ven que te relajas un poco.
—No deberíais alejaros de Toledo, Señor. Ya sabéis que si lo hacéis, los sarracenos pasan pronto aviso a Yusuf para que venga a socorrerlos y a enfrentarse a Vos.
—Correré ese riesgo, pero antes debo enseñarle a Abdelmalik quién manda aquí.
Unos días más tarde partía don Alfonso con sus mesnadas para tierras zaragozanas. En su ataque llegó muy cerca de la capital, pero, tal como le había pronosticado don Bernardo, el rey taifa solicitó la ayuda de Yusuf ben Tasufin, el cual no se demoró en corresponderle irrumpiendo de nuevo en la Península a la cabeza de un gran ejército que condujo por tierras de Sevilla y Badajoz. El emperador, enterado de los hechos, desistió del ataque a Zaragoza para ir a su encuentro.

            © Julio Noel 

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