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Con
la pérdida de Valencia don Alfonso empezó a temer por la seguridad
de Toledo. Los almorávides, llamados en un principio por algunos de
los reyes taifas para defenderlos contra los ataques del rey leonés,
no tardaron en cambiar de táctica para extender su imperio
norteafricano por todo el al-Ándalus español. Las desavenencias que
existían entre los distintos reyes taifas, sobre todo por las
enormes cargas impositivas que tenían que pagar al emperador,
determinaron que los almorávides se fueran apropiando de los
distintos reinos del sur peninsular. Entre el 1090 y el 1100 cayeron
en su poder las taifas de Murcia, Granada, Badajoz, Córdoba, Málaga
y Sevilla. En 1102 acababan de conquistar el apetecido reino de
Valencia. Ante esta progresión almorávide, Alfonso VI se vio
obligado a repoblar y fortificar las ciudades de Segovia, Ávila y
Salamanca para ofrecer a través de ellas una fuerte resistencia
sobre el imparable avance de los infieles. Esta misión se la
encomendó a su yerno Raimundo de Borgoña.
Los
condes de Galicia se hallaban a la mesa de don Alfonso. El rey
presidía el banquete que transcurría casi en silencio, sólo
interrumpido de cuando en cuando por algún que otro monosílabo que
se escapaba de los labios de alguno de los comensales. Al fin don
Raimundo se atrevió a formular una pregunta a su suegro.
—¿Para
qué nos habéis mandado llamar, mi Señor?
El
rey siguió comiendo como si no hubiera oído nada o no fuera con él
la pregunta. Cuando estaban a punto de finalizar el banquete, se
dirigió a su yerno en los siguientes términos:
—Raimundo,
te cuidarás de fortificar y repoblar las ciudades de Segovia, Ávila
y Salamanca en el menor tiempo posible. El avance imparable de los
almorávides está poniendo en serio peligro la frontera que hace
años fijamos en el Tajo. Quiero levantar una línea defensiva en la
retaguardia de esta frontera para impedir que progresen más hacia el
norte. Y los bastiones de esa línea serán estas tres ciudades.
—Pero
tendré que reunir mucha gente para repoblarlas. ¿De dónde la
reclutaré, Señor?
—De
todas las partes de nuestros reinos y hasta del extranjero si es
necesario. Les otorgaré fueros especiales para que resulten
atractivas a los nuevos pobladores, pero quiero que esas tres
ciudades se llenen de gentes que nos sean fieles y que estén
dispuestas a luchar contra el enemigo invasor. No escatimaremos
beneficios y prebendas para que se sientan más ligadas a su nuevo
hogar y para que lo defiendan con todo el ahínco y fervor del que
sean capaces. Hemos de repoblar esta tierra de nadie que hay entre el
Duero y el Tajo para impedir que vuelva a caer en manos de los
sarracenos. Se derramó mucha sangre para conquistarla y no podemos
permitir que haya sido en vano.
—¿Cuándo
debo comenzar?
—Cuanto
antes.
—Muy
bien. Partiremos inmediatamente para Segovia para poner en práctica
vuestro proyecto, Señor.
Don
Alfonso se sintió más tranquilo después de haber ordenado la
repoblación de las tres ciudades que había elegido como baluartes
contra el avance de los almorávides hacia el norte de la Península.
Harían de dique de contención contra la avalancha infiel. A pesar
de esas medidas, el rey seguía receloso de los peligros que
entrañaba tener tan cerca un enemigo tan peligroso como aquél.
—¿Qué
opinas de la nueva alianza entre los almorávides y los sarracenos de
Zaragoza, Álvar?
—¿Qué
os puedo decir, Señor? Es un paso más para obligarnos a retroceder
en nuestra reconquista. Los almorávides se han empeñado en
apoderarse otra vez de toda la Península.
El
rey había mandado llamar a Álvar Fáñez, uno de sus más fieles y
aguerridos generales, para acordar con él la mejor estrategia de
defensa contra el enemigo invasor.
—Pues
no lo van a tener nada fácil. Yo no estoy dispuesto a ceder ni un
palmo más del territorio conquistado. Son muchos los siglos de
lucha, muchos los esfuerzos realizados, mucha la sangre derramada,
como para que todo esto ahora se reduzca a cenizas. Todos nuestros
ideales, todas las batallas a las que nos hemos enfrentado, todos
nuestros triunfos carecerían de sentido si ahora fracasáramos. Les
haremos frente y les pararemos los pies. No podemos permitir que esos
infieles avancen un palmo más y sobre todo no podemos consentir que
se vuelvan a adueñar de esta ciudad. Toledo representa el símbolo
de la unidad de España, de la continuidad del reino visigodo del que
somos sus legítimos herederos, y lo defenderemos hasta la
extenuación y la muerte. Si cae Toledo otra vez en manos de los
sarracenos, caerá de nuevo toda la Península, porque la
recuperación de esta ciudad les infundiría el valor suficiente para
llevar a cabo tal empresa. Por el contrario, entre los nuestros se
apoderaría tal desánimo, que la mayor parte huirían despavoridos y
a la desbandada. Con el fin de defender la frontera del Tajo y la
seguridad de esta ciudad, debemos interceptar sus comunicaciones
entre Zaragoza y el al-Ándalus. Para ello nada mejor que sitiar la
plaza de Medinaceli y para eso te he pedido que vengas, Álvar.
—Agradezco
la confianza que depositáis en mí, Señor. Una vez más intentaré
no defraudaros.
—Así
lo espero, Álvar. Vasallos como tú son los que necesito para
defender este vasto imperio que hemos conquistado entre todos juntos.
Tu lealtad será debidamente recompensada.
—Ya
lo habéis hecho en muchas ocasiones, Majestad, por lo que os estoy
eternamente agradecido.
—Dispondremos
lo más conveniente a su tiempo. Ahora debes partir con tus tropas
hacia Medinaceli. Es muy importante que te sitúes allí lo antes
posible para entorpecer las comunicaciones entre ambos bandos. Será
de la única manera que nos sentiremos más seguros aquí.
Las
huestes reales al mando de Álvar Fáñez no tardaron en sitiar
Medinaceli y cortar el paso hacia el valle del Jalón. Sus efectos se
hicieron sentir de inmediato. Mientras tanto un gran número de
fuerzas almorávides procedentes de Granada y Valencia se pusieron en
marcha nada más conocerse el asedio de la fortaleza castellana para
acudir en su auxilio. Avanzaban hacia el lugar indicado siguiendo el
valle del Tajo, pero a la altura de Talavera un contingente de tropas
cristianas les tendieron una emboscada en la que perdió la vida el
gobernador de Granada. Las tropas almorávides, desmoralizadas ante
la muerte de su jefe, huyeron a la desbandada regresando a su lugar
de origen sin cumplir su cometido, lo que favoreció la estrategia de
Alfonso VI.
Unos
meses más tarde, en junio del 1103, Álvar Fáñez se apoderó de
Medinaceli. La plaza se rindió después del prolongado sitio al que
fue sometida. Sus habitantes no pudieron soportar por más tiempo las
privaciones a las que se vieron sometidos. Los víveres y la reserva
de provisiones que habían acumulado antes de la llegada de las
huestes cristianas poco a poco se les fueron agotando. La mayor parte
de la población ya padecía los síntomas de la hambruna. En vano
habían esperado la llegada de las fuerzas salvadoras. Al final las
autoridades tuvieron que hacer frente a la cruda realidad entregando
la plaza sin mayor resistencia a sus sitiadores.
Con
la conquista de Medinaceli Alfonso VI lograba un enclave estratégico
entre la taifa de Zaragoza y el nuevo al-Ándalus de los almorávides,
que le permitiría asegurar mejor la ciudad imperial contra los
ataques de sus enemigos. Por aquel entonces el rey leonés era
todavía dueño y señor de la mayor parte de las plazas y fuertes
ubicados en la cuenca del Tajo. Aún llegó a enviar sus huestes por
tierras sevillanas en un alarde de fuerza. Pero los almorávides no
se atemorizaban fácilmente ante estas muestras de poder de Alfonso
VI el Bravo y trataban de atacar su reino y desgastar su
autoridad en todo momento. Aprovechaban cualquier circunstancia,
cualquier muestra de debilidad del emperador para apoderarse de
alguno de sus fuertes o plazas. Las espadas continuaban en alto y la
lucha entre moros y cristianos seguía en pie aunque a veces se
establecieran largas treguas entre ellos.
Alfonso
VI descansaba en su palacio imperial de Toledo aprovechando una de
esas treguas con sus enemigos. El invierno toledano estaba dejando ya
paso a la primavera, aunque de una manera todavía muy tímida.
Pronto se igualarían los días y las noches, lo que ayudaría a
despertar de su letargo a la dormida naturaleza. El sol del atardecer
se reflejaba sobre las remansadas aguas del Tajo, que discurría
suavemente circundando la colina en la que se asienta la ciudad. El
rey contemplaba el espectáculo desde uno de los miradores de los
jardines de su palacio. Uno de sus sirvientes se acercó a él.
—Perdonad,
Majestad, que interrumpa vuestro descanso.
—¿Qué
ocurre?
—Un
mensajero de su hija espera ser recibido.
—¿Un
mensajero de mi hija? ¿Qué querrá?
Don
Alfonso no mantenía muy buenas relaciones con su hija doña Urraca.
A pesar de que le había encomendado a su marido la repoblación de
Segovia, Ávila y Salamanca, desde que conspiraran contra él no les
tenía demasiado afecto. ¿Qué habría ocurrido para que le enviara
ahora un emisario? No tardaría en salir de dudas.
—Majestad,
su hija le ha dado un nieto.
—¿Qué?
Si ni siquiera sabía que estuviera en estado. ¿Cuándo ha sido eso?
—El
uno de este mes. Es un niño muy hermoso y robusto. Han decidido
ponerle Alfonso, como vuestra Majestad, Señor.
—¡Vaya
qué detalle! —el rey quedó tan desconcertado que no sabía cómo
reaccionar—. ¿Y sabes cuándo será el bautizo?
—Con
exactitud no, Señor, aunque hablaban de bautizarlo el domingo de
Pascua de Resurrección.
—No
importa. No podré asistir de ninguna de las maneras. Es un viaje
demasiado largo para mí y, además, no puedo abandonar esta ciudad
por la amenaza continua de los sarracenos. He de estar en guardia
permanente. Les llevarás un regalo y mis felicitaciones.
Unos
días más tarde don Alfonso hablaba del acontecimiento con el
arzobispo don Bernardo. Lo había invitado a comer para pedirle su
consejo.
—Este
niño puede complicar la sucesión a la corona.
—¿Vos
creéis, Señor?
—Lo
creo y lo afirmo. Mi hija ahora tiene más fuerza para reclamar su
derecho a la sucesión. Estoy seguro que ella y mi yerno conspirarán
de nuevo para conseguir la corona a mi muerte. No podía haber venido
en peor momento este nieto.
—No
digáis eso, Majestad. La llegada de un nuevo ser a este mundo
siempre es una buena noticia y en el caso de su nieto, mucho más. Al
contrario de lo que Vos pensáis, yo creo que con este niño se
afianza vuestra estirpe en el trono. Ya sé que tenéis como heredero
legítimo a vuestro hijo. Pero, Dios no lo quiera, ¿y si le pasara
algo a Sancho? En este caso, vuestra hija doña Urraca heredaría la
corona y después de ella lo haría su hijo. Vedlo por el lado
positivo. Este nuevo vástago de vuestra familia es el tercer miembro
legítimo a la sucesión.
El
rey y el arzobispo salieron al jardín para disfrutar de la templada
tarde de comienzos de la primavera.
—Tal
vez tengas razón, Bernardo. Con todo, sigo pensando que no llega en
buen momento. Yo quería tener más hijos para asegurar mi estirpe,
pero Dios no se ha dignado concedérmelos, aunque todavía no he
renunciado a tenerlos.
El
arzobispo se quedó mirando al rey con estupefacción.
—Pero
¿qué decís, Majestad? Vos ya no estáis en edad de engendrar más
hijos. Vais a cumplir sesenta y cinco años. Debéis renunciar a
tener más descendencia.
—Bueno,
bueno. Eso ya lo veremos.
—¡Cómo
que ya lo veremos, Señor! A vuestra edad debéis cuidaros.
—¿Crees
que no me cuido, Bernado?
—Pero,
Majestad, Vos ya no estáis para esos lances.
—Mientras
esté útil para luchar, también lo estaré para amar.
Los
dos ilustres tertulianos se acercaron al mirador desde el que se
podía contemplar una amplia panorámica sobre el Tajo y su vega. El
sol lucía esplendoroso en un cielo completamente despejado de nubes.
Don Alfonso observaba extasiado el suave discurrir de las aguas.
—¿En
qué pensáis, Señor?
—En
nada importante, Bernardo.
—No
me mintáis. Sé que cuando os quedáis ensimismado estáis tramando
algo.
—En
realidad estaba pensando que debo hacer una razzia a la taifa de
Zaragoza. Hace mucho tiempo que no me paga las parias, así que voy a
hacerle una visita de cortesía. A estos reyezuelos moros se les
suben pronto los humos si ven que te relajas un poco.
—No
deberíais alejaros de Toledo, Señor. Ya sabéis que si lo hacéis,
los sarracenos pasan pronto aviso a Yusuf para que venga a
socorrerlos y a enfrentarse a Vos.
—Correré
ese riesgo, pero antes debo enseñarle a Abdelmalik quién manda
aquí.
Unos
días más tarde partía don Alfonso con sus mesnadas para tierras
zaragozanas. En su ataque llegó muy cerca de la capital, pero, tal
como le había pronosticado don Bernardo, el rey taifa solicitó la
ayuda de Yusuf ben Tasufin, el cual no se demoró en corresponderle
irrumpiendo de nuevo en la Península a la cabeza de un gran ejército
que condujo por tierras de Sevilla y Badajoz. El emperador, enterado
de los hechos, desistió del ataque a Zaragoza para ir a su
encuentro.
© Julio Noel
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