8
Una
calurosa mañana de principios de julio los reyes descansaban
apaciblemente bajo la sombra de un frondoso nogal en los jardines de
su palacio. Poco después se les unió la infanta doña Urraca, que
el día anterior había regresado de una larga estancia en Zamora. En
el jardín tan sólo se oía el susurro de una fuente que allí cerca
manaba y el dulce canto de los pajarillos que se cobijaban entre los
numerosos árboles que lo poblaban. El zafiro del cielo presagiaba un
día bochornoso.
—Hola,
feliz pareja. ¡Qué fresquitos estáis aquí!
—Por
algo es uno de los lugares más agradables del jardín.
La
infanta se sentó al lado de su hermano.
—No
quisiera incomodaros, pero me veo obligada a preguntaros cómo va
vuestro matrimonio y si ya hay alguna nueva de sus frutos.
Dos
amapolas tiñeron las blancas mejillas de la niña reina ante la
insinuación de su cuñada.
—Me
temo que no, queridísima hermana. Tú siempre tan preocupada por la
llegada de un sobrino.
—Ya
sabes que es lo que más deseo en este mundo, sobre todo si es tuyo.
—Me
halagas, estimada hermana.
Un
momentáneo silencio se interpuso entre los tres que no tardó en
romper doña Urraca.
—En
breve se casa Rodrigo Díaz con nuestra prima Jimena Díaz. Por lo
que veo, ha puesto sus ojos muy altos. ¿Quién nos iba a decir que
algún día iba a emparentar con nosotros, aunque sea con un
parentesco algo ya lejano?
—El
mundo da muchas vueltas, hermana, y Rodrigo tiene demasiada ambición.
—Ambición
es lo que no le falta, desde luego. ¿Y pensáis ir a la boda?
—No,
en absoluto. Ya es suficiente el regalo que le he hecho, que es el de
aprobar este matrimonio. Su acercamiento a nuestra familia no va a
conseguir que cambie mis planes. Seguirá donde está y como está.
—Me
parece una decisión acertada —comentó doña Urraca—. Por
cierto, se casará en Burgos, ¿no?
—Pues
no. Parece ser que se casará en Palencia. La familia de Jimena se ha
inclinado por esta ciudad para celebrar los esponsales.
—En
ese caso, casi nos vemos obligados a asistir, ¿no te parece?
—En
absoluto. En representación nuestra irá Elvira, que será portadora
de nuestro beneplácito y del obsequio que le hagamos.
El
fuego abrasador se dejaba sentir cada vez más, aunque bajo la espesa
fronda del nogal apenas se sentían sus efectos. Un sirviente de
palacio se acercó tímidamente hasta allí. Después de una profunda
reverencia, solicitó permiso para hablar. Don Alfonso se lo
concedió.
—Señor,
ha llegado un emisario del rey de Toledo. Dice que trae un mensaje
muy urgente para Vuestra Majestad.
—No
te ha dicho de qué se trata.
—No,
Señor.
—Bien,
hazle pasar. Lo recibiré aquí mismo.
Minutos
más tarde el mensajero de al-Mamún se postraba ante don Alfonso.
Éste le pidió que se levantara y que le comunicara el mensaje de su
amigo.
—Señor,
el rey al-Mamún solicita de Vuestra Majestad que le prestéis apoyo
en la próxima campaña que va a realizar contra la ciudad de
Córdoba. Os recuerda el pacto de amistad que firmasteis con él
durante vuestra estancia en Toledo, en especial las promesas de
colaboración y amistad que os hicisteis durante vuestra despedida.
Mi señor cree que ha llegado el momento de ejecutar ese pacto.
—Dile
a mi buen amigo Yahya que tendrá mi ayuda incondicional. No he
olvidado los favores que me ha hecho y el pacto de amistad que
rubricamos los dos en Toledo. ¿Cuándo piensa comenzar la campaña?
—Inmediatamente,
Señor. En cuanto llegue vuestra ayuda.
—Entonces
ya puedes partir para Toledo y decirle a tu señor que me pongo en
marcha ahora mismo.
El
mensajero se retiró al instante no sin antes hacer una profunda
reverencia a los soberanos y a la infanta. Una vez solos, doña
Urraca no pudo permanecer en silencio.
—¿De
veras piensas partir ahora mismo para Toledo?
—En
efecto. He dado mi palabra de honor y así pienso hacerlo. Un
caballero nunca debe faltar a su palabra y menos aún si ese
caballero es el rey.
—Podías
enviar parte de tus tropas al mando de García Ordóñez y quedarte
tú aquí. ¿Por qué tienes que arriesgarte en una campaña que no
es la tuya?
—Porque
mi honor y mi lealtad así me lo piden. Además, esa campaña aunque
no lo creas, querida hermana, también es la mía. Si al-Mamún gana
Córdoba para Toledo, las parias de este reino se incrementarán
considerablemente y por otra parte se disminuirá el poder de
al-Mutamid. Para acabar con los reinos taifas debo estrujarlos
económicamente y al mismo tiempo hacer que se enfrenten entre ellos.
Como ves, son mis intereses, nuestros intereses, los que defiendo.
Mientras
ocurría este diálogo entre don Alfonso y su hermana, el rostro de
doña Inés había pasado del rojo carmín al lívido atravesando
varios estadios intermedios. Desde su enlace matrimonial no se había
separado ni un solo día de su esposo. Ésta sería la primera prueba
a la que se iba a ver sometida en su nuevo estado. Nunca hasta
entonces se había sentido sola. ¿Cómo podría sobrellevar esa
situación de abandono y soledad ella que tan sólo era una tierna
niña?
—¿Has
pensado en Inés? No es más que una delicada niña, ¿qué va a
hacer en tu ausencia?
—Para
eso te tengo a ti, mi querida hermana. Tú cuidarás de ella como si
fuera tu propia hija.
—Puedes
estar seguro que así lo haré. No abandonaré a esta criatura sola
en este palacio. Procuraré estar a su lado todo el tiempo que dure
tu ausencia. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Doña
Inés no pudo contener sus emociones por más tiempo y se echó en
brazos de su cuñada con los ojos inmersos en un piélago de
lágrimas. Ella a su vez trató de consolarla oprimiéndola contra su
pecho.
—No
os pongáis melodramáticas que no vais a conseguir que cambie de
opinión. Mi deber es acudir en socorro de mi buen amigo al-Mamún y
nada ni nadie me va a hacer cambiar de mi propósito. ¿Qué ejemplo
sería yo para mis súbditos si flaqueara y cediera ante las lágrimas
de dos mujeres? ¿Qué valor infundiría en mis soldados si me
quedara cómodamente en mi palacio ante los ruegos y las súplicas de
mi esposa y mi hermana? El rey, el primer soldado de su ejército, ha
de ir a la cabeza de sus tropas para darles ánimo e infundir valor
en ellas con su ejemplo. Si me quedara aquí, no sería digno de
seguir llevando la corona sobre mi frente. Hoy mismo comenzaremos los
preparativos para salir cuanto antes al encuentro de las tropas de
al-Mamún y todos juntos nos dirigiremos a Córdoba para presentar
batalla a su rey y conquistar la ciudad califal. No hay más que
hablar.
—Ya
veo que tu concepto del honor y del deber es muy alto, pero deberías
pensar también un poco en tu esposa y en tu familia. Si me lo
permites, no creo que debieras arriesgar tu vida en tanto no tengas
descendencia. ¿Qué pasaría con tu sucesión y nuestra dinastía si
murieras en esta batalla? Deberías reflexionar un poco sobre las
consecuencias que un hecho así acarrearía.
—No
te preocupes por eso, mi querida hermana. Sabré cuidar en todo
momento de mi persona para no correr ese riesgo. Pero esto no es
óbice para permanecer aquí. Aparte de mi deber como rey de acudir
al campo de batalla, si permaneciera aquí no tendría sosiego
mientras durara el combate. No podría descansar ni de noche ni de
día. Yo estoy hecho para la acción y para dirigir a mis hombres en
el campo de batalla. Mi sangre hierve en mis venas y eso me impide
estar ocioso. Es algo que no puedo remediar.
Doña
Urraca seguía estrechando a la niña reina contra su pecho, que no
cesaba de sollozar. Sus bellos ojos acastañados se habían encendido
como ascuas al rojo vivo. Su macilento rostro estaba surcado por ríos
de lágrimas. Todo su aspecto era conmovedor.
—Ya
sé que la vida ociosa y sedentaria te aburre. Ya sé que la vida
palaciega te hastía. Ya sé que sólo disfrutas luchando en el campo
de batalla. Pero vuelve tus ojos sobre esta criatura que tienes a tu
lado. Mira en qué estado está y en qué estado la dejas. ¿No crees
que ella también se merece algo? ¿No crees que alguna vez también
deberías renunciar a tu orgullo, a tu honor, a tu deber, a tus
placeres en beneficio de quienes te rodean?
—Tal
vez sí, pero entonces debería dejar de ser quien soy. Yo he nacido
para la guerra, no para la paz; para la acción, no para la
inactividad; para el ejercicio de las armas, no para el sosiego de
las letras; para el campo de batalla, no para el claustro de un
monasterio; para trotar, cabalgar, correr, luchar contra el enemigo,
vencer o morir; pero no para encerrarme tras los muros de mi palacio
a esperar pasivamente el resultado de la contienda.
—Ya
veo que no te voy a hacer cambiar de opinión por mucho que lo
intente. Haz, pues, lo que debas hacer.
—Así
lo haré, queridísima hermana. En estos momentos sois las dos
personas que más amo en la Tierra. Por vosotras dos lo daría todo
en este mundo. Sin vosotras me sentiría solo y abandonado como un
náufrago en medio del océano. Pero mi deber y mi honor están por
encima de todo. Ellos me obligan a dejaros, aunque eso suponga
marcharme con el corazón roto en mil pedazos.
Doña
Urraca no quiso insistir más ante la firmeza inquebrantable de su
hermano. Era consciente de que sus súplicas no conseguirían
ablandar el corazón de don Alfonso ni tampoco lo lograrían las
lágrimas de doña Inés. Ambas vieron partir a su hermano y esposo
hacia una nueva aventura bélica de la que ignoraban cuál sería su
resultado.
Don
Alfonso con sus huestes partió para Toledo en auxilio de su buen
amigo al-Mamún, al que había prometido ayudar siempre que lo
necesitara. Las tropas aliadas de León y Toledo pusieron cerco a
Córdoba, pero no lograron derrocar a su gobernador, Abbad Siray
al-Dawla, que sería asesinado poco después, a comienzos del año
1075, por Hakan ibn Ukasa. Córdoba pasó a formar parte del reino de
Toledo merced a la alianza de Hakan con al-Mamún. Éste se trasladó
en el mes de febrero a la ciudad califal donde fue proclamado rey de
la misma. En ella halló la muerte por envenenamiento tal vez imbuido
por alguien próximo al gobernador asesinado.
A
la muerte de Al-Mamún heredó el trono de Toledo su nieto, el
endeble Yahya al-Qádir, que no tardaría en ver mermado su reino
tanto territorial como políticamente. El primero en aprovecharse de
su debilidad fue el emir al-Muqtadir de Zaragoza, que, al mando de un
poderoso ejército, sometió a vasallaje al emir Abu Bakr de
Valencia, que hasta entonces lo había sido de Toledo. Este hecho
tendría gran transcendencia en el futuro para Alfonso VI, pues
aparte del enorme desembolso económico que le hizo al-Muqtadir por
la taifa de Valencia, el tratado de paz y no injerencia firmado con
su abuelo sólo alcanzaba al propio al-Mamún y a su hijo, pero no a
su nieto. Así, pues, la inesperada muerte de al-Mamún vino a dejar
al rey de León con las manos libres para actuar en el futuro como le
pluguiese.
© Julio Noel
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