miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 8


  
                                                                   8


           Una calurosa mañana de principios de julio los reyes descansaban apaciblemente bajo la sombra de un frondoso nogal en los jardines de su palacio. Poco después se les unió la infanta doña Urraca, que el día anterior había regresado de una larga estancia en Zamora. En el jardín tan sólo se oía el susurro de una fuente que allí cerca manaba y el dulce canto de los pajarillos que se cobijaban entre los numerosos árboles que lo poblaban. El zafiro del cielo presagiaba un día bochornoso.
—Hola, feliz pareja. ¡Qué fresquitos estáis aquí!
—Por algo es uno de los lugares más agradables del jardín.
La infanta se sentó al lado de su hermano.
—No quisiera incomodaros, pero me veo obligada a preguntaros cómo va vuestro matrimonio y si ya hay alguna nueva de sus frutos.
Dos amapolas tiñeron las blancas mejillas de la niña reina ante la insinuación de su cuñada.
—Me temo que no, queridísima hermana. Tú siempre tan preocupada por la llegada de un sobrino.
—Ya sabes que es lo que más deseo en este mundo, sobre todo si es tuyo.
—Me halagas, estimada hermana.
Un momentáneo silencio se interpuso entre los tres que no tardó en romper doña Urraca.
—En breve se casa Rodrigo Díaz con nuestra prima Jimena Díaz. Por lo que veo, ha puesto sus ojos muy altos. ¿Quién nos iba a decir que algún día iba a emparentar con nosotros, aunque sea con un parentesco algo ya lejano?
—El mundo da muchas vueltas, hermana, y Rodrigo tiene demasiada ambición.
—Ambición es lo que no le falta, desde luego. ¿Y pensáis ir a la boda?
—No, en absoluto. Ya es suficiente el regalo que le he hecho, que es el de aprobar este matrimonio. Su acercamiento a nuestra familia no va a conseguir que cambie mis planes. Seguirá donde está y como está.
—Me parece una decisión acertada —comentó doña Urraca—. Por cierto, se casará en Burgos, ¿no?
—Pues no. Parece ser que se casará en Palencia. La familia de Jimena se ha inclinado por esta ciudad para celebrar los esponsales.
—En ese caso, casi nos vemos obligados a asistir, ¿no te parece?
—En absoluto. En representación nuestra irá Elvira, que será portadora de nuestro beneplácito y del obsequio que le hagamos.
El fuego abrasador se dejaba sentir cada vez más, aunque bajo la espesa fronda del nogal apenas se sentían sus efectos. Un sirviente de palacio se acercó tímidamente hasta allí. Después de una profunda reverencia, solicitó permiso para hablar. Don Alfonso se lo concedió.
—Señor, ha llegado un emisario del rey de Toledo. Dice que trae un mensaje muy urgente para Vuestra Majestad.
—No te ha dicho de qué se trata.
—No, Señor.
—Bien, hazle pasar. Lo recibiré aquí mismo.
Minutos más tarde el mensajero de al-Mamún se postraba ante don Alfonso. Éste le pidió que se levantara y que le comunicara el mensaje de su amigo.
—Señor, el rey al-Mamún solicita de Vuestra Majestad que le prestéis apoyo en la próxima campaña que va a realizar contra la ciudad de Córdoba. Os recuerda el pacto de amistad que firmasteis con él durante vuestra estancia en Toledo, en especial las promesas de colaboración y amistad que os hicisteis durante vuestra despedida. Mi señor cree que ha llegado el momento de ejecutar ese pacto.
—Dile a mi buen amigo Yahya que tendrá mi ayuda incondicional. No he olvidado los favores que me ha hecho y el pacto de amistad que rubricamos los dos en Toledo. ¿Cuándo piensa comenzar la campaña?
—Inmediatamente, Señor. En cuanto llegue vuestra ayuda.
—Entonces ya puedes partir para Toledo y decirle a tu señor que me pongo en marcha ahora mismo.
El mensajero se retiró al instante no sin antes hacer una profunda reverencia a los soberanos y a la infanta. Una vez solos, doña Urraca no pudo permanecer en silencio.
—¿De veras piensas partir ahora mismo para Toledo?
—En efecto. He dado mi palabra de honor y así pienso hacerlo. Un caballero nunca debe faltar a su palabra y menos aún si ese caballero es el rey.
—Podías enviar parte de tus tropas al mando de García Ordóñez y quedarte tú aquí. ¿Por qué tienes que arriesgarte en una campaña que no es la tuya?
—Porque mi honor y mi lealtad así me lo piden. Además, esa campaña aunque no lo creas, querida hermana, también es la mía. Si al-Mamún gana Córdoba para Toledo, las parias de este reino se incrementarán considerablemente y por otra parte se disminuirá el poder de al-Mutamid. Para acabar con los reinos taifas debo estrujarlos económicamente y al mismo tiempo hacer que se enfrenten entre ellos. Como ves, son mis intereses, nuestros intereses, los que defiendo.
Mientras ocurría este diálogo entre don Alfonso y su hermana, el rostro de doña Inés había pasado del rojo carmín al lívido atravesando varios estadios intermedios. Desde su enlace matrimonial no se había separado ni un solo día de su esposo. Ésta sería la primera prueba a la que se iba a ver sometida en su nuevo estado. Nunca hasta entonces se había sentido sola. ¿Cómo podría sobrellevar esa situación de abandono y soledad ella que tan sólo era una tierna niña?
—¿Has pensado en Inés? No es más que una delicada niña, ¿qué va a hacer en tu ausencia?
—Para eso te tengo a ti, mi querida hermana. Tú cuidarás de ella como si fuera tu propia hija.
—Puedes estar seguro que así lo haré. No abandonaré a esta criatura sola en este palacio. Procuraré estar a su lado todo el tiempo que dure tu ausencia. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Doña Inés no pudo contener sus emociones por más tiempo y se echó en brazos de su cuñada con los ojos inmersos en un piélago de lágrimas. Ella a su vez trató de consolarla oprimiéndola contra su pecho.
—No os pongáis melodramáticas que no vais a conseguir que cambie de opinión. Mi deber es acudir en socorro de mi buen amigo al-Mamún y nada ni nadie me va a hacer cambiar de mi propósito. ¿Qué ejemplo sería yo para mis súbditos si flaqueara y cediera ante las lágrimas de dos mujeres? ¿Qué valor infundiría en mis soldados si me quedara cómodamente en mi palacio ante los ruegos y las súplicas de mi esposa y mi hermana? El rey, el primer soldado de su ejército, ha de ir a la cabeza de sus tropas para darles ánimo e infundir valor en ellas con su ejemplo. Si me quedara aquí, no sería digno de seguir llevando la corona sobre mi frente. Hoy mismo comenzaremos los preparativos para salir cuanto antes al encuentro de las tropas de al-Mamún y todos juntos nos dirigiremos a Córdoba para presentar batalla a su rey y conquistar la ciudad califal. No hay más que hablar.
—Ya veo que tu concepto del honor y del deber es muy alto, pero deberías pensar también un poco en tu esposa y en tu familia. Si me lo permites, no creo que debieras arriesgar tu vida en tanto no tengas descendencia. ¿Qué pasaría con tu sucesión y nuestra dinastía si murieras en esta batalla? Deberías reflexionar un poco sobre las consecuencias que un hecho así acarrearía.
—No te preocupes por eso, mi querida hermana. Sabré cuidar en todo momento de mi persona para no correr ese riesgo. Pero esto no es óbice para permanecer aquí. Aparte de mi deber como rey de acudir al campo de batalla, si permaneciera aquí no tendría sosiego mientras durara el combate. No podría descansar ni de noche ni de día. Yo estoy hecho para la acción y para dirigir a mis hombres en el campo de batalla. Mi sangre hierve en mis venas y eso me impide estar ocioso. Es algo que no puedo remediar.
Doña Urraca seguía estrechando a la niña reina contra su pecho, que no cesaba de sollozar. Sus bellos ojos acastañados se habían encendido como ascuas al rojo vivo. Su macilento rostro estaba surcado por ríos de lágrimas. Todo su aspecto era conmovedor.
—Ya sé que la vida ociosa y sedentaria te aburre. Ya sé que la vida palaciega te hastía. Ya sé que sólo disfrutas luchando en el campo de batalla. Pero vuelve tus ojos sobre esta criatura que tienes a tu lado. Mira en qué estado está y en qué estado la dejas. ¿No crees que ella también se merece algo? ¿No crees que alguna vez también deberías renunciar a tu orgullo, a tu honor, a tu deber, a tus placeres en beneficio de quienes te rodean?
—Tal vez sí, pero entonces debería dejar de ser quien soy. Yo he nacido para la guerra, no para la paz; para la acción, no para la inactividad; para el ejercicio de las armas, no para el sosiego de las letras; para el campo de batalla, no para el claustro de un monasterio; para trotar, cabalgar, correr, luchar contra el enemigo, vencer o morir; pero no para encerrarme tras los muros de mi palacio a esperar pasivamente el resultado de la contienda.
—Ya veo que no te voy a hacer cambiar de opinión por mucho que lo intente. Haz, pues, lo que debas hacer.
—Así lo haré, queridísima hermana. En estos momentos sois las dos personas que más amo en la Tierra. Por vosotras dos lo daría todo en este mundo. Sin vosotras me sentiría solo y abandonado como un náufrago en medio del océano. Pero mi deber y mi honor están por encima de todo. Ellos me obligan a dejaros, aunque eso suponga marcharme con el corazón roto en mil pedazos.
Doña Urraca no quiso insistir más ante la firmeza inquebrantable de su hermano. Era consciente de que sus súplicas no conseguirían ablandar el corazón de don Alfonso ni tampoco lo lograrían las lágrimas de doña Inés. Ambas vieron partir a su hermano y esposo hacia una nueva aventura bélica de la que ignoraban cuál sería su resultado.
Don Alfonso con sus huestes partió para Toledo en auxilio de su buen amigo al-Mamún, al que había prometido ayudar siempre que lo necesitara. Las tropas aliadas de León y Toledo pusieron cerco a Córdoba, pero no lograron derrocar a su gobernador, Abbad Siray al-Dawla, que sería asesinado poco después, a comienzos del año 1075, por Hakan ibn Ukasa. Córdoba pasó a formar parte del reino de Toledo merced a la alianza de Hakan con al-Mamún. Éste se trasladó en el mes de febrero a la ciudad califal donde fue proclamado rey de la misma. En ella halló la muerte por envenenamiento tal vez imbuido por alguien próximo al gobernador asesinado.
A la muerte de Al-Mamún heredó el trono de Toledo su nieto, el endeble Yahya al-Qádir, que no tardaría en ver mermado su reino tanto territorial como políticamente. El primero en aprovecharse de su debilidad fue el emir al-Muqtadir de Zaragoza, que, al mando de un poderoso ejército, sometió a vasallaje al emir Abu Bakr de Valencia, que hasta entonces lo había sido de Toledo. Este hecho tendría gran transcendencia en el futuro para Alfonso VI, pues aparte del enorme desembolso económico que le hizo al-Muqtadir por la taifa de Valencia, el tratado de paz y no injerencia firmado con su abuelo sólo alcanzaba al propio al-Mamún y a su hijo, pero no a su nieto. Así, pues, la inesperada muerte de al-Mamún vino a dejar al rey de León con las manos libres para actuar en el futuro como le pluguiese.

            © Julio Noel 

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