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Doña
Sancha, reina de León, consorte de don Fernando, le pidió a éste
que reedificara la vieja iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo
para convertirla en un nuevo lugar de oración y en el panteón donde
reposaran sus restos y los de sus descendientes por toda la
eternidad. El rey accedió gustoso a la petición de su amada esposa.
Así, ya durante su reinado se iniciaron las obras de reconstrucción
del nuevo templo, mucho más sólido que el anterior, erigido con
materiales también más nobles, como la piedra y el mármol. A su
muerte, ambos egregios monarcas fueron enterrados en lo que no
tardaría en convertirse en el Panteón de los Reyes de León.
Para
dar mayor solemnidad al nuevo templo, don Fernando mandó trasladar
al mismo las reliquias de Santa Justa de Sevilla. Envió a la ciudad
hispalense una delegación presidida por los obispos Alvito de León,
Ordoño de Astorga y el conde Nuño para que gestionaran
correctamente su traslado. Ya en Sevilla, la delegación enviada por
don Fernando no pudo hallar los restos de Santa Justa, encontrando en
su lugar los de San Isidoro, el que fuera obispo de la ciudad. La
delegación regresó muy ufana a León con los preciados restos del
afamado santo hispalense. En la vetusta Legione se les rindió
una calurosa acogida con pomposas celebraciones presididas por los
propios reyes, a las que asistió gran parte de la nobleza y el clero
de todo el reino. A continuación los restos del santo fueron
depositados en una tumba dorada bajo el altar de San Juan Bautista en
el interior del nuevo templo que se estaba edificando, cuya
advocación quedó bajo los auspicios del nuevo santo. A partir de
entonces dejó de llamarse iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo
para pasar a denominarse basílica de San Isidoro de León. Con las
reliquias del obispo hispalense, máximo exponente de las creencias y
el sentir religioso visigótico español, San Isidoro se convertiría
en el preservador por antonomasia de la remembranza de los reyes de
León.
Lucía
un espléndido día de primavera sobre la regia ciudad de León. En
los chopos de las riberas del Bernesga y del Torío ya despuntaban
los botones que no tardarían en dar paso a las nuevas hojas,
lustrosas, de un verde amarillento, que llenarían de sombra y
frescor las márgenes de ambos ríos durante los ardorosos días de
verano. Los álamos, de un tono más blanquecino en sus troncos,
también dejaban entrever sus pequeñas yemas. Los alisos, con su
gran fronda de verde oscuro cuya sombra hace las delicias de quien se
acerca sudoroso y extenuado a la orilla del río, ya empezaban a
mostrar sus pegajosos brotes. En los salgueros colgaban
alegremente las colitas de gato, que pronto darían paso a las hojas
de un gris plateado.
La
ciudad vivía un día más sumergida en sus preocupaciones cotidianas
en medio de un hervidero de gentes hacendosas y honradas. Los
tenderos y mesoneros habían abierto ya sus puertas para atender
solícitos a los potenciales clientes. Los labriegos y menestrales
acudían a sus trabajos. Zapateros, curtidores, alabarderos,
carpinteros, herreros, en fin, todos cuantos vivían de su oficio
hacía horas que se afanaban en sus quehaceres. Y es que León era el
más claro exponente de la clase burguesa de aquel entonces.
Don
Alfonso y doña Inés habían estado paseando por los jardines de su
palacio para desentumecer sus miembros y respirar el aire puro de la
mañana. Acababan de regresar al salón. Allí los esperaba doña
Urraca, que había declinado acompañarlos en su caminata matinal.
Los reyes tomaron asiento al lado de la infanta.
—¿Ya
os habéis cansado de pasear? —les preguntó amablemente doña
Urraca mientras tomaban asiento.
—No
exactamente, pero Inés prefiere retirarse aquí antes de que
comience a calentar el sol. Su piel es demasiado delicada para
soportar los rigores que se avecinan.
A
pesar de hallarse al comienzo de la primavera, el día prometía ser
caluroso. Algo bastante inusual en León.
—Y
bien, ¿cómo va vuestro matrimonio? ¿Aún no hay señales de un
futuro heredero?
Las
níveas mejillas de doña Inés se tiñeron de un subido carmín al
escuchar el inofensivo comentario de su cuñada.
—Todavía
no, querida hermana, pero no perdemos la esperanza. No tardaremos en
darte un sobrinito para que puedas gozar de él.
—No
te puedes imaginar la ilusión que me haría. ¡Tengo tantas ganas de
tener sobrinos...!
Doña
Urraca exhaló un profundo suspiro de lo más hondo de sus entrañas.
Tal vez con él arrancaba la congoja que la consumía interiormente
por no poder ser madre. Había prometido permanecer célibe hasta la
muerte para no perder el infantazgo que heredó de sus padres. Fue
condición sine qua non. De no ser por ese impedimento, tal
vez podría tener hijos ya adolescentes, pero su vida se vio enfocada
hacia la Iglesia y sus obras benéficas. No tuvo elección.
—A
todo esto, ¿cómo llevas los proyectos de San Isidoro?
—Van
muy bien, Alfonso, aunque un poco despacio. Me temo que han de pasar
muchos años antes de que veamos sus frutos. De momento nos
conformaremos con el edificio tal como lo dejaron nuestros padres.
Tengo grandes proyectos para convertirlo en un referente nacional en
un futuro no muy lejano.
—¿Ah,
sí? ¿Qué piensas hacer con él?
—No
está decidido aún, pero estamos pensando ampliar la iglesia bajo
las nuevas directrices que nos vienen de Europa. Sería dar al
edificio que nos legaron nuestros padres un aire más románico.
Habría que ampliar el transepto y abrir nuevas puertas. También
quiero darle un aire mucho más majestuoso al panteón donde se
hallan enterrados nuestros progenitores. El resultado final será un
conjunto armónico bajo las más estrictas normas del arte románico.
Quiero que los siglos venideros admiren esta bella obra de arte que
saldrá de nuestras manos y que al mismo tiempo sea el orgullo de
todos los leoneses.
—Me
parece una idea estupenda, aunque no sé si podrás llevarla a cabo
tú sola. Ya sabes que si no alcanza tu patrimonio para sufragar
todas las obras, puedes contar con mi ayuda. No dudaré en dártela
siempre que la necesites.
—Lo
sé, Alfonso. Sé que jamás me abandonarás en los momentos
difíciles, pero por ahora no creo que sea necesaria tu mediación.
Sabes que las rentas de mi infantado son cuantiosas y que, entre
otras obligaciones, tengo que colaborar al sostenimiento de las
iglesias y monasterios que han quedado bajo mi amparo, con lo que
pretendo liberar mi alma de las penas del infierno. No estaría bien
que te demandara ayuda mientras tenga yo rentas que me permitan
sufragar todos los gastos.
—Sé
muy bien cómo funciona el infantado y las rentas que te produce,
pero no sabemos el costo real al que puede ascender la magna obra que
te has propuesto. Por eso, si te vieras en dificultades, no dudes en
acudir a mí.
Don
Alfonso siempre se mostraba liberal con los deseos y proyectos de su
hermana mayor.
—Así
lo haré si las circunstancias lo requieren.
Doña
Urraca había recibido como patrimonio la mitad del infantazgo de sus
padres. La otra mitad la había heredado su hermana doña Elvira.
Comprendía la mayor parte de las iglesias y monasterios de León y
una buena parte de los de Castilla. Entre otros, se hallaban bajo su
jurisdicción los monasterios de San Isidoro de León, San Salvador
de Palat del Rey, San Benito de Sahagún de Campos, San Zoilo de
Carrión, Covarrubias y cerca de un centenar de villas e iglesias con
sus rentas y señoríos y toda clase de prerrogativas eclesiásticas.
Su poder era tal, que venía a constituir algo así como un pequeño
estado dentro del estado. De acuerdo con la tradición visigótica y
el rito hispánico, la infanta tenía poder en su jurisdicción para
nombrar la mayor parte de los cargos eclesiásticos y oficios
clericales. También decidía acerca de las obras que se debían
llevar a cabo en los distintos monumentos y edificios eclesiásticos,
sufragando la mayor parte de sus costos. Por otra parte, las
donaciones dadas a la Iglesia eran cuantiosas. Estas donaciones, que
a veces podían consistir hasta en una iglesia o una villa entera, en
otras podían ser grandes cantidades de dinero u objetos sacros de un
valor incalculable, las hacía para que los monjes intercedieran por
ella y por sus allegados con misas y sufragios para la salvación de
su alma. El temor a la condenación eterna en la Edad Media estaba
muy arraigado. Desde el príncipe hasta el último de los villanos
temía por la condenación de su alma. Prueba de ello eran las
abundantes escenas sobre las penas del infierno que inundaban sus
templos. Dibujos y grabados arquitectónicos representaban con
crudeza las terribles penas a las que se veían sometidas las almas
condenadas. Por eso, no dudaban en comprar la salvación eterna de su
alma con toda clase de donaciones y beneficios. Los bienes materiales
estaban supeditados a los bienes eternos.
—Y
bien, mi querida hermana, ¿no nos puedes adelantar un poco cómo
será ese edificio tan maravilloso que nos has anunciado?
—En
principio, se trataría de derribar parte del templo actual para
adaptarlo al nuevo estilo que nos viene de Francia. Sus paredes serán
más recias y consistentes que las actuales. Su interior será
abovedado y oscuro, con ventanas muy estrechas de medio punto, para
llamar al recogimiento de los fieles. No conviene que las banalidades
del mundo exterior perturben la paz y el recogimiento de las almas
devotas que oren en su interior. Seguirá constando de tres naves, a
las que se añadirá un crucero para ampliar el espacio interior.
También se abrirán nuevas puertas que le darán mayor suntuosidad.
Todo ello irá bellamente decorado de acuerdo con las nuevas
corrientes arquitectónicas. Pero donde tengo puesto todo mi corazón
es en el Panteón. Quiero que esta pequeña necrópolis de nuestro
linaje se convierta en la admiración de los siglos venideros por su
riqueza decorativa. Aparte de la riqueza arquitectónica que allí se
despliegue, deslumbrará por los hermosos grabados que decorarán sus
techos y paredes. El lugar donde reposen nuestros restos y los de
toda nuestra familia ha de convertirse en el máximo exponente de la
ciudad de León, que por algo es la capital del reino más importante
de la Península. No cejaré en mi empeño hasta conseguirlo.
—Me
parece una idea maravillosa. Que nuestro Señor te conceda larga vida
para que puedas verlo acabado.
—Espero
que así sea, aunque es un proyecto muy ambicioso, por lo que se
necesitarán muchos años para verlo realizado y nuestras vidas son
demasiado breves. Si Dios nuestro Señor en su infinita bondad no me
permite verlo terminado, otros vendrán detrás de mí que podrán
concluirlo. Lo importante es ponerlo en marcha y que un día se
culmine esta magna obra.
—No
te quepa la menor duda que así sucederá, querida hermana. Y ahora
podríamos dar un breve paseo por el claustro para hacer algo de
ejercicio antes del almuerzo. Mi amantísima esposa se está
aburriendo con nuestra conversación. Conviene que se distraiga un
poco.
La
nívea cara de doña Inés, que había permanecido en silencio
durante todo este tiempo, se cubrió de un subido carmín al sentirse
aludida por su esposo. Ella había preferido escuchar y mantenerse al
margen de los proyectos arquitectónicos de su cuñada. No quería
interferir en ellos ni se sentía capacitada para hacerlo. Aparte de
no ser más que una niña, llevaba todavía muy pocos meses en León
como para conocer su historia y sus necesidades.
—Por
mí podéis seguir con vuestra conversación. Estoy encantada de
escucharos.
—Nada
de eso, mi tierna niña. Vamos a pasear por el claustro para
desentumecer nuestros miembros. Ya tendremos tiempo de volver sobre
este tema.
La
pareja real se dispuso a abandonar el salón en tanto que doña
Urraca optó por encaminarse a su alcoba.
—¿No
nos acompañas, Urraca?
—Prefiero
recogerme en mis aposentos hasta la hora del almuerzo. Disfrutad del
paseo.
Doña
Urraca, con sus ya cuarenta años, sabía respetar los momentos de
intimidad de la pareja real. Quería ayudar a su hermano en todo lo
que éste necesitara, pero no pretendía ser una carga gravosa para
el matrimonio. Su discreción le hacía ver cuándo estaba de más su
presencia a su lado.
Hallábanse
de nuevo reunidos don Alfonso y doña Urraca para tratar entre ambos
asuntos de estado que no admitían demora. Doña Inés se había
retirado discretamente a sus aposentos para descansar unas horas y
permitir, al mismo tiempo, que su esposo y su cuñada resolvieran los
problemas que concernían al reino. Ella era todavía muy niña para
ocuparse de asuntos tan serios. De buen grado se ocuparía antes de
los juegos propios de su edad que de las guerras o el gobierno del
reino. Los dos hermanos comentaban los acontecimientos que habían
ocurrido en los últimos tiempos, sobre todo las desmesuradas ansias
de poder de su hermano Sancho, que lo habían conducido a su fatídico
final. Desde que eran niños había ambicionado todo el reino de sus
padres y no paró hasta conseguirlo, mas, como hemos visto, esto le
costó muy caro. Aunque el desenlace final del cerco de Zamora ya se
iba alejando algo en el tiempo, sin embargo, en ambos hermanos se
producía un doble sentimiento a la hora de recordar aquellos hechos.
Si por un lado se habían visto beneficiados con la muerte de su
hermano mayor, que con su fortuita desaparición les había dejado el
camino expedito para reunificar en la persona de don Alfonso todo el
legado de sus padres, por otro, no dejaban de lamentar tan triste
pérdida. A pesar de que a ninguno de los dos les había inspirado
demasiadas simpatías en vida, sin embargo, a doña Urraca aún se le
escapaba de cuando en cuando alguna lágrima furtiva al recordarlo.
No en vano corría la misma sangre por sus venas.
—Ya
han transcurrido varios meses desde el desenlace final del cerco de
Zamora. Es llegada la hora de que organices tus mesnadas ante un
posible ataque de nuestros enemigos.
—En
estos momentos no temo la acometida inminente de nadie. Tanto
nuestros primos los reyes de Navarra y Aragón, como los propios
reyes taifas están más preocupados por pacificar sus respectivos
reinos que por lanzar una ofensiva contra el nuestro.
—No
obstante, sería bueno que no te descuidaras. ¿Ya has pensado en
quién vas a poner a la cabeza de tus tropas? Ya sabes que Sancho
nombró alférez de las suyas a Rodrigo, pero yo no te lo recomiendo.
A pesar de haberse criado entre nosotros y de la fidelidad que le
mostró siempre su padre al nuestro, no acabo de confiar en él. No
sé qué tiene que me inspira cierta desconfianza.
—Pues
ya somos dos, querida hermana. Rodrigo siempre se inclinó más por
Sancho que por todos nosotros. No sé si era por ser el mayor y eso
le hacía pensar que heredaría todo el reino o porque le inspiraba
más simpatías que los demás. El caso es que no se separaba de
Sancho, mientras que a nosotros nos miraba con cierto recelo y
bastante distanciamiento. Además, en la ignominia de Golpejera estoy
seguro que detrás de Sancho estuvo la mano de Rodrigo. No sé qué
pretendía conseguir de él y nunca lo sabremos, pero creo que entre
los dos tramaban algo de gran trascendencia para el futuro de León y
de España entera.
—Yo
también lo creo —doña Urraca se cubrió los hombros con una
mantilla, pues a medida que transcurrían las horas el ambiente iba
refrescando—. A pesar de que Sancho deseaba por encima de todo
hacerse con el reino de León, por ser el reino hegemónico, no
obstante se le veía una predilección especial por Castilla. Era
como si con el tiempo quisiera convertir en reino hegemónico a
Castilla y nublar a León.
Don
Alfonso dejó su asiento para dar un breve paseo por la estancia. Con
las manos cruzadas a la espalda, meditaba las palabras de su hermana.
—Es
posible que pretendiera algo de eso —comentó después de unos
instantes de silencio—. En cierta ocasión, tras el reparto de
nuestros padres, me hizo una confidencia. Me dijo que si no lograba
reunir en su persona todo el patrimonio paterno, engrandecería tanto
a Castilla que León quedaría totalmente eclipsado. Y me temo que se
alió con Rodrigo para llevar a cabo su propósito. Nunca ha entrado
en mis planes nombrar jefe de mis tropas al de Vivar. En vida de
Sancho luchó siempre contra mis huestes. Aunque sólo sea por eso,
no debo confiárselas a él.
—Entonces,
¿en quién piensas?
—En
García Ordóñez. Es noble, valiente, leal y buen caballero. Siempre
me ha sido fiel. En él tengo depositada toda mi confianza.
—Me
parece acertada la elección. Ojalá el tiempo no nos haga ver que
estamos equivocados.
—Eso
espero.
—Ahora
tengo que dejarte, Alfonso. Mis obligaciones me reclaman.
Los
dos hermanos dieron por finalizada la reunión. Doña Urraca se
retiró a sus aposentos a rezar sus oraciones vespertinas. Don
Alfonso salió a pasear por los jardines de palacio mientras su
cabeza seguía reflexionando sobre futuros planes para su reino.
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