miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 7


    
                                                                  7


           Doña Sancha, reina de León, consorte de don Fernando, le pidió a éste que reedificara la vieja iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo para convertirla en un nuevo lugar de oración y en el panteón donde reposaran sus restos y los de sus descendientes por toda la eternidad. El rey accedió gustoso a la petición de su amada esposa. Así, ya durante su reinado se iniciaron las obras de reconstrucción del nuevo templo, mucho más sólido que el anterior, erigido con materiales también más nobles, como la piedra y el mármol. A su muerte, ambos egregios monarcas fueron enterrados en lo que no tardaría en convertirse en el Panteón de los Reyes de León.
Para dar mayor solemnidad al nuevo templo, don Fernando mandó trasladar al mismo las reliquias de Santa Justa de Sevilla. Envió a la ciudad hispalense una delegación presidida por los obispos Alvito de León, Ordoño de Astorga y el conde Nuño para que gestionaran correctamente su traslado. Ya en Sevilla, la delegación enviada por don Fernando no pudo hallar los restos de Santa Justa, encontrando en su lugar los de San Isidoro, el que fuera obispo de la ciudad. La delegación regresó muy ufana a León con los preciados restos del afamado santo hispalense. En la vetusta Legione se les rindió una calurosa acogida con pomposas celebraciones presididas por los propios reyes, a las que asistió gran parte de la nobleza y el clero de todo el reino. A continuación los restos del santo fueron depositados en una tumba dorada bajo el altar de San Juan Bautista en el interior del nuevo templo que se estaba edificando, cuya advocación quedó bajo los auspicios del nuevo santo. A partir de entonces dejó de llamarse iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo para pasar a denominarse basílica de San Isidoro de León. Con las reliquias del obispo hispalense, máximo exponente de las creencias y el sentir religioso visigótico español, San Isidoro se convertiría en el preservador por antonomasia de la remembranza de los reyes de León.
Lucía un espléndido día de primavera sobre la regia ciudad de León. En los chopos de las riberas del Bernesga y del Torío ya despuntaban los botones que no tardarían en dar paso a las nuevas hojas, lustrosas, de un verde amarillento, que llenarían de sombra y frescor las márgenes de ambos ríos durante los ardorosos días de verano. Los álamos, de un tono más blanquecino en sus troncos, también dejaban entrever sus pequeñas yemas. Los alisos, con su gran fronda de verde oscuro cuya sombra hace las delicias de quien se acerca sudoroso y extenuado a la orilla del río, ya empezaban a mostrar sus pegajosos brotes. En los salgueros colgaban alegremente las colitas de gato, que pronto darían paso a las hojas de un gris plateado.
La ciudad vivía un día más sumergida en sus preocupaciones cotidianas en medio de un hervidero de gentes hacendosas y honradas. Los tenderos y mesoneros habían abierto ya sus puertas para atender solícitos a los potenciales clientes. Los labriegos y menestrales acudían a sus trabajos. Zapateros, curtidores, alabarderos, carpinteros, herreros, en fin, todos cuantos vivían de su oficio hacía horas que se afanaban en sus quehaceres. Y es que León era el más claro exponente de la clase burguesa de aquel entonces.
Don Alfonso y doña Inés habían estado paseando por los jardines de su palacio para desentumecer sus miembros y respirar el aire puro de la mañana. Acababan de regresar al salón. Allí los esperaba doña Urraca, que había declinado acompañarlos en su caminata matinal. Los reyes tomaron asiento al lado de la infanta.
—¿Ya os habéis cansado de pasear? —les preguntó amablemente doña Urraca mientras tomaban asiento.
—No exactamente, pero Inés prefiere retirarse aquí antes de que comience a calentar el sol. Su piel es demasiado delicada para soportar los rigores que se avecinan.
A pesar de hallarse al comienzo de la primavera, el día prometía ser caluroso. Algo bastante inusual en León.
—Y bien, ¿cómo va vuestro matrimonio? ¿Aún no hay señales de un futuro heredero?
Las níveas mejillas de doña Inés se tiñeron de un subido carmín al escuchar el inofensivo comentario de su cuñada.
—Todavía no, querida hermana, pero no perdemos la esperanza. No tardaremos en darte un sobrinito para que puedas gozar de él.
—No te puedes imaginar la ilusión que me haría. ¡Tengo tantas ganas de tener sobrinos...!
Doña Urraca exhaló un profundo suspiro de lo más hondo de sus entrañas. Tal vez con él arrancaba la congoja que la consumía interiormente por no poder ser madre. Había prometido permanecer célibe hasta la muerte para no perder el infantazgo que heredó de sus padres. Fue condición sine qua non. De no ser por ese impedimento, tal vez podría tener hijos ya adolescentes, pero su vida se vio enfocada hacia la Iglesia y sus obras benéficas. No tuvo elección.
—A todo esto, ¿cómo llevas los proyectos de San Isidoro?
—Van muy bien, Alfonso, aunque un poco despacio. Me temo que han de pasar muchos años antes de que veamos sus frutos. De momento nos conformaremos con el edificio tal como lo dejaron nuestros padres. Tengo grandes proyectos para convertirlo en un referente nacional en un futuro no muy lejano.
—¿Ah, sí? ¿Qué piensas hacer con él?
—No está decidido aún, pero estamos pensando ampliar la iglesia bajo las nuevas directrices que nos vienen de Europa. Sería dar al edificio que nos legaron nuestros padres un aire más románico. Habría que ampliar el transepto y abrir nuevas puertas. También quiero darle un aire mucho más majestuoso al panteón donde se hallan enterrados nuestros progenitores. El resultado final será un conjunto armónico bajo las más estrictas normas del arte románico. Quiero que los siglos venideros admiren esta bella obra de arte que saldrá de nuestras manos y que al mismo tiempo sea el orgullo de todos los leoneses.
—Me parece una idea estupenda, aunque no sé si podrás llevarla a cabo tú sola. Ya sabes que si no alcanza tu patrimonio para sufragar todas las obras, puedes contar con mi ayuda. No dudaré en dártela siempre que la necesites.
—Lo sé, Alfonso. Sé que jamás me abandonarás en los momentos difíciles, pero por ahora no creo que sea necesaria tu mediación. Sabes que las rentas de mi infantado son cuantiosas y que, entre otras obligaciones, tengo que colaborar al sostenimiento de las iglesias y monasterios que han quedado bajo mi amparo, con lo que pretendo liberar mi alma de las penas del infierno. No estaría bien que te demandara ayuda mientras tenga yo rentas que me permitan sufragar todos los gastos.
—Sé muy bien cómo funciona el infantado y las rentas que te produce, pero no sabemos el costo real al que puede ascender la magna obra que te has propuesto. Por eso, si te vieras en dificultades, no dudes en acudir a mí.
Don Alfonso siempre se mostraba liberal con los deseos y proyectos de su hermana mayor.
—Así lo haré si las circunstancias lo requieren.
Doña Urraca había recibido como patrimonio la mitad del infantazgo de sus padres. La otra mitad la había heredado su hermana doña Elvira. Comprendía la mayor parte de las iglesias y monasterios de León y una buena parte de los de Castilla. Entre otros, se hallaban bajo su jurisdicción los monasterios de San Isidoro de León, San Salvador de Palat del Rey, San Benito de Sahagún de Campos, San Zoilo de Carrión, Covarrubias y cerca de un centenar de villas e iglesias con sus rentas y señoríos y toda clase de prerrogativas eclesiásticas. Su poder era tal, que venía a constituir algo así como un pequeño estado dentro del estado. De acuerdo con la tradición visigótica y el rito hispánico, la infanta tenía poder en su jurisdicción para nombrar la mayor parte de los cargos eclesiásticos y oficios clericales. También decidía acerca de las obras que se debían llevar a cabo en los distintos monumentos y edificios eclesiásticos, sufragando la mayor parte de sus costos. Por otra parte, las donaciones dadas a la Iglesia eran cuantiosas. Estas donaciones, que a veces podían consistir hasta en una iglesia o una villa entera, en otras podían ser grandes cantidades de dinero u objetos sacros de un valor incalculable, las hacía para que los monjes intercedieran por ella y por sus allegados con misas y sufragios para la salvación de su alma. El temor a la condenación eterna en la Edad Media estaba muy arraigado. Desde el príncipe hasta el último de los villanos temía por la condenación de su alma. Prueba de ello eran las abundantes escenas sobre las penas del infierno que inundaban sus templos. Dibujos y grabados arquitectónicos representaban con crudeza las terribles penas a las que se veían sometidas las almas condenadas. Por eso, no dudaban en comprar la salvación eterna de su alma con toda clase de donaciones y beneficios. Los bienes materiales estaban supeditados a los bienes eternos.
—Y bien, mi querida hermana, ¿no nos puedes adelantar un poco cómo será ese edificio tan maravilloso que nos has anunciado?
—En principio, se trataría de derribar parte del templo actual para adaptarlo al nuevo estilo que nos viene de Francia. Sus paredes serán más recias y consistentes que las actuales. Su interior será abovedado y oscuro, con ventanas muy estrechas de medio punto, para llamar al recogimiento de los fieles. No conviene que las banalidades del mundo exterior perturben la paz y el recogimiento de las almas devotas que oren en su interior. Seguirá constando de tres naves, a las que se añadirá un crucero para ampliar el espacio interior. También se abrirán nuevas puertas que le darán mayor suntuosidad. Todo ello irá bellamente decorado de acuerdo con las nuevas corrientes arquitectónicas. Pero donde tengo puesto todo mi corazón es en el Panteón. Quiero que esta pequeña necrópolis de nuestro linaje se convierta en la admiración de los siglos venideros por su riqueza decorativa. Aparte de la riqueza arquitectónica que allí se despliegue, deslumbrará por los hermosos grabados que decorarán sus techos y paredes. El lugar donde reposen nuestros restos y los de toda nuestra familia ha de convertirse en el máximo exponente de la ciudad de León, que por algo es la capital del reino más importante de la Península. No cejaré en mi empeño hasta conseguirlo.
—Me parece una idea maravillosa. Que nuestro Señor te conceda larga vida para que puedas verlo acabado.
—Espero que así sea, aunque es un proyecto muy ambicioso, por lo que se necesitarán muchos años para verlo realizado y nuestras vidas son demasiado breves. Si Dios nuestro Señor en su infinita bondad no me permite verlo terminado, otros vendrán detrás de mí que podrán concluirlo. Lo importante es ponerlo en marcha y que un día se culmine esta magna obra.
—No te quepa la menor duda que así sucederá, querida hermana. Y ahora podríamos dar un breve paseo por el claustro para hacer algo de ejercicio antes del almuerzo. Mi amantísima esposa se está aburriendo con nuestra conversación. Conviene que se distraiga un poco.
La nívea cara de doña Inés, que había permanecido en silencio durante todo este tiempo, se cubrió de un subido carmín al sentirse aludida por su esposo. Ella había preferido escuchar y mantenerse al margen de los proyectos arquitectónicos de su cuñada. No quería interferir en ellos ni se sentía capacitada para hacerlo. Aparte de no ser más que una niña, llevaba todavía muy pocos meses en León como para conocer su historia y sus necesidades.
—Por mí podéis seguir con vuestra conversación. Estoy encantada de escucharos.
—Nada de eso, mi tierna niña. Vamos a pasear por el claustro para desentumecer nuestros miembros. Ya tendremos tiempo de volver sobre este tema.
La pareja real se dispuso a abandonar el salón en tanto que doña Urraca optó por encaminarse a su alcoba.
—¿No nos acompañas, Urraca?
—Prefiero recogerme en mis aposentos hasta la hora del almuerzo. Disfrutad del paseo.
Doña Urraca, con sus ya cuarenta años, sabía respetar los momentos de intimidad de la pareja real. Quería ayudar a su hermano en todo lo que éste necesitara, pero no pretendía ser una carga gravosa para el matrimonio. Su discreción le hacía ver cuándo estaba de más su presencia a su lado.

Hallábanse de nuevo reunidos don Alfonso y doña Urraca para tratar entre ambos asuntos de estado que no admitían demora. Doña Inés se había retirado discretamente a sus aposentos para descansar unas horas y permitir, al mismo tiempo, que su esposo y su cuñada resolvieran los problemas que concernían al reino. Ella era todavía muy niña para ocuparse de asuntos tan serios. De buen grado se ocuparía antes de los juegos propios de su edad que de las guerras o el gobierno del reino. Los dos hermanos comentaban los acontecimientos que habían ocurrido en los últimos tiempos, sobre todo las desmesuradas ansias de poder de su hermano Sancho, que lo habían conducido a su fatídico final. Desde que eran niños había ambicionado todo el reino de sus padres y no paró hasta conseguirlo, mas, como hemos visto, esto le costó muy caro. Aunque el desenlace final del cerco de Zamora ya se iba alejando algo en el tiempo, sin embargo, en ambos hermanos se producía un doble sentimiento a la hora de recordar aquellos hechos. Si por un lado se habían visto beneficiados con la muerte de su hermano mayor, que con su fortuita desaparición les había dejado el camino expedito para reunificar en la persona de don Alfonso todo el legado de sus padres, por otro, no dejaban de lamentar tan triste pérdida. A pesar de que a ninguno de los dos les había inspirado demasiadas simpatías en vida, sin embargo, a doña Urraca aún se le escapaba de cuando en cuando alguna lágrima furtiva al recordarlo. No en vano corría la misma sangre por sus venas.
—Ya han transcurrido varios meses desde el desenlace final del cerco de Zamora. Es llegada la hora de que organices tus mesnadas ante un posible ataque de nuestros enemigos.
—En estos momentos no temo la acometida inminente de nadie. Tanto nuestros primos los reyes de Navarra y Aragón, como los propios reyes taifas están más preocupados por pacificar sus respectivos reinos que por lanzar una ofensiva contra el nuestro.
—No obstante, sería bueno que no te descuidaras. ¿Ya has pensado en quién vas a poner a la cabeza de tus tropas? Ya sabes que Sancho nombró alférez de las suyas a Rodrigo, pero yo no te lo recomiendo. A pesar de haberse criado entre nosotros y de la fidelidad que le mostró siempre su padre al nuestro, no acabo de confiar en él. No sé qué tiene que me inspira cierta desconfianza.
—Pues ya somos dos, querida hermana. Rodrigo siempre se inclinó más por Sancho que por todos nosotros. No sé si era por ser el mayor y eso le hacía pensar que heredaría todo el reino o porque le inspiraba más simpatías que los demás. El caso es que no se separaba de Sancho, mientras que a nosotros nos miraba con cierto recelo y bastante distanciamiento. Además, en la ignominia de Golpejera estoy seguro que detrás de Sancho estuvo la mano de Rodrigo. No sé qué pretendía conseguir de él y nunca lo sabremos, pero creo que entre los dos tramaban algo de gran trascendencia para el futuro de León y de España entera.
—Yo también lo creo —doña Urraca se cubrió los hombros con una mantilla, pues a medida que transcurrían las horas el ambiente iba refrescando—. A pesar de que Sancho deseaba por encima de todo hacerse con el reino de León, por ser el reino hegemónico, no obstante se le veía una predilección especial por Castilla. Era como si con el tiempo quisiera convertir en reino hegemónico a Castilla y nublar a León.
Don Alfonso dejó su asiento para dar un breve paseo por la estancia. Con las manos cruzadas a la espalda, meditaba las palabras de su hermana.
—Es posible que pretendiera algo de eso —comentó después de unos instantes de silencio—. En cierta ocasión, tras el reparto de nuestros padres, me hizo una confidencia. Me dijo que si no lograba reunir en su persona todo el patrimonio paterno, engrandecería tanto a Castilla que León quedaría totalmente eclipsado. Y me temo que se alió con Rodrigo para llevar a cabo su propósito. Nunca ha entrado en mis planes nombrar jefe de mis tropas al de Vivar. En vida de Sancho luchó siempre contra mis huestes. Aunque sólo sea por eso, no debo confiárselas a él.
—Entonces, ¿en quién piensas?
—En García Ordóñez. Es noble, valiente, leal y buen caballero. Siempre me ha sido fiel. En él tengo depositada toda mi confianza.
—Me parece acertada la elección. Ojalá el tiempo no nos haga ver que estamos equivocados.
—Eso espero.
—Ahora tengo que dejarte, Alfonso. Mis obligaciones me reclaman.
Los dos hermanos dieron por finalizada la reunión. Doña Urraca se retiró a sus aposentos a rezar sus oraciones vespertinas. Don Alfonso salió a pasear por los jardines de palacio mientras su cabeza seguía reflexionando sobre futuros planes para su reino.

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