jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 3


3


Una cambiante y desapacible primavera castellana había dado paso a los inicios de un verano que prometía ser soleado y caluroso. El califa Abd al-Rahman III en persona se había trasladado al lugar favorito de la frontera del al-Ándalus con el reino de León, que no era otro que Castromoros y sus alrededores. Su objetivo era llevar a cabo la correspondiente aceifa anual, que consistía en arrasar cuantas plazas y fortalezas cristianas encontrara a su paso y minar la moral de sus moradores y de todos los habitantes del reino.
La cristiandad celebraba la festividad de San Pedro y San Pablo. El conde de Castilla, Fernán González, después de haber asistido a los actos religiosos en honor de los dos mártires, decidió dedicar el resto del día a la caza. Para ello se trasladó a la cercana Sierra de la Demanda, donde abundaban los corzos y venados cuyos trofeos tanto codiciaba. Cuando se hallaba en el momento crucial de su pasatiempo preferido, se acercó a él a todo galope uno de sus más fieles servidores.
Señor conde, el ejército de Abd al-Rahman III ha asentado sus reales en el entorno de Castromoros.
¿Quién te ha dado esa noticia?
Nadie, excelencia. Yo mismo lo he podido comprobar con mis propios ojos. Vengo directamente de allí para traeros la nueva.
Fernán González reflexionó durante unos instantes qué decisión tomar ante aquel ataque a sus tierras y el peligro que representaba para todo el reino la presencia de las tropas musulmanas en su territorio.
Partirás ahora mismo con la noticia para León e informarás al rey del peligro que representa para todos nosotros la presencia del califa con su ejército en nuestra frontera.
Sí, señor conde. Así lo haré.

Una esplendorosa mañana de principios de julio don Ramiro cabalgaba con su caballo por las orillas del Torío. A su lado lo hacía su fiel consejero don Nuño de Guzmán. Paseaban por entre la frondosa alameda que orlaba el río por ambas orillas. De cuando en cuando se detenían para contemplar los pozos que a cada paso formaba el agua. El caudal estival era escaso y la corriente se remansaba en cada recodo de su curso o en cada rellano del mismo. En muchos de esos remansos se podían observar los suaves desplazamientos de las truchas que se acercaban a sus orillas o la quietud de las mismas con su boca abierta siempre contra corriente y expectantes a la más mínima señal de peligro. El rey y su consejero charlaban animadamente ajenos al suave ir y venir de las truchas o a su aparente letargo en las orillas del río bajo las cristalinas aguas.
¿Sabéis algo de los movimientos de nuestros enemigos los infieles?
No, Señor. De momento nada se sabe.
Pues por las fechas en que estamos no tardarán en darnos algún susto. Ya lo veréis.
Señor, nuestros espías están atentos a todos sus movimientos. Si detectan alguna maniobra rara, os lo harán saber.
Eso espero, mi buen amigo.
El caballo de don Ramiro hizo un movimiento brusco. Casi de entre sus patas había surgido precipitadamente un asustado conejo que desprevenido roía las hojas de un pequeño arbusto. El rey y su consejero siguieron con la mirada su vertiginosa carrera hasta que el despavorido roedor se ocultó en un seto cercano. El sol calentaba mientras una leve brisa mecía suavemente las hojas de los chopos y álamos que poblaban la ribera del río. A lo lejos, hacia el norte, se divisaban las altas montañas de la cordillera Cantábrica de donde procedían las remansadas aguas del Torío. Los dos jinetes, sin advertirlo, se habían alejado un trecho considerable de León. Don Nuño se percató de ello.
Señor, nos estamos acercando a Ruiforco. ¿No querréis ir a hacer una visita a vuestro hermano?
No, por Dios. Nada más lejos de mi intención. Demos la vuelta aquí mismo. Dejemos a mi hermano tranquilo en su prisión en compañía de su difunta esposa.
¿No os arrepentís de haberle desorbitado los ojos?
En absoluto. Se lo tenía bien merecido. Ya le advertí antes de su abdicación que se lo pensara bien. Me juró y perjuró que no se volvería atrás y no sólo no cumplió su juramento, sino que lo quebrantó dos veces. No me dejó ninguna otra alternativa el muy tozudo.
Ambos caballeros pusieron rumbo a León. En ese momento, en lontananza apareció un jinete que cabalgaba velozmente hacia ellos. Su desenfrenado galope cada vez lo acercaba más a nuestros insignes personajes. Cuando ya podían discernir su voz, el jinete les hizo saber que era un mensajero del conde de Castilla. Al llegar a su altura, se precipitó de un salto de su caballo e hincó su rodilla en tierra al tiempo que hacía una gran reverencia.
Majestad, don Fernán González me envía para notificarle que las tropas agarenas con su califa a la cabeza han asentado sus reales en Castromoros.
¿Cuándo ha sido eso?
Hace tres días, Señor. Desde entonces no he descansado para haceros saber la nueva.
Bien, ahora puedes descansar. Nosotros saldremos inmediatamente para tierras de Gormaz con todas las tropas que podamos reunir.
Señor, yo no me quedaré aquí. Iré donde vayan vuestras tropas.
Te agradezco tu lealtad y ahora volvamos de prisa para León. Tenemos que organizar nuestras huestes.
Una semana más tarde don Ramiro salía con sus mesnadas de la ciudad de León camino de Medina de Rioseco. Unos días antes había enviado un mensajero a Zamora para que las tropas que había en aquella ciudad se le unieran antes de su llegada a Castromoros. Desde Medina de Rioseco se dirigió a Aranda de Duero, donde esperó a que se le sumaran las huestes de Zamora. Desde allí marcharon hacia Castromoros, pero un nuevo emisario del conde de Castilla les advirtió que los sarracenos se habían apoderado y hecho fuertes en el castillo de Osma. Don Ramiro marchó con su ejército hasta Osma donde en nombre del Señor mandó cargar contra el enemigo, que huyó despavorido ante el intrépido ataque de los cristianos. Éstos causaron millares de muertos entre los sarracenos y regresaron a León cargados de abundante botín y con un gran número de prisioneros. El rey, a su llegada a la capital, dio gracias al Señor por haberle concedido tan gran victoria.

El verano del 934 acababa de comenzar. Una agradable mañana de principios de julio el sol brillaba con gran esplendor en lo alto del cielo. Con aquella intensa luz el verdor de la pradera y el gris blanquecino de las altas montañas se realzaba aún más. Peña Ubiña se erguía majestuosamente en el lejano horizonte. En alguno de sus recovecos aún conservaba restos de la nieve caída la pasada primavera. Don Ramiro había cambiado los rigores estivales de la capital leonesa por el ambiente más fresco y relajador de las montañas de Babia. Se trataba de un paraje idílico, propicio para el olvido de las cargas reales e idóneo para la práctica de la caza. El rey cabalgaba a lomos de su caballo por una de las múltiples lomas que conforman aquel paradisíaco rincón de la geografía leonesa. Rastreaba las huellas de un soberbio ciervo que se había ocultado en un bosquecillo cercano. Sus acompañantes lo seguían a cierta distancia. El joven rey estaba seguro de haber alcanzado al venado con una de sus flechas. Después de varios minutos de infructuosa búsqueda, descubrió un hilillo de sangre que se perdía entre la verde hierba de la pradera. A trechos se interrumpía, pero las recientes huellas del cérvido no dejaban lugar a dudas. El infortunado se había dirigido al bosque cercano para ocultarse entre la maleza. Don Ramiro no tardó en hallarlo tendido en medio de unos piornos entre los que había intentado ocultarse. Su cuerpo permanecía exánime con los ojos abiertos y la mitad de la lengua fuera de la boca. Poco después llegaban los primeros miembros de la comitiva real.
¡Enhorabuena, Majestad! Bonito ejemplar. Habéis tenido una gran suerte en abatirlo.
Tienes razón, Suintila. Me ha sonreído la fortuna al ponerlo al alcance de mis flechas.
Suintila era el magnate leonés que había cobijado en su corte a la reina Adosinda y a los infantes durante la rebelión de Alfonso IV el Monje. Desde entonces el rey le había dispensado más de un favor, entre los que se encontraba el de formar parte del séquito de sus más íntimas amistades.
Señor, ¿queréis que nos lo llevemos?
No, que alguien le seccione la cabeza para llevárnosla como trofeo. El resto del cuerpo dejadlo aquí para que sirva de alimento a los carroñeros.

Don Ramiro había descubierto aquel precioso paraje por pura casualidad. El año anterior, después de su regreso a León tras la victoria sobre los sarracenos en la plaza de Osma, había girado una visita al castillo de Luna para poner a buen recaudo muchos de los tesoros obtenidos en el botín. Cuando se hallaba allí reunido con su alcaide, se sintió vivamente interesado por conocer la procedencia de la exquisita caza que le habían servido en el almuerzo. El alcaide del castillo, experto conocedor de la zona, le habló de las maravillas que escondían aquellas montañas.
Señor, ¿no conocéis estos parajes?
Pues no, mi querido alcaide. No tengo el placer de conocerlos.
Majestad, no sabéis lo que os estáis perdiendo. Estas montañas forman parte de uno de los rincones más bonitos del reino. Siguiendo el curso del río Luna hacia su nacimiento, se abren preciosos valles de verdes praderas entre montañas tan altas, que algunas tienen nieves casi perpetuas. El recorrido por todos esos valles y montañas es un auténtico placer para los sentidos. La vista se deleita con la infinidad de colores que tiñen la campiña durante la mayor parte del año. En otoño forman un auténtico abanico de matices. El oído puede escuchar los sonidos más variados y sutiles de la naturaleza, desde el salto cantarín de los regatos y riachuelos que la recorren por todas partes hasta los deliciosos trinos de los pajarillos, el estruendoso berrear de los venados o el estremecedor aullido de los lobos en invierno. El olfato se deleita con las más sublimes fragancias que la madre naturaleza nos dispensa por doquier. Hasta el tacto se siente halagado cuando uno se reclina sobre la suave hierba bajo la fresca sombra de algún árbol para descansar del fatigoso viaje.
Me estás describiendo un auténtico paraíso que no puedo dejar de conocer. Mañana mismo pienso ir a verlo.
No os arrepentiréis, Majestad. Cuando se acerque la noche, podréis albergaros en alguna de las múltiples cabañas de pastores que hay diseminadas por toda la zona. Son gente sencilla que no dudarán en ofreceros todo lo que tengan para satisfaceros.
Te agradezco los consejos que me has dado, que tendré muy presentes. Y ahora me retiro, porque mañana quiero levantarme muy temprano para conocer todas esas maravillas de las que me has hablado.
A la mañana siguiente el rey partió del castillo antes del alba seguido de su escolta. Recorrió durante más de una semana las comarcas de Luna y Babia y no se cansaba de admirar tanta belleza. ¿Cómo era posible que no la hubiera descubierto antes? Prometió que a partir de entonces siempre que pudiera se desplazaría a aquel paraíso para relajarse y olvidarse de todos sus problemas. Había encontrado el lugar perfecto para deleitar sus sentidos y dar un pequeño desahogo a su espíritu.

El rey, satisfecho por la pieza cobrada, regresaba sobre sus pasos seguido por la comitiva que lo acompañaba. Al salir del pequeño bosque, vio que a lo lejos ascendía la suave pendiente un jinete a todo galope. Momentos más tarde se postró a sus pies solicitando permiso para hablar.
Majestad, los hombres de Abd al-Rahman han vuelto a atacar tierras castellanas.
¿Otra vez esos perros infieles vuelven a atacar nuestro reino? ¿Dónde lo ha hecho esta vez?
En el mismo sitio que el año pasado, Majestad. En Osma. Según las noticias que tenemos, desde allí se han dirigido hacia Pamplona a través de las tierras castellanas.
Bien, pues iremos a su encuentro. Que no esperen invadir mi reino y salir impunemente de él. Ahora en marcha. Regresamos a León para preparar las huestes.
Don Ramiro reunió sus mesnadas a toda prisa y dos días más tarde dejaba atrás la capital del reino para dirigirse a tierras castellanas. Cuando llegó a Osma, le informaron que la aceifa cordobesa hacía días que había abandonado aquella plaza para atacar Pamplona. El rey leonés recuperó la fortaleza sin ningún esfuerzo y decidió esperar allí el regreso de las tropas musulmanas.
Por su parte, los sarracenos en su ataque a Navarra habían logrado someter a la reina Toda de Pamplona. A la vuelta a través de tierras alavesas y burgalesas, atacaron el monasterio de Cardeña donde ejecutaron un gran número de monjes y asolaron parte del cenobio. Luego, iniciaron el regreso a tierras del al-Ándalus acosados por pequeñas patrullas castellanas, que les tendían emboscadas por todas partes. Cuando se aproximaban a Osma, las huestes de don Ramiro les salieron al encuentro en singular batalla, dejando los campos castellanos y las riberas del Duero sembrados de cadáveres ismaelitas. El rey don Ramiro, satisfecho por el éxito, regresó victorioso a León.
Como consecuencia de estos sucesos, Abd al-Rahman III y Ramiro II acordaron firmar una tregua por ambas partes. El todopoderoso califa cordobés no acababa de creerse que el rey de León pudiera derrotar a sus ejércitos con tanta facilidad, careciendo como carecía de medios suficientes para hacerlo. Necesitaba reordenar sus tropas y cambiar de estrategia si quería vencer a las huestes cristianas. No se podía permitir el lujo de seguir cosechando fracaso tras fracaso en las aceifas que cada año realizaba por tierras cristianas, sobre todo en tierras del reino de León. La superioridad de su reino y de su ejército era abrumadora, pero era evidente que algo fallaba. Había que tomarse algún tiempo para analizar el problema y enmendarlo.
Don Ramiro aceptó la tregua, aunque a él no le hubiera importado continuar con los enfrentamientos. Como su padre y su abuelo, seguía empeñado en recuperar España entera para los cristianos. Igual que ellos, se sabía heredero y continuador de los visigodos y, lo mismo que sus antepasados, estaba plenamente convencido que Dios lo había elegido para llevar a cabo tan magna obra. Fallecidos sus dos hermanos mayores, que habían demostrado un carácter demasiado débil, sobre todo don Alfonso, el cual había tenido en sus manos tanto poder como entonces ostentaba él y, sin embargo, no había librado ni una sola batalla contra el enemigo infiel, había llegado el momento de demostrar que la sangre visigoda aún estaba caliente y el valor de sus reyes seguía tan incólume como siempre. Él presentaría batalla al infiel sarraceno hasta derrotarlo y obligarlo a regresar a su lugar de origen. Antes de su llegada, España era de los cristianos y para ellos volvería a ser. De eso no cabía la menor duda. Y él estaba allí para llevar a cabo tan magna obra.
Don Ramiro aprovechó la tregua para reorganizar su reino y para dedicar algún tiempo a su familia. Hacía algo más de medio año que había tenido su primer vástago con su esposa doña Urraca Sánchez. Era una niña a la que habían puesto por nombre Elvira. Aunque ya tenía tres hijos de su primer matrimonio, no por ello dejó de recibir con menos entusiasmo y alegría la llegada de un nuevo miembro a la familia, si bien hubiese deseado que hubiera sido un varón. Pero eso no fue todo. Antes de finalizar el año, la reina le dio la grata noticia de que iba a ser padre una vez más. El nuevo retoño nacería el verano siguiente. El monarca deseó que esta vez fuera un varón para afianzar aún más su sucesión en el reino. Su primera esposa le había dado dos varones, pero eso no era óbice para tener alguno más. En aquellos tiempos la mortalidad infantil era muy alta y la longevidad de los adultos bastante infrecuente. Las guerras y las enfermedades hacían grandes estragos sobre todo entre los varones. Por eso, las familias solían ser muy numerosas, principalmente entre los nobles y aristócratas, que poseían suficientes recursos económicos para mantenerlas.
El rey dedicó parte de su tiempo a organizar y repoblar muchas comarcas y a engrandecer la propia capital. Amplió el palacio real y sufragó la construcción de los monasterios de San Marcelo y San Salvador. También sufragó y dotó muchos otros monasterios a lo largo y ancho de todo su reino. En la Alta Edad Media éstos eran los únicos centros de cultura. Por eso los reyes no podían descuidar su expansión, así como su correspondiente dotación económica necesaria para su mantenimiento y subsistencia. Don Ramiro era consciente de ello y sabía que su reino se debilitaría si no se dedicaba la suficiente atención al estudio de las artes, las ciencias y las letras. Los monasterios y cenobios formaban el entramado esencial del saber de aquellos lejanos tiempos, en los que no existían las universidades ni las escuelas laicas.
A comienzos del verano el rey se desplazó a Babia, su lugar preferido desde que lo descubriera. Había mandado construir un palacete en el centro de la comarca, al que se desplazaba cada vez que sentía deseos de alejarse de los problemas que la corona conllevaba. Para ello había elegido un paradisíaco lugar al lado del río Luna en medio de una frondosa alameda y de una exuberante vegetación, todo ello circundado por imponentes y majestuosas montañas.
Una fresca mañana de principios de julio el rey cabalgaba por las cercanías de su palacete en compañía de media docena de galgos seguido por dos hombres de confianza. Los dos galgos más jóvenes correteaban por los prados persiguiéndose uno al otro, mordisqueándose y retozando por entre la hierba. Un poco más adelante un campesino segaba el heno de un prado con su guadaña. A lo lejos se divisaba un rebaño de ovejas que pacían tranquilamente por la extensa campiña.
El rey se alejó por la verde pradera en dirección a las altas montañas de un gris blanquecino que se divisaban en la lejanía. El sol dejaba ya notar sus efectos. El frescor de la mañana empezaba a dar paso a los primeros calores, que se iban haciendo cada vez más intensos a medida que avanzaba el día. En la falda de una loma descubrieron un lozano ciervo que pastaba descuidadamente la fresca hierba. El monarca detuvo la comitiva antes de que el asustadizo cérvido se percatara de su presencia. Afortunadamente, la suave brisa que corría soplaba en contra, lo que ayudó a que el rumiante no los descubriera. El rey descabalgó y con pasos sigilosos se acercó lo más posible a la presa. Cuando la tuvo a tiro, disparó una certera flecha que seccionó la yugular de la víctima. El ciervo dio dos o tres volteretas antes de caer rodando por la ladera.
Magnífico disparo, Majestad.
En efecto. Esta vez no he fallado. Id a buscarlo.
Los dos acompañantes del monarca fueron en busca del cuerpo del venado, que yacía en el suelo rodeado por los perros que aullaban a su alrededor y ladraban inquietos. Al mediodía el rey y sus acompañantes regresaron satisfechos al palacete. Los comienzos de su estancia veraniega en Babia eran maravillosos. El monarca pensaba pasar allí parte del verano si no surgía ningún contratiempo que se lo impidiera. Constituía el remanso de paz que tanto había anhelado. Pero un día de finales de julio, mientras almorzaba, don Ramiro recibió un correo del palacio real.
Señor —el mensajero se postró ante el monarca—, su esposa la reina acaba de tener un precioso niño.
¿Cuándo ha ocurrido eso?
Esta madrugada, Majestad.
Ensillad mi caballo. Parto ahora mismo para León.
Al anochecer el rey sudoroso llegaba al palacio real. Sin pérdida de tiempo se precipitó en los aposentos de la reina.
¿Dónde está mi hijo?
Aquí está, Majestad. Aquí tenéis a vuestro nuevo retoño. Mirad qué hermoso es —le decía una de las sirvientas de la reina mientras le entregaba el recién nacido.
El rey tomó entre sus brazos aquel pequeño ser que comenzó a llorar al sentirse zarandeado por su progenitor.
¡Mira qué cosa tan bonita! —comentaba el rey mientras lo arrullaba entre sus brazos—. Tiene los mismos ojos que Vos, Señora.
Y los mismos labios que Vos —le contestó ella.
¿Qué nombre le pondremos?
Sancho, como mi padre.
¡Toma! Y como mi hermano el mayor. Pues no hay más que decir.
Don Ramiro continuó un rato más en compañía de su esposa y del recién nacido antes de retirarse a sus aposentos. Estaba muy feliz por la llegada de un nuevo varón que venía a engrosar su familia.

Ramiro II aprovechó aquel período de inactividad bélica para reorganizar su corte dotándola de cuadros administrativos y jurisdiccionales más amplios y complejos. También amplió la Curia Regia con nuevos cargos y empleos, como el camarero mayor, el capellán, el senescal, el ujier y el bufón o gracioso que entretenía a los miembros de la familia real y sus invitados con sus ocurrencias o chocarrerías. Vigiló e inspeccionó las obras de ampliación de su palacio real y la construcción aneja al mismo del monasterio de San Salvador de Palat del Rey, que más adelante regiría su hija doña Elvira como abadesa del mismo. Pero don Ramiro, al que los cristianos llamaban el Grande y los árabes El Diablo por su ferocidad y energía, no podía permanecer más tiempo bajo aquella quietud e inoperancia a las que lo había conducido la tregua acordada con el califa de Córdoba. Así, pues, a finales del 936 y principios del 937 rompe el compromiso que tenía con Abd al-Rahman III y marcha con su ejército hasta Zaragoza para apoyar al gobernador rebelde de la misma, Muhammad ibn Hashim o Aboyaia, que se sometió en todo al rey de León. Don Ramiro dejó guarniciones navarras en todas las fortalezas y castillos de Aboyaia antes de regresar a su reino. Este inesperado ataque a una parte del reino islamita irritó sobremanera al califa cordobés, que no tardó en recuperar Zaragoza con todas las plazas cedidas al rey leonés.

            © Julio Noel 

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