3
Una cambiante y desapacible
primavera castellana había dado paso a los inicios de un verano que
prometía ser soleado y caluroso. El califa Abd al-Rahman III en
persona se había trasladado al lugar favorito de la frontera del
al-Ándalus con el reino de León, que no era otro que Castromoros y
sus alrededores. Su objetivo era llevar a cabo la correspondiente
aceifa anual, que consistía en arrasar cuantas plazas y fortalezas
cristianas encontrara a su paso y minar la moral de sus moradores y
de todos los habitantes del reino.
La cristiandad celebraba la
festividad de San Pedro y San Pablo. El conde de Castilla, Fernán
González, después de haber asistido a los actos religiosos en honor
de los dos mártires, decidió dedicar el resto del día a la caza.
Para ello se trasladó a la cercana Sierra de la Demanda, donde
abundaban los corzos y venados cuyos trofeos tanto codiciaba. Cuando
se hallaba en el momento crucial de su pasatiempo preferido, se
acercó a él a todo galope uno de sus más fieles servidores.
—Señor conde, el ejército
de Abd al-Rahman III ha asentado sus reales en el entorno de
Castromoros.
—¿Quién te ha dado esa
noticia?
—Nadie, excelencia. Yo mismo
lo he podido comprobar con mis propios ojos. Vengo directamente de
allí para traeros la nueva.
Fernán González reflexionó
durante unos instantes qué decisión tomar ante aquel ataque a sus
tierras y el peligro que representaba para todo el reino la presencia
de las tropas musulmanas en su territorio.
—Partirás ahora mismo con
la noticia para León e informarás al rey del peligro que representa
para todos nosotros la presencia del califa con su ejército en
nuestra frontera.
—Sí, señor conde. Así lo
haré.
Una
esplendorosa mañana de principios de julio don Ramiro cabalgaba con
su caballo por las orillas del Torío. A su lado lo hacía su fiel
consejero don Nuño de Guzmán. Paseaban por entre la frondosa
alameda que orlaba el río por ambas orillas. De cuando en cuando se
detenían para contemplar los pozos que a cada paso formaba el agua.
El caudal estival era escaso y la corriente se remansaba en cada
recodo de su curso o en cada rellano del mismo. En muchos de esos
remansos se podían observar los suaves desplazamientos de las
truchas que se acercaban a sus orillas o la quietud de las mismas con
su boca abierta siempre contra corriente y expectantes a la más
mínima señal de peligro. El rey y su consejero charlaban
animadamente ajenos al suave ir y venir de las truchas o a su
aparente letargo en las orillas del río bajo las cristalinas aguas.
—¿Sabéis algo de los
movimientos de nuestros enemigos los infieles?
—No, Señor. De momento nada
se sabe.
—Pues por las fechas en que
estamos no tardarán en darnos algún susto. Ya lo veréis.
—Señor, nuestros espías
están atentos a todos sus movimientos. Si detectan alguna maniobra
rara, os lo harán saber.
—Eso espero, mi buen amigo.
El caballo de don Ramiro hizo
un movimiento brusco. Casi de entre sus patas había surgido
precipitadamente un asustado conejo que desprevenido roía las hojas
de un pequeño arbusto. El rey y su consejero siguieron con la mirada
su vertiginosa carrera hasta que el despavorido roedor se ocultó en
un seto cercano. El sol calentaba mientras una leve brisa mecía
suavemente las hojas de los chopos y álamos que poblaban la ribera
del río. A lo lejos, hacia el norte, se divisaban las altas montañas
de la cordillera Cantábrica de donde procedían las remansadas aguas
del Torío. Los dos jinetes, sin advertirlo, se habían alejado un
trecho considerable de León. Don Nuño se percató de ello.
—Señor, nos estamos
acercando a Ruiforco. ¿No querréis ir a hacer una visita a vuestro
hermano?
—No, por Dios. Nada más
lejos de mi intención. Demos la vuelta aquí mismo. Dejemos a mi
hermano tranquilo en su prisión en compañía de su difunta esposa.
—¿No os arrepentís de
haberle desorbitado los ojos?
—En absoluto. Se lo tenía
bien merecido. Ya le advertí antes de su abdicación que se lo
pensara bien. Me juró y perjuró que no se volvería atrás y no
sólo no cumplió su juramento, sino que lo quebrantó dos veces. No
me dejó ninguna otra alternativa el muy tozudo.
Ambos caballeros pusieron
rumbo a León. En ese momento, en lontananza apareció un jinete que
cabalgaba velozmente hacia ellos. Su desenfrenado galope cada vez lo
acercaba más a nuestros insignes personajes. Cuando ya podían
discernir su voz, el jinete les hizo saber que era un mensajero del
conde de Castilla. Al llegar a su altura, se precipitó de un salto
de su caballo e hincó su rodilla en tierra al tiempo que hacía una
gran reverencia.
—Majestad, don Fernán
González me envía para notificarle que las tropas agarenas con su
califa a la cabeza han asentado sus reales en Castromoros.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Hace tres días, Señor.
Desde entonces no he descansado para haceros saber la nueva.
—Bien, ahora puedes
descansar. Nosotros saldremos inmediatamente para tierras de Gormaz
con todas las tropas que podamos reunir.
—Señor, yo no me quedaré
aquí. Iré donde vayan vuestras tropas.
—Te agradezco tu lealtad y
ahora volvamos de prisa para León. Tenemos que organizar nuestras
huestes.
Una semana más tarde don
Ramiro salía con sus mesnadas de la ciudad de León camino de Medina
de Rioseco. Unos días antes había enviado un mensajero a Zamora
para que las tropas que había en aquella ciudad se le unieran antes
de su llegada a Castromoros. Desde Medina de Rioseco se dirigió a
Aranda de Duero, donde esperó a que se le sumaran las huestes de
Zamora. Desde allí marcharon hacia Castromoros, pero un nuevo
emisario del conde de Castilla les advirtió que los sarracenos se
habían apoderado y hecho fuertes en el castillo de Osma. Don Ramiro
marchó con su ejército hasta Osma donde en nombre del Señor mandó
cargar contra el enemigo, que huyó despavorido ante el intrépido
ataque de los cristianos. Éstos causaron millares de muertos entre
los sarracenos y regresaron a León cargados de abundante botín y
con un gran número de prisioneros. El rey, a su llegada a la
capital, dio gracias al Señor por haberle concedido tan gran
victoria.
El verano del 934 acababa de
comenzar. Una agradable mañana de principios de julio el sol
brillaba con gran esplendor en lo alto del cielo. Con aquella intensa
luz el verdor de la pradera y el gris blanquecino de las altas
montañas se realzaba aún más. Peña Ubiña se erguía
majestuosamente en el lejano horizonte. En alguno de sus recovecos
aún conservaba restos de la nieve caída la pasada primavera. Don
Ramiro había cambiado los rigores estivales de la capital leonesa
por el ambiente más fresco y relajador de las montañas de Babia. Se
trataba de un paraje idílico, propicio para el olvido de las cargas
reales e idóneo para la práctica de la caza. El rey cabalgaba a
lomos de su caballo por una de las múltiples lomas que conforman
aquel paradisíaco rincón de la geografía leonesa. Rastreaba las
huellas de un soberbio ciervo que se había ocultado en un
bosquecillo cercano. Sus acompañantes lo seguían a cierta
distancia. El joven rey estaba seguro de haber alcanzado al venado
con una de sus flechas. Después de varios minutos de infructuosa
búsqueda, descubrió un hilillo de sangre que se perdía entre la
verde hierba de la pradera. A trechos se interrumpía, pero las
recientes huellas del cérvido no dejaban lugar a dudas. El
infortunado se había dirigido al bosque cercano para ocultarse entre
la maleza. Don Ramiro no tardó en hallarlo tendido en medio de unos
piornos entre los que había intentado ocultarse. Su cuerpo
permanecía exánime con los ojos abiertos y la mitad de la lengua
fuera de la boca. Poco después llegaban los primeros miembros de la
comitiva real.
—¡Enhorabuena, Majestad!
Bonito ejemplar. Habéis tenido una gran suerte en abatirlo.
—Tienes razón, Suintila. Me
ha sonreído la fortuna al ponerlo al alcance de mis flechas.
Suintila era el magnate leonés
que había cobijado en su corte a la reina Adosinda y a los infantes
durante la rebelión de Alfonso IV el
Monje. Desde
entonces el rey le había dispensado más de un favor, entre los que
se encontraba el de formar parte del séquito de sus más íntimas
amistades.
—Señor, ¿queréis que nos
lo llevemos?
—No, que alguien le seccione
la cabeza para llevárnosla como trofeo. El resto del cuerpo dejadlo
aquí para que sirva de alimento a los carroñeros.
Don Ramiro había descubierto
aquel precioso paraje por pura casualidad. El año anterior, después
de su regreso a León tras la victoria sobre los sarracenos en la
plaza de Osma, había girado una visita al castillo de Luna para
poner a buen recaudo muchos de los tesoros obtenidos en el botín.
Cuando se hallaba allí reunido con su alcaide, se sintió vivamente
interesado por conocer la procedencia de la exquisita caza que le
habían servido en el almuerzo. El alcaide del castillo, experto
conocedor de la zona, le habló de las maravillas que escondían
aquellas montañas.
—Señor, ¿no conocéis
estos parajes?
—Pues no, mi querido
alcaide. No tengo el placer de conocerlos.
—Majestad, no sabéis lo que
os estáis perdiendo. Estas montañas forman parte de uno de los
rincones más bonitos del reino. Siguiendo el curso del río Luna
hacia su nacimiento, se abren preciosos valles de verdes praderas
entre montañas tan altas, que algunas tienen nieves casi perpetuas.
El recorrido por todos esos valles y montañas es un auténtico
placer para los sentidos. La vista se deleita con la infinidad de
colores que tiñen la campiña durante la mayor parte del año. En
otoño forman un auténtico abanico de matices. El oído puede
escuchar los sonidos más variados y sutiles de la naturaleza, desde
el salto cantarín de los regatos y riachuelos que la recorren por
todas partes hasta los deliciosos trinos de los pajarillos, el
estruendoso berrear de los venados o el estremecedor aullido de los
lobos en invierno. El olfato se deleita con las más sublimes
fragancias que la madre naturaleza nos dispensa por doquier. Hasta el
tacto se siente halagado cuando uno se reclina sobre la suave hierba
bajo la fresca sombra de algún árbol para descansar del fatigoso
viaje.
—Me estás describiendo un
auténtico paraíso que no puedo dejar de conocer. Mañana mismo
pienso ir a verlo.
—No os arrepentiréis,
Majestad. Cuando se acerque la noche, podréis albergaros en alguna
de las múltiples cabañas de pastores que hay diseminadas por toda
la zona. Son gente sencilla que no dudarán en ofreceros todo lo que
tengan para satisfaceros.
—Te agradezco los consejos
que me has dado, que tendré muy presentes. Y ahora me retiro, porque
mañana quiero levantarme muy temprano para conocer todas esas
maravillas de las que me has hablado.
A la mañana siguiente el rey
partió del castillo antes del alba seguido de su escolta. Recorrió
durante más de una semana las comarcas de Luna y Babia y no se
cansaba de admirar tanta belleza. ¿Cómo era posible que no la
hubiera descubierto antes? Prometió que a partir de entonces siempre
que pudiera se desplazaría a aquel paraíso para relajarse y
olvidarse de todos sus problemas. Había encontrado el lugar perfecto
para deleitar sus sentidos y dar un pequeño desahogo a su espíritu.
El rey, satisfecho por la
pieza cobrada, regresaba sobre sus pasos seguido por la comitiva que
lo acompañaba. Al salir del pequeño bosque, vio que a lo lejos
ascendía la suave pendiente un jinete a todo galope. Momentos más
tarde se postró a sus pies solicitando permiso para hablar.
—Majestad, los hombres de
Abd al-Rahman han vuelto a atacar tierras castellanas.
—¿Otra vez esos perros
infieles vuelven a atacar nuestro reino? ¿Dónde lo ha hecho esta
vez?
—En el mismo sitio que el
año pasado, Majestad. En Osma. Según las noticias que tenemos,
desde allí se han dirigido hacia Pamplona a través de las tierras
castellanas.
—Bien, pues iremos a su
encuentro. Que no esperen invadir mi reino y salir impunemente de él.
Ahora en marcha. Regresamos a León para preparar las huestes.
Don Ramiro reunió sus
mesnadas a toda prisa y dos días más tarde dejaba atrás la capital
del reino para dirigirse a tierras castellanas. Cuando llegó a Osma,
le informaron que la aceifa cordobesa hacía días que había
abandonado aquella plaza para atacar Pamplona. El rey leonés
recuperó la fortaleza sin ningún esfuerzo y decidió esperar allí
el regreso de las tropas musulmanas.
Por su parte, los sarracenos
en su ataque a Navarra habían logrado someter a la reina Toda de
Pamplona. A la vuelta a través de tierras alavesas y burgalesas,
atacaron el monasterio de Cardeña donde ejecutaron un gran número
de monjes y asolaron parte del cenobio. Luego, iniciaron el regreso a
tierras del al-Ándalus acosados por pequeñas patrullas castellanas,
que les tendían emboscadas por todas partes. Cuando se aproximaban a
Osma, las huestes de don Ramiro les salieron al encuentro en singular
batalla, dejando los campos castellanos y las riberas del Duero
sembrados de cadáveres ismaelitas. El rey don Ramiro, satisfecho por
el éxito, regresó victorioso a León.
Como consecuencia de estos
sucesos, Abd al-Rahman III y Ramiro II acordaron firmar una tregua
por ambas partes. El todopoderoso califa cordobés no acababa de
creerse que el rey de León pudiera derrotar a sus ejércitos con
tanta facilidad, careciendo como carecía de medios suficientes para
hacerlo. Necesitaba reordenar sus tropas y cambiar de estrategia si
quería vencer a las huestes cristianas. No se podía permitir el
lujo de seguir cosechando fracaso tras fracaso en las aceifas que
cada año realizaba por tierras cristianas, sobre todo en tierras del
reino de León. La superioridad de su reino y de su ejército era
abrumadora, pero era evidente que algo fallaba. Había que tomarse
algún tiempo para analizar el problema y enmendarlo.
Don Ramiro aceptó la tregua,
aunque a él no le hubiera importado continuar con los
enfrentamientos. Como su padre y su abuelo, seguía empeñado en
recuperar España entera para los cristianos. Igual que ellos, se
sabía heredero y continuador de los visigodos y, lo mismo que sus
antepasados, estaba plenamente convencido que Dios lo había elegido
para llevar a cabo tan magna obra. Fallecidos sus dos hermanos
mayores, que habían demostrado un carácter demasiado débil, sobre
todo don Alfonso, el cual había tenido en sus manos tanto poder como
entonces ostentaba él y, sin embargo, no había librado ni una sola
batalla contra el enemigo infiel, había llegado el momento de
demostrar que la sangre visigoda aún estaba caliente y el valor de
sus reyes seguía tan incólume como siempre. Él presentaría
batalla al infiel sarraceno hasta derrotarlo y obligarlo a regresar a
su lugar de origen. Antes de su llegada, España era de los
cristianos y para ellos volvería a ser. De eso no cabía la menor
duda. Y él estaba allí para llevar a cabo tan magna obra.
Don Ramiro aprovechó la
tregua para reorganizar su reino y para dedicar algún tiempo a su
familia. Hacía algo más de medio año que había tenido su primer
vástago con su esposa doña Urraca Sánchez. Era una niña a la que
habían puesto por nombre Elvira. Aunque ya tenía tres hijos de su
primer matrimonio, no por ello dejó de recibir con menos entusiasmo
y alegría la llegada de un nuevo miembro a la familia, si bien
hubiese deseado que hubiera sido un varón. Pero eso no fue todo.
Antes de finalizar el año, la reina le dio la grata noticia de que
iba a ser padre una vez más. El nuevo retoño nacería el verano
siguiente. El monarca deseó que esta vez fuera un varón para
afianzar aún más su sucesión en el reino. Su primera esposa le
había dado dos varones, pero eso no era óbice para tener alguno
más. En aquellos tiempos la mortalidad infantil era muy alta y la
longevidad de los adultos bastante infrecuente. Las guerras y las
enfermedades hacían grandes estragos sobre todo entre los varones.
Por eso, las familias solían ser muy numerosas, principalmente entre
los nobles y aristócratas, que poseían suficientes recursos
económicos para mantenerlas.
El rey dedicó parte de su
tiempo a organizar y repoblar muchas comarcas y a engrandecer la
propia capital. Amplió el palacio real y sufragó la construcción
de los monasterios de San Marcelo y San Salvador. También sufragó y
dotó muchos otros monasterios a lo largo y ancho de todo su reino.
En la Alta Edad Media éstos eran los únicos centros de cultura. Por
eso los reyes no podían descuidar su expansión, así como su
correspondiente dotación económica necesaria para su mantenimiento
y subsistencia. Don Ramiro era consciente de ello y sabía que su
reino se debilitaría si no se dedicaba la suficiente atención al
estudio de las artes, las ciencias y las letras. Los monasterios y
cenobios formaban el entramado esencial del saber de aquellos lejanos
tiempos, en los que no existían las universidades ni las escuelas
laicas.
A comienzos del verano el rey
se desplazó a Babia, su lugar preferido desde que lo descubriera.
Había mandado construir un palacete en el centro de la comarca, al
que se desplazaba cada vez que sentía deseos de alejarse de los
problemas que la corona conllevaba. Para ello había elegido un
paradisíaco lugar al lado del río Luna en medio de una frondosa
alameda y de una exuberante vegetación, todo ello circundado por
imponentes y majestuosas montañas.
Una fresca mañana de
principios de julio el rey cabalgaba por las cercanías de su
palacete en compañía de media docena de galgos seguido por dos
hombres de confianza. Los dos galgos más jóvenes correteaban por
los prados persiguiéndose uno al otro, mordisqueándose y retozando
por entre la hierba. Un poco más adelante un campesino segaba el
heno de un prado con su guadaña. A lo lejos se divisaba un rebaño
de ovejas que pacían tranquilamente por la extensa campiña.
El rey se alejó por la verde
pradera en dirección a las altas montañas de un gris blanquecino
que se divisaban en la lejanía. El sol dejaba ya notar sus efectos.
El frescor de la mañana empezaba a dar paso a los primeros calores,
que se iban haciendo cada vez más intensos a medida que avanzaba el
día. En la falda de una loma descubrieron un lozano ciervo que
pastaba descuidadamente la fresca hierba. El monarca detuvo la
comitiva antes de que el asustadizo cérvido se percatara de su
presencia. Afortunadamente, la suave brisa que corría soplaba en
contra, lo que ayudó a que el rumiante no los descubriera. El rey
descabalgó y con pasos sigilosos se acercó lo más posible a la
presa. Cuando la tuvo a tiro, disparó una certera flecha que
seccionó la yugular de la víctima. El ciervo dio dos o tres
volteretas antes de caer rodando por la ladera.
—Magnífico disparo,
Majestad.
—En efecto. Esta vez no he
fallado. Id a buscarlo.
Los dos acompañantes del
monarca fueron en busca del cuerpo del venado, que yacía en el suelo
rodeado por los perros que aullaban a su alrededor y ladraban
inquietos. Al mediodía el rey y sus acompañantes regresaron
satisfechos al palacete. Los comienzos de su estancia veraniega en
Babia eran maravillosos. El monarca pensaba pasar allí parte del
verano si no surgía ningún contratiempo que se lo impidiera.
Constituía el remanso de paz que tanto había anhelado. Pero un día
de finales de julio, mientras almorzaba, don Ramiro recibió un
correo del palacio real.
—Señor —el mensajero se
postró ante el monarca—, su esposa la reina acaba de tener un
precioso niño.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Esta madrugada, Majestad.
—Ensillad mi caballo. Parto
ahora mismo para León.
Al anochecer el rey sudoroso
llegaba al palacio real. Sin pérdida de tiempo se precipitó en los
aposentos de la reina.
—¿Dónde está mi hijo?
—Aquí está, Majestad. Aquí
tenéis a vuestro nuevo retoño. Mirad qué hermoso es —le decía
una de las sirvientas de la reina mientras le entregaba el recién
nacido.
El rey tomó entre sus brazos
aquel pequeño ser que comenzó a llorar al sentirse zarandeado por
su progenitor.
—¡Mira qué cosa tan
bonita! —comentaba el rey mientras lo arrullaba entre sus brazos—.
Tiene los mismos ojos que Vos, Señora.
—Y los mismos labios que Vos
—le contestó ella.
—¿Qué nombre le pondremos?
—Sancho, como mi padre.
—¡Toma! Y como mi hermano
el mayor. Pues no hay más que decir.
Don Ramiro continuó un rato
más en compañía de su esposa y del recién nacido antes de
retirarse a sus aposentos. Estaba muy feliz por la llegada de un
nuevo varón que venía a engrosar su familia.
Ramiro II aprovechó aquel
período de inactividad bélica para reorganizar su corte dotándola
de cuadros administrativos y jurisdiccionales más amplios y
complejos. También amplió la Curia Regia con nuevos cargos y
empleos, como el camarero mayor, el capellán, el senescal, el ujier
y el bufón o gracioso que entretenía a los miembros de la familia
real y sus invitados con sus ocurrencias o chocarrerías. Vigiló e
inspeccionó las obras de ampliación de su palacio real y la
construcción aneja al mismo del monasterio de San Salvador de Palat
del Rey, que más adelante regiría su hija doña Elvira como abadesa
del mismo. Pero don Ramiro, al que los cristianos llamaban el
Grande y los árabes
El Diablo
por su ferocidad y energía, no podía permanecer más tiempo bajo
aquella quietud e inoperancia a las que lo había conducido la tregua
acordada con el califa de Córdoba. Así, pues, a finales del 936 y
principios del 937 rompe el compromiso que tenía con Abd al-Rahman
III y marcha con su ejército hasta Zaragoza para apoyar al
gobernador rebelde de la misma, Muhammad ibn Hashim o Aboyaia, que se
sometió en todo al rey de León. Don Ramiro dejó guarniciones
navarras en todas las fortalezas y castillos de Aboyaia antes de
regresar a su reino. Este inesperado ataque a una parte del reino
islamita irritó sobremanera al califa cordobés, que no tardó en
recuperar Zaragoza con todas las plazas cedidas al rey leonés.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario