miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 30


30


          Un año después de la consagración de la basílica de Santiago de Compostela, el rey Alfonso III el Magno se entrevistó con su aliado Fortún I de Pamplona. El motivo era iniciar una serie de ataques contra los Banu Qasi de Zaragoza para recuperar algunas plazas perdidas, como la de Grañón, o conquistar otras nuevas por tierras de La Rioja y del este del condado de Castilla. A pesar de su edad un poco ya avanzada, don Alfonso no podía permitir que el emirato andalusí recobrara territorios ya reconquistados o se hiciera fuerte en los que poseía. El rey asturiano seguía con su idea obsesiva de recuperar la Península entera para la cristiandad, para lo que no escatimaba esfuerzos. Por eso pretendía reforzar y fortalecer la frontera oriental de su reino a través de una sólida alianza con el rey navarro y el hostigamiento permanente a la familia de los Banu Qasi.
En medio de todas esas acciones militares y preocupaciones por el engrandecimiento de su reino y la expansión de la cristiandad por todo el territorio peninsular, don Alfonso aún tenía tiempo para ocuparse de otras obligaciones inherentes a su cargo, como el nombramiento de los nuevos obispos para las diócesis de León y Zamora.
En la primavera del año 900 había fallecido monseñor Vicente, que regentaba la diócesis de León. Ante el luctuoso suceso, las gentes de la ciudad comenzaron a aclamar al abad Froilán como nuevo obispo de León. Don Alfonso, ante el fervoroso clamor de todos los habitantes de la ciudad, se vio obligado a nombrar obispo de la misma a Froilán, que por aquel entonces regía los destinos del monasterio de Santiago de Moreruela. Pero, ¿quién era este santo varón y por qué lo aclamaba tanto la gente?
Froilán había nacido en Lugo sesenta y siete años antes. Parece ser que en los años de su tierna infancia e inquieta adolescencia no tenía nada de santo, antes al contrario formó parte del mundo del hampa. Con todo, Froilán en los primeros años de su juventud enmienda su errado camino y lo encauza hacia el servicio del Señor. No tardó en abandonar los estudios eclesiásticos para retirarse a vivir en una gruta de Vega de Valcarce en las montañas de León. Froilán quería enmendar los errores cometidos hasta aquel momento, por lo que a partir de entonces pensaba llevar una vida austera de ayuno y penitencia. Pero por aquellos años se produjo uno de los momentos más virulentos de represión de los cristianos en el emirato cordobés. Los mártires surgían por doquier. Este hecho provocó una nueva crisis en el espíritu de Froilán, que al final decidió abandonar su retiro para ir por los pueblos sembrando la semilla del Señor. En ese deambular conoció a Atilano, que ejercía de sacerdote en territorio musulmán, y juntos decidieron dedicar su vida al mundo monacal y a la reforma de sus reglas, pero antes se retiraron varios años al monte Curueño para llevar de nuevo una vida ascética y de perfección.
La fama de la vida ejemplar que llevaba Froilán llegó un día a oídos del rey, que lo mandó llamar ante su presencia. El eremita se hizo de rogar hasta que al fin cedió ante la insistencia del rey. Froilán se presentó en el palacio real de Oviedo un día frío y lluvioso de otoño. Don Alfonso lo esperaba en su despacho real.
—Majestad, Froilán espera ser recibido por Vos, Señor.
—Hazle pasar, Pedro.
Froilán se postró ante los pies del rey mientras éste lo invitaba a que se sentara junto a él.
—Majestad, no soy digno de estar ante vuestra presencia y menos aún de sentarme junto a Vos.
—No seáis tan humilde, Froilán. Sentaos aquí a mi lado.
—Señor, me conformo con permanecer de pie ante Vos.
—Como queráis, pero levantaos.
El eremita se puso en pie no sin antes desgranar varias excusas por la osadía de encontrarse cara a cara con el rey.
—Me han informado que queréis fundar varios monasterios por todo mi reino. ¿Es cierto eso?
—Verá, Señor. Mi compañero Atilano y un servidor estamos decididos a llevar una vida monacal, para lo cual nos gustaría fundar más de un monasterio, si vuestra Majestad no nos lo impide.
—Al contrario, Froilán. Ése es el motivo por el que os he hecho llamar. Necesitamos extender las fronteras de nuestro reino y para ello es imprescindible que se colonicen las nuevas tierras conquistadas. Nada mejor para esta loable aspiración que la fundación de monasterios, los cuales ayudarán a cultivar la tierra y a consolidar la población que se establezca en esos nuevos dominios. Necesito hombres como vos que me ayuden a repoblar las tierras fronterizas. Así, pues, quedáis plenamente autorizado para construir los cenobios que consideréis más idóneos para vuestros propósitos. Id con mi beneplácito.
—Gracias, Majestad —el eremita hizo una gran reverencia al rey—. Si no deseáis nada más de este humilde servidor, Señor, os pido permiso para retirarme.
—Podéis retiraros, Froilán.
Froilán y Atilano abandonaron las agrestes montañas de León para recorrer amplias zonas del valle del Duero con el fin de construir algún cenobio por aquellas tierras. Después de inspeccionar minuciosamente toda la región, decidieron instalarse en Tábara, situada en la parte más oriental de las estribaciones de la Sierra de la Culebra.
Los dos monjes ermitaños se acercaron al pueblecito ya casi a punto de oscurecer. Aquel día habían recorrido más de cinco leguas por las estribaciones de la Sierra de la Culebra sin darse un minuto de descanso. Ya era hora de tomarse un respiro seguido de un frugal refrigerio para pasar la noche.
—Mira, Atilano, podemos descansar en este pueblo. Yo ya no aguanto más. Tengo doloridos los pies y el cuerpo entero.
—También yo estoy cansado y dolorido, Froilán. Llamemos en la primera casa que encontremos a ver si nos dan un mendrugo de pan que llevarnos a la boca y nos proporcionan un techo donde cobijarnos.
Los dos ermitaños recibieron alimento y hospedaje para pasar la noche que se avecinaba. Durante el sueño Froilán creyó recibir un aviso divino a través del cual Cristo le pedía que construyera allí un cenobio. Por la mañana temprano le comunicó a su amigo el sueño que había tenido. Inmediatamente tomaron la decisión de fundar allí mismo un monasterio que dedicarían precisamente a San Salvador. Pasados unos años el sueño se había convertido en realidad. El humilde pueblo había cobrado gran relevancia gracias al fastuoso cenobio que habían erigido en él Froilán y Atilano. El nuevo monasterio no tardó en acoger alrededor de seiscientos monjes y monjas, que llegaban atraídos por la vida contemplativa y de sacrificio que en él se practicaba. Con el tiempo este cenobio alcanzaría gran fama gracias al importante scriptorium que albergó. De él salieron grandes obras de arte, como el Beato de Tábara, de reconocido prestigio.
Más adelante fundaron el monasterio de Santa María de Moreruela a unas cuatro leguas del de San Salvador, situado en un pequeño altozano junto al Esla, en las proximidades de Moreruela, dedicado también al ascetismo y la oración. Fray Froilán fue nombrado abad del mismo y fray Atilano, prior.
Una hermosa mañana de principios de mayo un sol radiante lucía en el cielo azul. Los trinos de los pajarillos deleitaban los oídos. Los árboles y arbustos vestían mil colores y exhalaban deliciosas fragancias. El abad Froilán y el prior Atilano paseaban por el atrio del monasterio mientras elevaban sus oraciones al Señor. Fray Fabián, el hermano portero, se acercó con paso tímido al padre abad.
—Padre abad, ¿da vuestra reverencia su permiso para hablar?
—¿Qué ocurre, hermano Fabián?
—Un mensajero del rey desea veros, padre.
—¿Qué querrá ahora Su Majestad de este humilde servidor? Está bien, hazle pasar.
—¿Aquí, padre?
—Sí, hermano Fabián. Aquí mismo lo recibiré.
Mientras el hermano portero fue en busca del mensajero real, el padre Atilano se acercó a su amigo.
—¿Qué pasa, Froilán?
—Aún no lo sé, Atilano. Parece ser que ahí fuera hay un mensajero del rey. Veremos qué noticias nos trae. Ahí viene. Oigámoslo.
El mensajero se acercó a los dos monjes y, después de besarle la mano al padre abad, les comunicó el motivo que lo había llevado hasta allí.
—Padre Froilán, Su Majestad el rey me envía para que le comunique su nombramiento como obispo de la diócesis de León y el de fray Atilano como obispo de Zamora.
Los dos amigos se quedaron perplejos ante la noticia que acababan de recibir.
—¿Cómo dices? —exclamó sorprendido el padre abad.
—Lo que acaba de oír vuestra reverencia. El rey lo ha nombrado obispo de León y quiere que se desplace a dicha ciudad de inmediato.
—¡No puede ser! Tiene que tratarse de un error. Seguro que hay muchos otros monjes y sacerdotes mejor preparados que un servidor para desempeñar ese cargo. No puedo aceptar tan alta responsabilidad.
—Habéis sido aclamado por todo el pueblo de León como su nuevo obispo. El rey no ha hecho más que aceptar la voluntad popular.
—¡Alabado sea Dios! Pero ¿cómo voy a desempeñar un puesto para el que no estoy preparado? ¡Señor, hágase tu voluntad!
—¡Hágase la voluntad del Señor! —corroboró el padre Atilano.
Los dos monjes se santiguaron mientras elevaban la vista al cielo.
—¿Y dices que tengo que partir inmediatamente para León?
—Sí, reverencia. Tengo órdenes de acompañarlo yo mismo. También debe partir inmediatamente para Zamora fray Atilano.
—¡Pero si no estoy preparado! Al menos tendré que despedirme de mis hermanos.
—Por supuesto. Aunque no debemos demorar nuestra partida más de dos o tres días. Su Majestad lo espera en León para asistir a su consagración.
—Señor, Señor. ¡Qué cruz más amarga nos enviáis! —el abad Froilán hizo un gesto de resignación. Luego abrazó a su compañero y amigo—. Bueno, Atilano, que Dios nos ampare y tenga piedad de nosotros. No nos queda más remedio que aceptar los designios del Señor. Ahora vamos a preparar nuestra despedida de toda la comunidad. Lo haremos con la celebración de una misa solemne como acto de acción de gracias al Señor.
—Lo que dispongas, Froilán.
Los dos amigos se encaminaron hacia el interior del monasterio para organizar los actos de despedida.
—Mañana mismo partiré para León. No quiero enojar al rey.
—Haces bien, Froilán. El rey debe ser complacido siempre, aunque eso nos obligue a veces a renunciar a nuestros propios deseos.
El padre abad había ordenado que toda la comunidad se congregara en la iglesia para la celebración del santo sacrificio de la misa. Antes de dar comienzo el oficio divino, mandó llamar al monje de más edad del monasterio para hacerle entrega del mismo.
—Fray Perfecto, en tus manos queda este monasterio. Estoy convencido que lo llevarás por la senda del bien como hemos hecho hasta ahora. Procura que no se relaje la disciplina. La oración y la penitencia han de seguir siendo los dos grandes pilares en los que se sustente. Sé siempre recto con todos los miembros de la comunidad, pero no seas injusto con ellos. Haz que la verdad prevalezca sobre el error. Destierra de las paredes de este monasterio la mentira y la hipocresía. Pero, por encima de todo, haz que esta casa sea siempre la casa del Señor.
—Os prometo que así lo haré, padre abad.
—Que Dios te lo premie si así lo hicieres.
A continuación dio comienzo la misa de acción de gracias que el abad quería celebrar antes de su despedida.
Al día siguiente, de madrugada, el abad Froilán partió para León donde sería nombrado obispo de la ciudad. El prior Atilano partió al mismo tiempo para Zamora. El abad Froilán iba acompañado por dos hermanos del cenobio y por el mensajero y los escoltas que había enviado el rey para hacerle más cómodo el viaje. Tres días más tarde hacía su entrada triunfal en la ciudad aclamado por la multitud. Su primer acto fue presentarse al rey.
Señor, aquí tenéis a vuestro humilde siervo.
El padre Froilán se postró de hinojos ante el rey.
Levantaos, Froilán. Sed bienvenido ante mi presencia.
Don Alfonso lo invitó a que tomara asiento frente a él.
Señor, no soy digno del favor que me otorgáis.
No sigáis tan humilde como siempre, Froilán. Vuestra reverencia es el más digno de todos mis súbditos para ocupar la silla episcopal de esta ciudad.
Me halagáis, Señor. Este humilde servidor no sabe hacer otra cosa más que dirigir un pobre cenobio olvidado del mundo.
Sabéis muy bien que eso no es cierto y que vuestra valía es muy superior a lo que tratáis de reconocer. Vuestra fama y vuestro olor a santidad son méritos suficientes para que ocupéis la cátedra episcopal.
Me abrumáis con vuestros elogios, Majestad. Yo no soy más que un humilde servidor de Dios y un pobre monje cenobita que no sabe nada del mundo. Seguro que en vuestro reino hay centenares de monjes y clérigos mucho mejor preparados que este humilde servidor.
Seguro que no, Froilán. Y si los hubiera, no tienen mi favor. Vos sois el elegido y el designado por mí. No hay nada más que hablar.
Hágase la voluntad del Señor.
Hágase su santa voluntad —contestó el rey—. Y ahora aprovechad el tiempo, porque el próximo día diecinueve se celebrará vuestra consagración como nuevo obispo de la diócesis de esta ciudad.
¿Tan pronto, Señor?
Tan pronto. Ya están avisados todos los obispos que tomarán parte en la ceremonia. Así que no debéis perder el tiempo, pues apenas falta una semana para el acontecimiento.
El abad Froilán agradeció sinceramente al rey su nombramiento antes de retirarse a la residencia episcopal. Dedicó los días que faltaban para su consagración como obispo a preparar la ceremonia y los pasos que debía seguir en ella, pero sobre todo los dedicó a orar a Dios y a pedirle que le diera las luces y las fuerzas necesarias para guiar el nuevo rebaño que le había encomendado. Sentía sobre sus espaldas una responsabilidad para la que no estaba preparado. Él había dedicado toda su vida a la oración y a la penitencia. Pero apenas sabía nada del mundo y de las necesidades del ser humano. Tendría que pedir ayuda a Dios para que iluminara su mente y le hiciera descubrir el camino recto por el que debería conducir a su nuevo rebaño.
Los días que faltaban para su consagración se le pasaron como un suspiro. Cuando quiso darse cuenta, ya había llegado la hora de la ceremonia. Ésta se llevó a cabo siguiendo todos los rituales al uso. Al acto asistieron, además de los siete obispos concelebrantes, los reyes, el príncipe don García, media docena de condes y otros aristócratas, así como una inmensa multitud que se apiñaba en el templo y en buena parte de sus alrededores. Finalizada la ceremonia, cuando el nuevo obispo salió a las puertas de la catedral, revestido con su capa pluvial, su báculo y su mitra, y se dispuso a dar la bendición a todos los fieles allí reunidos, fue clamorosamente aclamado por los asistentes. Aquel día, sin saberlo, León honraba ya al que no tardaría en convertirse en su patrón hasta la actualidad.

© Julio Noel 

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