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Un
año después de la consagración de la basílica de Santiago de
Compostela, el rey Alfonso III el
Magno se entrevistó
con su aliado Fortún I de Pamplona. El motivo era iniciar una serie
de ataques contra los Banu Qasi de Zaragoza para recuperar algunas
plazas perdidas, como la de Grañón, o conquistar otras nuevas por
tierras de La Rioja y del este del condado de Castilla. A pesar de su
edad un poco ya avanzada, don Alfonso no podía permitir que el
emirato andalusí recobrara territorios ya reconquistados o se
hiciera fuerte en los que poseía. El rey asturiano seguía con su
idea obsesiva de recuperar la Península entera para la cristiandad,
para lo que no escatimaba esfuerzos. Por eso pretendía reforzar y
fortalecer la frontera oriental de su reino a través de una sólida
alianza con el rey navarro y el hostigamiento permanente a la familia
de los Banu Qasi.
En
medio de todas esas acciones militares y preocupaciones por el
engrandecimiento de su reino y la expansión de la cristiandad por
todo el territorio peninsular, don Alfonso aún tenía tiempo para
ocuparse de otras obligaciones inherentes a su cargo, como el
nombramiento de los nuevos obispos para las diócesis de León y
Zamora.
En
la primavera del año 900 había fallecido monseñor Vicente, que
regentaba la diócesis de León. Ante el luctuoso suceso, las gentes
de la ciudad comenzaron a aclamar al abad Froilán como nuevo obispo
de León. Don Alfonso, ante el fervoroso clamor de todos los
habitantes de la ciudad, se vio obligado a nombrar obispo de la misma
a Froilán, que por aquel entonces regía los destinos del monasterio
de Santiago de Moreruela. Pero, ¿quién era este santo varón y por
qué lo aclamaba tanto la gente?
Froilán
había nacido en Lugo sesenta y siete años antes. Parece ser que en
los años de su tierna infancia e inquieta adolescencia no tenía
nada de santo, antes al contrario formó parte del mundo del hampa.
Con todo, Froilán en los primeros años de su juventud enmienda su
errado camino y lo encauza hacia el servicio del Señor. No tardó en
abandonar los estudios eclesiásticos para retirarse a vivir en una
gruta de Vega de Valcarce en las montañas de León. Froilán quería
enmendar los errores cometidos hasta aquel momento, por lo que a
partir de entonces pensaba llevar una vida austera de ayuno y
penitencia. Pero por aquellos años se produjo uno de los momentos
más virulentos de represión de los cristianos en el emirato
cordobés. Los mártires surgían por doquier. Este hecho provocó
una nueva crisis en el espíritu de Froilán, que al final decidió
abandonar su retiro para ir por los pueblos sembrando la semilla del
Señor. En ese deambular conoció a Atilano, que ejercía de
sacerdote en territorio musulmán, y juntos decidieron dedicar su
vida al mundo monacal y a la reforma de sus reglas, pero antes se
retiraron varios años al monte Curueño para llevar de nuevo una
vida ascética y de perfección.
La
fama de la vida ejemplar que llevaba Froilán llegó un día a oídos
del rey, que lo mandó llamar ante su presencia. El eremita se hizo
de rogar hasta que al fin cedió ante la insistencia del rey. Froilán
se presentó en el palacio real de Oviedo un día frío y lluvioso de
otoño. Don Alfonso lo esperaba en su despacho real.
—Majestad,
Froilán espera ser recibido por Vos, Señor.
—Hazle
pasar, Pedro.
Froilán
se postró ante los pies del rey mientras éste lo invitaba a que se
sentara junto a él.
—Majestad,
no soy digno de estar ante vuestra presencia y menos aún de sentarme
junto a Vos.
—No
seáis tan humilde, Froilán. Sentaos aquí a mi lado.
—Señor,
me conformo con permanecer de pie ante Vos.
—Como
queráis, pero levantaos.
El
eremita se puso en pie no sin antes desgranar varias excusas por la
osadía de encontrarse cara a cara con el rey.
—Me
han informado que queréis fundar varios monasterios por todo mi
reino. ¿Es cierto eso?
—Verá,
Señor. Mi compañero Atilano y un servidor estamos decididos a
llevar una vida monacal, para lo cual nos gustaría fundar más de un
monasterio, si vuestra Majestad no nos lo impide.
—Al
contrario, Froilán. Ése es el motivo por el que os he hecho llamar.
Necesitamos extender las fronteras de nuestro reino y para ello es
imprescindible que se colonicen las nuevas tierras conquistadas. Nada
mejor para esta loable aspiración que la fundación de monasterios,
los cuales ayudarán a cultivar la tierra y a consolidar la población
que se establezca en esos nuevos dominios. Necesito hombres como vos
que me ayuden a repoblar las tierras fronterizas. Así, pues, quedáis
plenamente autorizado para construir los cenobios que consideréis
más idóneos para vuestros propósitos. Id con mi beneplácito.
—Gracias,
Majestad —el eremita hizo una gran reverencia al rey—. Si no
deseáis nada más de este humilde servidor, Señor, os pido permiso
para retirarme.
—Podéis
retiraros, Froilán.
Froilán y Atilano abandonaron
las agrestes montañas de León para recorrer amplias zonas del valle
del Duero con el fin de construir algún cenobio por aquellas
tierras. Después de inspeccionar minuciosamente toda la región,
decidieron instalarse en Tábara, situada en la parte más oriental
de las estribaciones de la Sierra de la Culebra.
Los
dos monjes ermitaños se acercaron al pueblecito ya casi a punto de
oscurecer. Aquel día habían recorrido más de cinco leguas por las
estribaciones de la Sierra de la Culebra sin darse un minuto de
descanso. Ya era hora de tomarse un respiro seguido de un frugal
refrigerio para pasar la noche.
—Mira,
Atilano, podemos descansar en este pueblo. Yo ya no aguanto más.
Tengo doloridos los pies y el cuerpo entero.
—También
yo estoy cansado y dolorido, Froilán. Llamemos en la primera casa
que encontremos a ver si nos dan un mendrugo de pan que llevarnos a
la boca y nos proporcionan un techo donde cobijarnos.
Los
dos ermitaños recibieron alimento y hospedaje para pasar la noche
que se avecinaba. Durante el sueño Froilán creyó recibir un aviso
divino a través del cual Cristo le pedía que construyera allí un
cenobio. Por la mañana temprano le comunicó a su amigo el sueño
que había tenido. Inmediatamente tomaron la decisión de fundar allí
mismo un monasterio que dedicarían precisamente a San Salvador.
Pasados unos años el sueño se había convertido en realidad. El
humilde pueblo había cobrado gran relevancia gracias al fastuoso
cenobio que habían erigido en él Froilán y Atilano. El nuevo
monasterio no tardó en acoger alrededor de seiscientos monjes y
monjas, que llegaban atraídos por la vida contemplativa y de
sacrificio que en él se practicaba. Con el tiempo este cenobio
alcanzaría gran fama gracias al importante scriptorium
que albergó. De él salieron grandes obras de arte, como el Beato
de Tábara, de
reconocido prestigio.
Más
adelante fundaron el monasterio de Santa María de Moreruela a unas
cuatro leguas del de San Salvador, situado en un pequeño altozano
junto al Esla, en las proximidades de Moreruela, dedicado también al
ascetismo y la oración. Fray Froilán fue nombrado abad del mismo y
fray Atilano, prior.
Una
hermosa mañana de principios de mayo un sol radiante lucía en el
cielo azul. Los trinos de los pajarillos deleitaban los oídos. Los
árboles y arbustos vestían mil colores y exhalaban deliciosas
fragancias. El abad Froilán y el prior Atilano paseaban por el atrio
del monasterio mientras elevaban sus oraciones al Señor. Fray
Fabián, el hermano portero, se acercó con paso tímido al padre
abad.
—Padre
abad, ¿da vuestra reverencia su permiso para hablar?
—¿Qué
ocurre, hermano Fabián?
—Un
mensajero del rey desea veros, padre.
—¿Qué
querrá ahora Su Majestad de este humilde servidor? Está bien, hazle
pasar.
—¿Aquí,
padre?
—Sí,
hermano Fabián. Aquí mismo lo recibiré.
Mientras
el hermano portero fue en busca del mensajero real, el padre Atilano
se acercó a su amigo.
—¿Qué
pasa, Froilán?
—Aún
no lo sé, Atilano. Parece ser que ahí fuera hay un mensajero del
rey. Veremos qué noticias nos trae. Ahí viene. Oigámoslo.
El
mensajero se acercó a los dos monjes y, después de besarle la mano
al padre abad, les comunicó el motivo que lo había llevado hasta
allí.
—Padre
Froilán, Su Majestad el rey me envía para que le comunique su
nombramiento como obispo de la diócesis de León y el de fray
Atilano como obispo de Zamora.
Los
dos amigos se quedaron perplejos ante la noticia que acababan de
recibir.
—¿Cómo
dices? —exclamó sorprendido el padre abad.
—Lo
que acaba de oír vuestra reverencia. El rey lo ha nombrado obispo de
León y quiere que se desplace a dicha ciudad de inmediato.
—¡No
puede ser! Tiene que tratarse de un error. Seguro que hay muchos
otros monjes y sacerdotes mejor preparados que un servidor para
desempeñar ese cargo. No puedo aceptar tan alta responsabilidad.
—Habéis
sido aclamado por todo el pueblo de León como su nuevo obispo. El
rey no ha hecho más que aceptar la voluntad popular.
—¡Alabado
sea Dios! Pero ¿cómo voy a desempeñar un puesto para el que no
estoy preparado? ¡Señor, hágase tu voluntad!
—¡Hágase
la voluntad del Señor! —corroboró el padre Atilano.
Los
dos monjes se santiguaron mientras elevaban la vista al cielo.
—¿Y
dices que tengo que partir inmediatamente para León?
—Sí,
reverencia. Tengo órdenes de acompañarlo yo mismo. También debe
partir inmediatamente para Zamora fray Atilano.
—¡Pero
si no estoy preparado! Al menos tendré que despedirme de mis
hermanos.
—Por
supuesto. Aunque no debemos demorar nuestra partida más de dos o
tres días. Su Majestad lo espera en León para asistir a su
consagración.
—Señor,
Señor. ¡Qué cruz más amarga nos enviáis! —el abad Froilán
hizo un gesto de resignación. Luego abrazó a su compañero y
amigo—. Bueno, Atilano, que Dios nos ampare y tenga piedad de
nosotros. No nos queda más remedio que aceptar los designios del
Señor. Ahora vamos a preparar nuestra despedida de toda la
comunidad. Lo haremos con la celebración de una misa solemne como
acto de acción de gracias al Señor.
—Lo
que dispongas, Froilán.
Los
dos amigos se encaminaron hacia el interior del monasterio para
organizar los actos de despedida.
—Mañana
mismo partiré para León. No quiero enojar al rey.
—Haces
bien, Froilán. El rey debe ser complacido siempre, aunque eso nos
obligue a veces a renunciar a nuestros propios deseos.
El
padre abad había ordenado que toda la comunidad se congregara en la
iglesia para la celebración del santo sacrificio de la misa. Antes
de dar comienzo el oficio divino, mandó llamar al monje de más edad
del monasterio para hacerle entrega del mismo.
—Fray
Perfecto, en tus manos queda este monasterio. Estoy convencido que lo
llevarás por la senda del bien como hemos hecho hasta ahora. Procura
que no se relaje la disciplina. La oración y la penitencia han de
seguir siendo los dos grandes pilares en los que se sustente. Sé
siempre recto con todos los miembros de la comunidad, pero no seas
injusto con ellos. Haz que la verdad prevalezca sobre el error.
Destierra de las paredes de este monasterio la mentira y la
hipocresía. Pero, por encima de todo, haz que esta casa sea siempre
la casa del Señor.
—Os
prometo que así lo haré, padre abad.
—Que
Dios te lo premie si así lo hicieres.
A
continuación dio comienzo la misa de acción de gracias que el abad
quería celebrar antes de su despedida.
Al día siguiente, de
madrugada, el abad Froilán partió para León donde sería nombrado
obispo de la ciudad. El prior Atilano partió al mismo tiempo para
Zamora. El abad Froilán iba acompañado por dos hermanos del cenobio
y por el mensajero y los escoltas que había enviado el rey para
hacerle más cómodo el viaje. Tres días más tarde hacía su
entrada triunfal en la ciudad aclamado por la multitud. Su primer
acto fue presentarse al rey.
—Señor, aquí tenéis a
vuestro humilde siervo.
El padre Froilán se postró
de hinojos ante el rey.
—Levantaos, Froilán. Sed
bienvenido ante mi presencia.
Don Alfonso lo invitó a que
tomara asiento frente a él.
—Señor, no soy digno del
favor que me otorgáis.
—No sigáis tan humilde como
siempre, Froilán. Vuestra reverencia es el más digno de todos mis
súbditos para ocupar la silla episcopal de esta ciudad.
—Me halagáis, Señor. Este
humilde servidor no sabe hacer otra cosa más que dirigir un pobre
cenobio olvidado del mundo.
—Sabéis muy bien que eso no
es cierto y que vuestra valía es muy superior a lo que tratáis de
reconocer. Vuestra fama y vuestro olor a santidad son méritos
suficientes para que ocupéis la cátedra episcopal.
—Me abrumáis con vuestros
elogios, Majestad. Yo no soy más que un humilde servidor de Dios y
un pobre monje cenobita que no sabe nada del mundo. Seguro que en
vuestro reino hay centenares de monjes y clérigos mucho mejor
preparados que este humilde servidor.
—Seguro que no, Froilán. Y
si los hubiera, no tienen mi favor. Vos sois el elegido y el
designado por mí. No hay nada más que hablar.
—Hágase la voluntad del
Señor.
—Hágase su santa voluntad
—contestó el rey—. Y ahora aprovechad el tiempo, porque el
próximo día diecinueve se celebrará vuestra consagración como
nuevo obispo de la diócesis de esta ciudad.
—¿Tan pronto, Señor?
—Tan pronto. Ya están
avisados todos los obispos que tomarán parte en la ceremonia. Así
que no debéis perder el tiempo, pues apenas falta una semana para el
acontecimiento.
El abad Froilán agradeció
sinceramente al rey su nombramiento antes de retirarse a la
residencia episcopal. Dedicó los días que faltaban para su
consagración como obispo a preparar la ceremonia y los pasos que
debía seguir en ella, pero sobre todo los dedicó a orar a Dios y a
pedirle que le diera las luces y las fuerzas necesarias para guiar el
nuevo rebaño que le había encomendado. Sentía sobre sus espaldas
una responsabilidad para la que no estaba preparado. Él había
dedicado toda su vida a la oración y a la penitencia. Pero apenas
sabía nada del mundo y de las necesidades del ser humano. Tendría
que pedir ayuda a Dios para que iluminara su mente y le hiciera
descubrir el camino recto por el que debería conducir a su nuevo
rebaño.
Los días que faltaban para su
consagración se le pasaron como un suspiro. Cuando quiso darse
cuenta, ya había llegado la hora de la ceremonia. Ésta se llevó a
cabo siguiendo todos los rituales al uso. Al acto asistieron, además
de los siete obispos concelebrantes, los reyes, el príncipe don
García, media docena de condes y otros aristócratas, así como una
inmensa multitud que se apiñaba en el templo y en buena parte de sus
alrededores. Finalizada la ceremonia, cuando el nuevo obispo salió a
las puertas de la catedral, revestido con su capa pluvial, su báculo
y su mitra, y se dispuso a dar la bendición a todos los fieles allí
reunidos, fue clamorosamente aclamado por los asistentes. Aquel día,
sin saberlo, León honraba ya al que no tardaría en convertirse en
su patrón hasta la actualidad.
© Julio Noel
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