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Desde
el primer día de su ascenso al poder, Muhammad I decretó la
conversión de todos los mozárabes al islam o la exterminación de
los mismos en todo el emirato. Su odio hacia los cristianos hizo
cerrar monasterios y demoler iglesias. Muchos de ellos prefirieron
derramar su sangre a manos de los esbirros del emir antes que
renunciar a su fe. Otros decidieron refugiarse en territorio de los
reinos cristianos del norte. Algunos, no obstante, prefirieron
quedarse en Córdoba con la esperanza de que la ira del nuevo emir se
calmara. Fue el caso del abad Alonso y sus monjes. Pero en los
primeros días de febrero del año 872 se recrudeció la persecución
y el hostigamiento que venían padeciendo desde hacía tiempo. El
abad Alonso decidió cerrar las puertas de su monasterio y dirigirse
hacia el reino de Asturias con todos sus monjes. Su resistencia había
llegado al límite.
Era
una fría mañana de principios de febrero. Aún no había amanecido.
Querían aprovechar la oscuridad de la noche para no ser descubiertos
por la guardia del emir. Los monjes abandonaron el monasterio con
sólo un pequeño hato cada uno de ellos en el que portaban sus
escasas pertenencias. No tardaron en poner rumbo hacia las montañas.
Caminaron varias horas en dirección a Sierra Morena antes de que
amaneciera. Cuando las primeras luces del alba empezaron a aparecer,
ya se habían internado entre las montañas. El frío cada vez era
más intenso, pero el abad Alonso y sus monjes no se arredraban ante
él. Su paso era firme y constante. Tenían que alejarse lo más
posible de Córdoba y de sus inmediaciones para evitar ser
descubiertos. Cuando ya se acercaba la noche, llegaron a un amplio y
fértil valle donde se ubicaba un pequeño núcleo de población. El
abad decidió esconderse en un bosquecillo que allí cerca había
hasta que llegara la noche para atravesar el valle. No quería
exponerse a que los descubrieran y los delataran. Después de varios
días de un penoso y agotador viaje por aquellos intrincados parajes
de Sierra Morena, llegaron a la ciudad de Mérida donde, según les
habían informado, gobernaba un musulmán amigo del rey de Asturias.
Abd al-Rahman ibn Marwan, que
así se llamaba el gobernador, se había rebelado varias veces contra
el emir de Córdoba y no dudaba en proteger a los que huían de él y
de sus sanguinarios procedimientos. Se hallaba en su casa palacio
cuando le anunciaron la visita del abad Alonso.
—Señor, un monje que dice
venir de Córdoba desea veros.
—Hazle pasar.
El sirviente del gobernador
hizo pasar ante su presencia al padre abad.
—Excelencia, me han dicho
que podéis ayudarme a huir del emir de Córdoba —fue su saludo de
presentación.
—Y no os han informado mal,
reverendo. No sois los primeros que he ayudado a huir del fanatismo e
intransigencia del emir y sus secuaces. ¿Cuántos sois?
—Conmigo, diez.
—Os extenderé un
salvoconducto para que podáis atravesar todas estas tierras sin
problemas hasta que alcancéis los dominios del rey de Asturias.
El gobernador de Mérida puso su firma y estampó su sello de armas
en un pergamino que tenía sobre la mesa. Luego, se lo entregó al
abad.
—Ésta
será la llave que os permitirá cruzar estas tierras sin ningún
contratiempo. Todo el territorio que hay desde aquí hasta el límite
con el reino de Asturias está bajo mi mando. Ninguna guardia ni
centinela os pondrán problemas cuando mostréis este documento.
—Gracias,
excelencia. Os estaré eternamente agradecido.
—No
me lo agradezcáis a mí, padre abad. Agradecérselo más bien al
emir por el odio y el rencor que le profeso —Abd al-Rahman se
levantó de su asiento para estrechar la mano del monje—. Podéis
quedaros en mi casa el tiempo que gustéis para reparar vuestras
fuerzas y descansar del largo viaje y ahora permitidme que me ocupe
de mis otras obligaciones.
—Gracias
de nuevo en nombre mío y de mis hermanos. Acepto de buen grado
vuestra hospitalidad, excelencia. Que Dios os lo premie.
Una
semana permanecieron los monjes en Mérida. Al cabo de ese tiempo, el
abad Alonso decidió emprender viaje de nuevo hacia el reino de
Asturias, su destino final. Al cabo de un mes de penurias y
contratiempos llegaron a las llanuras de los Campos Godos. Después
de atravesar el Duero y avanzar unas once leguas en dirección a las
montañas que se divisaban en lontananza hacia el norte, siguieron la
ribera del río Cea hasta toparse con un pequeño núcleo de
población, que se aglutinaba alrededor de una humilde iglesia
dedicada a los santos Facundo y Primitivo. El abad consideró que
aquél podía ser un buen lugar para asentarse y fundar un
monasterio.
—¿Qué
os parece este lugar, hermanos?
—Estupendo
—contestó el monje de más edad.
—Desde
que cruzamos el Duero he venido observando todo este amplio
territorio. Es una vasta extensión de terreno que, bien cultivada,
podría dar de comer a muchas bocas. ¿Qué opináis, hermanos?
—Que
tenéis toda la razón, padre abad —corroboró otro de los monjes.
—Y
a lo que parece, aguas arriba del río sigue todo igual que hasta
aquí. Con el tiempo podríamos extender los dominios del monasterio
muchas leguas a la redonda. Creo que hemos dado con el lugar idóneo.
Así, pues, vamos a instalarnos de momento en él.
El
abad no tardó en hallar hospedaje para sus monjes en el lugar, ya
que los pocos habitantes que allí vivían los recibieron con los
brazos abiertos. Al cabo de unos días los monjes ya se hallaban
totalmente integrados en la comunidad, a la que ayudaban en todas sus
tareas materiales y espirituales. Los días transcurrían
armoniosamente, pero el abad era consciente de que su situación allí
no era regular del todo. Tenía que obtener el permiso del rey para
edificar un monasterio en el lugar, que era lo que se había
propuesto con su asentamiento en aquellas tierras. Aquellas gentes
eran muy buenas, pero no le podían resolver el problema. Había que
tomar una decisión. Un día al anochecer, después del fatigoso
trabajo de toda la jornada y de haber rezado sus oraciones, reunió a
todos los hermanos.
—Ya
sabéis que mi propósito de quedarnos aquí es la fundación de un
monasterio, pero ese paso no lo podemos dar sin el consentimiento
real. Por eso he decidido partir de inmediato a ver al rey. Mañana
mismo saldré hacia Oviedo en compañía del hermano Amador, que es
el más joven de todos vosotros. Los demás permaneceréis aquí
hasta nuestro regreso. Espero que a mi vuelta podamos comenzar las
obras de nuestro nuevo monasterio.
—Me
gustaría acompañaros, padre abad —suplicó el hermano Teodoro, un
hombre de mediana edad, de complexión fuerte y tez tostada por los
largos meses que llevaban viviendo en contacto con el sol y el aire.
—Ya
he hecho mi elección, fray Teodoro. Tú te quedarás aquí con el
resto de la comunidad. Además, te hago responsable de todos ellos.
Ahora vamos a tomar un refrigerio y a rezar las últimas oraciones
del día. Mañana el hermano Amador y un servidor saldremos antes del
amanecer para Oviedo.
—Id
con Dios, padre abad —le desearon todos.
Dos
semanas más tarde el abad Alonso y fray Amador llegaron a las
puertas del palacio real. A su llamada acudió Pedro a recibirlos.
Poco después el padre abad se encontraba en presencia de don
Alfonso. El rey se alegró mucho de verlo allí y de que hubiera
podido escapar sin contratiempos de la represión del emir. El
monarca sufría mucho con las noticias que le llegaban de las
matanzas y exterminios de los cristianos llevados a cabo por Muhammad
I. Ese odio tan acerbo del emir hacia los cristianos aumentaba aún
más en el rey asturiano su deseo de conquistar toda la Península
para la Cristiandad. Tenían que terminar todos esos crímenes
absurdos que se estaban cometiendo en el al-Ándalus en nombre de su
religión. Cada cristiano que caía en aquella tierra era un
aliciente más para la causa.
—Decidme,
padre Alonso, ¿qué queréis de mí?
—Majestad
—el abad se postró ante el rey—, quisiera pediros un favor.
—Vos
diréis.
—Mis
hermanos y un servidor hemos llegado a las tierras que denominan los
Campos Godos. En el centro de ellas hemos encontrado un pequeño
lugar con una humilde iglesia dedicada a los santos Facundo y
Primitivo. De momento nos hemos detenido allí por considerarlo un
lugar idóneo para erigir un monasterio y a eso he venido, Señor, a
pediros permiso para construirlo si Vos lo consideráis oportuno.
Mucho
se alegró el rey del proyecto del abad dom Alonso, pues era gran
devoto de los susodichos mártires, cuya protección invocaba al
comienzo de todas sus batallas.
—La
idea es estupenda. Me parece muy bien que se pueda fundar un
monasterio en ese lugar para asentar población en toda la zona.
Cuando esté en funcionamiento pensaremos en repoblarla.
—Así,
pues, ¿debo entender que dais vuestro consentimiento?
—Claro
que os doy mi consentimiento para que fundéis un monasterio. Me
habéis dicho que la iglesia que hay en el lugar es muy humilde, ¿no?
Pues la compraré y os la regalaré para que edifiquéis el
monasterio en el solar de la misma. Quiero que con el tiempo ese
monasterio sea un referente para toda la cristiandad.
—Señor,
no sé cómo agradecéroslo —el abad, postrado de hinojos, había
tomado la mano derecha del monarca para besársela.
—Levantaos,
padre Alonso, y regresad a los Campos Godos para dar inicio a una
nueva etapa en su historia. Cuando hayáis construido el monasterio,
me lo haréis saber.
—Sí,
Majestad. Contad con ello.
El
abad Alonso y fray Amador regresaron llenos de júbilo a donde habían
dejado a sus hermanos. Acababan de dar el primer paso para fundar el
monasterio de los santos Facundo y Primitivo, que con el tiempo daría
lugar a Sahagún de Campos.
© Julio Noel.
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