miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 13



                                                                13


          Desde el primer día de su ascenso al poder, Muhammad I decretó la conversión de todos los mozárabes al islam o la exterminación de los mismos en todo el emirato. Su odio hacia los cristianos hizo cerrar monasterios y demoler iglesias. Muchos de ellos prefirieron derramar su sangre a manos de los esbirros del emir antes que renunciar a su fe. Otros decidieron refugiarse en territorio de los reinos cristianos del norte. Algunos, no obstante, prefirieron quedarse en Córdoba con la esperanza de que la ira del nuevo emir se calmara. Fue el caso del abad Alonso y sus monjes. Pero en los primeros días de febrero del año 872 se recrudeció la persecución y el hostigamiento que venían padeciendo desde hacía tiempo. El abad Alonso decidió cerrar las puertas de su monasterio y dirigirse hacia el reino de Asturias con todos sus monjes. Su resistencia había llegado al límite.
Era una fría mañana de principios de febrero. Aún no había amanecido. Querían aprovechar la oscuridad de la noche para no ser descubiertos por la guardia del emir. Los monjes abandonaron el monasterio con sólo un pequeño hato cada uno de ellos en el que portaban sus escasas pertenencias. No tardaron en poner rumbo hacia las montañas. Caminaron varias horas en dirección a Sierra Morena antes de que amaneciera. Cuando las primeras luces del alba empezaron a aparecer, ya se habían internado entre las montañas. El frío cada vez era más intenso, pero el abad Alonso y sus monjes no se arredraban ante él. Su paso era firme y constante. Tenían que alejarse lo más posible de Córdoba y de sus inmediaciones para evitar ser descubiertos. Cuando ya se acercaba la noche, llegaron a un amplio y fértil valle donde se ubicaba un pequeño núcleo de población. El abad decidió esconderse en un bosquecillo que allí cerca había hasta que llegara la noche para atravesar el valle. No quería exponerse a que los descubrieran y los delataran. Después de varios días de un penoso y agotador viaje por aquellos intrincados parajes de Sierra Morena, llegaron a la ciudad de Mérida donde, según les habían informado, gobernaba un musulmán amigo del rey de Asturias.
Abd al-Rahman ibn Marwan, que así se llamaba el gobernador, se había rebelado varias veces contra el emir de Córdoba y no dudaba en proteger a los que huían de él y de sus sanguinarios procedimientos. Se hallaba en su casa palacio cuando le anunciaron la visita del abad Alonso.
Señor, un monje que dice venir de Córdoba desea veros.
Hazle pasar.
El sirviente del gobernador hizo pasar ante su presencia al padre abad.
Excelencia, me han dicho que podéis ayudarme a huir del emir de Córdoba —fue su saludo de presentación.
Y no os han informado mal, reverendo. No sois los primeros que he ayudado a huir del fanatismo e intransigencia del emir y sus secuaces. ¿Cuántos sois?
Conmigo, diez.
Os extenderé un salvoconducto para que podáis atravesar todas estas tierras sin problemas hasta que alcancéis los dominios del rey de Asturias.
El gobernador de Mérida puso su firma y estampó su sello de armas en un pergamino que tenía sobre la mesa. Luego, se lo entregó al abad.
—Ésta será la llave que os permitirá cruzar estas tierras sin ningún contratiempo. Todo el territorio que hay desde aquí hasta el límite con el reino de Asturias está bajo mi mando. Ninguna guardia ni centinela os pondrán problemas cuando mostréis este documento.
—Gracias, excelencia. Os estaré eternamente agradecido.
—No me lo agradezcáis a mí, padre abad. Agradecérselo más bien al emir por el odio y el rencor que le profeso —Abd al-Rahman se levantó de su asiento para estrechar la mano del monje—. Podéis quedaros en mi casa el tiempo que gustéis para reparar vuestras fuerzas y descansar del largo viaje y ahora permitidme que me ocupe de mis otras obligaciones.
—Gracias de nuevo en nombre mío y de mis hermanos. Acepto de buen grado vuestra hospitalidad, excelencia. Que Dios os lo premie.
Una semana permanecieron los monjes en Mérida. Al cabo de ese tiempo, el abad Alonso decidió emprender viaje de nuevo hacia el reino de Asturias, su destino final. Al cabo de un mes de penurias y contratiempos llegaron a las llanuras de los Campos Godos. Después de atravesar el Duero y avanzar unas once leguas en dirección a las montañas que se divisaban en lontananza hacia el norte, siguieron la ribera del río Cea hasta toparse con un pequeño núcleo de población, que se aglutinaba alrededor de una humilde iglesia dedicada a los santos Facundo y Primitivo. El abad consideró que aquél podía ser un buen lugar para asentarse y fundar un monasterio.
—¿Qué os parece este lugar, hermanos?
—Estupendo —contestó el monje de más edad.
—Desde que cruzamos el Duero he venido observando todo este amplio territorio. Es una vasta extensión de terreno que, bien cultivada, podría dar de comer a muchas bocas. ¿Qué opináis, hermanos?
—Que tenéis toda la razón, padre abad —corroboró otro de los monjes.
—Y a lo que parece, aguas arriba del río sigue todo igual que hasta aquí. Con el tiempo podríamos extender los dominios del monasterio muchas leguas a la redonda. Creo que hemos dado con el lugar idóneo. Así, pues, vamos a instalarnos de momento en él.
El abad no tardó en hallar hospedaje para sus monjes en el lugar, ya que los pocos habitantes que allí vivían los recibieron con los brazos abiertos. Al cabo de unos días los monjes ya se hallaban totalmente integrados en la comunidad, a la que ayudaban en todas sus tareas materiales y espirituales. Los días transcurrían armoniosamente, pero el abad era consciente de que su situación allí no era regular del todo. Tenía que obtener el permiso del rey para edificar un monasterio en el lugar, que era lo que se había propuesto con su asentamiento en aquellas tierras. Aquellas gentes eran muy buenas, pero no le podían resolver el problema. Había que tomar una decisión. Un día al anochecer, después del fatigoso trabajo de toda la jornada y de haber rezado sus oraciones, reunió a todos los hermanos.
—Ya sabéis que mi propósito de quedarnos aquí es la fundación de un monasterio, pero ese paso no lo podemos dar sin el consentimiento real. Por eso he decidido partir de inmediato a ver al rey. Mañana mismo saldré hacia Oviedo en compañía del hermano Amador, que es el más joven de todos vosotros. Los demás permaneceréis aquí hasta nuestro regreso. Espero que a mi vuelta podamos comenzar las obras de nuestro nuevo monasterio.
—Me gustaría acompañaros, padre abad —suplicó el hermano Teodoro, un hombre de mediana edad, de complexión fuerte y tez tostada por los largos meses que llevaban viviendo en contacto con el sol y el aire.
—Ya he hecho mi elección, fray Teodoro. Tú te quedarás aquí con el resto de la comunidad. Además, te hago responsable de todos ellos. Ahora vamos a tomar un refrigerio y a rezar las últimas oraciones del día. Mañana el hermano Amador y un servidor saldremos antes del amanecer para Oviedo.
—Id con Dios, padre abad —le desearon todos.
Dos semanas más tarde el abad Alonso y fray Amador llegaron a las puertas del palacio real. A su llamada acudió Pedro a recibirlos. Poco después el padre abad se encontraba en presencia de don Alfonso. El rey se alegró mucho de verlo allí y de que hubiera podido escapar sin contratiempos de la represión del emir. El monarca sufría mucho con las noticias que le llegaban de las matanzas y exterminios de los cristianos llevados a cabo por Muhammad I. Ese odio tan acerbo del emir hacia los cristianos aumentaba aún más en el rey asturiano su deseo de conquistar toda la Península para la Cristiandad. Tenían que terminar todos esos crímenes absurdos que se estaban cometiendo en el al-Ándalus en nombre de su religión. Cada cristiano que caía en aquella tierra era un aliciente más para la causa.
—Decidme, padre Alonso, ¿qué queréis de mí?
—Majestad —el abad se postró ante el rey—, quisiera pediros un favor.
—Vos diréis.
—Mis hermanos y un servidor hemos llegado a las tierras que denominan los Campos Godos. En el centro de ellas hemos encontrado un pequeño lugar con una humilde iglesia dedicada a los santos Facundo y Primitivo. De momento nos hemos detenido allí por considerarlo un lugar idóneo para erigir un monasterio y a eso he venido, Señor, a pediros permiso para construirlo si Vos lo consideráis oportuno.
Mucho se alegró el rey del proyecto del abad dom Alonso, pues era gran devoto de los susodichos mártires, cuya protección invocaba al comienzo de todas sus batallas.
—La idea es estupenda. Me parece muy bien que se pueda fundar un monasterio en ese lugar para asentar población en toda la zona. Cuando esté en funcionamiento pensaremos en repoblarla.
—Así, pues, ¿debo entender que dais vuestro consentimiento?
—Claro que os doy mi consentimiento para que fundéis un monasterio. Me habéis dicho que la iglesia que hay en el lugar es muy humilde, ¿no? Pues la compraré y os la regalaré para que edifiquéis el monasterio en el solar de la misma. Quiero que con el tiempo ese monasterio sea un referente para toda la cristiandad.
—Señor, no sé cómo agradecéroslo —el abad, postrado de hinojos, había tomado la mano derecha del monarca para besársela.
—Levantaos, padre Alonso, y regresad a los Campos Godos para dar inicio a una nueva etapa en su historia. Cuando hayáis construido el monasterio, me lo haréis saber.
—Sí, Majestad. Contad con ello.
El abad Alonso y fray Amador regresaron llenos de júbilo a donde habían dejado a sus hermanos. Acababan de dar el primer paso para fundar el monasterio de los santos Facundo y Primitivo, que con el tiempo daría lugar a Sahagún de Campos.

            © Julio Noel. 

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