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Apenas
fallecido el rey Alfonso III el
Magno, su hijo don
García se proclamó rey de León. Con él daba comienzo oficialmente
el que después llegaría a ser el reino más poderoso de la
cristiandad entre todos los reinos peninsulares. Sus predecesores,
especialmente su padre, habían puesto los cimientos para que se
constituyera en un gran imperio. Alfonso III el
Magno, a pesar de
no haber trasladado oficialmente la corte a León, vivió los últimos
años de su vida a caballo entre León y Oviedo. Ya hacía tiempo que
se había percatado de la importancia estratégica de León dentro
del reino de Asturias. Al final de su vida reconoció que León
constituía el núcleo central de su reino y que a aquella ciudad
debería ser trasladada la capital para que éste alcanzara la
preponderancia histórica a la que estaba destinado. Pero ni él ni
su hijo don García desplazaron oficialmente la corte a León, a
pesar de que de hecho funcionaba como tal en esta ciudad. Habrían de
pasar aún algo más de tres años para que eso sucediera. Don
García, por designio de su padre y por el acuerdo al que había
llegado con sus hermanos, fue sólo rey de León y nada más que de
León, pese a que sus hermanos se declararon súbditos suyos.
Don García, de espíritu
inquieto y temperamento enérgico, no tardó en emprender una campaña
contra los árabes por tierras de Toledo. Poco después del comienzo
de la primavera del primer año de su reinado reunió sus huestes
para trasladarse con ellas al valle del Tajo. Desde Zamora se dirigió
a Ávila. Dejó atrás la adusta ciudad para atravesar el Sistema
Central por el Puerto del Berraco, salvando así los agrestes picos
de la Sierra de Gredos. Con paso firme y decidido descendió hasta
las tierras llanas de la vega del Tajo. Arrasó cuanto encontró a su
paso. Hizo muchos prisioneros entre sus gentes y se incautó de
cuantos bienes tenían. En las proximidades de Talavera le salió al
encuentro el príncipe Ayola, pero fue vencido por las tropas de don
García y hecho prisionero.
Era ya noche cerrada cuando
llegaron a El Tiemblo. Don García mandó detener la marcha para
pasar allí la noche. Ordenó al capitán de sus tropas que vigilara
bien a los prisioneros, especialmente al príncipe Ayola del que
esperaba obtener un buen botín por su rescate.
—Vosotros vigilaréis a los
prisioneros —ordenó el capitán a un grupo de cinco soldados—.
Os relevaréis cada dos horas. No quiero que se escape nadie. ¿De
acuerdo?
—Sí, mi capitán.
Los cinco hombres organizaron
las guardias entre ellos. Durante las cuatro primeras horas no
ocurrió nada digno de mención, pero cuando montó guardia el tercer
hombre a eso de las dos de la madrugada, no pudo vencer la fatiga que
lo abrumaba quedándose completamente dormido al poco de iniciar la
guardia. Algunos de los prisioneros más próximos al centinela se
percataron del estado de somnolencia de éste, por lo que no tardaron
en ingeniárselas para quedar en libertad.
—Vamos por aquí —dijo uno
de los prisioneros que parecía haberse erigido en jefe del grupo de
liberados—. Con cuidado que puede despertarse el centinela.
—Silencio —susurró otro—,
parece que se mueve.
Los siete u ocho prisioneros
que habían quedado libres contuvieron el aliento. El centinela se
había removido en su puesto y parecía que quería abrir los ojos.
Después se dio media vuelta y continuó roncando.
—Despacio —musitó el
prisionero que había hablado en primer lugar—. Avancemos sin hacer
ruido. Tenemos que liberar al príncipe Ayola. ¿Alguien de vosotros
sabe adónde lo han llevado?
Nadie contestó.
—Vamos a alejarnos del
centinela sin hacer ruido. Luego averiguaremos dónde está
encerrado.
El grupo de prisioneros se
alejó del centinela con sumo sigilo. Después de varios intentos
fallidos por localizar a su jefe, lograron al fin dar con él. Sin
pérdida de tiempo lo pusieron en libertad, mientras intentaban todos
juntos abandonar el recinto donde los habían encerrado.
—Alteza, antes de abandonar
esto deberíamos liberar a todos los nuestros —insinuó el que
parecía liderar el grupo.
—Sería lo más honroso por
nuestra parte, pero si los liberamos a todos, nadie saldrá con vida
de aquí. El alboroto que se organizaría sería suficiente como para
despertar a un muerto. Es mejor que nos vayamos nosotros solos sin
dar la voz de alarma.
—De acuerdo, Alteza. Ahí
parece estar la puerta. Vamos a intentar abrirla sin hacer ruido.
Cuando forcejeaban la puerta
del recinto para abrirla, uno de sus goznes comenzó a quejarse
lastimeramente.
—¡Quietos! —ordenó con
un susurro pero con voz imperante el príncipe Ayola. El grupo
contuvo la respiración. El silencio volvió a reinar en todo el
recinto—. Vosotros dos levantadla un poco por el lado de los goznes
y vosotros por delante a ver si así no rechina.
Tal como había previsto el
príncipe Ayola, la puerta cedió sin hacer el menor ruido. Una vez
libres, los prisioneros con su príncipe al frente partieron
velozmente rumbo a Toledo.
Cuando fueron a relevar al
tercer centinela, descubrieron la fuga del príncipe Ayola y de
varios de sus compañeros, pero ya era demasiado tarde para darles
alcance y capturarlos de nuevo. Por la mañana el rey don García
quiso dar un escarmiento al responsable de la fuga para que sirviera
de ejemplo al resto de su ejército. Ordenó que lo ataran a un poste
en la plaza pública del pueblo y que le propinaran cien latigazos.
Eso le ayudaría a no dormirse nunca más cuando tuviera que hacer la
guardia de nuevo.
Ejecutado el castigo, las
tropas de don García se pusieron en marcha hacia el Puerto del
Berraco, desde donde esperaban alcanzar aquel mismo día las murallas
de Ávila. Una semana más tarde hacían su entrada triunfal en León
con un espléndido botín y un gran número de prisioneros.
—Os sentiréis satisfecho de
la gran hazaña, ¿no, Señor?
—¿Y por qué no habría de
ser así, Señora? Una victoria siempre satisface y si además es
contra los ismaelitas, mucho mejor. Lo que siento es que habíamos
capturado a un príncipe árabe y se nos escapó en El Tiemblo por la
negligencia del soldado que lo vigilaba. Era la pieza más valiosa
del botín. Con todo, estoy satisfecho.
Doña Muniadona estaba
acostumbrada a pasar semanas, y a veces hasta meses, sin la compañía
de su esposo. Ya antes de coronarse rey sus ausencias eran
constantes. Cuando no era por asuntos oficiales era por cacerías,
cuando no lo era por mero pasatiempo. Don García acostumbraba a
ausentarse con frecuencia de casa, dejando a su esposa sumida en la
más absoluta soledad. Pero ahora esas ausencias se habían
multiplicado. Las responsabilidades reales le absorbían casi todo su
tiempo. El rey no prestaba demasiada atención a su esposa ni le
importaba su soledad. Tal vez fuera debido a que se había casado con
ella por complacer a su padre y a su suegro y no por amor. Tal vez lo
fuera por la falta de descendencia. ¿Quién lo sabe? El caso es que
su distanciamiento era patente y a don García le importaba muy poco.
Ya no esperaba nada de ella.
—¿Pensáis hacer alguna
nueva gira?
—De momento no. ¿Por qué
lo preguntáis?
—No, por nada. Como casi
siempre estáis fuera…
—Fuera estoy todo el tiempo
que preciso. Aquí en palacio la verdad que no se me pierde mucho.
—No es necesario que lo
aseguréis —la reina emitió un profundo suspiro.
—No empecéis ya, Señora.
Ya sabéis que vuestras lágrimas no me van a enternecer.
Doña Muniadona se enjugó dos
lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
—Hace unos días llegó un
mensajero de vuestro hermano Ordoño.
—¿Sabéis qué quería?
—Sí. Quería haceros saber
que está muy disgustado por la negativa que le habéis dado al
obispo Genadio de no llevar los quinientos mizcales que vuestro padre
donó a la basílica de Santiago.
—¡Ah, sí! Pues más
disgustado estaría yo si lo hubiera consentido. No me sobra a mí el
dinero como para regalárselo al obispo Sisnando.
—Pero fue una promesa que le
hizo vuestro padre.
—¡Ya! Mi padre hizo muchas
promesas y muchos donativos en vida, pero ahora soy yo quien tiene
que hacerlas y en estos momentos no estoy por la labor. En Galicia
gobierna mi hermano, así que es a él a quien le corresponde hacer
donativos a Santiago y a su obispo.
Doña Muniadona se mordió los
labios antes de contestar.
—Me parece que sois un poco
desconsiderado, Señor. Vuestro padre prometió dar esos quinientos
mizcales a la basílica y creo que Vos no deberíais negaros a
cumplir sus deseos.
—Ya he dicho que no pienso
dárselos y no hay más que hablar. Todo el mundo quiere recibir,
pero nadie está dispuesto a dar. Además, el dinero de León debe
ser para León. Y ahora, Señora, si me disculpáis, voy a salir a
dar un paseo con mi caballo por las orillas del Bernesga. Hace tiempo
que no recorro sus alamedas y tengo muchos deseos de hacerlo.
La reina se quedó triste y
sola en el palacio. Por sus mejillas rodaron dos gruesas lágrimas
que eran a la vez de dolor y de alivio. ¡Hacía tanto tiempo que
había perdido el amor de su esposo…! Más de una vez se había
preguntado si había valido la pena llegar a ser reina a tan alto
precio. La respuesta era que no. Hubiera dado no una sino mil coronas
por el amor de un esposo y un hijo. Pero el Señor la había
castigado. Tal vez había sido demasiado ambiciosa y ahora lo estaba
pagando con creces. No podía hacer otra cosa más que resignarse.
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