jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 1



1


          Apenas fallecido el rey Alfonso III el Magno, su hijo don García se proclamó rey de León. Con él daba comienzo oficialmente el que después llegaría a ser el reino más poderoso de la cristiandad entre todos los reinos peninsulares. Sus predecesores, especialmente su padre, habían puesto los cimientos para que se constituyera en un gran imperio. Alfonso III el Magno, a pesar de no haber trasladado oficialmente la corte a León, vivió los últimos años de su vida a caballo entre León y Oviedo. Ya hacía tiempo que se había percatado de la importancia estratégica de León dentro del reino de Asturias. Al final de su vida reconoció que León constituía el núcleo central de su reino y que a aquella ciudad debería ser trasladada la capital para que éste alcanzara la preponderancia histórica a la que estaba destinado. Pero ni él ni su hijo don García desplazaron oficialmente la corte a León, a pesar de que de hecho funcionaba como tal en esta ciudad. Habrían de pasar aún algo más de tres años para que eso sucediera. Don García, por designio de su padre y por el acuerdo al que había llegado con sus hermanos, fue sólo rey de León y nada más que de León, pese a que sus hermanos se declararon súbditos suyos.
Don García, de espíritu inquieto y temperamento enérgico, no tardó en emprender una campaña contra los árabes por tierras de Toledo. Poco después del comienzo de la primavera del primer año de su reinado reunió sus huestes para trasladarse con ellas al valle del Tajo. Desde Zamora se dirigió a Ávila. Dejó atrás la adusta ciudad para atravesar el Sistema Central por el Puerto del Berraco, salvando así los agrestes picos de la Sierra de Gredos. Con paso firme y decidido descendió hasta las tierras llanas de la vega del Tajo. Arrasó cuanto encontró a su paso. Hizo muchos prisioneros entre sus gentes y se incautó de cuantos bienes tenían. En las proximidades de Talavera le salió al encuentro el príncipe Ayola, pero fue vencido por las tropas de don García y hecho prisionero.
Era ya noche cerrada cuando llegaron a El Tiemblo. Don García mandó detener la marcha para pasar allí la noche. Ordenó al capitán de sus tropas que vigilara bien a los prisioneros, especialmente al príncipe Ayola del que esperaba obtener un buen botín por su rescate.
Vosotros vigilaréis a los prisioneros —ordenó el capitán a un grupo de cinco soldados—. Os relevaréis cada dos horas. No quiero que se escape nadie. ¿De acuerdo?
Sí, mi capitán.
Los cinco hombres organizaron las guardias entre ellos. Durante las cuatro primeras horas no ocurrió nada digno de mención, pero cuando montó guardia el tercer hombre a eso de las dos de la madrugada, no pudo vencer la fatiga que lo abrumaba quedándose completamente dormido al poco de iniciar la guardia. Algunos de los prisioneros más próximos al centinela se percataron del estado de somnolencia de éste, por lo que no tardaron en ingeniárselas para quedar en libertad.
Vamos por aquí —dijo uno de los prisioneros que parecía haberse erigido en jefe del grupo de liberados—. Con cuidado que puede despertarse el centinela.
Silencio —susurró otro—, parece que se mueve.
Los siete u ocho prisioneros que habían quedado libres contuvieron el aliento. El centinela se había removido en su puesto y parecía que quería abrir los ojos. Después se dio media vuelta y continuó roncando.
Despacio —musitó el prisionero que había hablado en primer lugar—. Avancemos sin hacer ruido. Tenemos que liberar al príncipe Ayola. ¿Alguien de vosotros sabe adónde lo han llevado?
Nadie contestó.
Vamos a alejarnos del centinela sin hacer ruido. Luego averiguaremos dónde está encerrado.
El grupo de prisioneros se alejó del centinela con sumo sigilo. Después de varios intentos fallidos por localizar a su jefe, lograron al fin dar con él. Sin pérdida de tiempo lo pusieron en libertad, mientras intentaban todos juntos abandonar el recinto donde los habían encerrado.
Alteza, antes de abandonar esto deberíamos liberar a todos los nuestros —insinuó el que parecía liderar el grupo.
Sería lo más honroso por nuestra parte, pero si los liberamos a todos, nadie saldrá con vida de aquí. El alboroto que se organizaría sería suficiente como para despertar a un muerto. Es mejor que nos vayamos nosotros solos sin dar la voz de alarma.
De acuerdo, Alteza. Ahí parece estar la puerta. Vamos a intentar abrirla sin hacer ruido.
Cuando forcejeaban la puerta del recinto para abrirla, uno de sus goznes comenzó a quejarse lastimeramente.
¡Quietos! —ordenó con un susurro pero con voz imperante el príncipe Ayola. El grupo contuvo la respiración. El silencio volvió a reinar en todo el recinto—. Vosotros dos levantadla un poco por el lado de los goznes y vosotros por delante a ver si así no rechina.
Tal como había previsto el príncipe Ayola, la puerta cedió sin hacer el menor ruido. Una vez libres, los prisioneros con su príncipe al frente partieron velozmente rumbo a Toledo.
Cuando fueron a relevar al tercer centinela, descubrieron la fuga del príncipe Ayola y de varios de sus compañeros, pero ya era demasiado tarde para darles alcance y capturarlos de nuevo. Por la mañana el rey don García quiso dar un escarmiento al responsable de la fuga para que sirviera de ejemplo al resto de su ejército. Ordenó que lo ataran a un poste en la plaza pública del pueblo y que le propinaran cien latigazos. Eso le ayudaría a no dormirse nunca más cuando tuviera que hacer la guardia de nuevo.
Ejecutado el castigo, las tropas de don García se pusieron en marcha hacia el Puerto del Berraco, desde donde esperaban alcanzar aquel mismo día las murallas de Ávila. Una semana más tarde hacían su entrada triunfal en León con un espléndido botín y un gran número de prisioneros.
Os sentiréis satisfecho de la gran hazaña, ¿no, Señor?
¿Y por qué no habría de ser así, Señora? Una victoria siempre satisface y si además es contra los ismaelitas, mucho mejor. Lo que siento es que habíamos capturado a un príncipe árabe y se nos escapó en El Tiemblo por la negligencia del soldado que lo vigilaba. Era la pieza más valiosa del botín. Con todo, estoy satisfecho.
Doña Muniadona estaba acostumbrada a pasar semanas, y a veces hasta meses, sin la compañía de su esposo. Ya antes de coronarse rey sus ausencias eran constantes. Cuando no era por asuntos oficiales era por cacerías, cuando no lo era por mero pasatiempo. Don García acostumbraba a ausentarse con frecuencia de casa, dejando a su esposa sumida en la más absoluta soledad. Pero ahora esas ausencias se habían multiplicado. Las responsabilidades reales le absorbían casi todo su tiempo. El rey no prestaba demasiada atención a su esposa ni le importaba su soledad. Tal vez fuera debido a que se había casado con ella por complacer a su padre y a su suegro y no por amor. Tal vez lo fuera por la falta de descendencia. ¿Quién lo sabe? El caso es que su distanciamiento era patente y a don García le importaba muy poco. Ya no esperaba nada de ella.
¿Pensáis hacer alguna nueva gira?
De momento no. ¿Por qué lo preguntáis?
No, por nada. Como casi siempre estáis fuera…
Fuera estoy todo el tiempo que preciso. Aquí en palacio la verdad que no se me pierde mucho.
No es necesario que lo aseguréis —la reina emitió un profundo suspiro.
No empecéis ya, Señora. Ya sabéis que vuestras lágrimas no me van a enternecer.
Doña Muniadona se enjugó dos lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
Hace unos días llegó un mensajero de vuestro hermano Ordoño.
¿Sabéis qué quería?
Sí. Quería haceros saber que está muy disgustado por la negativa que le habéis dado al obispo Genadio de no llevar los quinientos mizcales que vuestro padre donó a la basílica de Santiago.
¡Ah, sí! Pues más disgustado estaría yo si lo hubiera consentido. No me sobra a mí el dinero como para regalárselo al obispo Sisnando.
Pero fue una promesa que le hizo vuestro padre.
¡Ya! Mi padre hizo muchas promesas y muchos donativos en vida, pero ahora soy yo quien tiene que hacerlas y en estos momentos no estoy por la labor. En Galicia gobierna mi hermano, así que es a él a quien le corresponde hacer donativos a Santiago y a su obispo.
Doña Muniadona se mordió los labios antes de contestar.
Me parece que sois un poco desconsiderado, Señor. Vuestro padre prometió dar esos quinientos mizcales a la basílica y creo que Vos no deberíais negaros a cumplir sus deseos.
Ya he dicho que no pienso dárselos y no hay más que hablar. Todo el mundo quiere recibir, pero nadie está dispuesto a dar. Además, el dinero de León debe ser para León. Y ahora, Señora, si me disculpáis, voy a salir a dar un paseo con mi caballo por las orillas del Bernesga. Hace tiempo que no recorro sus alamedas y tengo muchos deseos de hacerlo.
La reina se quedó triste y sola en el palacio. Por sus mejillas rodaron dos gruesas lágrimas que eran a la vez de dolor y de alivio. ¡Hacía tanto tiempo que había perdido el amor de su esposo…! Más de una vez se había preguntado si había valido la pena llegar a ser reina a tan alto precio. La respuesta era que no. Hubiera dado no una sino mil coronas por el amor de un esposo y un hijo. Pero el Señor la había castigado. Tal vez había sido demasiado ambiciosa y ahora lo estaba pagando con creces. No podía hacer otra cosa más que resignarse.



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