jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 1


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          A mediados de septiembre los rigores del verano habían quedado atrás y las mañanas de León ya refrescaban. Apenas nacía el alba cuando don Alfonso abandonaba el palacio real, que había constiutido su residencia en los últimos siete años. Acababa de renunciar al trono en favor de su hermano don Ramiro. Iba triste y compungido a lomos del caballo que lo transportaba con la sola compañía de su mayordomo. Abandonó la ciudad por la puerta sur sin atreverse a volver la vista atrás para evitar que las lágrimas inundaran sus ojos y el corazón saltara de su pecho. Atravesó el Torío, el Porma y el Esla sin advertir el vaho que se elevaba de las praderas que los rodeaban. Poco después de dejar Mansilla de las Mulas, se internó en la aridez de la Tierra de Campos que ya no abandonaría hasta llegar a Sahagún a orillas del Cea, salvo algún que otro regato que se interponía en su camino y que de tanto en tanto venía a romper la monotonía del paisaje. El monasterio de San Facundo y San Primitivo esperaba al nuevo inquilino con los brazos abiertos. La comunidad en pleno había salido al patio para recibirlo. No todos los días acogían entre sus muros a un huésped tan ilustre. Su llegada fue motivo de expectación y de múltiples comentarios entre los monjes. La mayor parte de ellos se acababan de enterar de tan extraordinario acontecimiento justo cuando les dieron permiso para salir a recibir al exmonarca.
Don Alfonso fue recibido con todos los honores por el abad del monasterio y la comunidad facundina en pleno. El propio abad se ofreció para acompañarlo a la celda que le habían asignado. Ni que decir tiene que se trataba de la mejor dependencia del monasterio. Dom Recesvinto II no había escatimado esfuerzos ni recursos para poner a disposición de tan ilustre huésped lo mejor de la abadía. No en vano se trataba de un descendiente de los máximos benefactores de aquel cenobio. Su ingreso allí honraba al monasterio, a la comunidad que lo regentaba y hasta al propio villorrio que se había aglutinado alrededor del mismo. Era, pues, para el abad un gran honor contar con un personaje tan ilustre entre los miembros de su comunidad.
Pero dejemos a don Alfonso que se instale cómodamente en la celda que le fue asignada en el real monasterio de los Santos Facundo y Primitivo y volvamos a León y su corte para seguir de cerca los pasos de don Ramiro. Éste, después de haber acordado con su hermano los términos de la cesión del trono leonés, se trasladó con su corte a León donde se hizo coronar el seis de noviembre de aquel mismo año, no sin antes haberse cerciorado de que don Alfonso había tomado ya los hábitos en el monasterio de Sahagún.
El día señalado para la coronación había amanecido plomizo y desapacible. Pocos días antes habían caído los primeros copos de nieve en la ciudad, a los que había seguido una auténtica ola de frío que había congelado el ambiente de la capital del reino. Pero eso no fue óbice para que las gentes sencillas se concentraran en los alrededores de la basílica de Santa María y San Cipriano y del palacio real para contemplar de cerca la ceremonia de la coronación o ver al rey o a alguno de los miembros de la corte real. Era, por así decirlo, su tercer rey legítimo y aquellas gentes sencillas no estaban dispuestas a perderse el espectáculo que se les brindaba a pesar de las inclemencias del tiempo. Así, pues, soportaron estoicamente durante horas el intenso frío y algún que otro copo de nieve que se desprendía de vez en cuando de aquel cielo tan encapotado. Cuando pasó la comitiva que transportaba al rey y a toda su corte a la basílica, los privilegiados que se encontraban en las primeras filas trataron de no perderse detalle, eso a pesar de que el rey y todos los miembros de su corte iban ocultos a las miradas de los curiosos debido al intenso frío que hacía. Los más desafortunados que se encontraban en las últimas filas impelían a los que tenían delante y se apiñaban sobre ellos para poder contemplar también algo del espectáculo.
A las doce en punto dio comienzo la ceremonia concelebrada por todos los obispos y abades del reino. El rey junto con la reina consorte, doña Adosinda Gutiérrez, vestidos con toda la majestuosidad que requería el acto, ocupaban el palco real al lado del Evangelio. Los obispos y abades se situaron al lado de la Epístola, mientras que los nobles y magnates del reino llenaron la casi totalidad del templo. Después de la homilía el obispo Oneco Núñez, titular de la diócesis de León, impuso la corona al nuevo rey, que a partir de aquel momento reinaría con el nombre de Ramiro II.
El acto de la coronación fue seguido, como era costumbre, por grandes banquetes y fiestas con las que el rey agasajaba y trataba de ganarse la confianza de los nobles y magnates del reino. Aún quedaban algunos vestigios en palacio de las pompas habidas con motivo de la coronación, cuando llegaron a oídos del rey noticias nada halagüeñas relativas a su hermano don Alfonso. Parecía ser que a éste no le habían sentado muy bien los hábitos de monje o que añoraba el trono perdido.
Conocida la fecha de coronación de don Ramiro, uno de los máximos confidentes de don Alfonso se desplazó de inmediato al monasterio de Sahagún. Allí puso al corriente al rey monje de todos los pormenores del acto y sembró la semilla de la discordia en su corazón.
Majestad —el confidente hincó una rodilla en tierra mientras se inclinaba ante don Alfonso en acto de sumisión—, de aquí a dos días vuestro hermano se coronará como rey de León. Todavía estáis a tiempo de impedirlo.
Pero ¿qué dices? Yo renuncié libremente al trono en favor de mi hermano. No pienso volver atrás mi decisión. Además, ambos firmamos un documento público en el que una de sus cláusulas no sólo me impide recuperarlo, sino incluso reclamarlo.
¡Qué importan los papeles, Majestad! Una vez que recuperéis el trono, podéis destruir ese documento y será como si jamás hubiera existido.
Don Alfonso movió dubitativamente la cabeza.
¿Y crees que mi hermano se quedaría de brazos cruzados si lo hiciera?
Supongo que no, pero a Vos todavía os sigue apoyando el pueblo y la mayor parte de los nobles.
Mira, amigo mío, es mejor que me dejes tranquilo en el recogimiento de este santo monasterio. De momento no tengo intenciones de reclamar el trono y menos aún de luchar contra mi hermano. Es mejor que regreses a León y dejes que los acontecimientos sigan su curso.
El confidente aceptó de mala gana la recomendación que le daba el exmonarca, al que dejó en su celda sumido en un cúmulo de dudas y preocupaciones. Desde su llegada al monasterio, en ningún momento se había planteado reivindicar lo que él había cedido libremente. La muerte de su esposa había venido a precipitar lo que ya llevaba gestando y madurando cierto tiempo. El peso de la corona resultaba demasiado oneroso para su frente. Él había nacido más para la vida contemplativa y de reposo que para el ajetreo y la lucha. Prueba de ello era que durante su reinado no había participado en ninguna batalla. Un rey así no debía ceñir la corona del mayor reino de la cristiandad de la Península Ibérica. Ante la amenaza del imperio musulmán se necesitaba un rey fuerte y aguerrido que le presentara cara en todo momento. Y él no era ese rey. Entonces, ¿qué derecho tenía a reclamar de nuevo la corona a la que había renunciado por su libre voluntad? Ninguno, de eso estaba completamente seguro. No obstante, él era el legítimo heredero. Entonces, ¿por qué no volver a recuperarla? Al fin y al cabo, a él le pertenecía. Ante estas dudas, no sabía qué partido tomar.
Los días transcurrían y don Alfonso ya no hallaba paz en su celda. Día y noche daba vueltas en su cabeza a la misma idea. Los monjes y hasta el propio abad notaron el cambio de su semblante. Ninguno de ellos quiso inmiscuirse en sus pensamientos, pero todos sabían que desde la visita de aquel hombre el exmonarca no era el mismo. Algo debió de contarle que lo intranquilizaba y no lo dejaba descansar. Hasta que un buen día se despidió del padre abad sin más preámbulos. Había tomado la decisión de recuperar su trono.
Don Alfonso, acompañado por el criado que había quedado con él para su servicio personal, dirigió sus pasos hacia Simancas después de abandonar el monasterio de Sahagún. Era un desapacible día de comienzos del invierno. El sol se ocultaba tras los espesos nubarrones que cubrían el cielo. El viento del nordeste barría las planicies de los Campos Góticos por donde deambulaban los dos intrépidos caminantes. No había ni un árbol ni un resquicio donde cobijarse. La piel de la cara y de las manos se cuarteaba igual que la reseca tierra que hollaban sus pies con gran esfuerzo. Después de varias jornadas de arduo caminar por aquellas inhóspitas llanuras, don Alfonso llegó a su punto de destino donde residían algunos de sus familiares con los que quería comentar su propósito. Era el día siguiente de la Natividad del Señor.
Pero ¿qué haces tú aquí? ¿No deberías estar en el monasterio?
Dejadme pasar, que vengo muy cansado y muerto de frío. Luego os lo explicaré todo.
Don Alfonso entró en el interior de la casa de sus parientes, cuyo asombro fue inaudito al verlo allí en aquellas condiciones y sin haber sido anunciado. Después de cambiarse de ropa, se acercó a la chimenea en la que ardían unos troncos de encina para calentarse y desentumecer los miembros agarrotados por el frío. Una de sus primas puso a calentar un puchero con algo de caldo y restos del cocido que les había sobrado del almuerzo.
Toma, come algo —le dijo acercándole un cuenco con las sobras que había calentado—. A ver si esto te ayuda a entrar en calor.
Gracias, prima.
Engulló en un santiamén el potaje que le habían proporcionado, al que añadieron un trozo de la carne que había cocido con él y un buen mendrugo de pan. Era como si no hubiera probado bocado en semanas.
Bueno, ahora supongo que podrás contarnos el motivo que te trae por aquí —insinuó su tío.
Pues claro que os lo voy a contar. A eso he venido.
Bien, tú dirás.
He pensado reunir con vuestra ayuda un pequeño ejército con el que presentar batalla a Ramiro para recuperar el trono.
¡Tú estás loco! ¿Cómo se te ha ocurrido tal despropósito?
Don Alfonso carraspeó un poco antes de contestar, como si no estuviera muy seguro de lo que iba a decir.
Bueno, es que lo he pensado mejor y quiero volver a ser rey.
Eso deberías haberlo pensado antes de abdicar —le reprochó su tío—. Ahora, si lo hicieras, sería una rebelión que ninguno de tus súbditos te perdonaría. ¿Con qué ojos crees que te verían de nuevo en el trono si acaso lo consiguieras? Quítate esa idea tan descabellada de la cabeza. Sería un auténtico suicido, ¿o crees que tu hermano Ramiro te lo iba poner fácil?
Tienes razón, tío. No había pensado en ello.
Pues deberías haberlo hecho y haber tenido en cuenta las consecuencias negativas de ese despropósito antes de pretender ponerlo en práctica. Lo mejor que puedes hacer es regresar al monasterio como si nada hubiera pasado. Aún estás a tiempo. Por nuestra parte nada va a trascender si hoy mismo decides volver a Sahagún.
Don Alfonso permaneció mudo durante un largo espacio de tiempo. Reflexionaba sobre las palabras de su tío y pensaba que no le faltaba razón. No era el momento de dar marcha atrás y desencadenar una lucha fraticida contra su hermano. Tal vez no debería haberse precipitado en la abdicación. Debería haberlo pensado mejor, pero eso ya estaba hecho. Se había dejado llevar por el sufrimiento tan intenso que le produjo la muerte de su esposa sin sopesar las consecuencias de la decisión que había tomado. En aquel momento no se sentía con fuerzas suficientes para sustentar sobre su frente el peso enorme de la corona. Pero en el fondo nada había cambiado. Tampoco en estos momentos se sentía con fuerzas para sobrellevar esa enorme responsabilidad. Era tan sólo la falsa ilusión que le había insuflado días atrás el confidente en el monasterio. Se había dejado llevar por una especie de canto de sirena que lo había obcecado. Ahora sus parientes le habían vuelto a abrir los ojos y tornaba a ver con claridad.
De acuerdo, tío. Mañana mismo regresaré al convento de donde no debí salir. He sido un iluso. Perdonad todas las molestias que os haya podido causar.
Estás perdonado, querido sobrino. Vuelve al monasterio y por nuestra parte nada se sabrá de lo que pretendías tramar. Tu decisión evitará el derramamiento de mucha sangre, que sin duda estará mucho mejor empleada en la lucha contra los sarracenos.
El exmonarca regresó a los muros del cenobio como había prometido. Allí, entre sus paredes, hizo acto de contrición y decidió no volver a pensar nunca más en el trono al que unos meses antes había renunciado. Sólo la soledad del claustro, la oración y la silenciosa compañía de los monjes le harían cicatrizar las heridas de su alma y apagarían su sed de honores y de poder.



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