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A
mediados de septiembre los rigores del verano habían quedado atrás
y las mañanas de León ya refrescaban. Apenas nacía el alba cuando
don Alfonso abandonaba el palacio real, que había constiutido su
residencia en los últimos siete años. Acababa de renunciar al trono
en favor de su hermano don Ramiro. Iba triste y compungido a lomos
del caballo que lo transportaba con la sola compañía de su
mayordomo. Abandonó la ciudad por la puerta sur sin atreverse a
volver la vista atrás para evitar que las lágrimas inundaran sus
ojos y el corazón saltara de su pecho. Atravesó el Torío, el Porma
y el Esla sin advertir el vaho que se elevaba de las praderas que los
rodeaban. Poco después de dejar Mansilla de las Mulas, se internó
en la aridez de la Tierra de Campos que ya no abandonaría hasta
llegar a Sahagún a orillas del Cea, salvo algún que otro regato que
se interponía en su camino y que de tanto en tanto venía a romper
la monotonía del paisaje. El monasterio de San Facundo y San
Primitivo esperaba al nuevo inquilino con los brazos abiertos. La
comunidad en pleno había salido al patio para recibirlo. No todos
los días acogían entre sus muros a un huésped tan ilustre. Su
llegada fue motivo de expectación y de múltiples comentarios entre
los monjes. La mayor parte de ellos se acababan de enterar de tan
extraordinario acontecimiento justo cuando les dieron permiso para
salir a recibir al exmonarca.
Don
Alfonso fue recibido con todos los honores por el abad del monasterio
y la comunidad facundina en pleno. El propio abad se ofreció para
acompañarlo a la celda que le habían asignado. Ni que decir tiene
que se trataba de la mejor dependencia del monasterio. Dom Recesvinto
II no había escatimado esfuerzos ni recursos para poner a
disposición de tan ilustre huésped lo mejor de la abadía. No en
vano se trataba de un descendiente de los máximos benefactores de
aquel cenobio. Su ingreso allí honraba al monasterio, a la comunidad
que lo regentaba y hasta al propio villorrio que se había aglutinado
alrededor del mismo. Era, pues, para el abad un gran honor contar con
un personaje tan ilustre entre los miembros de su comunidad.
Pero
dejemos a don Alfonso que se instale cómodamente en la celda que le
fue asignada en el real monasterio de los Santos Facundo y Primitivo
y volvamos a León y su corte para seguir de cerca los pasos de don
Ramiro. Éste, después de haber acordado con su hermano los términos
de la cesión del trono leonés, se trasladó con su corte a León
donde se hizo coronar el seis de noviembre de aquel mismo año, no
sin antes haberse cerciorado de que don Alfonso había tomado ya los
hábitos en el monasterio de Sahagún.
El
día señalado para la coronación había amanecido plomizo y
desapacible. Pocos días antes habían caído los primeros copos de
nieve en la ciudad, a los que había seguido una auténtica ola de
frío que había congelado el ambiente de la capital del reino. Pero
eso no fue óbice para que las gentes sencillas se concentraran en
los alrededores de la basílica de Santa María y San Cipriano y del
palacio real para contemplar de cerca la ceremonia de la coronación
o ver al rey o a alguno de los miembros de la corte real. Era, por
así decirlo, su tercer rey legítimo y aquellas gentes sencillas no
estaban dispuestas a perderse el espectáculo que se les brindaba a
pesar de las inclemencias del tiempo. Así, pues, soportaron
estoicamente durante horas el intenso frío y algún que otro copo de
nieve que se desprendía de vez en cuando de aquel cielo tan
encapotado. Cuando pasó la comitiva que transportaba al rey y a toda
su corte a la basílica, los privilegiados que se encontraban en las
primeras filas trataron de no perderse detalle, eso a pesar de que el
rey y todos los miembros de su corte iban ocultos a las miradas de
los curiosos debido al intenso frío que hacía. Los más
desafortunados que se encontraban en las últimas filas impelían a
los que tenían delante y se apiñaban sobre ellos para poder
contemplar también algo del espectáculo.
A
las doce en punto dio comienzo la ceremonia concelebrada por todos
los obispos y abades del reino. El rey junto con la reina consorte,
doña Adosinda Gutiérrez, vestidos con toda la majestuosidad que
requería el acto, ocupaban el palco real al lado del Evangelio. Los
obispos y abades se situaron al lado de la Epístola, mientras que
los nobles y magnates del reino llenaron la casi totalidad del
templo. Después de la homilía el obispo Oneco Núñez, titular de
la diócesis de León, impuso la corona al nuevo rey, que a partir de
aquel momento reinaría con el nombre de Ramiro II.
El
acto de la coronación fue seguido, como era costumbre, por grandes
banquetes y fiestas con las que el rey agasajaba y trataba de ganarse
la confianza de los nobles y magnates del reino. Aún quedaban
algunos vestigios en palacio de las pompas habidas con motivo de la
coronación, cuando llegaron a oídos del rey noticias nada
halagüeñas relativas a su hermano don Alfonso. Parecía ser que a
éste no le habían sentado muy bien los hábitos de monje o que
añoraba el trono perdido.
Conocida la fecha de
coronación de don Ramiro, uno de los máximos confidentes de don
Alfonso se desplazó de inmediato al monasterio de Sahagún. Allí
puso al corriente al rey monje de todos los pormenores del acto y
sembró la semilla de la discordia en su corazón.
—Majestad —el confidente
hincó una rodilla en tierra mientras se inclinaba ante don Alfonso
en acto de sumisión—, de aquí a dos días vuestro hermano se
coronará como rey de León. Todavía estáis a tiempo de impedirlo.
—Pero ¿qué dices? Yo
renuncié libremente al trono en favor de mi hermano. No pienso
volver atrás mi decisión. Además, ambos firmamos un documento
público en el que una de sus cláusulas no sólo me impide
recuperarlo, sino incluso reclamarlo.
—¡Qué importan los
papeles, Majestad! Una vez que recuperéis el trono, podéis destruir
ese documento y será como si jamás hubiera existido.
Don Alfonso movió
dubitativamente la cabeza.
—¿Y crees que mi hermano se
quedaría de brazos cruzados si lo hiciera?
—Supongo que no, pero a Vos
todavía os sigue apoyando el pueblo y la mayor parte de los nobles.
—Mira, amigo mío, es mejor
que me dejes tranquilo en el recogimiento de este santo monasterio.
De momento no tengo intenciones de reclamar el trono y menos aún de
luchar contra mi hermano. Es mejor que regreses a León y dejes que
los acontecimientos sigan su curso.
El confidente aceptó de mala
gana la recomendación que le daba el exmonarca, al que dejó en su
celda sumido en un cúmulo de dudas y preocupaciones. Desde su
llegada al monasterio, en ningún momento se había planteado
reivindicar lo que él había cedido libremente. La muerte de su
esposa había venido a precipitar lo que ya llevaba gestando y
madurando cierto tiempo. El peso de la corona resultaba demasiado
oneroso para su frente. Él había nacido más para la vida
contemplativa y de reposo que para el ajetreo y la lucha. Prueba de
ello era que durante su reinado no había participado en ninguna
batalla. Un rey así no debía ceñir la corona del mayor reino de la
cristiandad de la Península Ibérica. Ante la amenaza del imperio
musulmán se necesitaba un rey fuerte y aguerrido que le presentara
cara en todo momento. Y él no era ese rey. Entonces, ¿qué derecho
tenía a reclamar de nuevo la corona a la que había renunciado por
su libre voluntad? Ninguno, de eso estaba completamente seguro. No
obstante, él era el legítimo heredero. Entonces, ¿por qué no
volver a recuperarla? Al fin y al cabo, a él le pertenecía. Ante
estas dudas, no sabía qué partido tomar.
Los días transcurrían y don
Alfonso ya no hallaba paz en su celda. Día y noche daba vueltas en
su cabeza a la misma idea. Los monjes y hasta el propio abad notaron
el cambio de su semblante. Ninguno de ellos quiso inmiscuirse en sus
pensamientos, pero todos sabían que desde la visita de aquel hombre
el exmonarca no era el mismo. Algo debió de contarle que lo
intranquilizaba y no lo dejaba descansar. Hasta que un buen día se
despidió del padre abad sin más preámbulos. Había tomado la
decisión de recuperar su trono.
Don Alfonso, acompañado por
el criado que había quedado con él para su servicio personal,
dirigió sus pasos hacia Simancas después de abandonar el monasterio
de Sahagún. Era un desapacible día de comienzos del invierno. El
sol se ocultaba tras los espesos nubarrones que cubrían el cielo. El
viento del nordeste barría las planicies de los Campos Góticos por
donde deambulaban los dos intrépidos caminantes. No había ni un
árbol ni un resquicio donde cobijarse. La piel de la cara y de las
manos se cuarteaba igual que la reseca tierra que hollaban sus pies
con gran esfuerzo. Después de varias jornadas de arduo caminar por
aquellas inhóspitas llanuras, don Alfonso llegó a su punto de
destino donde residían algunos de sus familiares con los que quería
comentar su propósito. Era el día siguiente de la Natividad del
Señor.
—Pero ¿qué haces tú aquí?
¿No deberías estar en el monasterio?
—Dejadme pasar, que vengo
muy cansado y muerto de frío. Luego os lo explicaré todo.
Don Alfonso entró en el
interior de la casa de sus parientes, cuyo asombro fue inaudito al
verlo allí en aquellas condiciones y sin haber sido anunciado.
Después de cambiarse de ropa, se acercó a la chimenea en la que
ardían unos troncos de encina para calentarse y desentumecer los
miembros agarrotados por el frío. Una de sus primas puso a calentar
un puchero con algo de caldo y restos del cocido que les había
sobrado del almuerzo.
—Toma, come algo —le dijo
acercándole un cuenco con las sobras que había calentado—. A ver
si esto te ayuda a entrar en calor.
—Gracias, prima.
Engulló en un santiamén el
potaje que le habían proporcionado, al que añadieron un trozo de la
carne que había cocido con él y un buen mendrugo de pan. Era como
si no hubiera probado bocado en semanas.
—Bueno, ahora supongo que
podrás contarnos el motivo que te trae por aquí —insinuó su tío.
—Pues claro que os lo voy a
contar. A eso he venido.
—Bien, tú dirás.
—He pensado reunir con
vuestra ayuda un pequeño ejército con el que presentar batalla a
Ramiro para recuperar el trono.
—¡Tú estás loco! ¿Cómo
se te ha ocurrido tal despropósito?
Don Alfonso carraspeó un poco
antes de contestar, como si no estuviera muy seguro de lo que iba a
decir.
—Bueno, es que lo he pensado
mejor y quiero volver a ser rey.
—Eso deberías haberlo
pensado antes de abdicar —le reprochó su tío—. Ahora, si lo
hicieras, sería una rebelión que ninguno de tus súbditos te
perdonaría. ¿Con qué ojos crees que te verían de nuevo en el
trono si acaso lo consiguieras? Quítate esa idea tan descabellada de
la cabeza. Sería un auténtico suicido, ¿o crees que tu hermano
Ramiro te lo iba poner fácil?
—Tienes razón, tío. No
había pensado en ello.
—Pues deberías haberlo
hecho y haber tenido en cuenta las consecuencias negativas de ese
despropósito antes de pretender ponerlo en práctica. Lo mejor que
puedes hacer es regresar al monasterio como si nada hubiera pasado.
Aún estás a tiempo. Por nuestra parte nada va a trascender si hoy
mismo decides volver a Sahagún.
Don Alfonso permaneció mudo
durante un largo espacio de tiempo. Reflexionaba sobre las palabras
de su tío y pensaba que no le faltaba razón. No era el momento de
dar marcha atrás y desencadenar una lucha fraticida contra su
hermano. Tal vez no debería haberse precipitado en la abdicación.
Debería haberlo pensado mejor, pero eso ya estaba hecho. Se había
dejado llevar por el sufrimiento tan intenso que le produjo la muerte
de su esposa sin sopesar las consecuencias de la decisión que había
tomado. En aquel momento no se sentía con fuerzas suficientes para
sustentar sobre su frente el peso enorme de la corona. Pero en el
fondo nada había cambiado. Tampoco en estos momentos se sentía con
fuerzas para sobrellevar esa enorme responsabilidad. Era tan sólo la
falsa ilusión que le había insuflado días atrás el confidente en
el monasterio. Se había dejado llevar por una especie de canto de
sirena que lo había obcecado. Ahora sus parientes le habían vuelto
a abrir los ojos y tornaba a ver con claridad.
—De acuerdo, tío. Mañana
mismo regresaré al convento de donde no debí salir. He sido un
iluso. Perdonad todas las molestias que os haya podido causar.
—Estás perdonado, querido
sobrino. Vuelve al monasterio y por nuestra parte nada se sabrá de
lo que pretendías tramar. Tu decisión evitará el derramamiento de
mucha sangre, que sin duda estará mucho mejor empleada en la lucha
contra los sarracenos.
El exmonarca regresó a los
muros del cenobio como había prometido. Allí, entre sus paredes,
hizo acto de contrición y decidió no volver a pensar nunca más en
el trono al que unos meses antes había renunciado. Sólo la soledad
del claustro, la oración y la silenciosa compañía de los monjes le
harían cicatrizar las heridas de su alma y apagarían su sed de
honores y de poder.
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