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Don García conversaba
distendidamente con doña Muniadona en su palacio de Zamora.
Esperaban la visita del conde don Munio Núñez y su esposa. Hacía
varios meses que no se veían. Doña Muniadona aguardaba con ansiedad
su llegada.
—Ya deberían estar aquí.
—No seas impaciente,
querida. Ya llegarán.
—Claro que llegarán, pero a
mí la espera se me hace muy larga.
—Piensa en otra cosa. Así
se te pasa más de prisa el tiempo.
—Para ti es muy fácil
decirlo. Si estuvieras en mi lugar, no dirías lo mismo.
En ese momento se oyó un
carruaje que llegaba a las puertas del palacio. La princesa se acercó
con celeridad a la ventana de la estancia para ver de quién se
trataba.
—Seguro que son ellos.
—Pues si son ellos ya
entrarán, no te preocupes.
Pasaron
unos instantes antes de que entrara el carruaje en el patio del
palacio. Poco después los condes se apeaban del mismo.
—Claro que lo son. Voy a
recibirlos.
Doña Muniadona salió
corriendo a recibir a sus padres, mientras don García permaneció
sentado en su asiento en espera de que hicieran su aparición sus
suegros. Después de los saludos de rigor, madre e hija se fueron a
las estancias privadas de ésta para hablar de sus cosas y enseñarse
los regalos que una a la otra se ofrecieron. Suegro y yerno se
quedaron solos.
—¿Habéis meditado bien lo
que os comenté la última vez que nos vimos?
—Lo he pensado muy bien y
cada día estoy más resuelto a hacerlo, pero antes tengo que hablar
con mis hermanos, al menos con Ordoño.
—¿Y a qué esperáis?
—A que se me presente una
oportunidad para hacerlo.
—¿Qué oportunidad
esperáis?
—No sé. Un acontecimiento
cualquiera.
—¿Y si no se produce ese
acontecimiento?
—Pues tendré que seguir
esperando.
—No lo entiendo —comentó
don Munio con el semblante serio y el espíritu lleno de dudas ante
la parsimonia de su yerno—. Provocad vos ese acontecimiento.
Don García había pedido que
les sirvieran un aperitivo acompañado de un vino de Toro. En aquel
momento se acercaba un sirviente con una bandeja, que depositó sobre
la mesa.
—Servíos, querido suegro
—hizo una pequeña pausa—. El caso es que no se me ocurre qué
acontecimiento podría provocar.
—Pues si no se os ocurre
ninguno, haced simplemente una visita a vuestro hermano. Seguro que
hace tiempo que no os veis.
—Desde hace dos años en la
donación del monasterio de San Facundo y San Primitivo.
—Razón más que suficiente
para que vayáis a verlo. Le decís sencillamente que queréis
conocer a vuestro nuevo sobrino. Lo importante es que os entrevistéis
con él y que os pongáis de acuerdo. El tiempo pasa y eso juega en
vuestra contra como ya os dije. Debéis poner en práctica el plan lo
más rápidamente posible.
—Lo intentaré.
—No basta con intentarlo.
Debéis ejecutarlo. Y ahora brindemos por el buen éxito de la
empresa.
El conde levantó la copa e
invitó a su yerno a que hiciera lo mismo.
—Por que tengáis éxito en
vuestra empresa —exclamó con la copa en alto.
—Y por que vos podáis verlo
—le contestó su yerno.
Ambos siguieron urdiendo una
rebelión contra don Alfonso, que ajeno a las intrigas de su
primogénito y su consuegro, seguía rigiendo los destinos del reino
desde su corte de León. Unos meses más tarde don García se
desplazó a Tuy hasta el palacio del conde Hermenegildo Rodríguez
donde residía su hermano Ordoño. Aprovechó la ausencia del conde,
que se hallaba en León resolviendo asuntos del reino con su padre el
rey.
Espléndido y primoroso día
de primavera. La campiña gallega lucía todo su esplendor. Los
multicolores de las florecillas silvestres contrastaban con el verdor
de las praderas y de la vegetación. El Miño discurría plácido y
señero a los pies del palacio condal. Don Ordoño y doña Elvira
disfrutaban con sus hijos de aquel maravilloso día en los jardines
del palacio. Un sirviente se atrevió a romper el momento maravilloso
del que disfrutaban.
—Señor, vuestro hermano don
García os espera en vuestro despacho.
—¿Cómo dices?
—Lo que habéis oído,
señor. Vuestro hermano os espera.
—Bien, dile que pase —don
Ordoño lo pensó mejor. Después de intercambiar una mirada con su
esposa, rectificó—. Mejor no le digas nada. Ya voy yo a recibirlo
personalmente.
Don Ordoño y don García se
abrazaron mutuamente. Hacía dos años y medio que no se veían y sus
relaciones no eran extremadamente frecuentes ni cordiales, pero eran
hermanos y la sangre siempre llama.
—¿Qué te trae por aquí,
querido hermano?
—Pues ya ves. Hace tanto
tiempo que no nos vemos, que quería hacerte una visita y de paso
conocer a mi nuevo sobrino. Así que me dije que por qué no
acercarme hasta aquí para veros.
—No trates de engañarme,
García. Sabes muy bien que no se hacen tantas leguas por tan nimio
motivo. Dime la verdad. ¿A qué has venido?
—Tienes razón, Ordoño. No
he venido desde Zamora hasta aquí sólo por veros, aunque también
ése sea un motivo. He venido porque quiero plantearte algo muy
serio. Algo relacionado con nuestro padre y con el reino.
—Ya me suponía yo algo así,
aunque no me imaginaba que fueras capaz de llegar hasta esos
extremos.
—Pero si aún no te he dicho
de qué se trata.
—No me lo has dicho, pero me
lo imagino. Hace mucho tiempo que vengo observando el odio que os
tenéis padre y tú. Tarde o temprano tenía que explotar y supongo
que eso es lo que has venido a decirme.
Don García se había acercado
a la ventana que daba al jardín. Desde allí pudo contemplar a su
cuñada y a sus sobrinos, que parecían completamente felices.
—Tú vives aquí una vida
descansada y feliz con tu esposa y tus hijos. Además, padre te ha
dado el gobierno de toda esta tierra. Es posible que no ambiciones
nada más. Eres prácticamente dueño y señor de toda Galicia.
—¿Y tú no gobiernas León
y todo lo que éste conlleva?
—Tal vez sí, pero hace ya
años que padre trasladó la corte a León y que su vida transcurre
entre esta ciudad y Zamora la mayor parte del tiempo. Con su
presencia allí me siento postergado.
—Ya. ¿Y qué pretendes?
—Es muy sencillo. Quitarlo
de en medio.
—Ni lo sueñes, García.
Padre es el rey y reinará hasta el día que muera. De eso puedes
estar bien seguro.
Don García volvió a donde se
encontraba su hermano. Éste aún no se había apartado del lugar
donde se habían abrazado.
—Ordoño, piensa que padre
ya está muy mayor y que ha llegado la hora de relevarlo. Podría
retirarse a alguno de los complejos residenciales que tiene en
Asturias para pasar allí los últimos años con madre. ¿Qué
necesidad tiene de asumir todos los problemas del reino?
—Ya. Como los asuntos del
reino constituyen una pesada carga, tú quieres exonerarlo de la
misma, ¿no? ¡Qué magnánimo eres! ¿A quién quieres engañar? Tú
lo único que quieres es el poder y para conseguirlo estás dispuesto
a cualquier cosa. ¿No es verdad?
—A cualquier cosa tal vez
no, pero sí a que padre deje ya las riendas. Soy el mayor y tengo
derecho a heredar el reino como lo heredó él.
—Pero él lo heredó a la
muerte de su padre y no antes. No te olvides de eso. Te repito que
para privar a padre de su poder no me tendrás a tu lado.
Don Ordoño se sentó en un
cómodo sillón del salón e invitó a su hermano a que hiciera lo
mismo.
—Si me hiciera con el reino,
tú y Fruela podríais continuar como hasta ahora. Tú en Galicia y
Fruela en Asturias. Por mi parte os iba a respetar vuestros derechos.
Lo único que cambiaría sería mi situación, que ahora parece que
estoy de más.
—Estás en la misma
situación que nosotros. ¿O acaso crees que padre no nos controla y
tutela?
—Pero no es lo mismo.
Vosotros tenéis mucha más independencia que yo, sobre todo tú.
Padre aquí no se acerca para nada, si no es para hacer alguna
peregrinación a Santiago. En cambio yo lo tengo siempre a mi lado.
En realidad allí es él quien gobierna y quien lo dirige todo.
—Mejor para ti. Así no
tienes quebraderos de cabeza.
—Ya. Como si eso fuera lo
más grave. Y las humillaciones a las que me veo sometido
continuamente, ¿crees que no hieren y duelen mucho más que todos
los quebraderos de cabeza que puedas tener tú?
—Bueno, no sigamos por ese
camino. Olvídate de esta conversación y de este encuentro que hemos
tenido aquí como si no hubieran sucedido. Padre ha de seguir
reinando hasta el día de su muerte.
—Espero que cambies de
parecer. Ah, si algún día lo haces, me gustaría que convencieras a
Fruela para que siga tus pasos y para que ambos apoyéis mi plan.
—No creo que lo haga. Pero
salgamos al jardín. Aún no has saludado a Elvira y los niños.
Los dos hermanos abandonaron
el salón del palacio para perderse por el hermoso jardín desde el
que se podían contemplar las plácidas aguas del Miño. Doña Elvira
y sus hijos seguían disfrutando en él de aquel maravilloso día. A
lo lejos un pescador rompía con sus remos el espejo plateado de las
sosegadas aguas.
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