jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 33


33


Don García conversaba distendidamente con doña Muniadona en su palacio de Zamora. Esperaban la visita del conde don Munio Núñez y su esposa. Hacía varios meses que no se veían. Doña Muniadona aguardaba con ansiedad su llegada.
Ya deberían estar aquí.
No seas impaciente, querida. Ya llegarán.
Claro que llegarán, pero a mí la espera se me hace muy larga.
Piensa en otra cosa. Así se te pasa más de prisa el tiempo.
Para ti es muy fácil decirlo. Si estuvieras en mi lugar, no dirías lo mismo.
En ese momento se oyó un carruaje que llegaba a las puertas del palacio. La princesa se acercó con celeridad a la ventana de la estancia para ver de quién se trataba.
Seguro que son ellos.
Pues si son ellos ya entrarán, no te preocupes.
Pasaron unos instantes antes de que entrara el carruaje en el patio del palacio. Poco después los condes se apeaban del mismo.
Claro que lo son. Voy a recibirlos.
Doña Muniadona salió corriendo a recibir a sus padres, mientras don García permaneció sentado en su asiento en espera de que hicieran su aparición sus suegros. Después de los saludos de rigor, madre e hija se fueron a las estancias privadas de ésta para hablar de sus cosas y enseñarse los regalos que una a la otra se ofrecieron. Suegro y yerno se quedaron solos.
¿Habéis meditado bien lo que os comenté la última vez que nos vimos?
Lo he pensado muy bien y cada día estoy más resuelto a hacerlo, pero antes tengo que hablar con mis hermanos, al menos con Ordoño.
¿Y a qué esperáis?
A que se me presente una oportunidad para hacerlo.
¿Qué oportunidad esperáis?
No sé. Un acontecimiento cualquiera.
¿Y si no se produce ese acontecimiento?
Pues tendré que seguir esperando.
No lo entiendo —comentó don Munio con el semblante serio y el espíritu lleno de dudas ante la parsimonia de su yerno—. Provocad vos ese acontecimiento.
Don García había pedido que les sirvieran un aperitivo acompañado de un vino de Toro. En aquel momento se acercaba un sirviente con una bandeja, que depositó sobre la mesa.
Servíos, querido suegro —hizo una pequeña pausa—. El caso es que no se me ocurre qué acontecimiento podría provocar.
Pues si no se os ocurre ninguno, haced simplemente una visita a vuestro hermano. Seguro que hace tiempo que no os veis.
Desde hace dos años en la donación del monasterio de San Facundo y San Primitivo.
Razón más que suficiente para que vayáis a verlo. Le decís sencillamente que queréis conocer a vuestro nuevo sobrino. Lo importante es que os entrevistéis con él y que os pongáis de acuerdo. El tiempo pasa y eso juega en vuestra contra como ya os dije. Debéis poner en práctica el plan lo más rápidamente posible.
Lo intentaré.
No basta con intentarlo. Debéis ejecutarlo. Y ahora brindemos por el buen éxito de la empresa.
El conde levantó la copa e invitó a su yerno a que hiciera lo mismo.
Por que tengáis éxito en vuestra empresa —exclamó con la copa en alto.
Y por que vos podáis verlo —le contestó su yerno.
Ambos siguieron urdiendo una rebelión contra don Alfonso, que ajeno a las intrigas de su primogénito y su consuegro, seguía rigiendo los destinos del reino desde su corte de León. Unos meses más tarde don García se desplazó a Tuy hasta el palacio del conde Hermenegildo Rodríguez donde residía su hermano Ordoño. Aprovechó la ausencia del conde, que se hallaba en León resolviendo asuntos del reino con su padre el rey.
Espléndido y primoroso día de primavera. La campiña gallega lucía todo su esplendor. Los multicolores de las florecillas silvestres contrastaban con el verdor de las praderas y de la vegetación. El Miño discurría plácido y señero a los pies del palacio condal. Don Ordoño y doña Elvira disfrutaban con sus hijos de aquel maravilloso día en los jardines del palacio. Un sirviente se atrevió a romper el momento maravilloso del que disfrutaban.
Señor, vuestro hermano don García os espera en vuestro despacho.
¿Cómo dices?
Lo que habéis oído, señor. Vuestro hermano os espera.
Bien, dile que pase —don Ordoño lo pensó mejor. Después de intercambiar una mirada con su esposa, rectificó—. Mejor no le digas nada. Ya voy yo a recibirlo personalmente.
Don Ordoño y don García se abrazaron mutuamente. Hacía dos años y medio que no se veían y sus relaciones no eran extremadamente frecuentes ni cordiales, pero eran hermanos y la sangre siempre llama.
¿Qué te trae por aquí, querido hermano?
Pues ya ves. Hace tanto tiempo que no nos vemos, que quería hacerte una visita y de paso conocer a mi nuevo sobrino. Así que me dije que por qué no acercarme hasta aquí para veros.
No trates de engañarme, García. Sabes muy bien que no se hacen tantas leguas por tan nimio motivo. Dime la verdad. ¿A qué has venido?
Tienes razón, Ordoño. No he venido desde Zamora hasta aquí sólo por veros, aunque también ése sea un motivo. He venido porque quiero plantearte algo muy serio. Algo relacionado con nuestro padre y con el reino.
Ya me suponía yo algo así, aunque no me imaginaba que fueras capaz de llegar hasta esos extremos.
Pero si aún no te he dicho de qué se trata.
No me lo has dicho, pero me lo imagino. Hace mucho tiempo que vengo observando el odio que os tenéis padre y tú. Tarde o temprano tenía que explotar y supongo que eso es lo que has venido a decirme.
Don García se había acercado a la ventana que daba al jardín. Desde allí pudo contemplar a su cuñada y a sus sobrinos, que parecían completamente felices.
Tú vives aquí una vida descansada y feliz con tu esposa y tus hijos. Además, padre te ha dado el gobierno de toda esta tierra. Es posible que no ambiciones nada más. Eres prácticamente dueño y señor de toda Galicia.
¿Y tú no gobiernas León y todo lo que éste conlleva?
Tal vez sí, pero hace ya años que padre trasladó la corte a León y que su vida transcurre entre esta ciudad y Zamora la mayor parte del tiempo. Con su presencia allí me siento postergado.
Ya. ¿Y qué pretendes?
Es muy sencillo. Quitarlo de en medio.
Ni lo sueñes, García. Padre es el rey y reinará hasta el día que muera. De eso puedes estar bien seguro.
Don García volvió a donde se encontraba su hermano. Éste aún no se había apartado del lugar donde se habían abrazado.
Ordoño, piensa que padre ya está muy mayor y que ha llegado la hora de relevarlo. Podría retirarse a alguno de los complejos residenciales que tiene en Asturias para pasar allí los últimos años con madre. ¿Qué necesidad tiene de asumir todos los problemas del reino?
Ya. Como los asuntos del reino constituyen una pesada carga, tú quieres exonerarlo de la misma, ¿no? ¡Qué magnánimo eres! ¿A quién quieres engañar? Tú lo único que quieres es el poder y para conseguirlo estás dispuesto a cualquier cosa. ¿No es verdad?
A cualquier cosa tal vez no, pero sí a que padre deje ya las riendas. Soy el mayor y tengo derecho a heredar el reino como lo heredó él.
Pero él lo heredó a la muerte de su padre y no antes. No te olvides de eso. Te repito que para privar a padre de su poder no me tendrás a tu lado.
Don Ordoño se sentó en un cómodo sillón del salón e invitó a su hermano a que hiciera lo mismo.
Si me hiciera con el reino, tú y Fruela podríais continuar como hasta ahora. Tú en Galicia y Fruela en Asturias. Por mi parte os iba a respetar vuestros derechos. Lo único que cambiaría sería mi situación, que ahora parece que estoy de más.
Estás en la misma situación que nosotros. ¿O acaso crees que padre no nos controla y tutela?
Pero no es lo mismo. Vosotros tenéis mucha más independencia que yo, sobre todo tú. Padre aquí no se acerca para nada, si no es para hacer alguna peregrinación a Santiago. En cambio yo lo tengo siempre a mi lado. En realidad allí es él quien gobierna y quien lo dirige todo.
Mejor para ti. Así no tienes quebraderos de cabeza.
Ya. Como si eso fuera lo más grave. Y las humillaciones a las que me veo sometido continuamente, ¿crees que no hieren y duelen mucho más que todos los quebraderos de cabeza que puedas tener tú?
Bueno, no sigamos por ese camino. Olvídate de esta conversación y de este encuentro que hemos tenido aquí como si no hubieran sucedido. Padre ha de seguir reinando hasta el día de su muerte.
Espero que cambies de parecer. Ah, si algún día lo haces, me gustaría que convencieras a Fruela para que siga tus pasos y para que ambos apoyéis mi plan.
No creo que lo haga. Pero salgamos al jardín. Aún no has saludado a Elvira y los niños.
Los dos hermanos abandonaron el salón del palacio para perderse por el hermoso jardín desde el que se podían contemplar las plácidas aguas del Miño. Doña Elvira y sus hijos seguían disfrutando en él de aquel maravilloso día. A lo lejos un pescador rompía con sus remos el espejo plateado de las sosegadas aguas.


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