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Ordoño II, el incansable
guerrero y enérgico batallador, no cejaba un instante en su empeño
de luchar contra los andalusíes para aniquilarlos y expulsarlos de
la Península Ibérica. Pero enfrente se encontró con el poderoso, y
a la vez fiero y cruel, Abd al-Rahman III, octavo emir de Córdoba y
primer califa de la misma. Al rey Ordoño no le acompañó la suerte
de los últimos años del reinado de su padre, que gozó de una larga
paz con el reino del al-Ándalus. Como Alfonso III el
Magno, Ordoño II
seguía fiel a la idea de unificar toda España bajo una sola corona.
Se sentía, como su padre, heredero de la tradición goda y elegido
por Dios para guiar los destinos de todo el territorio español. Su
alianza con Sancho Garcés I de Pamplona no tenía más objetivo que
ése. Dueños entre ambos de la mayor parte del tercio superior de la
Península, con la unión de sus fuerzas no cabía duda que llegarían
a derrotar más pronto que tarde al poderoso reino andalusí. Los
infieles sarracenos llevaban asentados más de doscientos años en el
suelo español y era hora ya de liberar a nuestra patria de su
presencia.
Desde muy antiguo la Península
Ibérica había sido objeto de grandes invasiones. Los pueblos
aborígenes que la habitaban eran el resultado de una mezcla de
diversas civilizaciones. Todas ellas dejaron su impronta en las
distintas regiones en que se asentaron, que fue la savia que alimentó
la diversidad de los pueblos que la habitaban. Fue la invasión del
Imperio romano la que, tras largas y cruentas luchas, logró la
primera unificación política de todo el territorio peninsular. El
Imperio romanizó la práctica totalidad del pueblo español y tras
algo más de cinco siglos de dominación, sucumbió a su vez por la
invasión de los pueblos germanos, los bárbaros que denominaban
despectivamente ellos.
Con los visigodos se produce
de nuevo la total unificación de la Península Ibérica, hasta que
en el 711 ésta es invadida por las hordas musulmanas, que acaban,
una vez más, con la unidad de España. Desde estos acontecimientos
habían transcurrido más de doscientos años, por lo que había
llegado ya la hora de poner remedio a tal desafuero. Al menos eso es
lo que pensaba Ordoño II. Él, al igual que su padre, se sentía
llamado por los designios divinos para llevar a cabo esa magna
empresa y no pensaba cejar en su empeño, costara lo que costara.
Una calurosa mañana del mes
de agosto don Ordoño conversaba con su esposa en una de las más
frescas salas del palacio real de León. En ella apenas se dejaban
sentir los rigores del verano.
—He de deciros, esposa mía,
que mañana mismo partiré para tierras de Castilla.
—¿Es que ya os habéis
cansado de estar a mi lado?
—No digáis eso, Elvira. Ya
sabéis que vuestra compañía jamás me ha fatigado.
—Entonces, ¿por qué os
vais y me dejáis aquí sola?
El rey exhaló un profundo
suspiro.
—Porque el deber me llama,
esposa mía. Me han traído noticias sobre las nuevas andanzas de
nuestros eternos enemigos.
—¿Qué pretenden ahora esos
infieles?
—Pues no estoy muy seguro,
pero, por lo que me han dicho, parece que tienen intenciones de
atacar alguna de las ciudades que tenemos a orillas del Duero. Por
eso, mañana mismo partiré con un ejército para la Extremadura
castellana.
—¿Y qué pensáis hacer con
los proyectos que teníais para León?
—Esos proyectos deberán
seguir adelante sin mi presencia. No es necesario que yo permanezca
aquí para que continúe el engrandecimiento y la fortificación de
la ciudad. Nuestro palacio ya está terminado, la catedral también
está en marcha, las murallas siguen su avance. No entiendo por qué
ha de ser imprescindible mi presencia aquí.
La reina dejó entrever un
rictus de enfado en su rostro.
—Ya veo que no lograré
reteneros a mi lado bajo ningún subterfugio. ¿No os cansáis de
enfrentaros a los moros? Desde antes de vuestra coronación como rey
de León no ha habido año que no hayáis combatido contra ellos.
Podíais descansar un poco y dejarlos en paz durante algún tiempo.
—Imposible, querida esposa.
Jamás los dejaré en paz, pues sobre mí recae el sagrado deber de
expulsarlos de este país para reunificar España entera. Pero ahora,
además, son ellos los que vienen a provocarnos a nosotros, así que
no puedo girarme de espaldas y mirar para otro lado. Mi deber es
presentarles batalla para defender a los míos y a mis tierras.
—¿Cómo no van a atacaros
si Vos no hacéis otra cosa que hostigarlos?
—Ya os he dicho, Señora,
que es mi obligación. Ellos son los que vinieron a perturbar nuestra
paz y a romper nuestra unidad hace tiempo. Como os he dicho, nuestro
deber es expulsarlos para unificar de nuevo este país.
Doña Elvira hizo un gesto de
duda.
—¿Vos creéis que si los
expulsáis lograréis esa unidad tan ansiada? ¿Pensáis que los
navarros van a renunciar a su reino? ¿Y que los condados pirenaicos
van a hacer otro tanto de lo mismo?
—Eso espero, querida Elvira.
Y para eso y por eso estoy luchando.
—Me parece que sois un poco
iluso, Ordoño. Ni siquiera tenéis asegurada la unidad de vuestro
propio reino y queréis que los otros reinos se os unan a Vos. No sé
por qué me da la sensación que soñáis despierto.
—No entiendo a qué os
referís, Señora.
—¿No? Pues abrid los ojos y
mirad a vuestro alrededor. Ni siquiera los gallegos os son totalmente
fieles y eso que siempre habéis estado de su lado. ¿Y qué me decís
de los castellanos, que nunca han dejado de maquinar contra este
reino?
—Os equivocáis, Señora.
Todos ellos me han jurado lealtad y me son totalmente fieles. Hasta
mi hermano Fruela se ha sometido a mí.
—¡Que Dios os oiga! Desde
luego, del que menos desconfío es de Fruela, pero de los demás no
me fío en absoluto, sobre todo de los castellanos.
—Espero que os equivoquéis,
esposa mía, por bien nuestro y de nuestro reino.
El mayordomo de palacio se
acercó a ellos.
—Majestades, el almuerzo
está servido —les anunció después de hacerles una gran
reverencia.
Los reyes abandonaron la
fresca sala para dirigirse al comedor del palacio, donde los
aguardaba un copioso banquete con el que quería despedirse don
Ordoño antes de partir para la guerra. Al día siguiente de
madrugada pondría rumbo a Castromoros con todas sus huestes.
Abd
al-Rahman III estaba cansado de los ataques que el infiel Ordoño II
infligía contra sus ejércitos y sus ciudades, por eso ordenó una
aceifa que los llevaría por las riberas del Duero hasta Toro y las
proximidades de Zamora. Al mando de sus tropas iba el caid Ahmad ibn
Muhammad ibn Abi Abda. Regresaron a Códoba con un cierto éxito y
sin mayores contratiempos. Esto ocurría en el verano del 916. En el
verano siguiente el emir reunió un gran ejército que salía de
Córdoba otra vez al mando de Ahmad ibn Muhammad con destino a la
frontera del Duero, para presentar una gran batalla a los reinos
cristianos, especialmente al orgulloso e irreductible Ordoño II. Su
propósito era apoderarse del mayor número posible de ciudades
fronterizas y recuperar muchas de las tierras perdidas durante los
últimos años en favor de los cristianos. Después de haber arrasado
y saqueado todo lo que encontraban a su paso, llegaron a principios
de septiembre a los alrededores de Castromoros donde asentaron su
campamento. Pero he aquí que cuando más desprevenidos estaban,
fueron atacados de improviso por las tropas de don Ordoño.
Una tarde calurosa y soleada
de finales de agosto las tropas de don Ordoño descansaban en la
extensa alameda que bordeaba el Duero a su paso por San Esteban de
Gormaz, por aquel entonces conocido con el nombre de Castromoros. El
intrépido caudillo ordenó a sus huestes que establecieran allí
mismo el campamento base, pues estaba convencido que las tropas
enemigas tarde o temprano pasarían por aquel lugar. Mientras tanto,
situó en los puntos más estratégicos a varios centinelas para que
siguieran los movimientos del enemigo si se acercaba por allí. En el
atardecer del 2 de septiembre un centinela sudoroso y fatigado llegó
al campamento con la anhelada noticia. El ejército musulmán acababa
de acampar a no más de media legua de distancia de donde se
encontraban ellos. Ordoño II recibió con júbilo la nueva que tanto
deseaba. Había llegado el momento tanto tiempo esperado para
infligir una fuerte derrota a los infieles sarracenos. Sabía que Abd
al-Rahman había enviado un gran ejército contra él y contra los
que lo apoyaban con el propósito de aniquilarlos. Aunque su ejército
no desmerecía, era consciente que si se enfrentaba en campo abierto
al enemigo no tendría nada que hacer, dada la superioridad de aquél.
Por tanto, la única forma de vencerlo era atacar por sorpresa. Y eso
es lo que iba a hacer. Se abalanzaría sobre ellos antes del amanecer
del día siguiente.
Aún faltaban varias horas
para el alba cuando el monarca leonés dio la orden de partida a sus
mesnadas. Con pasos sigilosos se acercaron al campamento de los
musulmanes, a los que rodearon por completo. A punto de despuntar la
aurora, se abalanzaron sobre sus tiendas de campaña sin darles
tiempo a reaccionar. Las escenas que a continuación se produjeron
fueron dantescas. El fiero, el enérgico, el intrépido Ordoño
precedía a sus hombres con la lanza en ristre y el caballo al
galope. Tras él iban sus generales con el mismo denuedo que su jefe.
El resto del ejército no quiso quedarse atrás y siguió el ejemplo
de sus mandos. Cayeron sobre el enemigo como el fiero león sobre su
presa. Los andalusíes, despavoridos, abandonaron el campamento
precipitadamente sin ofrecer resistencia a los cristianos, pero éstos
siguieron en pos de ellos sin darles tregua. Pronto aparecieron las
primeras luces del día que poco a poco se extendieron por toda la
ribera del Duero. No tardó don Ordoño en localizar al general de
los musulmanes, que huía aterrorizado en medio de sus más fieles
servidores. El intrépido adalid cristiano, seguido de los suyos, se
precipitó sobre él con denuedo y furia. Ahmad ibn Muhammad ibn Abi
Abda, llamado Hulit Abulhabat por los cristianos, al verse acosado
por su más fiero enemigo, se revolvió contra él para presentarle
batalla. Pero el ímpetu de don Ordoño no le permitió esquivar el
fuerte golpe que le asestó con su lanza y que lo derribó de su
caballo obligándolo a morder el polvo de la tierra. Al verlo en el
suelo, el fiero leonés se lanzó sobre él con la espada
desenvainada para asestarle el golpe definitivo, mas el sarraceno
pudo esquivarlo en el último instante con un rápido movimiento.
Puesto en pie, ambos se enzarzaron en una lucha a muerte. Los golpes
se sucedían por ambas partes sin descanso. Al cabo de unos diez
minutos, don Ordoño le propinó un fuerte golpe en el hombro derecho
a su enemigo. Tan profunda fue la herida, que Hulit Abulhabat ya no
tuvo fuerzas para sujetar la espada, momento que aprovechó el rey
leonés para asestarle el golpe de gracia que acabó con su vida.
El ejército sarraceno, al ver
a su líder muerto, huyó en desbandada. Los cristianos, enardecidos
por la victoria, siguieron en pos de ellos dando muerte a cuantos
alcanzaban. Fueron tantos los muertos del ejército cordobés, que
llenaban todos los campos comprendidos entre el Duero, Atienza y
Paracuellos. Se dice que era imposible contarlos. Había tantos
cadáveres como estrellas en el cielo o arenas en el mar. De regreso
para casa, Ordoño II ordenó cortarle la cabeza a Hulit Abulhabat.
—Ahí está el cadáver de
su caudillo. Cortadle la cabeza. Quiero exponerla en un lugar público
para que sirva de ejemplo.
—Sí, Majestad —le
contestó uno de sus generales.
Cuando entraron en la plaza de
Castromoros, toda la gente del pueblo los esperaba para aclamar su
victoria. Al ver la cabeza del caudillo de los moros, un grito
desgarrador emergió de sus gargantas, que bien podía ser de júbilo
como de terror. Después enmudecieron hasta ver en qué paraban los
acontecimientos. Entonces el rey montado en su caballo en medio de la
plaza, rodeado de sus generales, comenzó a arengarlos de la
siguiente manera:
—Castellanos, súbditos
míos, hoy hemos librado una heroica batalla contra nuestros enemigos
los infieles. Ayer llegaron a los alrededores de vuestra ciudad con
el fin de arrasarla y pasaros a todos a cuchillo, como han hecho con
otras. Pero la voluntad divina quiso que nosotros nos adelantáramos
a sus planes y les infligiéramos una humillante y terrible victoria.
Victoria que será recordada por los siglos venideros. Hoy hemos dado
merecido cumplimiento a uno de los máximos ideales que conforman la
razón de ser de mi reino, cual es la derrota definitiva de los
infieles y la unidad de toda España.
Un unánime y aclamador grito
surgió de entre toda la muchedumbre.
—Súbditos míos, ahora como
símbolo de esta gran derrota de los sarracenos y como escarmiento
para los mismos, vamos a exponer la cabeza de su caudillo en lo más
alto de las torres de este castillo.
—Bien —aclamaron todos al
unísono.
—Y como muestra de escarnio,
colocaremos a su lado la cabeza de un jabalí, cuyo significado todos
conocéis.
Todos aclamaron con gritos de
júbilo las palabras de su rey, al que vitorearon y enardecieron
hasta la saciedad. Aquél sería un día memorable para Castromoros
durante los siglos venideros.
Para los cristianos de la Edad
Media el jabalí representaba las fuerzas del mal, el destructor de
la viña del Señor, y simbolizaba todo lo pagano. Eso era
precisamente lo que representaba para ellos la presencia del islam en
España. Después de aquel acto ejemplarizante y simbólico, las
huestes de don Ordoño regresaron victoriosas y llenas de júbilo a
León.
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