jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 8



                                                                  8


Ordoño II, el incansable guerrero y enérgico batallador, no cejaba un instante en su empeño de luchar contra los andalusíes para aniquilarlos y expulsarlos de la Península Ibérica. Pero enfrente se encontró con el poderoso, y a la vez fiero y cruel, Abd al-Rahman III, octavo emir de Córdoba y primer califa de la misma. Al rey Ordoño no le acompañó la suerte de los últimos años del reinado de su padre, que gozó de una larga paz con el reino del al-Ándalus. Como Alfonso III el Magno, Ordoño II seguía fiel a la idea de unificar toda España bajo una sola corona. Se sentía, como su padre, heredero de la tradición goda y elegido por Dios para guiar los destinos de todo el territorio español. Su alianza con Sancho Garcés I de Pamplona no tenía más objetivo que ése. Dueños entre ambos de la mayor parte del tercio superior de la Península, con la unión de sus fuerzas no cabía duda que llegarían a derrotar más pronto que tarde al poderoso reino andalusí. Los infieles sarracenos llevaban asentados más de doscientos años en el suelo español y era hora ya de liberar a nuestra patria de su presencia.
Desde muy antiguo la Península Ibérica había sido objeto de grandes invasiones. Los pueblos aborígenes que la habitaban eran el resultado de una mezcla de diversas civilizaciones. Todas ellas dejaron su impronta en las distintas regiones en que se asentaron, que fue la savia que alimentó la diversidad de los pueblos que la habitaban. Fue la invasión del Imperio romano la que, tras largas y cruentas luchas, logró la primera unificación política de todo el territorio peninsular. El Imperio romanizó la práctica totalidad del pueblo español y tras algo más de cinco siglos de dominación, sucumbió a su vez por la invasión de los pueblos germanos, los bárbaros que denominaban despectivamente ellos.
Con los visigodos se produce de nuevo la total unificación de la Península Ibérica, hasta que en el 711 ésta es invadida por las hordas musulmanas, que acaban, una vez más, con la unidad de España. Desde estos acontecimientos habían transcurrido más de doscientos años, por lo que había llegado ya la hora de poner remedio a tal desafuero. Al menos eso es lo que pensaba Ordoño II. Él, al igual que su padre, se sentía llamado por los designios divinos para llevar a cabo esa magna empresa y no pensaba cejar en su empeño, costara lo que costara.
Una calurosa mañana del mes de agosto don Ordoño conversaba con su esposa en una de las más frescas salas del palacio real de León. En ella apenas se dejaban sentir los rigores del verano.
He de deciros, esposa mía, que mañana mismo partiré para tierras de Castilla.
¿Es que ya os habéis cansado de estar a mi lado?
No digáis eso, Elvira. Ya sabéis que vuestra compañía jamás me ha fatigado.
Entonces, ¿por qué os vais y me dejáis aquí sola?
El rey exhaló un profundo suspiro.
Porque el deber me llama, esposa mía. Me han traído noticias sobre las nuevas andanzas de nuestros eternos enemigos.
¿Qué pretenden ahora esos infieles?
Pues no estoy muy seguro, pero, por lo que me han dicho, parece que tienen intenciones de atacar alguna de las ciudades que tenemos a orillas del Duero. Por eso, mañana mismo partiré con un ejército para la Extremadura castellana.
¿Y qué pensáis hacer con los proyectos que teníais para León?
Esos proyectos deberán seguir adelante sin mi presencia. No es necesario que yo permanezca aquí para que continúe el engrandecimiento y la fortificación de la ciudad. Nuestro palacio ya está terminado, la catedral también está en marcha, las murallas siguen su avance. No entiendo por qué ha de ser imprescindible mi presencia aquí.
La reina dejó entrever un rictus de enfado en su rostro.
Ya veo que no lograré reteneros a mi lado bajo ningún subterfugio. ¿No os cansáis de enfrentaros a los moros? Desde antes de vuestra coronación como rey de León no ha habido año que no hayáis combatido contra ellos. Podíais descansar un poco y dejarlos en paz durante algún tiempo.
Imposible, querida esposa. Jamás los dejaré en paz, pues sobre mí recae el sagrado deber de expulsarlos de este país para reunificar España entera. Pero ahora, además, son ellos los que vienen a provocarnos a nosotros, así que no puedo girarme de espaldas y mirar para otro lado. Mi deber es presentarles batalla para defender a los míos y a mis tierras.
¿Cómo no van a atacaros si Vos no hacéis otra cosa que hostigarlos?
Ya os he dicho, Señora, que es mi obligación. Ellos son los que vinieron a perturbar nuestra paz y a romper nuestra unidad hace tiempo. Como os he dicho, nuestro deber es expulsarlos para unificar de nuevo este país.
Doña Elvira hizo un gesto de duda.
¿Vos creéis que si los expulsáis lograréis esa unidad tan ansiada? ¿Pensáis que los navarros van a renunciar a su reino? ¿Y que los condados pirenaicos van a hacer otro tanto de lo mismo?
Eso espero, querida Elvira. Y para eso y por eso estoy luchando.
Me parece que sois un poco iluso, Ordoño. Ni siquiera tenéis asegurada la unidad de vuestro propio reino y queréis que los otros reinos se os unan a Vos. No sé por qué me da la sensación que soñáis despierto.
No entiendo a qué os referís, Señora.
¿No? Pues abrid los ojos y mirad a vuestro alrededor. Ni siquiera los gallegos os son totalmente fieles y eso que siempre habéis estado de su lado. ¿Y qué me decís de los castellanos, que nunca han dejado de maquinar contra este reino?
Os equivocáis, Señora. Todos ellos me han jurado lealtad y me son totalmente fieles. Hasta mi hermano Fruela se ha sometido a mí.
¡Que Dios os oiga! Desde luego, del que menos desconfío es de Fruela, pero de los demás no me fío en absoluto, sobre todo de los castellanos.
Espero que os equivoquéis, esposa mía, por bien nuestro y de nuestro reino.
El mayordomo de palacio se acercó a ellos.
Majestades, el almuerzo está servido —les anunció después de hacerles una gran reverencia.
Los reyes abandonaron la fresca sala para dirigirse al comedor del palacio, donde los aguardaba un copioso banquete con el que quería despedirse don Ordoño antes de partir para la guerra. Al día siguiente de madrugada pondría rumbo a Castromoros con todas sus huestes.

Abd al-Rahman III estaba cansado de los ataques que el infiel Ordoño II infligía contra sus ejércitos y sus ciudades, por eso ordenó una aceifa que los llevaría por las riberas del Duero hasta Toro y las proximidades de Zamora. Al mando de sus tropas iba el caid Ahmad ibn Muhammad ibn Abi Abda. Regresaron a Códoba con un cierto éxito y sin mayores contratiempos. Esto ocurría en el verano del 916. En el verano siguiente el emir reunió un gran ejército que salía de Córdoba otra vez al mando de Ahmad ibn Muhammad con destino a la frontera del Duero, para presentar una gran batalla a los reinos cristianos, especialmente al orgulloso e irreductible Ordoño II. Su propósito era apoderarse del mayor número posible de ciudades fronterizas y recuperar muchas de las tierras perdidas durante los últimos años en favor de los cristianos. Después de haber arrasado y saqueado todo lo que encontraban a su paso, llegaron a principios de septiembre a los alrededores de Castromoros donde asentaron su campamento. Pero he aquí que cuando más desprevenidos estaban, fueron atacados de improviso por las tropas de don Ordoño.
Una tarde calurosa y soleada de finales de agosto las tropas de don Ordoño descansaban en la extensa alameda que bordeaba el Duero a su paso por San Esteban de Gormaz, por aquel entonces conocido con el nombre de Castromoros. El intrépido caudillo ordenó a sus huestes que establecieran allí mismo el campamento base, pues estaba convencido que las tropas enemigas tarde o temprano pasarían por aquel lugar. Mientras tanto, situó en los puntos más estratégicos a varios centinelas para que siguieran los movimientos del enemigo si se acercaba por allí. En el atardecer del 2 de septiembre un centinela sudoroso y fatigado llegó al campamento con la anhelada noticia. El ejército musulmán acababa de acampar a no más de media legua de distancia de donde se encontraban ellos. Ordoño II recibió con júbilo la nueva que tanto deseaba. Había llegado el momento tanto tiempo esperado para infligir una fuerte derrota a los infieles sarracenos. Sabía que Abd al-Rahman había enviado un gran ejército contra él y contra los que lo apoyaban con el propósito de aniquilarlos. Aunque su ejército no desmerecía, era consciente que si se enfrentaba en campo abierto al enemigo no tendría nada que hacer, dada la superioridad de aquél. Por tanto, la única forma de vencerlo era atacar por sorpresa. Y eso es lo que iba a hacer. Se abalanzaría sobre ellos antes del amanecer del día siguiente.
Aún faltaban varias horas para el alba cuando el monarca leonés dio la orden de partida a sus mesnadas. Con pasos sigilosos se acercaron al campamento de los musulmanes, a los que rodearon por completo. A punto de despuntar la aurora, se abalanzaron sobre sus tiendas de campaña sin darles tiempo a reaccionar. Las escenas que a continuación se produjeron fueron dantescas. El fiero, el enérgico, el intrépido Ordoño precedía a sus hombres con la lanza en ristre y el caballo al galope. Tras él iban sus generales con el mismo denuedo que su jefe. El resto del ejército no quiso quedarse atrás y siguió el ejemplo de sus mandos. Cayeron sobre el enemigo como el fiero león sobre su presa. Los andalusíes, despavoridos, abandonaron el campamento precipitadamente sin ofrecer resistencia a los cristianos, pero éstos siguieron en pos de ellos sin darles tregua. Pronto aparecieron las primeras luces del día que poco a poco se extendieron por toda la ribera del Duero. No tardó don Ordoño en localizar al general de los musulmanes, que huía aterrorizado en medio de sus más fieles servidores. El intrépido adalid cristiano, seguido de los suyos, se precipitó sobre él con denuedo y furia. Ahmad ibn Muhammad ibn Abi Abda, llamado Hulit Abulhabat por los cristianos, al verse acosado por su más fiero enemigo, se revolvió contra él para presentarle batalla. Pero el ímpetu de don Ordoño no le permitió esquivar el fuerte golpe que le asestó con su lanza y que lo derribó de su caballo obligándolo a morder el polvo de la tierra. Al verlo en el suelo, el fiero leonés se lanzó sobre él con la espada desenvainada para asestarle el golpe definitivo, mas el sarraceno pudo esquivarlo en el último instante con un rápido movimiento. Puesto en pie, ambos se enzarzaron en una lucha a muerte. Los golpes se sucedían por ambas partes sin descanso. Al cabo de unos diez minutos, don Ordoño le propinó un fuerte golpe en el hombro derecho a su enemigo. Tan profunda fue la herida, que Hulit Abulhabat ya no tuvo fuerzas para sujetar la espada, momento que aprovechó el rey leonés para asestarle el golpe de gracia que acabó con su vida.
El ejército sarraceno, al ver a su líder muerto, huyó en desbandada. Los cristianos, enardecidos por la victoria, siguieron en pos de ellos dando muerte a cuantos alcanzaban. Fueron tantos los muertos del ejército cordobés, que llenaban todos los campos comprendidos entre el Duero, Atienza y Paracuellos. Se dice que era imposible contarlos. Había tantos cadáveres como estrellas en el cielo o arenas en el mar. De regreso para casa, Ordoño II ordenó cortarle la cabeza a Hulit Abulhabat.
Ahí está el cadáver de su caudillo. Cortadle la cabeza. Quiero exponerla en un lugar público para que sirva de ejemplo.
Sí, Majestad —le contestó uno de sus generales.
Cuando entraron en la plaza de Castromoros, toda la gente del pueblo los esperaba para aclamar su victoria. Al ver la cabeza del caudillo de los moros, un grito desgarrador emergió de sus gargantas, que bien podía ser de júbilo como de terror. Después enmudecieron hasta ver en qué paraban los acontecimientos. Entonces el rey montado en su caballo en medio de la plaza, rodeado de sus generales, comenzó a arengarlos de la siguiente manera:
Castellanos, súbditos míos, hoy hemos librado una heroica batalla contra nuestros enemigos los infieles. Ayer llegaron a los alrededores de vuestra ciudad con el fin de arrasarla y pasaros a todos a cuchillo, como han hecho con otras. Pero la voluntad divina quiso que nosotros nos adelantáramos a sus planes y les infligiéramos una humillante y terrible victoria. Victoria que será recordada por los siglos venideros. Hoy hemos dado merecido cumplimiento a uno de los máximos ideales que conforman la razón de ser de mi reino, cual es la derrota definitiva de los infieles y la unidad de toda España.
Un unánime y aclamador grito surgió de entre toda la muchedumbre.
Súbditos míos, ahora como símbolo de esta gran derrota de los sarracenos y como escarmiento para los mismos, vamos a exponer la cabeza de su caudillo en lo más alto de las torres de este castillo.
Bien —aclamaron todos al unísono.
Y como muestra de escarnio, colocaremos a su lado la cabeza de un jabalí, cuyo significado todos conocéis.
Todos aclamaron con gritos de júbilo las palabras de su rey, al que vitorearon y enardecieron hasta la saciedad. Aquél sería un día memorable para Castromoros durante los siglos venideros.
Para los cristianos de la Edad Media el jabalí representaba las fuerzas del mal, el destructor de la viña del Señor, y simbolizaba todo lo pagano. Eso era precisamente lo que representaba para ellos la presencia del islam en España. Después de aquel acto ejemplarizante y simbólico, las huestes de don Ordoño regresaron victoriosas y llenas de júbilo a León.


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