14
Una templada mañana de mayo
un tenue velo azulado que no acababa de disiparse velaba aún el sol.
No hacía mucho que su contacto humedecía la piel. Ahora el sol se
iba imponiendo y sus rayos se apoderaban de aquel sutil velo, que
poco a poco se desvanecía para dar paso a un radiante día. Ordoño
y García, de dos y tres años, respectivamente, correteaban por el
patio del palacio real. Su aya no los perdía de vista. Eran dos
niños muy inquietos que no paraban un instante. De repente, el más
pequeño comenzó a llorar. Al aya le faltó tiempo para correr a su
lado.
—¿Qué
os ha pasado, don Ordoño?
—García
me ha quitado mi caballito —contestó el niño entre sollozos y
balbuceos.
—No
importa, aquí tenéis el carro.
—No,
no lo quiero. Yo quiero el caballito —decía el niño entre
sollozos y pucheros.
—Pero,
¿no será igual? ¡Ay, estos niños! Van a acabar con mi paciencia.
A ver don García, dadme el caballito y quedaos vos con el carro, a
ver si así se calla vuestro hermano.
—No,
yo quiero el caballito, que me gusta más que el carro.
—Pero
el caballito es de don Ordoño.
—Mentira.
Ahora es mío.
—¡Ay,
señor! Estos niños van a acabar conmigo —se lamentaba el aya—.
¿Qué podré hacer para contentarlos a los dos?
Los
niños seguían sin ponerse de acuerdo. El mayor obstinado en
quedarse con el caballito. El pequeño que no cesaba de llorar y de
pedir que le devolvieran lo que consideraba que era suyo. El aya
desesperada por hacer las paces entre ellos. En esto hizo acto de
presencia doña Jimena.
—¿Qué
pasa, Matilde? ¿Por qué lloran y se pelean los niños?
—Majestad,
don García le ha quitado el caballito a don Ordoño y no se lo
quiere devolver. Yo ya no sé qué hacer para que se lo devuelva.
—A
ver, venid aquí los dos —los niños se acercaron recelosos a su
madre—. ¿Qué ha pasado?
—Que
García me ha quitado el caballito y no me lo quiere devolver
—balbuceó Ordoño entre sollozos y arrumacos.
—¿Y
no es igual el carro? —inquirió amorosamente su madre.
—Pero
el caballito es mío —insistió el pequeño.
—Pues
ahora se lo cambias a tu hermano por el carro. Él se queda con el
caballito y tú con el carro. ¿Te parece bien, cariño?
—Pero
el caballito es más bonito y, además, es mío.
—Bueno,
pues ahora se lo dejas a tu hermanito para que juegue con él un rato
y tú juegas con el carro. Luego ya te lo devolverá, ¿verdad,
García?
—Sí,
madre. Pero yo me quedo con el caballito toda la mañana.
—Bueno,
tú te quedas con el caballito toda la mañana, pero con una
condición, que se lo devolverás a tu hermanito después de comer.
¿De acuerdo?
—De
acuerdo, madre.
—¿Tú
también estás de acuerdo, Ordoño?
El
más pequeño no terminaba de estar conforme. Seguía lanzando al
aire profundos suspiros como muestra de su disconformidad. La madre,
no sin esfuerzos, consiguió que se calmara poco a poco. Después
reinó otra vez la calma y la armonía entre ambos.
—¡Quédate
al cuidado de ellos, Matilde! Yo tengo que volver a mis obligaciones.
—Sí,
Señora.
—Y
procura que no se vuelvan a pelear.
—Lo
intentaré, Señora.
El
aya hizo una gran reverencia a doña Jimena mientras ésta regresaba
a sus aposentos. Los niños se habían calmado del todo y se
entretenían alegremente con sus juegos.
Doña Jimena se sentía feliz
en palacio al lado de su esposo y sus hijos. Hacía ya tiempo que
había superado el dolor por el fallecimiento de su padre, el rey don
García I Íñiguez de Pamplona. Poco después de este luctuoso
suceso, un feliz acontecimiento vino a mitigar el dolor que sentía
por la muerte de su progenitor. Fue el nacimiento de su primogénito,
al que le puso García en memoria de su padre. Un año más tarde, el
nacimiento de su segundo hijo vino a colmar de felicidad a la familia
real.
Los reyes almorzaban
tranquilamente en el comedor de palacio. Los criados les servían con
esmero las distintas viandas y bebidas que colmaban su mesa. Cuando
les sirvieron las carnes, el rey animó un poco la conversación
entre ambos.
—¿Cómo
están los niños, Señora?
—Los
niños están perfectamente, esposo mío. Matilde es una buena aya y
no les quita ojo de encima.
—Pues
hace un rato me ha parecido oír alboroto en el patio.
—No
fue nada, Señor. Cosas de niños. Como siempre, a uno se le antoja
el juguete del otro y ya está formado el lío.
—Es
la naturaleza humana. No cambiaremos. Bueno, Señora, quería
comunicaros que voy a convocar un concilio aquí en Oviedo. ¿Qué os
parece la idea?
—No
lo sé. Así de pronto me he quedado un poco desconcertada.
—Pues
ya lo tengo decidido. Hoy he estado hablando con algunos de mis
consejeros, que están totalmente de acuerdo en que se celebre. Eso
dará más realce a nuestro reino y a la propia Iglesia de Oviedo.
—¿Pero
los concilios no los convoca el Primado de España, el arzobispo de
Toledo?
—Sí,
ésa es la norma, pero muchos obispos de nuestro reino no están
totalmente de acuerdo con las directrices del Primado de España. Con
este concilio quieren oponerse a muchas de sus doctrinas.
—Eso
suena un poco a rebelión.
—Rebelión
tal vez no, pero sí una afirmación de las doctrinas de Beato de
Liébana. Nuestra Iglesia quiere seguir la norma ortodoxa y erigirse
como la auténtica Iglesia representante de España. Toledo ha cedido
mucho ante la fe de Mahoma, tal vez por hallarse en medio del
territorio sarraceno. Se ha apartado de la verdadera doctrina de la
Iglesia de Roma, adhiriéndose a la doctrina herética del
adopcionismo. La Iglesia asturiana no está de acuerdo con esa
doctrina, por eso convocamos este concilio. Con él pretendemos que
la Iglesia asturiana, al igual que el reino de Asturias, se
conviertan en los auténticos herederos de los visigodos y que
constituyan los dos grandes bastiones sobre los que se asiente el
nuevo edificio de la nación española.
—Un
loable objetivo, no cabe duda. Pero ¿estáis seguro que podréis
lograrlo, esposo mío?
—Sin
duda, Señora. Yo no lo llegaré a ver, porque esto necesita su
tiempo, pero nuestros descendientes sí lo verán, no os quepa la
menor duda. Por eso convoco este concilio, para poner en orden las
cuestiones divinas y humanas de nuestro reino. Es posible, además,
que éste sea el último acto oficial que celebremos en Oviedo, pues
estoy decidido a trasladar la corte a León este mismo año.
—¿Qué
me estáis diciendo, Señor?
Doña
Jimena se quedó perpleja ante la noticia que su esposo le acababa de
dar. Nunca hubiera imaginado que el rey quisiera abandonar la ciudad
de Oviedo. Allí tenían su palacio y sus otras posesiones reales,
como el Aula Regia o palacete de verano en el monte Naranco, donde
tan felices estancias habían pasado aquellos breves años que
llevaban juntos. No entendía el súbito cambio de su esposo.
—Señora,
el reino se está expandiendo hacia el sur. Desde Oviedo se me hace
muy difícil gobernar todos nuestros territorios. El tiempo que se
tarda en atravesar la cordillera y llegar hasta León, o a la
inversa, es un tiempo perdido, que no nos lo podemos permitir. Ese
tiempo puede resultar precioso para ganar más de una batalla o para
llevar a cabo negociaciones ante nuestros enemigos. Es por eso por lo
que he decidido que nuestra corte se traslade a esa ciudad al sur de
la cordillera Cantábrica. Desde allí mis emisarios y mis órdenes
llegarán más de prisa a su destino.
—Entiendo
las ventajas que ese traslado reportará a vuestro gobierno, pero
pensad que aquí tenéis vuestros palacios y vuestros lugares de ocio
y de diversión. ¿Qué haréis allí sin ellos?
—He
pensado más de una vez en eso, Señora. Con el traslado a León sé
que nos veremos privados del disfrute de estas posesiones, pero el
deber está por encima del placer. No obstante, seguiremos viniendo a
esta ciudad siempre que mis obligaciones me lo permitan. No será una
partida definitiva.
—Eso
me tranquiliza, Señor. No sé si me aclimataré a vivir allí.
—Claro
que os aclimataréis, Señora. Con el tiempo haremos de León una
ciudad digna de ser la capital de nuestro reino.
Tres meses después de esta
conversación mantenida con la reina, don Alfonso presidía la
celebración del primer concilio de Oviedo. Asistieron a él todos
los obispos de la España cristiana, trece condes, muchos abades y
demás magnates del reino. En el concilio se trataron en primer lugar
los asuntos pertenecientes a la fe cristiana y a la doctrina
católica. Se condenó la doctrina herética del adopcionismo y se
estableció como única doctrina verdadera la defendida por la
Iglesia de Roma y Su Santidad el Papa. Luego se pasó a tratar muchos
asuntos concernientes al buen gobierno del reino. Tanto unos como
otros fueron aprobados todos con el placet
de los asistentes.
Poco antes de dar por finalizado el concilio, el rey anunció a todos
los próceres allí reunidos su intención de trasladar la corte real
a la ciudad de León. Un murmullo de comentarios inundó toda la
asamblea. El primero en tomar la palabra fue el obispo de Oviedo.
—Señor,
¿vais a abandonar nuestra ciudad después de tantos años como lleva
erigida en cabeza del reino?
—No
abandono esta ciudad, que me es muy querida por haber nacido en ella
y por haber nacido en ella también mis hijos. Lo que hago es
trasladar la corte a León por ocupar un lugar más céntrico dentro
del reino. Afincados aquí perdemos mucho tiempo en la toma de
nuestras decisiones, tiempo que puede ser crucial para los asuntos
del reino en más de una ocasión. Oviedo seguirá ocupando un lugar
destacado en mi corazón, por lo que seguiré residiendo aquí largas
temporadas.
—Señor,
pero León es una ciudad insignificante al lado de Oviedo
—argumentó el obispo de dicha ciudad.
—Os
equivocáis. León es una ciudad con mucha más solera que Oviedo.
Ésta fue fundada por mi antecesor Fruela I en el año 761, mientras
que León nació al amparo de la Legio
septima Gemina establecida
allí por los romanos en el siglo I de nuestra era. Su importancia
durante el Imperio romano fue crucial. Luego, con la invasión árabe
quedó prácticamente deshabitada hasta que mi padre, el rey Ordoño
I, ordenó repoblarla de nuevo. Su ubicación estratégica la
convierte en la sede ideal para nuestro gobierno. Trasladaré allí
la corte y la convertiré en digna merecedora de tal honor.
—Pero,
Señor —insistió el obispo—, Oviedo hace mucho tiempo que es la
capital del reino. Aunque sólo sea por eso, creo que debe seguir
siéndolo en el futuro. No entiendo por qué quiere privarla de ese
honor Vuestra Majestad.
—Oviedo
es la capital del reino actualmente y lo ha sido desde hace muchos
años, pero no lo ha sido siempre. Recordad que la primera capital de
nuestro reino fue Cangas de Onís, lugar más próximo a la batalla
de Covadonga. Más tarde el rey Aurelio trasladó la capital a San
Martín del Rey Aurelio y su sucesor, Sila, la trasladó a Pravia.
Fue mi antecesor Alfonso II el
Casto quien
trasladó la capital del reino a esta maravillosa ciudad de Oviedo.
Cada uno de estos predecesores fijó la capital en la población que
más convenía a los intereses del reino. Ahora yo considero que la
ciudad más idónea para ocupar el citado honor es León y no voy a
dejarme convencer por nadie de lo contrario. Así, pues, este mismo
año trasladaré la corte a dicha ciudad.
Un
nuevo murmullo se extendió por la sala.
—Señor,
en nombre de la mayoría de obispos aquí presentes, creemos que
estáis en lo cierto —comentó el arzobispo de Toledo—.
Entendemos la postura de nuestro compañero de Oviedo, pero a los que
no nos unen lazos afectivos para defender una u otra ciudad como
capital del reino, nos parece más lógico y razonable que ésta sea
la ciudad de León. Estamos con Vos, Señor, en que ocupa un lugar
mucho más estratégico que Oviedo.
—Como
asturiano que soy —comenzó diciendo Gundemaro Froilaz—, me
gustaría que Oviedo siguiera siendo la capital del reino por siempre
jamás. Pero como consejero real que también soy, no puedo estar más
de acuerdo con Su Majestad en que esta ciudad se ha quedado
excéntrica dentro del actual territorio de nuestro reino. Si
queremos avanzar como avanza nuestro reino, no nos queda más remedio
que ubicar la corte allí donde sea más operativa. Hoy por hoy ese
lugar corresponde a la ciudad de León. Así que, en mi nombre y en
el de la mayoría de los consejeros reales, doy mi conformidad a que
dicha ciudad pase a ser la nueva capital del reino.
Un
murmullo general de aprobación se extendió a lo largo y ancho de la
asamblea. El rey ordenó silencio.
—Bien,
no se hable más del asunto. Queda zanjada esta cuestión. Este mismo
año trasladaré la corte a la ciudad de León. Dicho esto, doy por
concluido el concilio. Señores, que Dios les depare suerte.
Acto seguido se disolvió la
asamblea y cada uno de los magnates allí reunido partió hacia su
lugar de origen. El traslado, en cambio, de la corte a León no llegó
a hacerse efectivo.
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