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Una hermosa mañana de verano
el sol lucía en todo su esplendor como pocas veces acostumbraba a
hacerlo en la capital de Asturias. El rey se interesaba por los
avances de su propia Crónica.
Se sentía próximo
al final de sus días y tenía el presentimiento de que no vería su
obra acabada. Él mismo había sido cómplice de la dilación.
—¿Os falta mucho para
terminar, fray Dulcidio?
—Majestad, estamos acabando
de relatar los últimos años del reinado de vuestro abuelo, el rey
Ramiro I. Según mis cálculos, nos llevará alrededor de tres años
finalizar la obra.
—¿Tanto?
—Sí, Majestad. Vos mismo me
pedisteis que debería ser fiel a los hechos y no omitir nada en aras
a la verdad, costara el tiempo que costara.
—Lo sé, fray Dulcidio. Lo
que pasa que siento que ya me quedan pocos años de vida y no voy a
poder ver acabada mi obra.
—Lo siento, Señor. Si lo
preferís, a partir de ahora abreviaremos los hechos.
—No, de ninguna manera. No
quiero que recortéis nada, aunque yo no pueda ver acabada esta obra.
Seguid como hasta ahora.
Don Alfonso ojeaba algunos de
los últimos pergaminos escritos. La gran obra le seguía fascinando
tanto por su contenido como por su forma. Hacía ya algunos meses que
había muerto fray Afrodisio, pero el amanuense que había continuado
su obra era digno discípulo de él. Apenas se notaba el cambio de
letra ni las excelentes miniaturas de las letras capitales que
encabezaban cada capítulo. El rey se había quedado ensimismado
contemplándolas.
—Majestad, acaban de traer
La Cruz de la
Victoria —le
comunicó uno de sus sirvientes.
—¿Cómo dices?
—Que acaban de traer La
Cruz de la Victoria, Señor.
—Ah, sí. Estaba un poco
distraído y no te había oído bien. ¿Dónde está?
—En su despacho, Señor.
El rey abandonó con pasos
presurosos la biblioteca para dirigirse a su despacho. Hacía mucho
tiempo que deseaba tener en sus manos aquella maravilla que tanto
admiraba. Constituía el símbolo de su reino y de sus antepasados.
Estaba formada por dos trozos de madera en cuyo centro habían
practicado un pequeño hueco para albergar un relicario, el cual
parece ser que contenía un fragmento de la cruz del Redentor. Don
Alfonso había ordenado que la recubrieran de oro y piedras
preciosas.
Cuenta la leyenda que la cruz
primigenia fue donada por San Antonio Abad a don Pelayo y que éste
la enarboló en la batalla de Covadonga como signo de su victoria
ante los sarracenos. Sea como fuere, esta cruz se había convertido
en el símbolo de aquel lejano triunfo y como tal había que dotarla
del máximo esplendor posible. Por ello don Alfonso no había
escatimado esfuerzos ni recursos para elaborar aquella auténtica
joya. Se trata de una cruz latina de 92 centímetros de alto por 72
de ancho, con un medallón en donde se unen sus brazos. Toda ella
recubierta de oro, esmaltes y piedras preciosas.
El rey, cuando tuvo la cruz
ante su presencia, la examinó con todo detalle. Observó el singular
acabado de sus extremos en pequeños círculos, las piedras preciosas
que la adornaban, las gemas talladas en forma de cabujón, el
medallón central con su cristal de roca transparente a través del
cual se podía contemplar la santa reliquia, las inscripciones que
habían grabado en su reverso. Todo el conjunto constituía una
auténtica maravilla de la que el monarca quedó completamente
prendado.
—Es una obra perfecta. Estoy
muy orgulloso de ella —fue el escueto pero contundente comentario
que hizo al acabar su examen.
Una semana más tarde la
catedral de San Salvador de Oviedo se adornó con todas sus galas. El
obispo de la misma, Gomelo II, oficiaba el acto acompañado por media
docena de mitrados. Presidían la ceremonia sus majestades los reyes
don Alfonso y doña Jimena. Al acto asistieron también varios nobles
y aristócratas del reino. Leída la epístola, el rey tomó la
palabra.
—Yo, el rey Alfonso, junto
con la reina Jimena aquí presente, hacemos donación de esta cruz a
la catedral de San Salvador de Oviedo como símbolo de nuestro reino
y para que en ella sean veneradas las reliquias de la cruz donde
murió Cristo nuestro Señor. Que nadie se atreva a violarla y si
alguien lo hiciere, la venganza del Señor caiga irremisiblemente
sobre él. Que sirva de protección a los que la veneren e infunda
valor a cuantos luchen contra los enemigos de la fe. A partir de hoy
se custodiará en este templo por siempre jamás.
—Que así sea —contestaron
todos los presentes.
A continuación monseñor
Gomelo prosiguió con la celebración del santo sacrificio de la
Eucaristía para dar gracias al Señor por la nueva merced que
acababa de recibir, que se añadía a las muchas recibidas hasta la
fecha de la magnanimidad del rey don Alfonso.
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