jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 34


                                                      34


Una hermosa mañana de verano el sol lucía en todo su esplendor como pocas veces acostumbraba a hacerlo en la capital de Asturias. El rey se interesaba por los avances de su propia Crónica. Se sentía próximo al final de sus días y tenía el presentimiento de que no vería su obra acabada. Él mismo había sido cómplice de la dilación.
¿Os falta mucho para terminar, fray Dulcidio?
Majestad, estamos acabando de relatar los últimos años del reinado de vuestro abuelo, el rey Ramiro I. Según mis cálculos, nos llevará alrededor de tres años finalizar la obra.
¿Tanto?
Sí, Majestad. Vos mismo me pedisteis que debería ser fiel a los hechos y no omitir nada en aras a la verdad, costara el tiempo que costara.
Lo sé, fray Dulcidio. Lo que pasa que siento que ya me quedan pocos años de vida y no voy a poder ver acabada mi obra.
Lo siento, Señor. Si lo preferís, a partir de ahora abreviaremos los hechos.
No, de ninguna manera. No quiero que recortéis nada, aunque yo no pueda ver acabada esta obra. Seguid como hasta ahora.
Don Alfonso ojeaba algunos de los últimos pergaminos escritos. La gran obra le seguía fascinando tanto por su contenido como por su forma. Hacía ya algunos meses que había muerto fray Afrodisio, pero el amanuense que había continuado su obra era digno discípulo de él. Apenas se notaba el cambio de letra ni las excelentes miniaturas de las letras capitales que encabezaban cada capítulo. El rey se había quedado ensimismado contemplándolas.
Majestad, acaban de traer La Cruz de la Victoria —le comunicó uno de sus sirvientes.
¿Cómo dices?
Que acaban de traer La Cruz de la Victoria, Señor.
Ah, sí. Estaba un poco distraído y no te había oído bien. ¿Dónde está?
En su despacho, Señor.
El rey abandonó con pasos presurosos la biblioteca para dirigirse a su despacho. Hacía mucho tiempo que deseaba tener en sus manos aquella maravilla que tanto admiraba. Constituía el símbolo de su reino y de sus antepasados. Estaba formada por dos trozos de madera en cuyo centro habían practicado un pequeño hueco para albergar un relicario, el cual parece ser que contenía un fragmento de la cruz del Redentor. Don Alfonso había ordenado que la recubrieran de oro y piedras preciosas.
Cuenta la leyenda que la cruz primigenia fue donada por San Antonio Abad a don Pelayo y que éste la enarboló en la batalla de Covadonga como signo de su victoria ante los sarracenos. Sea como fuere, esta cruz se había convertido en el símbolo de aquel lejano triunfo y como tal había que dotarla del máximo esplendor posible. Por ello don Alfonso no había escatimado esfuerzos ni recursos para elaborar aquella auténtica joya. Se trata de una cruz latina de 92 centímetros de alto por 72 de ancho, con un medallón en donde se unen sus brazos. Toda ella recubierta de oro, esmaltes y piedras preciosas.
El rey, cuando tuvo la cruz ante su presencia, la examinó con todo detalle. Observó el singular acabado de sus extremos en pequeños círculos, las piedras preciosas que la adornaban, las gemas talladas en forma de cabujón, el medallón central con su cristal de roca transparente a través del cual se podía contemplar la santa reliquia, las inscripciones que habían grabado en su reverso. Todo el conjunto constituía una auténtica maravilla de la que el monarca quedó completamente prendado.
Es una obra perfecta. Estoy muy orgulloso de ella —fue el escueto pero contundente comentario que hizo al acabar su examen.
Una semana más tarde la catedral de San Salvador de Oviedo se adornó con todas sus galas. El obispo de la misma, Gomelo II, oficiaba el acto acompañado por media docena de mitrados. Presidían la ceremonia sus majestades los reyes don Alfonso y doña Jimena. Al acto asistieron también varios nobles y aristócratas del reino. Leída la epístola, el rey tomó la palabra.
Yo, el rey Alfonso, junto con la reina Jimena aquí presente, hacemos donación de esta cruz a la catedral de San Salvador de Oviedo como símbolo de nuestro reino y para que en ella sean veneradas las reliquias de la cruz donde murió Cristo nuestro Señor. Que nadie se atreva a violarla y si alguien lo hiciere, la venganza del Señor caiga irremisiblemente sobre él. Que sirva de protección a los que la veneren e infunda valor a cuantos luchen contra los enemigos de la fe. A partir de hoy se custodiará en este templo por siempre jamás.
Que así sea —contestaron todos los presentes.
A continuación monseñor Gomelo prosiguió con la celebración del santo sacrificio de la Eucaristía para dar gracias al Señor por la nueva merced que acababa de recibir, que se añadía a las muchas recibidas hasta la fecha de la magnanimidad del rey don Alfonso.

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