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Por aquellos años el reino de
Asturias disfrutaba de una larga paz con el emirato de Córdoba. Los
conflictos surgidos entre los herederos de Muhammad I habían traído
una relativa paz y tranquilidad al reino cristiano del norte de la
Península. Pero esta paz con el reino musulmán no significaba una
paz absoluta dentro de sus fronteras. El dux de Galicia, Vitiza, no
cesaba de infligir ataques a las tropas reales en su afán de
independencia y dominio de las tierras gallegas y de todo el noroeste
peninsular.
Acababan de iniciar la
restauración del monasterio de San Pedro de Montes fray Genadio y
sus hermanos cuando sufrieron un ataque de las tropas rebeldes. Los
monjes se afanaban en retirar los escombros de lo que había sido el
atrio de la iglesia, cuando escucharon valle abajo el galope y el
relinchar de muchos caballos. Apenas les dio tiempo para refugiarse
en las cuevas y escondrijos que habían buscado pocos días antes
entre las montañas. Desde sus refugios pudieron observar los
movimientos de alrededor de un centenar de jinetes bien armados, que
parecían estar sorprendidos ante la limpieza y desescombro de los
restos del antiguo monasterio.
—Parece que alguien está
limpiando esto. Las huellas son muy recientes. Apostaría que
abandonaron el trabajo precipitadamente cuando se percataron de
nuestra presencia, pues dejaron parte de las herramientas y cestos
por aquí. Mirad por los alrededores a ver si los encontráis y les
daremos un escarmiento.
—Sí, mi capitán —contestó
su subordinado.
Los monjes que se habían
refugiado en los escondrijos más próximos al monasterio y que
oyeron las órdenes del capitán no sabían qué hacer. Si se movían
o hacían el menor ruido, podían ser descubiertos por los soldados y
si no lo hacían, también. Tenían el corazón en un puño y no se
atrevían ni a abrir la boca para no delatarse. Cuatro o cinco, entre
los que se encontraba el hermano Anselmo, se habían refugiado en una
gruta próxima al monasterio. Ocultos por unos avellanos y unas
escobas, observaban atónitos el movimiento de los jinetes con sus
caballos. Un par de ellos se acercaron a escudriñar los alrededores
de la cueva. Los monjes no osaban respirar. El chasquido de una rama
seca hizo que se sobresaltara uno de los caballos. Los dos jinetes se
pusieron en guardia. Los monjes se quedaron completamente lívidos.
Poco después todos vieron a una comadreja que se precipitaba hacia
lo más intrincado de la espesura. Los soldados al verla se dieron
media vuelta entre risas y chanzas, mientras los monjes respiraban
con gran alivio. El escuadrón no tardó en abandonar el viejo
monasterio donde nada se les perdía para iniciar el camino de vuelta
valle abajo. Después de largo rato de espera, los monjes,
convencidos de que ya no regresarían los soldados, volvieron a
reanudar su tarea.
—¡Vaya susto que nos hemos
llevado! —comentó fray Anselmo—. Por culpa de una comadreja
estuvimos a punto de ser descubiertos. Menos mal que se dejó ver y
los soldados lo tomaron a broma, que si se les hubiera ocurrido
remover un poco las ramas, allí nos hubieran cazado como a conejos.
—Fue la voluntad del Señor
—observó uno de los monjes del grupo—. No había llegado nuestra
hora, por permitió que la comadreja se dejara ver.
—Pues demos gracias al Señor
por habernos sacado ilesos de la que parecía ser nuestra última
hora y recemos para que no vuelvan a aparecer por aquí esos
soldados.
—Recemos por ello —ratificó
fray Genadio, que había llegado a escuchar las últimas palabras de
fray Anselmo— y también para que el rey, nuestro señor, pacifique
estas tierras y nos libre de una vez por todas de estos bandoleros y
asesinos. Y ahora vamos a continuar con nuestro trabajo para
acondicionar la casa del Señor y el monasterio entero para poder
cobijarnos en él.
El escuadrón que se había
acercado al monasterio fue interceptado unos kilómetros más abajo,
en San Clemente de Valdueza, por las huestes de don Hermenegildo
Guitiérrez, que no dudaron en aniquilarlos después de una cruenta
lucha entre ellos. El escuadrón vencido formaba parte de las huestes
de Vitiza, dux de Galicia, que se dedicaban a saquear todo el
territorio. El conde don Hermenegildo Gutiérrez llevaba siete años
persiguiendo al líder separatista. Había logrado aglutinar en su
persona a todos los nobles de Galicia leales al rey don Alfonso. Día
tras día seguía los pasos del dux y de sus huestes y no pensaba
cejar en su empeño hasta derrotarlo.
Antes de liquidar a todos los
miembros del escuadrón del dux, las huestes de don Hermenegildo
hicieron prisioneros al capitán y a alguno de sus soldados, que no
dudaron en trasladarlos a Ponferrada donde los aguardaba su señor
con el resto de las tropas.
—Señor, hemos derrotado el
escuadrón de Vitiza y hemos hecho prisioneros a su capitán y a
varios soldados —informó el jefe de la expedición a don
Hermenegildo.
—Muy bien, que los encierren
en las mazmorras. No quedará ni uno solo con vida si no nos revelan
el lugar donde se esconde su señor. Se les dará tormento uno por
uno hasta que confiesen.
—A la orden, señor.
Uno por uno fueron sometidos a
tormento para que confesaran el lugar donde se hallaba oculto el dux
Vitiza. El primero en sufrir tortura fue el capitán, que prefirió
morir antes que delatar a su señor. El mismo destino corrieron
varios de sus subordinados. Todos ellos resistieron los tormentos y
aceptaron la muerte antes que confesar el lugar donde se ocultaba el
dux. Pero hubo uno que no pudo soportar los terribles suplicios que
le inferían. Después de haberle practicado el tormento del agua y
el lino y el del cinturón de San Erasmo, lo introdujeron en el
potro. Antes de llegar a la tercera vuelta el prisionero decidió
hablar. Confesó a sus torturadores que el dux Vitiza se hallaba
oculto en un pequeño palacio que tenía en Arosa.
Conocido el paradero del
rebelde, las huestes del conde Hermenegildo pusieron rumbo a la ría
de Arosa. Pero antes de llegar a su destino les salieron al encuentro
las tropas del dux. Entre ambos ejércitos se desencadenó una
cruenta batalla que duró varios días con incontables bajas por
parte de ambos bandos. Al cabo de más de dos semanas de fuertes
enfrentamientos, la balanza se inclinó del lado de las huestes de
don Hermenegildo, que no tardaron en hacer prisionero al dux Vitiza.
El conde se incautó de todas las posesiones y pertenencias del
rebelde, por lo que no tardó en ser proclamado dux de Galicia por
todos los nobles de aquella tierra. Luego el nuevo dux condujo
encadenado al rebelde ante la presencia del rey.
—Majestad, os traigo al
rebelde Vitiza para que hagáis con él lo que deseéis.
—Os lo agradezco,
Hermenegildo. Acabáis de hacer un gran favor al reino que jamás
olvidaré. Vasallos leales como vos son los que necesita este reino
para lograr el objetivo propuesto. Con la derrota de traidores como
el que me traéis, lograremos hacer de este reino una nación cada
vez más fuerte y más grande, capaz de vencer algún día al gran
enemigo de nuestro país, que no es otro que el reino de al-Ándalus.
Pero para ello antes tenemos que terminar con la semilla del
separatismo y de la discordia. Unidos es como llegaremos a vencer al
gran enemigo. Hoy es un día grande para la historia del reino y vos,
Hermenegildo, lo habéis hecho posible.
—Me honráis, Majestad, con
vuestras palabras. Gracias, Señor. En verdad que no creo merecerlo.
—Claro que lo merecéis,
Hermenegildo. Merecéis eso y mucho más. Por eso, a partir de hoy
quedáis confirmado como dux de toda Galicia y todos sus condes os
deberán obediencia.
—De nuevo os doy las
gracias, Señor, por vuestra magnanimidad.
—No seáis tan modesto,
Hermenegildo. Y ahora decidme, ¿cómo están nuestros hijos y
nuestro nieto Sancho?
—Están muy bien, Majestad.
El niño es una preciosidad. No os podéis hacer una idea de lo
hermoso que está. Tiene los mismos ojos que Vos, Señor. Si no
cambia, será vuestra viva imagen.
—Me alegra saberlo.
Brindemos por él y por nuestros hijos para que tengan una larga
descendencia.
El rey ofreció al conde una
copa de vino de los Campos Góticos con la que brindaron por la
fortuna y el porvenir de sus hijos y futuros nietos. Luego se
encaminaron al comedor del palacio real donde almorzarían en
compañía de la reina.
—Me gustaría desplazarme
algún día hasta Tuy para visitar a nuestros hijos y a nuestro
nieto, pero mi deber me lo impide. Por eso, os ruego encarecidamente,
querido consuegro, que a vuestro regreso a aquella ciudad hagáis
prometer a nuestros hijos que se dignen venir a vernos alguna vez.
Nuestro nieto, aunque no es más que un tierno infante de pocos
meses, va creciendo y nuestros hijos nos están privando del placer
de contemplarlo en sus primeros meses de vida. Si no lo quieren hacer
por mí, al menos que lo hagan en consideración a su abuela, que no
vive por verlo.
—Se lo pediré
encarecidamente, Majestad. Espero que pronto los podáis tener a
vuestro lado para satisfacer vuestros legítimos deseos.
—Así lo espero, querido
Hermenegildo.
El conde pasó unos días en
el palacio real. Momento que aprovechó para poner al rey al
corriente de sus logros en tierras gallegas y para asimismo ponerse
al corriente de los asuntos reales, pues hacía ya bastante tiempo
que se hallaba ausente de Oviedo.
—Ya sabéis que hemos
repoblado Zamora con mozárabes procedentes de Toledo, ¿no? —comentó
el rey mientras paseaban por los jardines de palacio.
—Sí, Majestad, ya me había
enterado. Es un paso importante para afianzar nuestra frontera del
Duero.
—Sí que lo es,
Hermenegildo. El siguiente paso debería ser el traslado de esa
frontera al Tajo, pero me parece que yo ya no llegaré a verlo —se
lamentó don Alfonso—. Por esta parte la reconquista va mucho más
despacio, a diferencia de los logros que habéis obtenido en la zona
occidental, donde ya hemos establecido la frontera con el
mahometanismo en el Mondego.
—Poco a poco lo iremos
logrando, Majestad. Hay que dar tiempo al tiempo.
—Tiempo es el que no me
queda a mí, que cada día noto que me hago más viejo.
—Eso nos pasa a todos,
Señor. El tiempo no pasa en balde.
El rey y el conde continuaron
su paseo por el jardín. Unos días más tarde don Hermenegildo
regresaría de nuevo a su residencia de Tuy.
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