16
—¿Me habéis mandado
llamar, padre?
—Sí, hijo. Pasa y siéntate.
Fray Dulcidio se sentó en un
banco de madera que el padre abad le ofrecía. Había ingresado en la
orden benedictina cuando apenas contaba con diez años. Acababa de
perder a su madre y era huérfano de padre desde los cinco. Un
pariente lejano se hizo cargo de él, pero no podía mantenerlo por
sus escasos recursos económicos, así que decidió encomendarlo a la
orden benedictina. El niño fue acogido entre los monjes de dicha
orden como si de un regalo divino se tratara. Desde el padre abad
hasta el último de los hermanos, todos se desvivían por atender al
niño. Éste se había convertido en el centro de sus preocupaciones.
No sabían cómo agasajarlo y complacerlo.
Dulcidio dio muestras muy
pronto de la gran inteligencia con la que estaba dotado. El niño era
vivo y despierto, siempre dispuesto a aprender y a asimilar todo
cuanto sus maestros le enseñaban. Los monjes no escatimaban
esfuerzos por instruirlo en todos los conocimientos que poseían.
Poco a poco se introdujo en el estudio de la gramática. Al principio
no le terminaba de gustar, pero pronto comenzó a tomarles cierto
gusto al estudio y aprendizaje de las declinaciones y conjugaciones
latinas. Luego se zambulló de lleno en el estudio e interpretación
de los textos latinos, con los que se pasaba horas y horas enfrascado
en su análisis y comprensión.
Los monjes tampoco descuidaron
su inmersión en los estudios de la aritmética, la geometría, la
astronomía y la música, que, junto con los anteriores, formaban
todo el conjunto del saber de aquella época. El niño se sentía
atraído por todos ellos y si en gramática, retórica y dialéctica
descollaba, tampoco iba a la zaga en las otras cuatro ramas del
saber. Su inteligencia cada día se despertaba más a medida que
crecía en edad. A los quince años ya era un gran experto en latín
y griego. Más de una vez ponía en apuros a sus maestros a la hora
de interpretar y explicar textos de ambas lenguas. Día a día sus
dictámenes eran tenidos más en cuenta por los monjes del
monasterio. No tardó en sumergirse también en el estudio de otras
lenguas antiguas, como el hebreo, el arameo y otras lenguas árabes,
cuyo conocimiento le serviría en el futuro para la interpretación
de cientos de textos de la antigüedad. Por eso, a la edad de
veinticuatro años ya se había convertido en la autoridad
intelectual indiscutida e indiscutible del monasterio, por lo que no
tardó en ser nombrado bibliotecario del mismo y director de su
scriptorium. Llevaba
cuatro años en este cargo cuando fue llamado por el padre abad ante
su presencia.
—Vos diréis, padre.
—Hijo, tu fama te precede y
ha traspasado los muros de este monasterio. El rey, nuestro señor,
ha sabido de tus conocimientos y nos ha ordenado que te presentes
ante él sin más demora. De modo que partirás inmediatamente hacia
el palacio real, pues no es bueno hacer esperar al soberano.
—Pero, padre, ¿así tan de
prisa, sin tiempo para prepararme?
—Exacto, hijo. Deberás
partir ahora mismo si no quieres despertar la ira del rey.
—¿Y sabe vuestra reverencia
para qué me manda llamar Su Majestad?
—No nos lo han dicho, hijo,
pero me imagino que no será para nada malo. Ve con Dios y con mi
bendición, hijo mío.
Fray Dulcidio besó la mano
del padre abad y se retiró presurosamente para encaminarse sin
pérdida de tiempo hacia el palacio del rey. Por el camino su
imaginación le hizo pensar en mil maquinaciones, pero ninguna de
ellas le daba satisfacción plena. No llegaba a entender el motivo
por el que el rey se había fijado en su humilde persona. Él nunca
había salido del monasterio de San Vicente, que constituía toda su
vida, y, además, no estaba interesado por nada de lo que pudiera
ofrecer el mundo y sus vanidades. Para él, además de la vida
espiritual consagrada a Dios, no existía ninguna otra vida más que
la intelectual, a la cual se dedicaba en cuerpo y alma en el
monasterio. Fuera de eso no tenía ninguna otra aspiración ni
inquietud, así que estaba dispuesto a renunciar a cualquier
propuesta que le hiciera el rey. Para él el mundo se acababa fuera
de los muros de su monasterio.
—Majestad, fray Dulcidio
espera en la antesala.
—Hazle, pasar, Pedro.
—Sí, Señor.
Pedro se retiró con una gran
reverencia para comunicar a fray Dulcidio que el rey lo esperaba. El
monje, completamente aturdido por tener que enfrentarse cara a cara
con el rey, entró en el despacho real. No estaba acostumbrado a esos
honores y no sabía cómo reaccionar ante el soberano. Se acercó a
él y se postró de bruces.
—Levántate, fray Dulcidio.
El monje se puso en pie
bastante confundido.
—Decidme, Majestad, ¿qué
queréis de este humilde servidor de Dios?
—Ha llegado hasta mis oídos
la noticia de tus grandes cualidades intelectuales y de tu gran
saber.
—Señor, me abrumáis.
—No seas tan humilde, fray
Dulcidio. Sé que eres una gran autoridad intelectual dentro del
monasterio. Por eso te he mandado llamar. Mira, Dulcidio, tengo en mi
mente una gran idea que quiero llevar a cabo a lo largo de mi
reinado. Esta idea no es otra que la recopilación de toda la
historiografía de nuestro reino. Al frente de dicho proyecto quiero
poner a una persona que goce de gran prestigio moral e intelectual.
La persona más idónea que he encontrado eres tú, no sólo por tus
conocimientos y por tu condición de monje, sino también por tu
juventud. Somos más o menos de la misma edad. Eso nos dará muchos
años por delante si Dios nos concede una larga vida. Como este
proyecto ha de durar mucho tiempo, no hallo en todo mi reino a nadie
más idóneo que tú para llevarlo a cabo.
—Me honráis, Señor, con
vuestras palabras, pero creo que os equivocáis de persona. Seguro
que en vuestro reino sobran personas mucho mejor preparadas que este
humilde servidor. Ofrecedle el cargo a cualquiera de ellas y dejadme
a mí en mi monasterio.
—Por supuesto que te
quedarás en tu monasterio, al menos de momento, pues allí dispones
de material suficiente para comenzar a trabajar. Pero no quedas
eximido del puesto. No abundan personas como tú en el reino y no
puedo dejar de aprovechar tu juventud y tu valía para llevar a cabo
mi propósito. Comenzarás a recopilar los datos a partir del rey
Wamba y finalizarás la obra con el reinado de mi padre. ¿Alguna
objeción?
—Ninguna, Señor.
—Pues ya puedes comenzar hoy
mismo, porque hay mucha tarea por delante y no hay tiempo que perder.
Cualquier cosa que necesites, no dudes en hacérmelo saber. No
escatimaré medios de ninguna clase para que puedas llevar a cabo
esta gran obra que te encomiendo. En ella se basará en parte la
reconstrucción de nuevo de España y el engrandecimiento de nuestro
reino. ¿Entiendes ahora la trascendencia que tiene la tarea que te
encomiendo?
—Sí, Majestad. Pondré todo
mi empeño en satisfaceros, Señor.
—A partir de ahora nos
veremos con mucha frecuencia, pues quiero seguir muy de cerca el
avance de la obra. Me harás llegar tus logros para comprobar que se
ajustan a la verdad histórica. Quiero que sean lo más fidedignos
posible.
—Así lo haré, Señor.
—Bien, puedes retirarte.
Fray Dulcidio dejó el
despacho real con una cierta satisfacción no muy bien disimulada. El
encargo del rey lo había sorprendido gratamente. Al fin y al cabo le
había encomendado un cometido totalmente acorde con sus gustos y su
vida. Ahora podía llenar muchas de sus horas con la investigación
histórica de los últimos siglos. El trabajo prometía ser
apasionante. Tendría que comenzar a reunir todos los datos y
consultar todos los archivos históricos que hubiera en la biblioteca
del monasterio. También tendría que recopilar datos del archivo de
la catedral de Oviedo y lo que encerraran en el palacio real, pero no
sería suficiente. Es posible que tuviera que desplazarse hasta la
ciudad de Toledo para recopilar los datos concernientes a los últimos
reyes visigodos. En Oviedo no estaba seguro de poder hallarlos. El
trabajo prometía ser interesante, pero le obligaría a viajar y eso
constituía un cierto inconveniente para él que nunca había salido
de la ciudad de Oviedo. Tendría que superar ese pequeño problema.
El proyecto merecía la pena.
A su regreso al monasterio,
fray Dulcidio fue felicitado efusivamente por el padre abad y por el
resto de monjes, que le desearon toda suerte de parabienes y de éxito
en su nueva empresa. El padre abad puso a su disposición todos los
medios de que disponía, entre otros el mejor de los amanuenses del
scriptorium. A
partir de ese momento, ambos dedicarían la mayor parte de su tiempo
y esfuerzo a ejecutar el proyecto del rey. Era un gran honor para el
monasterio poder servir directamente a Su Majestad.
—Mañana mismo comenzarás
tu trabajo, fray Dulcidio.
—Sí, padre. Lo primero que
haré será diseñar un esquema general de la obra. Para ello ya me
ha dado algunas ideas Su Majestad el rey. Luego buscaré en la
biblioteca todo el material que me pueda servir al efecto. Así sabré
con lo que cuento. También tendré que acudir al archivo de la
catedral, pues supongo que allí habrá documentos que aquí no
tenemos.
—Me parece muy bien, hijo.
Consulta todo lo que necesites.
—Así lo haré, padre abad,
pero no será suficiente con lo que pueda hallar aquí y en la
catedral. Tendré que consultar también el archivo del palacio real
y, según lo que encuentre allí, mucho me temo que tendré que
viajar a Toledo para consultar los archivos que hay en aquella
ciudad.
—¿Tan lejos tendrás que
ir?
—Sí, padre. Me temo que sí.
El rey me ha encargado que comience la crónica con el reinado de
Wamba y sus sucesores y mucho me temo que en Oviedo no haya ningún
documento de esos reinados o, si los hay, serán muy escasos.
—No te preocupes, hijo. Irás
donde haga falta. No podemos decepcionar al rey.
—Sí, padre. No le quepa la
más mínima duda a vuestra reverencia que el rey será completamente
complacido.
Dos meses más tarde fray
Dulcidio había recopilado todo el material que iba a necesitar para
llevar a cabo la magna obra encomendada por el rey. No obstante, como
él mismo había presentido, apenas había datos en Oviedo sobre el
reinado de los reyes visigodos. No le quedaba más alternativa que
acudir a la ciudad de Toledo si quería completar su obra. Allí
estaba seguro de encontrar los documentos que le faltaban.
—Padre abad, vengo a
solicitar de vuestra reverencia permiso para viajar hasta Toledo. He
reunido todos los documentos y archivos que hay en Oviedo para
realizar la obra, pero me falta todo lo relativo al reinado de los
reyes visigodos. No tengo más alternativa que desplazarme a Toledo
para conseguirlos.
—Bien, hijo, si no hay más
remedio, irás a Toledo. ¿Y cuándo piensas partir?
—Mañana mismo, padre, si
vuestra reverencia me lo permite.
—Bien, quedas autorizado por
mi parte. Haz lo que debas hacer, hijo mío, pues estás prestando un
gran servicio al rey. ¿Necesitas algo más?
—Tan sólo que me autorice a
llevarme al amanuense Afrodisio. Me será de gran ayuda para
transcribir esta gran obra.
—Puedes contar con él, hijo
mío.
—Gracias, padre. Ahora dadme
vuestra bendición.
—Vete con Dios, hijo mío.
Que Él y el santo Ángel de la Guarda te guíen por el buen camino.
Fray Dulcidio besó la mano
del padre abad en señal de respeto y se retiró a su celda para
preparar el largo viaje que estaba a punto de emprender.
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