miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 16



                                                      16


¿Me habéis mandado llamar, padre?
Sí, hijo. Pasa y siéntate.
Fray Dulcidio se sentó en un banco de madera que el padre abad le ofrecía. Había ingresado en la orden benedictina cuando apenas contaba con diez años. Acababa de perder a su madre y era huérfano de padre desde los cinco. Un pariente lejano se hizo cargo de él, pero no podía mantenerlo por sus escasos recursos económicos, así que decidió encomendarlo a la orden benedictina. El niño fue acogido entre los monjes de dicha orden como si de un regalo divino se tratara. Desde el padre abad hasta el último de los hermanos, todos se desvivían por atender al niño. Éste se había convertido en el centro de sus preocupaciones. No sabían cómo agasajarlo y complacerlo.
Dulcidio dio muestras muy pronto de la gran inteligencia con la que estaba dotado. El niño era vivo y despierto, siempre dispuesto a aprender y a asimilar todo cuanto sus maestros le enseñaban. Los monjes no escatimaban esfuerzos por instruirlo en todos los conocimientos que poseían. Poco a poco se introdujo en el estudio de la gramática. Al principio no le terminaba de gustar, pero pronto comenzó a tomarles cierto gusto al estudio y aprendizaje de las declinaciones y conjugaciones latinas. Luego se zambulló de lleno en el estudio e interpretación de los textos latinos, con los que se pasaba horas y horas enfrascado en su análisis y comprensión.
Los monjes tampoco descuidaron su inmersión en los estudios de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, que, junto con los anteriores, formaban todo el conjunto del saber de aquella época. El niño se sentía atraído por todos ellos y si en gramática, retórica y dialéctica descollaba, tampoco iba a la zaga en las otras cuatro ramas del saber. Su inteligencia cada día se despertaba más a medida que crecía en edad. A los quince años ya era un gran experto en latín y griego. Más de una vez ponía en apuros a sus maestros a la hora de interpretar y explicar textos de ambas lenguas. Día a día sus dictámenes eran tenidos más en cuenta por los monjes del monasterio. No tardó en sumergirse también en el estudio de otras lenguas antiguas, como el hebreo, el arameo y otras lenguas árabes, cuyo conocimiento le serviría en el futuro para la interpretación de cientos de textos de la antigüedad. Por eso, a la edad de veinticuatro años ya se había convertido en la autoridad intelectual indiscutida e indiscutible del monasterio, por lo que no tardó en ser nombrado bibliotecario del mismo y director de su scriptorium. Llevaba cuatro años en este cargo cuando fue llamado por el padre abad ante su presencia.
Vos diréis, padre.
Hijo, tu fama te precede y ha traspasado los muros de este monasterio. El rey, nuestro señor, ha sabido de tus conocimientos y nos ha ordenado que te presentes ante él sin más demora. De modo que partirás inmediatamente hacia el palacio real, pues no es bueno hacer esperar al soberano.
Pero, padre, ¿así tan de prisa, sin tiempo para prepararme?
Exacto, hijo. Deberás partir ahora mismo si no quieres despertar la ira del rey.
¿Y sabe vuestra reverencia para qué me manda llamar Su Majestad?
No nos lo han dicho, hijo, pero me imagino que no será para nada malo. Ve con Dios y con mi bendición, hijo mío.
Fray Dulcidio besó la mano del padre abad y se retiró presurosamente para encaminarse sin pérdida de tiempo hacia el palacio del rey. Por el camino su imaginación le hizo pensar en mil maquinaciones, pero ninguna de ellas le daba satisfacción plena. No llegaba a entender el motivo por el que el rey se había fijado en su humilde persona. Él nunca había salido del monasterio de San Vicente, que constituía toda su vida, y, además, no estaba interesado por nada de lo que pudiera ofrecer el mundo y sus vanidades. Para él, además de la vida espiritual consagrada a Dios, no existía ninguna otra vida más que la intelectual, a la cual se dedicaba en cuerpo y alma en el monasterio. Fuera de eso no tenía ninguna otra aspiración ni inquietud, así que estaba dispuesto a renunciar a cualquier propuesta que le hiciera el rey. Para él el mundo se acababa fuera de los muros de su monasterio.
Majestad, fray Dulcidio espera en la antesala.
Hazle, pasar, Pedro.
Sí, Señor.
Pedro se retiró con una gran reverencia para comunicar a fray Dulcidio que el rey lo esperaba. El monje, completamente aturdido por tener que enfrentarse cara a cara con el rey, entró en el despacho real. No estaba acostumbrado a esos honores y no sabía cómo reaccionar ante el soberano. Se acercó a él y se postró de bruces.
Levántate, fray Dulcidio.
El monje se puso en pie bastante confundido.
Decidme, Majestad, ¿qué queréis de este humilde servidor de Dios?
Ha llegado hasta mis oídos la noticia de tus grandes cualidades intelectuales y de tu gran saber.
Señor, me abrumáis.
No seas tan humilde, fray Dulcidio. Sé que eres una gran autoridad intelectual dentro del monasterio. Por eso te he mandado llamar. Mira, Dulcidio, tengo en mi mente una gran idea que quiero llevar a cabo a lo largo de mi reinado. Esta idea no es otra que la recopilación de toda la historiografía de nuestro reino. Al frente de dicho proyecto quiero poner a una persona que goce de gran prestigio moral e intelectual. La persona más idónea que he encontrado eres tú, no sólo por tus conocimientos y por tu condición de monje, sino también por tu juventud. Somos más o menos de la misma edad. Eso nos dará muchos años por delante si Dios nos concede una larga vida. Como este proyecto ha de durar mucho tiempo, no hallo en todo mi reino a nadie más idóneo que tú para llevarlo a cabo.
Me honráis, Señor, con vuestras palabras, pero creo que os equivocáis de persona. Seguro que en vuestro reino sobran personas mucho mejor preparadas que este humilde servidor. Ofrecedle el cargo a cualquiera de ellas y dejadme a mí en mi monasterio.
Por supuesto que te quedarás en tu monasterio, al menos de momento, pues allí dispones de material suficiente para comenzar a trabajar. Pero no quedas eximido del puesto. No abundan personas como tú en el reino y no puedo dejar de aprovechar tu juventud y tu valía para llevar a cabo mi propósito. Comenzarás a recopilar los datos a partir del rey Wamba y finalizarás la obra con el reinado de mi padre. ¿Alguna objeción?
Ninguna, Señor.
Pues ya puedes comenzar hoy mismo, porque hay mucha tarea por delante y no hay tiempo que perder. Cualquier cosa que necesites, no dudes en hacérmelo saber. No escatimaré medios de ninguna clase para que puedas llevar a cabo esta gran obra que te encomiendo. En ella se basará en parte la reconstrucción de nuevo de España y el engrandecimiento de nuestro reino. ¿Entiendes ahora la trascendencia que tiene la tarea que te encomiendo?
Sí, Majestad. Pondré todo mi empeño en satisfaceros, Señor.
A partir de ahora nos veremos con mucha frecuencia, pues quiero seguir muy de cerca el avance de la obra. Me harás llegar tus logros para comprobar que se ajustan a la verdad histórica. Quiero que sean lo más fidedignos posible.
Así lo haré, Señor.
Bien, puedes retirarte.
Fray Dulcidio dejó el despacho real con una cierta satisfacción no muy bien disimulada. El encargo del rey lo había sorprendido gratamente. Al fin y al cabo le había encomendado un cometido totalmente acorde con sus gustos y su vida. Ahora podía llenar muchas de sus horas con la investigación histórica de los últimos siglos. El trabajo prometía ser apasionante. Tendría que comenzar a reunir todos los datos y consultar todos los archivos históricos que hubiera en la biblioteca del monasterio. También tendría que recopilar datos del archivo de la catedral de Oviedo y lo que encerraran en el palacio real, pero no sería suficiente. Es posible que tuviera que desplazarse hasta la ciudad de Toledo para recopilar los datos concernientes a los últimos reyes visigodos. En Oviedo no estaba seguro de poder hallarlos. El trabajo prometía ser interesante, pero le obligaría a viajar y eso constituía un cierto inconveniente para él que nunca había salido de la ciudad de Oviedo. Tendría que superar ese pequeño problema. El proyecto merecía la pena.
A su regreso al monasterio, fray Dulcidio fue felicitado efusivamente por el padre abad y por el resto de monjes, que le desearon toda suerte de parabienes y de éxito en su nueva empresa. El padre abad puso a su disposición todos los medios de que disponía, entre otros el mejor de los amanuenses del scriptorium. A partir de ese momento, ambos dedicarían la mayor parte de su tiempo y esfuerzo a ejecutar el proyecto del rey. Era un gran honor para el monasterio poder servir directamente a Su Majestad.
Mañana mismo comenzarás tu trabajo, fray Dulcidio.
Sí, padre. Lo primero que haré será diseñar un esquema general de la obra. Para ello ya me ha dado algunas ideas Su Majestad el rey. Luego buscaré en la biblioteca todo el material que me pueda servir al efecto. Así sabré con lo que cuento. También tendré que acudir al archivo de la catedral, pues supongo que allí habrá documentos que aquí no tenemos.
Me parece muy bien, hijo. Consulta todo lo que necesites.
Así lo haré, padre abad, pero no será suficiente con lo que pueda hallar aquí y en la catedral. Tendré que consultar también el archivo del palacio real y, según lo que encuentre allí, mucho me temo que tendré que viajar a Toledo para consultar los archivos que hay en aquella ciudad.
¿Tan lejos tendrás que ir?
Sí, padre. Me temo que sí. El rey me ha encargado que comience la crónica con el reinado de Wamba y sus sucesores y mucho me temo que en Oviedo no haya ningún documento de esos reinados o, si los hay, serán muy escasos.
No te preocupes, hijo. Irás donde haga falta. No podemos decepcionar al rey.
Sí, padre. No le quepa la más mínima duda a vuestra reverencia que el rey será completamente complacido.
Dos meses más tarde fray Dulcidio había recopilado todo el material que iba a necesitar para llevar a cabo la magna obra encomendada por el rey. No obstante, como él mismo había presentido, apenas había datos en Oviedo sobre el reinado de los reyes visigodos. No le quedaba más alternativa que acudir a la ciudad de Toledo si quería completar su obra. Allí estaba seguro de encontrar los documentos que le faltaban.
Padre abad, vengo a solicitar de vuestra reverencia permiso para viajar hasta Toledo. He reunido todos los documentos y archivos que hay en Oviedo para realizar la obra, pero me falta todo lo relativo al reinado de los reyes visigodos. No tengo más alternativa que desplazarme a Toledo para conseguirlos.
Bien, hijo, si no hay más remedio, irás a Toledo. ¿Y cuándo piensas partir?
Mañana mismo, padre, si vuestra reverencia me lo permite.
Bien, quedas autorizado por mi parte. Haz lo que debas hacer, hijo mío, pues estás prestando un gran servicio al rey. ¿Necesitas algo más?
Tan sólo que me autorice a llevarme al amanuense Afrodisio. Me será de gran ayuda para transcribir esta gran obra.
Puedes contar con él, hijo mío.
Gracias, padre. Ahora dadme vuestra bendición.
Vete con Dios, hijo mío. Que Él y el santo Ángel de la Guarda te guíen por el buen camino.
Fray Dulcidio besó la mano del padre abad en señal de respeto y se retiró a su celda para preparar el largo viaje que estaba a punto de emprender.


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