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La imperial Toledo se hallaba
ubicada en lo alto de la colina que le da asiento. Como un águila
sobre una roca sobresalía en lo más alto el palacio romano. Desde
sus almenas se podía contemplar todo lo que circundaba la ciudad en
más de seis leguas a la redonda. También se podía ver al pie de la
colina el Tajo, majestuoso y profundo, en la hoz que describe a su
alrededor. Un centinela observaba desde lo más alto de la torre el
lento ascenso de dos exhaustos viajeros que se acercaban con gran
esfuerzo a la puerta de entrada. Poco más tarde el centinela que se
hallaba en ésta les daba paso después de que se hubieron
identificado.
Fray Dulcidio y Afrodisio, que
no otros eran los viajeros exhaustos que acababan de llegar a la
ciudad, comenzaron a deambular por las intrincadas calles de la que
otrora fuera la capital del Imperio visigodo. No tardaron en dar
vista a la catedral y junto a ella al palacio arzobispal, sede del
Primado de España, como así lo había determinado el rey Leovigildo
en los momentos de mayor esplendor del reino visigodo. No obstante,
en el momento que nos ocupa su poder había decaído al hallarse la
ciudad bajo el sometimiento de los árabes.
Fray Dulcidio y su amanuense
se acercaron al palacio arzobispal para comunicar al arzobispo su
misión y solicitar de él su permiso para consultar todos los
documentos que encerrara el archivo catedralicio. El monje esperaba
completar con ellos todo el material que necesitaba para escribir la
Crónica de los reyes visigodos que el rey le había encomendado.
El portero del palacio
arzobispal hizo pasar a los recién llegados a una dependencia del
mismo, que podía funcionar como una especie de sala de espera o de
albergue de todos los que llegaban allí con intención de
entrevistarse con el arzobispo. Cuando nuestros amigos se pudieron
acostumbrar a la oscuridad que reinaba en el recinto, distinguieron
en uno de sus rincones a dos hombres que parecían portar también
hábito de monjes. Fray Dulcidio quiso interesarse por su presencia
allí.
—¿Sois monjes?
—Pues claro que lo somos.
¿No se nota?
—¿De dónde venís si no os
molesta decírnoslo?
—Del reino de Navarra. ¿Y
se puede saber de dónde venís vosotros?
—Nosotros venimos de Oviedo.
Supongo que estaréis esperando a ser recibidos por el arzobispo,
¿no?
—¿A ti que te parece?
Llevamos ocho días aquí y tan sólo se acuerdan de nosotros para
traernos algún mendrugo de pan de vez en cuando o algún que otro
refrigerio.
—¿Tanto tiempo lleváis
esperando?
—Y el que nos queda. Cuentan
que ha habido alguno que se ha pasado aquí meses antes de ser
recibido por el señor arzobispo.
—Pues yo no estoy dispuesto
a pasar aquí tanto tiempo.
—Ni tú ni nadie está
dispuesto, pero aquí manda quien manda, así que tendrás que
esperar todo el tiempo que él quiera.
—¡Vaya panorama! Después
del largo viaje que hemos realizado, tener que perder aquí el tiempo
de esta manera no puede ser. Tengo que hacer algo para ser recibido
por el arzobispo. Mi misión es demasiado importante como para
desperdiciar meses enteros.
Los dos monjes navarros se
rieron de lo que ellos consideraron simplicidad de fray Dulcidio. No
tardaría en cambiar de parecer. El arzobispo de Toledo no
acostumbraba a recibir a ningún mensajero sin haberle hecho esperar
antes el tiempo prudencial, que casi nunca solía ser inferior a un
mes. Pero el monje asturiano no se arredró. Cuando horas más tarde
se acercó por allí uno de los sirvientes del arzobispo para
entregarles unos mendrugos de pan, fray Dulcidio aprovechó la
ocasión para recordarle el objeto de su viaje a Toledo y la
importancia de entrevistarse inmediatamente con el prelado. Le mostró
las credenciales que llevaba no sólo del abad del monasterio, sino
también del propio rey don Alfonso. El sirviente le dijo que haría
lo que pudiera, pero que no le prometía nada. Fueron transcurriendo
los días hasta que al cabo de una semana un nuevo sirviente con un
porte más distinguido que el que les suministraba los refrigerios
diarios se personó en el habitáculo.
—¿Fray Dulcidio? —preguntó
al abrir la puerta.
—Servidor —contestó el
aludido.
—Sígueme, por favor.
Pocos minutos después fray
Dulcidio se hallaba en presencia del arzobispo de Toledo. El adusto
prelado lo esperaba en su despacho con cara de pocos amigos. Estaba
cansado de oír las súplicas del monje benedictino.
—¿Qué se te ofrece,
hermano?
—Eminencia —fray Dulcidio
se arrodilló ante el arzobispo para besarle el anillo que éste le
ofrecía—, vengo desde Oviedo con un encargo de Su Majestad el rey
don Alfonso.
—¿Y qué se le ofrece ahora
al rey don Alfonso? Lleva muchos años sin acordarse de nosotros.
Para ser exactos, desde el Concilio de Oviedo.
El arzobispo no olvidaba aquel
concilio en el que había sido derrotado y en el que se había
impuesto la doctrina de Roma frente a la que él defendía y
predicaba. Aparte, su autoridad y su prestigio habían quedado
mermados en favor de la Iglesia de Oviedo, que quería suplantar su
autoridad.
—Don Alfonso me ha encargado
la redacción de la Crónica de los reyes visigodos. Para llevarla a
cabo necesito consultar los archivos diocesanos que tenéis aquí.
Éste es el motivo de mi viaje a Toledo y de mi entrevista con su
Eminencia. Solicito de vuestra magnanimidad permiso para consultar
cuantos documentos haya en el archivo que me puedan ayudar a realizar
la obra encomendada.
—¿Y quién te ha dicho que
te vaya a conceder ese permiso?
—Nadie, Eminencia. Todos los
pasos que estoy dando, incluido éste, son de mi propia iniciativa.
Hasta ahora lo único que me han encomendado es escribir la crónica,
pero me han dado entera libertad para hacerlo.
—Siendo así, te concederé
permiso para que consultes mis archivos, pero no por tu rey, que no
se lo merece, sino por el bien de la humanidad.
—Gracias, Eminencia. Le
quedaré eternamente agradecido.
Fray Dulcidio volvió a besar
respetuosamente el anillo que el obispo le ofrecía.
—Puedes retirarte.
El arzobispo llamó a su
sirviente para que acompañara al monje hasta el archivo diocesano.
Cuando se aproximaban al antro en donde había permanecido la última
semana, fray Dulcidio pidió al sirviente que le permitiera recoger a
Afrodisio para que le ayudara en su trabajo.
—Afrodisio, vamos, que el
trabajo nos espera.
—¡Vaya! Parece que tienes
buenos padrinos —comentó uno de los monjes navarros—. Nosotros
llevamos más de dos semanas aquí sin ser recibidos y tú nada más
llegar ya has besado el santo. ¿Por qué no nos recomiendas a tu
protector?
Fray Dulcidio empujó
suavemente a su amanuense para que abandonara el lugar. Luego el
sirviente del obispo cerró la puerta tras de sí. Los dos monjes
navarros se quedaron boquiabiertos ante la rapidez con la que había
sido recibido el monje asturiano por el prelado toledano.
Más
de un año permanecieron fray Dulcidio y Afrodisio recopilando datos
sobre el reinado de los visigodos desde Wamba hasta don Rodrigo. El
monje se quemaba las cejas por escudriñar todos los documentos que
albergaba el archivo diocesano, que no eran pocos. Solía dedicar
quince o dieciséis horas al día a ese menester. Cualquier pergamino
por insignificante que pareciera era minuciosamente examinado y
descifrado su contenido. Cuando hallaba algo digno de aprovechar para
su trabajo, se lo daba a Afrodisio para que lo copiara. Así un día
tras otro y un mes tras otro durante algo más de catorce meses que
llevaban encerrados en los archivos catedralicios de la capital
imperial. Apenas les quedaba tiempo para comer y descansar. Fray
Dulcidio se había propuesto permanecer en Toledo el tiempo
imprescindible, pero eran tantos los documentos que allí había para
consultar, que a veces pensaba que tendría que pasarse media vida en
aquella ciudad.
—¿Has terminado ya con el
reinado de Witiza?
—Casi he terminado, maestro.
Me falta por copiar estos dos documentos.
—Mira a ver si puedes darte
un poco más de prisa, Afrodisio. Deberíamos regresar a Oviedo antes
del otoño y sólo faltan dos meses. Si es preciso, abrevia los
textos.
—Así lo haré.
—No te olvides que aún nos
queda por trasladar todo lo relativo al rey don Rodrigo, aunque sobre
éste hay mucha menos documentación por no haber acabado su reinado.
—Si trabajamos una hora más
al día, maestro, es posible que podamos irnos en la fecha fijada.
—Bien, si es necesario, lo
haremos. Llevamos ya demasiado tiempo aquí y estoy echando en falta
el clima de nuestra querida ciudad de Oviedo. Ya estoy cansado de
estos rigores, sobre todo estos veranos tan calurosos. Suerte que
aquí en el archivo se está bastante fresco.
—Sí, maestro, en eso
tenemos mucha suerte. Hace unos días, cuando tuve que salir a buscar
los pergaminos que necesitaba para seguir con el trabajo, creí que
me asfixiaba. Anduve recorriendo varias calles para encontrarlos sin
éxito. Tuve que acercarme hasta la plaza Zocodover para
conseguirlos. Nunca en mi vida había pasado tanto calor. Y eso que
en la mayor parte de las calles no entra el sol, sobre todo en sus
callejones, que si entrara, se derretirían hasta las piedras.
—Precisamente por eso son
tan estrechas las calles de Toledo y las casas tan altas. Con ese
tipo de construcción consiguen que el sol no penetre en ellas y que
se pueda transitar por las mismas sin sentir apenas sus rigores.
—Pues menos mal, porque este
calor no hay quien lo aguante.
—Ese tipo de arquitectura es
una de las aportaciones de los árabes. Y ahora vamos a dejarnos de
charlas inútiles, que tenemos mucho trabajo por delante.
Como había previsto fray
Dulcidio, poco después de iniciado el otoño dieron fin al prolijo
trabajo de investigación y recopilación que los había llevado a
Toledo. Un día de comienzos de octubre pusieron rumbo a Oviedo y
comenzaron a desandar el largo camino que los había conducido hasta
allí diecisiete meses antes.
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