miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 17



                                                                17


La imperial Toledo se hallaba ubicada en lo alto de la colina que le da asiento. Como un águila sobre una roca sobresalía en lo más alto el palacio romano. Desde sus almenas se podía contemplar todo lo que circundaba la ciudad en más de seis leguas a la redonda. También se podía ver al pie de la colina el Tajo, majestuoso y profundo, en la hoz que describe a su alrededor. Un centinela observaba desde lo más alto de la torre el lento ascenso de dos exhaustos viajeros que se acercaban con gran esfuerzo a la puerta de entrada. Poco más tarde el centinela que se hallaba en ésta les daba paso después de que se hubieron identificado.
Fray Dulcidio y Afrodisio, que no otros eran los viajeros exhaustos que acababan de llegar a la ciudad, comenzaron a deambular por las intrincadas calles de la que otrora fuera la capital del Imperio visigodo. No tardaron en dar vista a la catedral y junto a ella al palacio arzobispal, sede del Primado de España, como así lo había determinado el rey Leovigildo en los momentos de mayor esplendor del reino visigodo. No obstante, en el momento que nos ocupa su poder había decaído al hallarse la ciudad bajo el sometimiento de los árabes.
Fray Dulcidio y su amanuense se acercaron al palacio arzobispal para comunicar al arzobispo su misión y solicitar de él su permiso para consultar todos los documentos que encerrara el archivo catedralicio. El monje esperaba completar con ellos todo el material que necesitaba para escribir la Crónica de los reyes visigodos que el rey le había encomendado.
El portero del palacio arzobispal hizo pasar a los recién llegados a una dependencia del mismo, que podía funcionar como una especie de sala de espera o de albergue de todos los que llegaban allí con intención de entrevistarse con el arzobispo. Cuando nuestros amigos se pudieron acostumbrar a la oscuridad que reinaba en el recinto, distinguieron en uno de sus rincones a dos hombres que parecían portar también hábito de monjes. Fray Dulcidio quiso interesarse por su presencia allí.
¿Sois monjes?
Pues claro que lo somos. ¿No se nota?
¿De dónde venís si no os molesta decírnoslo?
Del reino de Navarra. ¿Y se puede saber de dónde venís vosotros?
Nosotros venimos de Oviedo. Supongo que estaréis esperando a ser recibidos por el arzobispo, ¿no?
¿A ti que te parece? Llevamos ocho días aquí y tan sólo se acuerdan de nosotros para traernos algún mendrugo de pan de vez en cuando o algún que otro refrigerio.
¿Tanto tiempo lleváis esperando?
Y el que nos queda. Cuentan que ha habido alguno que se ha pasado aquí meses antes de ser recibido por el señor arzobispo.
Pues yo no estoy dispuesto a pasar aquí tanto tiempo.
Ni tú ni nadie está dispuesto, pero aquí manda quien manda, así que tendrás que esperar todo el tiempo que él quiera.
¡Vaya panorama! Después del largo viaje que hemos realizado, tener que perder aquí el tiempo de esta manera no puede ser. Tengo que hacer algo para ser recibido por el arzobispo. Mi misión es demasiado importante como para desperdiciar meses enteros.
Los dos monjes navarros se rieron de lo que ellos consideraron simplicidad de fray Dulcidio. No tardaría en cambiar de parecer. El arzobispo de Toledo no acostumbraba a recibir a ningún mensajero sin haberle hecho esperar antes el tiempo prudencial, que casi nunca solía ser inferior a un mes. Pero el monje asturiano no se arredró. Cuando horas más tarde se acercó por allí uno de los sirvientes del arzobispo para entregarles unos mendrugos de pan, fray Dulcidio aprovechó la ocasión para recordarle el objeto de su viaje a Toledo y la importancia de entrevistarse inmediatamente con el prelado. Le mostró las credenciales que llevaba no sólo del abad del monasterio, sino también del propio rey don Alfonso. El sirviente le dijo que haría lo que pudiera, pero que no le prometía nada. Fueron transcurriendo los días hasta que al cabo de una semana un nuevo sirviente con un porte más distinguido que el que les suministraba los refrigerios diarios se personó en el habitáculo.
¿Fray Dulcidio? —preguntó al abrir la puerta.
Servidor —contestó el aludido.
Sígueme, por favor.
Pocos minutos después fray Dulcidio se hallaba en presencia del arzobispo de Toledo. El adusto prelado lo esperaba en su despacho con cara de pocos amigos. Estaba cansado de oír las súplicas del monje benedictino.
¿Qué se te ofrece, hermano?
Eminencia —fray Dulcidio se arrodilló ante el arzobispo para besarle el anillo que éste le ofrecía—, vengo desde Oviedo con un encargo de Su Majestad el rey don Alfonso.
¿Y qué se le ofrece ahora al rey don Alfonso? Lleva muchos años sin acordarse de nosotros. Para ser exactos, desde el Concilio de Oviedo.
El arzobispo no olvidaba aquel concilio en el que había sido derrotado y en el que se había impuesto la doctrina de Roma frente a la que él defendía y predicaba. Aparte, su autoridad y su prestigio habían quedado mermados en favor de la Iglesia de Oviedo, que quería suplantar su autoridad.
Don Alfonso me ha encargado la redacción de la Crónica de los reyes visigodos. Para llevarla a cabo necesito consultar los archivos diocesanos que tenéis aquí. Éste es el motivo de mi viaje a Toledo y de mi entrevista con su Eminencia. Solicito de vuestra magnanimidad permiso para consultar cuantos documentos haya en el archivo que me puedan ayudar a realizar la obra encomendada.
¿Y quién te ha dicho que te vaya a conceder ese permiso?
Nadie, Eminencia. Todos los pasos que estoy dando, incluido éste, son de mi propia iniciativa. Hasta ahora lo único que me han encomendado es escribir la crónica, pero me han dado entera libertad para hacerlo.
Siendo así, te concederé permiso para que consultes mis archivos, pero no por tu rey, que no se lo merece, sino por el bien de la humanidad.
Gracias, Eminencia. Le quedaré eternamente agradecido.
Fray Dulcidio volvió a besar respetuosamente el anillo que el obispo le ofrecía.
Puedes retirarte.
El arzobispo llamó a su sirviente para que acompañara al monje hasta el archivo diocesano. Cuando se aproximaban al antro en donde había permanecido la última semana, fray Dulcidio pidió al sirviente que le permitiera recoger a Afrodisio para que le ayudara en su trabajo.
Afrodisio, vamos, que el trabajo nos espera.
¡Vaya! Parece que tienes buenos padrinos —comentó uno de los monjes navarros—. Nosotros llevamos más de dos semanas aquí sin ser recibidos y tú nada más llegar ya has besado el santo. ¿Por qué no nos recomiendas a tu protector?
Fray Dulcidio empujó suavemente a su amanuense para que abandonara el lugar. Luego el sirviente del obispo cerró la puerta tras de sí. Los dos monjes navarros se quedaron boquiabiertos ante la rapidez con la que había sido recibido el monje asturiano por el prelado toledano.

Más de un año permanecieron fray Dulcidio y Afrodisio recopilando datos sobre el reinado de los visigodos desde Wamba hasta don Rodrigo. El monje se quemaba las cejas por escudriñar todos los documentos que albergaba el archivo diocesano, que no eran pocos. Solía dedicar quince o dieciséis horas al día a ese menester. Cualquier pergamino por insignificante que pareciera era minuciosamente examinado y descifrado su contenido. Cuando hallaba algo digno de aprovechar para su trabajo, se lo daba a Afrodisio para que lo copiara. Así un día tras otro y un mes tras otro durante algo más de catorce meses que llevaban encerrados en los archivos catedralicios de la capital imperial. Apenas les quedaba tiempo para comer y descansar. Fray Dulcidio se había propuesto permanecer en Toledo el tiempo imprescindible, pero eran tantos los documentos que allí había para consultar, que a veces pensaba que tendría que pasarse media vida en aquella ciudad.
¿Has terminado ya con el reinado de Witiza?
Casi he terminado, maestro. Me falta por copiar estos dos documentos.
Mira a ver si puedes darte un poco más de prisa, Afrodisio. Deberíamos regresar a Oviedo antes del otoño y sólo faltan dos meses. Si es preciso, abrevia los textos.
Así lo haré.
No te olvides que aún nos queda por trasladar todo lo relativo al rey don Rodrigo, aunque sobre éste hay mucha menos documentación por no haber acabado su reinado.
Si trabajamos una hora más al día, maestro, es posible que podamos irnos en la fecha fijada.
Bien, si es necesario, lo haremos. Llevamos ya demasiado tiempo aquí y estoy echando en falta el clima de nuestra querida ciudad de Oviedo. Ya estoy cansado de estos rigores, sobre todo estos veranos tan calurosos. Suerte que aquí en el archivo se está bastante fresco.
Sí, maestro, en eso tenemos mucha suerte. Hace unos días, cuando tuve que salir a buscar los pergaminos que necesitaba para seguir con el trabajo, creí que me asfixiaba. Anduve recorriendo varias calles para encontrarlos sin éxito. Tuve que acercarme hasta la plaza Zocodover para conseguirlos. Nunca en mi vida había pasado tanto calor. Y eso que en la mayor parte de las calles no entra el sol, sobre todo en sus callejones, que si entrara, se derretirían hasta las piedras.
Precisamente por eso son tan estrechas las calles de Toledo y las casas tan altas. Con ese tipo de construcción consiguen que el sol no penetre en ellas y que se pueda transitar por las mismas sin sentir apenas sus rigores.
Pues menos mal, porque este calor no hay quien lo aguante.
Ese tipo de arquitectura es una de las aportaciones de los árabes. Y ahora vamos a dejarnos de charlas inútiles, que tenemos mucho trabajo por delante.
Como había previsto fray Dulcidio, poco después de iniciado el otoño dieron fin al prolijo trabajo de investigación y recopilación que los había llevado a Toledo. Un día de comienzos de octubre pusieron rumbo a Oviedo y comenzaron a desandar el largo camino que los había conducido hasta allí diecisiete meses antes.


No hay comentarios:

Publicar un comentario