jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 8



                                                                  8



Una espléndida mañana del mes de julio del año 941 don Diego Muñoz y su esposa doña Tegridia avanzaban despacio, él sobre su caballo y ella en una litera a lomos de una mula, por la apacible vereda que conducía al monasterio de San Román de Entrempeñas. El agua cristalina del arroyo que discurría a sus pies se deslizaba suavemente unas veces o se precipitaba violentamente otras entre los pedruscos que obstruían de cuando en cuando su cauce o para salvar los desniveles del terreno que de trecho en trecho había. El frescor de la sombra que producían los enhiestos chopos que circundaban el cauce del riachuelo y la vereda mitigaban los rigores estivales que se dejaban sentir en el angosto valle. El dulce trino de los pajarillos que por allí abundaban alegraba aún más la fatigosa marcha.
Sosegaos, señora. Ya falta poco para llegar.
Faltará poco, pero yo ya estoy cansada. ¡Vaya sitio donde se os ocurrió construir el monasterio!
No se me ocurrió a mí, señora. Ya hace muchos años que existía aquí un pequeño cenobio de monjes. Yo tan sólo he querido ampliarlo y mejorarlo.
Pues podíais haber elegido un lugar de más fácil acceso.
Claro que podía haber elegido otro lugar, pero éste era el que reunía mejores condiciones. Está situado en un paraje de difícil acceso, al abrigo de estas altas montañas que lo resguardan de los fríos vientos del norte y en este pequeño vergel profuso en agua y vegetación. ¿Qué más queréis?
La ilustre pareja avanzaba despacio por la verde vereda. El sol se infiltraba por entre el frondoso follaje rompiendo aquí y allá la tupida sombra. Algo más adelante la copiosa vegetación apenas permitía el paso de las cabalgaduras. Poco después se aclaraba para dejar entrever al fondo la robusta silueta del monasterio.
Mirad, señora, allá al fondo ya se descubren los fuertes muros del monasterio. Como veis, ya hemos llegado a nuestro destino.
¡Gracias a Dios! Estaba pensando que no íbamos a llegar nunca. Ya tengo ganas de apearme. Me duelen todos los huesos.
Eso es porque estáis acostumbrada a una vida demasiado relajada. Si salierais más, no os pasaría eso.
Claro. Debería pasarme todo el día por el campo como vos, ¿no? Dejadme tranquila en mis aposentos, que es donde más a gusto estoy.
Vuestra comodidad os traerá malas consecuencias. Deberíais hacer más ejercicio y andar más al aire libre.
Sí, para ponerme tan morena como esas ennegrecidas aldeanas, que antes de los veinte años ya aparentan más de cincuenta. ¿Eso es lo que queréis para mí?
No seáis tan suspicaz, señora. Tan sólo quiero para vos lo mejor.
En esos momentos llegaban a las puertas del monasterio. El hermano portero salió a recibirlos con grandes muestras de cortesía.
Bienvenidas sean vuestras excelencias —se apresuró a ayudar a la condesa a apearse de su litera.
Gracias, hermano. Ya tenía ganas de apoyar los pies en el suelo. ¡Qué largo se me ha hecho este trayecto!
¡Pero si no llega a una legua! —comentó el conde.
No llegará a una legua, pero a mí se me ha hecho eterno. ¿Y lo que recorrimos ayer?
Lo de ayer ya es agua pasada —ironizó el conde.
Será agua pasada para vos, para mí no.
Andad, andad, señora. Dejaos de tantos lamentos y vamos a entrar, que el abad nos estará esperando.
En efecto. El abad dom Licinio hacía rato que los esperaba para inaugurar las reformas y confirmar las donaciones que los condes le iban a hacer. El primer acto fue la celebración de la Santa Misa, que concelebró el abad con el prior y el padre mayordomo del monasterio. Los condes presidieron el acto litúrgico desde el palco de honor, situado en el propio presbiterio al lado del Evangelio y reservado al efecto exclusivamente para ellos. Tan sólo podían ser desplazados por los reyes si alguna vez se dignaban honrar con su presencia aquel lugar. Nadie más, ni siquiera el abad, podía ocupar el palco, que en ausencia de los condes permanecía siempre vacío.
Terminado el acto litúrgico, el abad ofreció una colación a los condes en el refectorio del monasterio. Aquel día, en honor a sus ilustres huéspedes, el almuerzo se distinguió con algunos platos más suculentos que los de costumbre, entre los que destacó alguna vianda que pocas veces acostumbraba a verse en aquel refectorio. Cuando llegaron los postres, el conde y su esposa firmaron el diploma por el que donaban al monasterio los terrenos donde se hallaba construido y todas sus heredades. También le hicieron donación de varias iglesias de la comarca con todos los beneficios que éstas podían reportar.
Espero, padre abad, que con estas donaciones el monasterio tenga los suficientes recursos para mantener a toda la comunidad.
Podéis estar seguro, excelencia, que los tendrá. El monasterio en general y este humilde abad en particular os quedan eternamente agradecidos por vuestra magnanimidad. ¡Que Dios todo misericordioso os lo premie con generosidad en el cielo!
Que así lo haga y mientras tanto vos y vuestra comunidad rezaréis por la salvación de nuestra alma.
Así lo haremos, excelencia. Tanto vos como vuestra ilustre esposa estaréis siempre presentes en nuestras oraciones.
Los condes dieron por finalizado el acto para retirarse a descansar al castillo que tenían en las inmediaciones del monasterio, ubicado en lo alto de una peña desde la que se dominaba toda la comarca, como el águila a la que nada pasa desapercibido desde la altitud de su vuelo o desde la cima donde anida.
¿Pero dónde habéis construido ese maldito castillo, señor?
Ahí arriba, en lo alto de esa peña.
¿No pudisteis construirlo en el llano?
Señora, ¿y cómo podríamos resistir allí los ataques de nuestros enemigos o advertir su llegada mucho antes de que nos atacaran?
¡Ay, no lo sé, señor! Esas cosas no están al alcance de mi cabeza. Pero lo que sí está es esta maldita pendiente, que va a acabar con mi vida.
No seáis tan quejica, señora, que no habéis hecho otra cosa que quejaros desde que salimos de Saldaña.
¡Ay, señor, y cómo la echo en falta!
¡Bah, bah, señora! Un poco de ejercicio no os irá mal.
Sí, sí. Lo que queréis es acabar conmigo.
Naturalmente. Por eso os he traído hasta aquí. Señora, no desvariéis para satisfacer vuestro egoísmo y vuestra comodidad. Mirad, tan sólo nos queda esa vuelta que veis ahí y otra más para llegar ante sus murallas. Otro pequeño esfuerzo y estaremos dentro de él.
A mí ya no me quedan fuerzas para subir más. Me parece que me voy a quedar aquí mismo.
Si lo hacéis, no pienso bajarme a ayudaros ni permitiré que nadie os socorra. Debéis aguantar hasta el castillo.
Dicho esto el conde espoleó su cabalgadura, que dio dos o tres resoplidos antes de acelerar un poco su marcha. La pendiente era bastante pronunciada y la senda estaba excavada en la roca viva, lo que dificultaba aún más el avance de las bestias. Con un esfuerzo más pudieron llegar al puente del castillo, que no tardaron en extenderlo y abrir sus puertas al percatarse los centinelas de su presencia.
La condesa se dejó caer en el lecho nada más llegar a su alcoba. Dio orden de que no la molestaran y ni siquiera se levantó para la cena. Dijo que se encontraba algo indispuesta como excusa para no abandonar la cama. Deseaba descansar y dormir durante horas para resarcirse del penoso viaje que había tenido que realizar para llegar hasta allí. Ya tendría tiempo de recorrer el castillo y admirar sus vistas durante los días que permanecieran en él. En aquel momento lo único que deseaba era tranquilidad y reposo.
Don Diego Muñoz había decidido pasar en el castillo de Entrepeñas la mayor parte del verano. Era un lugar bastante fresco que ayudaba a soportar los rigores estivales. Además, allí podía ejercitar su deporte favorito, la caza. Había buenos ejemplares de ciervos y gamos por entre aquellas montañas. Tampoco faltaban los conejos, las liebres, las tórtolas y las perdices coloradas. Todo un placer para el amante de la cetrería o de la caza con arco. No pensaba renunciar a tantas horas de satisfacción y de dicha como el verano le deparaba. Tendría que soportar las impertinencias y las quejas de su mujer. Pero todo sería por la causa.
Aún no hacía dos semanas que había llegado al castillo cuando se presentó ante él un mensajero del conde de Castilla. Llegaba sudoroso por el agotador viaje realizado. El conde ordenó que lo condujeran ante su presencia.
Excelencia, el conde don Fernán quiere hablar con vos.
¿Para qué quiere hablar conmigo?
No lo sé, señor. Sólo sé que quiere deciros algo de la máxima gravedad y urgencia. Me ha pedido que os acompañe si estáis dispuesto a partir inmediatamente.
Bueno, eso lo tengo que pensar. De momento me gustaría pasar aquí todo el mes de julio. Necesito un descanso y quisiera tomármelo por completo. Luego ya decidiré si acudo o no a la invitación de tu señor.
Le repito, excelencia, que el asunto es de la máxima gravedad. A don Fernán no le gustaría que os demoraseis, señor.
Bien, te repito que me lo pensaré. De momento podéis regresar sin mí. Si decido ir, ya me las arreglaré por mi cuenta. Ah, antes de partir, dime, ¿dónde se celebraría el encuentro en caso de producirse?
En su castillo de Lara, señor.
De acuerdo. Le dices a tu señor que acudiré, pero me tomaré mi tiempo. No me gusta que me apremien.
El mensajero partió de inmediato para el castillo de Lara donde aguardaba su señor. Entretanto don Diego permaneció pensativo en su castillo. «¿Qué demonios tramará ahora Fernán con tantas prisas? Me gustaría saberlo, pero no por ello voy a dejar de disfrutar unos días más de mi estancia aquí. Por urgente que sea tendrá espera. Yo también necesito con urgencia un descanso que creo tengo bien merecido. Fernán siempre se ha caracterizado por su impaciencia».
A finales de julio y muy a su pesar, don Diego partió con su esposa para el castillo de Saldaña. Ella iba encantada de la vida, en tanto que el conde dejaba atrás su mejor pasatiempo y regresaba con el corazón partido. Pero el deber manda y su deber era acudir a la cita que había acordado con el conde de Castilla. Acomodada doña Tegridia en el castillo de Saldaña y después de un par de días de descano, don Diego partió para tierras burgalesas. Para llegar a Castilla tenía que atravesar el territorio del condado de Monzón, recién creado por el rey Ramiro II, que no le hizo ninguna gracia. En primer lugar, porque tenía que pisar tierras de otro señor al que no le había solicitado permiso para hacerlo, lo que podía ser motivo de provocación para su dueño. Y en segundo lugar, porque el rey había interpuesto aquel obstáculo entre su condado y el de Castilla intencionadamente para frenar su expansión y para dificultar su encuentro. Pero él estaba acostumbrado a atravesar aquellas tierras sin ningún impedimento, por lo que no iba a parar ahora en pequeñeces para hacerlo.
Llegó a tierras de Lara sin ningún contratiempo. Lo que agradeció en el fondo de su corazón. Una vez allí, se dirigió al castillo de Fernán González, ubicado en lo más alto del Picón de Lara, donde fue recibido inmediatamente por su amigo el conde de Castilla, que hacía días que lo esperaba.
¿Cómo has tardado tanto? —le espetó de sopetón don Fernán a modo de saludo—. Hacía días que esperaba tu visita.
Lo sé, Fernán, pero necesitaba un descanso. Siento no haber podido venir antes. Tú dirás qué es eso tan urgente que me tienes que decir.
Ponte cómodo, querido amigo. Tenemos mucho de qué hablar y con calma.
Los dos condes se estrecharon sus manos al tiempo que tomaban asiento en sendos sillones de madera tallada.
Bien, ¿tú dirás, Fernán, qué es eso de lo que tenemos que hablar?
Como sabes, mi buen amigo, don Ramiro ha creado el condado de Monzón y lo ha intercalado intencionadamente entre nuestros condados. ¿Ya te puedes imaginar para qué?
Hombre, de entrada para ponernos obstáculos en la libre circulación entre nuestros territorios. ¿Acaso piensas que he sentido un gran placer en este viaje al tener que cruzar un territorio que no es el nuestro y además sin permiso?
Pienso que no. Yo al menos no lo habría sentido y además te sugiero que tomes precauciones si piensas seguir cruzándolo sin permiso. No creo que Ansur Fernández lo tome a bien si se entera.
Pues tendré que correr el riesgo al menos esta vez. No pienso dar un rodeo por las montañas cántabras para regresar a mi casa.
De momento no conviene que lo provoquemos. Ya sabes que está de parte del rey. Nos conviene disimular y tramar las cosas con tranquilidad y calma.
El día era bastante caluroso, aunque en el interior del castillo la temperatura era muy agradable. Los gruesos muros impedían que el calor exterior penetrara en su interior. Era mediodía y se acercaba la hora del almuerzo. El anfitrión invitó a su huésped a que compartiera con él su mesa. La charla continuó a lo largo del banquete.
Dime, Fernán, ¿qué es lo que piensas tramar?
Don Fernán apuró el bocado que tenía en la boca y después de haber degustado un buen vaso de vino de la ribera del Duero, se decidió a abrir su pecho a su amigo.
Mira, Diego. Es obvio que el rey ha puesto un obstáculo entre nosotros y no sólo lo ha puesto para dificultar nuestros encuentros, cosa que es cierta como acabas de comprobar por ti mismo. Ha colocado ese obstáculo entre nosotros principalmente para frenar nuestra expansión. El rey es consciente del auge de nuestros territorios. Se da cuenta que a nuestros condados cada día se les añaden nuevas tierras.
Sobre todo al tuyo, Fernán, que no paras de conquistar nuevos territorios por los cuatro puntos cardinales.
En efecto. Mi condado crece día a día y seguirá creciendo mientras corra un hilo de sangre por mis venas. Por eso no estoy dispuesto a que don Ramiro ponga freno a mis legítimas aspiraciones. Quiero hacer de Castilla un condado grande y libre y considero que la creación del condado de Monzón es un obstáculo para conseguirlo y un agravio muy fuerte para mí.
¿Te he entendido bien, Fernán?
Supongo que sí, pues he sido bastante explícito.
El conde de Saldaña tomó un sorbo de vino y se aclaró la garganta.
¿Insinúas que quieres formar tu propio reino?
Más o menos.
No sé, amigo mío. Me parece que eso son palabras mayores. Yo tampoco acepto de buen grado el nuevo condado de Monzón. Pero de eso a pretender levantarnos contra nuestro propio rey y crear un reino independiente de su propio reino, me parece que es ir demasiado lejos. Deberías pensártelo bien antes de tomar una decisión.
Ya lo tengo bien pensado. Llevo muchos años dándole vueltas al asunto y creo que ha llegado el momento de ponerlo en práctica. Estoy cansado de tener que humillarme ante el rey de León. Estoy cansado de tener que soportar sus leyes tan distintas a las nuestras. Estoy cansado de tener que desplazarme a la corte para dirimir nuestros litigios. Estoy cansado de tener que hacer un esfuerzo para entenderme con ellos, pues ni siquiera hablan nuestra lengua. Estoy cansado de tener que acudir a todos los conflictos bélicos en los que se le antoja participar. Quiero ser independiente. Quiero ser autónomo. Quiero ser libre para tomar mis propias decisiones y hacer en todo momento lo que más le convenga a mi pueblo. Mi querido amigo, creo que ha llegado la hora de declarar la independencia del condado de Castilla. ¡Brindemos por ella!
Don Fernán González levantó su copa en alto invitando a su amigo a hacer lo mismo. Don Diego Muñoz no terminaba de decidirse. Al fin lo hizo, pero con reparos.
Brindo contigo por tu gran proyecto, pero me parece que no es el momento de ponerlo en práctica. Hoy por hoy el condado de Castilla no se puede comparar con el reino de León. Aún tiene mucho que crecer. Además, ¿dónde quedaría yo? ¿En León? ¿En Castilla? ¿O en ninguno de los dos? Amigo mío, tienes que madurar más tu plan y tienes que aclararme mi situación.
Tal vez tengas razón, Diego. Quizás todavía no sea el momento adecuado para llevar a cabo mi plan, pero puedes estar seguro que no lo voy a desechar. Llegará el día en que lo ponga en práctica y entonces no sólo me separaré de León, sino que me enfrentaré a él. Estoy cansado de su supremacía. Pero ahora debemos darle un escarmiento por la afrenta que nos ha hecho.
¿Y qué escarmiento quieres que le demos?
No sé. De momento no se me ocurre nada, pero ya se me ocurrirá.
¿Eso era todo lo que me tenías que decir?
Eso era. ¿Te parece poco?
No, no me parece poco. Me parece demasiado, o demasiado arriesgado. Deberías pensártelo bien antes de tomar una decisión.
Descuida, así lo haré. Te mantendré informado. Y ahora es mejor que regreses a tus feudos, no vayan a descubrir nuestra maquinación. Cuídate y vigila si decides atravesar las tierras de Monzón.
Lo haré, mi querido amigo. Cuídate tú también.
Los condes de Castilla y de Saldaña se despidieron como dos buenos hermanos. Fernán González se quedó en su castillo algo decepcionado, pues hubiera querido una postura más firme en su amigo. Lo encontró un poco dubitativo. Esperaba que con el tiempo tomara partido más abiertamente a su favor. Por lo menos confiaba que no se pasara al bando contrario para denunciarlo.
Diego Muñoz regresaba a Saldaña enfrascado en sus pensamientos. Pensaba que era demasiado arriesgado lo que intentaba hacer su amigo. No estaba seguro de seguir adelante con el proyecto. Podían descubrirlos y eso les podía costar la vida. Lo menos que les podía ocurrir es que los encerraran en una mazmorra para el resto de sus días. Una cosa era oponerse al rey por su decisión de crear el condado de Monzón y otra muy distinta era rebelarse contra él y declarar la independencia. Había que sopesar todas sus consecuencias antes de tomar una decisión.
El conde iba tan abstraído en sus pensamientos, que no se percató de la presencia de unos jinetes que un poco más adelante interceptaban el camino. Uno de los miembros del pequeño séquito que llevaba lo puso en guardia.
Excelencia, ahí delante hay unos hombres que no parecen tener muy buenas intenciones.
El conde levantó la vista para observar el grupo de jinetes que unos metros más adelante les cortaban el paso.
No hagáis nada. Sigamos adelante como si no los hubiéramos visto. Esperemos a ver qué quieren.
Cuando se hallaban a unos pasos de ellos, el que parecía comandar el grupo les echó el alto.
¡Alto! ¿Adónde van vuesas mercedes?
Vamos a mi residencia. Soy el conde de Saldaña.
¿Y no sabéis que esta zona donde estáis es propiedad privada?
Bueno, sí que sabemos que es propiedad privada desde hace unos meses, pero me surgió un imprevisto y tuve que partir con la máxima celeridad. Les prometo que no volveremos a cruzar estas tierras sin permiso de su dueño.
Eso está muy bien, pero ya habéis infringido la ley. Mi deber es deteneros y llevaros ante mi señor. Él es el único que puede decidir si merecéis el perdón o un castigo.
Lo comprendo. Yo en vuestro lugar obraría de la misma manera, pero mi esposa está muy grave y no puedo demorar mi regreso a casa. Uno de estos hombres que me acompaña es un famoso físico del conde de Castilla, al que he ido a buscar para que cure a mi esposa.
No sé si creeros o no.
Sois libre de hacerlo. De todas maneras, ya os he dicho quién soy. Si vuestro señor se siente agraviado por mí, sabe perfectamente dónde me puede encontrar. Es toda la garantía que os puedo dar.
De acuerdo. Os dejaremos el paso libre, pero que sea la última vez que pasáis por estas tierras sin permiso. Ya lo hicisteis ayer en dirección opuesta.
Don Diego se alejó con su séquito del grupo de jinetes algo humillado, pero con la pequeña artimaña que hábilmente había urdido pudo llegar sin más contratiempos a su morada.


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