8
Una espléndida mañana del
mes de julio del año 941 don Diego Muñoz y su esposa doña Tegridia
avanzaban despacio, él sobre su caballo y ella en una litera a lomos
de una mula, por la apacible vereda que conducía al monasterio de
San Román de Entrempeñas. El agua cristalina del arroyo que
discurría a sus pies se deslizaba suavemente unas veces o se
precipitaba violentamente otras entre los pedruscos que obstruían de
cuando en cuando su cauce o para salvar los desniveles del terreno
que de trecho en trecho había. El frescor de la sombra que producían
los enhiestos chopos que circundaban el cauce del riachuelo y la
vereda mitigaban los rigores estivales que se dejaban sentir en el
angosto valle. El dulce trino de los pajarillos que por allí
abundaban alegraba aún más la fatigosa marcha.
—Sosegaos, señora. Ya falta
poco para llegar.
—Faltará poco, pero yo ya
estoy cansada. ¡Vaya sitio donde se os ocurrió construir el
monasterio!
—No se me ocurrió a mí,
señora. Ya hace muchos años que existía aquí un pequeño cenobio
de monjes. Yo tan sólo he querido ampliarlo y mejorarlo.
—Pues podíais haber elegido
un lugar de más fácil acceso.
—Claro que podía haber
elegido otro lugar, pero éste era el que reunía mejores
condiciones. Está situado en un paraje de difícil acceso, al abrigo
de estas altas montañas que lo resguardan de los fríos vientos del
norte y en este pequeño vergel profuso en agua y vegetación. ¿Qué
más queréis?
La ilustre pareja avanzaba
despacio por la verde vereda. El sol se infiltraba por entre el
frondoso follaje rompiendo aquí y allá la tupida sombra. Algo más
adelante la copiosa vegetación apenas permitía el paso de las
cabalgaduras. Poco después se aclaraba para dejar entrever al fondo
la robusta silueta del monasterio.
—Mirad, señora, allá al
fondo ya se descubren los fuertes muros del monasterio. Como veis, ya
hemos llegado a nuestro destino.
—¡Gracias a Dios! Estaba
pensando que no íbamos a llegar nunca. Ya tengo ganas de apearme. Me
duelen todos los huesos.
—Eso es porque estáis
acostumbrada a una vida demasiado relajada. Si salierais más, no os
pasaría eso.
—Claro. Debería pasarme
todo el día por el campo como vos, ¿no? Dejadme tranquila en mis
aposentos, que es donde más a gusto estoy.
—Vuestra comodidad os traerá
malas consecuencias. Deberíais hacer más ejercicio y andar más al
aire libre.
—Sí, para ponerme tan
morena como esas ennegrecidas aldeanas, que antes de los veinte años
ya aparentan más de cincuenta. ¿Eso es lo que queréis para mí?
—No seáis tan suspicaz,
señora. Tan sólo quiero para vos lo mejor.
En esos momentos llegaban a
las puertas del monasterio. El hermano portero salió a recibirlos
con grandes muestras de cortesía.
—Bienvenidas sean vuestras
excelencias —se apresuró a ayudar a la condesa a apearse de su
litera.
—Gracias, hermano. Ya tenía
ganas de apoyar los pies en el suelo. ¡Qué largo se me ha hecho
este trayecto!
—¡Pero si no llega a una
legua! —comentó el conde.
—No llegará a una legua,
pero a mí se me ha hecho eterno. ¿Y lo que recorrimos ayer?
—Lo de ayer ya es agua
pasada —ironizó el conde.
—Será agua pasada para vos,
para mí no.
—Andad, andad, señora.
Dejaos de tantos lamentos y vamos a entrar, que el abad nos estará
esperando.
En efecto. El abad dom Licinio
hacía rato que los esperaba para inaugurar las reformas y confirmar
las donaciones que los condes le iban a hacer. El primer acto fue la
celebración de la Santa Misa, que concelebró el abad con el prior y
el padre mayordomo del monasterio. Los condes presidieron el acto
litúrgico desde el palco de honor, situado en el propio presbiterio
al lado del Evangelio y reservado al efecto exclusivamente para
ellos. Tan sólo podían ser desplazados por los reyes si alguna vez
se dignaban honrar con su presencia aquel lugar. Nadie más, ni
siquiera el abad, podía ocupar el palco, que en ausencia de los
condes permanecía siempre vacío.
Terminado el acto litúrgico,
el abad ofreció una colación a los condes en el refectorio del
monasterio. Aquel día, en honor a sus ilustres huéspedes, el
almuerzo se distinguió con algunos platos más suculentos que los de
costumbre, entre los que destacó alguna vianda que pocas veces
acostumbraba a verse en aquel refectorio. Cuando llegaron los
postres, el conde y su esposa firmaron el diploma por el que donaban
al monasterio los terrenos donde se hallaba construido y todas sus
heredades. También le hicieron donación de varias iglesias de la
comarca con todos los beneficios que éstas podían reportar.
—Espero, padre abad, que con
estas donaciones el monasterio tenga los suficientes recursos para
mantener a toda la comunidad.
—Podéis estar seguro,
excelencia, que los tendrá. El monasterio en general y este humilde
abad en particular os quedan eternamente agradecidos por vuestra
magnanimidad. ¡Que Dios todo misericordioso os lo premie con
generosidad en el cielo!
—Que así lo haga y mientras
tanto vos y vuestra comunidad rezaréis por la salvación de nuestra
alma.
—Así lo haremos,
excelencia. Tanto vos como vuestra ilustre esposa estaréis siempre
presentes en nuestras oraciones.
Los condes dieron por
finalizado el acto para retirarse a descansar al castillo que tenían
en las inmediaciones del monasterio, ubicado en lo alto de una peña
desde la que se dominaba toda la comarca, como el águila a la que
nada pasa desapercibido desde la altitud de su vuelo o desde la cima
donde anida.
—¿Pero dónde habéis
construido ese maldito castillo, señor?
—Ahí arriba, en lo alto de
esa peña.
—¿No pudisteis construirlo
en el llano?
—Señora, ¿y cómo
podríamos resistir allí los ataques de nuestros enemigos o advertir
su llegada mucho antes de que nos atacaran?
—¡Ay, no lo sé, señor!
Esas cosas no están al alcance de mi cabeza. Pero lo que sí está
es esta maldita pendiente, que va a acabar con mi vida.
—No seáis tan quejica,
señora, que no habéis hecho otra cosa que quejaros desde que
salimos de Saldaña.
—¡Ay, señor, y cómo la
echo en falta!
—¡Bah, bah, señora! Un
poco de ejercicio no os irá mal.
—Sí, sí. Lo que queréis
es acabar conmigo.
—Naturalmente. Por eso os he
traído hasta aquí. Señora, no desvariéis para satisfacer vuestro
egoísmo y vuestra comodidad. Mirad, tan sólo nos queda esa vuelta
que veis ahí y otra más para llegar ante sus murallas. Otro pequeño
esfuerzo y estaremos dentro de él.
—A mí ya no me quedan
fuerzas para subir más. Me parece que me voy a quedar aquí mismo.
—Si lo hacéis, no pienso
bajarme a ayudaros ni permitiré que nadie os socorra. Debéis
aguantar hasta el castillo.
Dicho esto el conde espoleó
su cabalgadura, que dio dos o tres resoplidos antes de acelerar un
poco su marcha. La pendiente era bastante pronunciada y la senda
estaba excavada en la roca viva, lo que dificultaba aún más el
avance de las bestias. Con un esfuerzo más pudieron llegar al puente
del castillo, que no tardaron en extenderlo y abrir sus puertas al
percatarse los centinelas de su presencia.
La condesa se dejó caer en el
lecho nada más llegar a su alcoba. Dio orden de que no la molestaran
y ni siquiera se levantó para la cena. Dijo que se encontraba algo
indispuesta como excusa para no abandonar la cama. Deseaba descansar
y dormir durante horas para resarcirse del penoso viaje que había
tenido que realizar para llegar hasta allí. Ya tendría tiempo de
recorrer el castillo y admirar sus vistas durante los días que
permanecieran en él. En aquel momento lo único que deseaba era
tranquilidad y reposo.
Don Diego Muñoz había
decidido pasar en el castillo de Entrepeñas la mayor parte del
verano. Era un lugar bastante fresco que ayudaba a soportar los
rigores estivales. Además, allí podía ejercitar su deporte
favorito, la caza. Había buenos ejemplares de ciervos y gamos por
entre aquellas montañas. Tampoco faltaban los conejos, las liebres,
las tórtolas y las perdices coloradas. Todo un placer para el amante
de la cetrería o de la caza con arco. No pensaba renunciar a tantas
horas de satisfacción y de dicha como el verano le deparaba. Tendría
que soportar las impertinencias y las quejas de su mujer. Pero todo
sería por la causa.
Aún no hacía dos semanas que
había llegado al castillo cuando se presentó ante él un mensajero
del conde de Castilla. Llegaba sudoroso por el agotador viaje
realizado. El conde ordenó que lo condujeran ante su presencia.
—Excelencia, el conde don
Fernán quiere hablar con vos.
—¿Para qué quiere hablar
conmigo?
—No lo sé, señor. Sólo sé
que quiere deciros algo de la máxima gravedad y urgencia. Me ha
pedido que os acompañe si estáis dispuesto a partir inmediatamente.
—Bueno, eso lo tengo que
pensar. De momento me gustaría pasar aquí todo el mes de julio.
Necesito un descanso y quisiera tomármelo por completo. Luego ya
decidiré si acudo o no a la invitación de tu señor.
—Le repito, excelencia, que
el asunto es de la máxima gravedad. A don Fernán no le gustaría
que os demoraseis, señor.
—Bien, te repito que me lo
pensaré. De momento podéis regresar sin mí. Si decido ir, ya me
las arreglaré por mi cuenta. Ah, antes de partir, dime, ¿dónde se
celebraría el encuentro en caso de producirse?
—En su castillo de Lara,
señor.
—De acuerdo. Le dices a tu
señor que acudiré, pero me tomaré mi tiempo. No me gusta que me
apremien.
El mensajero partió de
inmediato para el castillo de Lara donde aguardaba su señor.
Entretanto don Diego permaneció pensativo en su castillo. «¿Qué
demonios tramará ahora Fernán con tantas prisas? Me gustaría
saberlo, pero no por ello voy a dejar de disfrutar unos días más de
mi estancia aquí. Por urgente que sea tendrá espera. Yo también
necesito con urgencia un descanso que creo tengo bien merecido.
Fernán siempre se ha caracterizado por su impaciencia».
A finales de julio y muy a su
pesar, don Diego partió con su esposa para el castillo de Saldaña.
Ella iba encantada de la vida, en tanto que el conde dejaba atrás su
mejor pasatiempo y regresaba con el corazón partido. Pero el deber
manda y su deber era acudir a la cita que había acordado con el
conde de Castilla. Acomodada doña Tegridia en el castillo de Saldaña
y después de un par de días de descano, don Diego partió para
tierras burgalesas. Para llegar a Castilla tenía que atravesar el
territorio del condado de Monzón, recién creado por el rey Ramiro
II, que no le hizo ninguna gracia. En primer lugar, porque tenía que
pisar tierras de otro señor al que no le había solicitado permiso
para hacerlo, lo que podía ser motivo de provocación para su dueño.
Y en segundo lugar, porque el rey había interpuesto aquel obstáculo
entre su condado y el de Castilla intencionadamente para frenar su
expansión y para dificultar su encuentro. Pero él estaba
acostumbrado a atravesar aquellas tierras sin ningún impedimento,
por lo que no iba a parar ahora en pequeñeces para hacerlo.
Llegó a tierras de Lara sin
ningún contratiempo. Lo que agradeció en el fondo de su corazón.
Una vez allí, se dirigió al castillo de Fernán González, ubicado
en lo más alto del Picón de Lara, donde fue recibido inmediatamente
por su amigo el conde de Castilla, que hacía días que lo esperaba.
—¿Cómo has tardado tanto?
—le espetó de sopetón don Fernán a modo de saludo—. Hacía
días que esperaba tu visita.
—Lo sé, Fernán, pero
necesitaba un descanso. Siento no haber podido venir antes. Tú dirás
qué es eso tan urgente que me tienes que decir.
—Ponte cómodo, querido
amigo. Tenemos mucho de qué hablar y con calma.
Los dos condes se estrecharon
sus manos al tiempo que tomaban asiento en sendos sillones de madera
tallada.
—Bien, ¿tú dirás, Fernán,
qué es eso de lo que tenemos que hablar?
—Como sabes, mi buen amigo,
don Ramiro ha creado el condado de Monzón y lo ha intercalado
intencionadamente entre nuestros condados. ¿Ya te puedes imaginar
para qué?
—Hombre, de entrada para
ponernos obstáculos en la libre circulación entre nuestros
territorios. ¿Acaso piensas que he sentido un gran placer en este
viaje al tener que cruzar un territorio que no es el nuestro y además
sin permiso?
—Pienso que no. Yo al menos
no lo habría sentido y además te sugiero que tomes precauciones si
piensas seguir cruzándolo sin permiso. No creo que Ansur Fernández
lo tome a bien si se entera.
—Pues tendré que correr el
riesgo al menos esta vez. No pienso dar un rodeo por las montañas
cántabras para regresar a mi casa.
—De momento no conviene que
lo provoquemos. Ya sabes que está de parte del rey. Nos conviene
disimular y tramar las cosas con tranquilidad y calma.
El día era bastante caluroso,
aunque en el interior del castillo la temperatura era muy agradable.
Los gruesos muros impedían que el calor exterior penetrara en su
interior. Era mediodía y se acercaba la hora del almuerzo. El
anfitrión invitó a su huésped a que compartiera con él su mesa.
La charla continuó a lo largo del banquete.
—Dime, Fernán, ¿qué es lo
que piensas tramar?
Don Fernán apuró el bocado
que tenía en la boca y después de haber degustado un buen vaso de
vino de la ribera del Duero, se decidió a abrir su pecho a su amigo.
—Mira, Diego. Es obvio que
el rey ha puesto un obstáculo entre nosotros y no sólo lo ha puesto
para dificultar nuestros encuentros, cosa que es cierta como acabas
de comprobar por ti mismo. Ha colocado ese obstáculo entre nosotros
principalmente para frenar nuestra expansión. El rey es consciente
del auge de nuestros territorios. Se da cuenta que a nuestros
condados cada día se les añaden nuevas tierras.
—Sobre todo al tuyo, Fernán,
que no paras de conquistar nuevos territorios por los cuatro puntos
cardinales.
—En efecto. Mi condado crece
día a día y seguirá creciendo mientras corra un hilo de sangre por
mis venas. Por eso no estoy dispuesto a que don Ramiro ponga freno a
mis legítimas aspiraciones. Quiero hacer de Castilla un condado
grande y libre y considero que la creación del condado de Monzón es
un obstáculo para conseguirlo y un agravio muy fuerte para mí.
—¿Te he entendido bien,
Fernán?
—Supongo que sí, pues he
sido bastante explícito.
El conde de Saldaña tomó un
sorbo de vino y se aclaró la garganta.
—¿Insinúas que quieres
formar tu propio reino?
—Más o menos.
—No sé, amigo mío. Me
parece que eso son palabras mayores. Yo tampoco acepto de buen grado
el nuevo condado de Monzón. Pero de eso a pretender levantarnos
contra nuestro propio rey y crear un reino independiente de su propio
reino, me parece que es ir demasiado lejos. Deberías pensártelo
bien antes de tomar una decisión.
—Ya lo tengo bien pensado.
Llevo muchos años dándole vueltas al asunto y creo que ha llegado
el momento de ponerlo en práctica. Estoy cansado de tener que
humillarme ante el rey de León. Estoy cansado de tener que soportar
sus leyes tan distintas a las nuestras. Estoy cansado de tener que
desplazarme a la corte para dirimir nuestros litigios. Estoy cansado
de tener que hacer un esfuerzo para entenderme con ellos, pues ni
siquiera hablan nuestra lengua. Estoy cansado de tener que acudir a
todos los conflictos bélicos en los que se le antoja participar.
Quiero ser independiente. Quiero ser autónomo. Quiero ser libre para
tomar mis propias decisiones y hacer en todo momento lo que más le
convenga a mi pueblo. Mi querido amigo, creo que ha llegado la hora
de declarar la independencia del condado de Castilla. ¡Brindemos por
ella!
Don Fernán González levantó
su copa en alto invitando a su amigo a hacer lo mismo. Don Diego
Muñoz no terminaba de decidirse. Al fin lo hizo, pero con reparos.
—Brindo contigo por tu gran
proyecto, pero me parece que no es el momento de ponerlo en práctica.
Hoy por hoy el condado de Castilla no se puede comparar con el reino
de León. Aún tiene mucho que crecer. Además, ¿dónde quedaría
yo? ¿En León? ¿En Castilla? ¿O en ninguno de los dos? Amigo mío,
tienes que madurar más tu plan y tienes que aclararme mi situación.
—Tal vez tengas razón,
Diego. Quizás todavía no sea el momento adecuado para llevar a cabo
mi plan, pero puedes estar seguro que no lo voy a desechar. Llegará
el día en que lo ponga en práctica y entonces no sólo me separaré
de León, sino que me enfrentaré a él. Estoy cansado de su
supremacía. Pero ahora debemos darle un escarmiento por la afrenta
que nos ha hecho.
—¿Y qué escarmiento
quieres que le demos?
—No sé. De momento no se me
ocurre nada, pero ya se me ocurrirá.
—¿Eso era todo lo que me
tenías que decir?
—Eso era. ¿Te parece poco?
—No, no me parece poco. Me
parece demasiado, o demasiado arriesgado. Deberías pensártelo bien
antes de tomar una decisión.
—Descuida, así lo haré. Te
mantendré informado. Y ahora es mejor que regreses a tus feudos, no
vayan a descubrir nuestra maquinación. Cuídate y vigila si decides
atravesar las tierras de Monzón.
—Lo haré, mi querido amigo.
Cuídate tú también.
Los condes de Castilla y de
Saldaña se despidieron como dos buenos hermanos. Fernán González
se quedó en su castillo algo decepcionado, pues hubiera querido una
postura más firme en su amigo. Lo encontró un poco dubitativo.
Esperaba que con el tiempo tomara partido más abiertamente a su
favor. Por lo menos confiaba que no se pasara al bando contrario para
denunciarlo.
Diego Muñoz regresaba a
Saldaña enfrascado en sus pensamientos. Pensaba que era demasiado
arriesgado lo que intentaba hacer su amigo. No estaba seguro de
seguir adelante con el proyecto. Podían descubrirlos y eso les podía
costar la vida. Lo menos que les podía ocurrir es que los encerraran
en una mazmorra para el resto de sus días. Una cosa era oponerse al
rey por su decisión de crear el condado de Monzón y otra muy
distinta era rebelarse contra él y declarar la independencia. Había
que sopesar todas sus consecuencias antes de tomar una decisión.
El conde iba tan abstraído en
sus pensamientos, que no se percató de la presencia de unos jinetes
que un poco más adelante interceptaban el camino. Uno de los
miembros del pequeño séquito que llevaba lo puso en guardia.
—Excelencia, ahí delante
hay unos hombres que no parecen tener muy buenas intenciones.
El conde levantó la vista
para observar el grupo de jinetes que unos metros más adelante les
cortaban el paso.
—No hagáis nada. Sigamos
adelante como si no los hubiéramos visto. Esperemos a ver qué
quieren.
Cuando se hallaban a unos
pasos de ellos, el que parecía comandar el grupo les echó el alto.
—¡Alto! ¿Adónde van
vuesas mercedes?
—Vamos a mi residencia. Soy
el conde de Saldaña.
—¿Y no sabéis que esta
zona donde estáis es propiedad privada?
—Bueno, sí que sabemos que
es propiedad privada desde hace unos meses, pero me surgió un
imprevisto y tuve que partir con la máxima celeridad. Les prometo
que no volveremos a cruzar estas tierras sin permiso de su dueño.
—Eso está muy bien, pero ya
habéis infringido la ley. Mi deber es deteneros y llevaros ante mi
señor. Él es el único que puede decidir si merecéis el perdón o
un castigo.
—Lo comprendo. Yo en vuestro
lugar obraría de la misma manera, pero mi esposa está muy grave y
no puedo demorar mi regreso a casa. Uno de estos hombres que me
acompaña es un famoso físico del conde de Castilla, al que he ido a
buscar para que cure a mi esposa.
—No sé si creeros o no.
—Sois libre de hacerlo. De
todas maneras, ya os he dicho quién soy. Si vuestro señor se siente
agraviado por mí, sabe perfectamente dónde me puede encontrar. Es
toda la garantía que os puedo dar.
—De acuerdo. Os dejaremos el
paso libre, pero que sea la última vez que pasáis por estas tierras
sin permiso. Ya lo hicisteis ayer en dirección opuesta.
Don Diego se alejó con su
séquito del grupo de jinetes algo humillado, pero con la pequeña
artimaña que hábilmente había urdido pudo llegar sin más
contratiempos a su morada.
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