jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 2


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Tras la muerte del conde Diego Rodríguez Porcelos, el rey Alfonso III el Magno decidió dividir el territorio castellano-alavés en tres condados. Esta división se debió, en parte, a una mejor administración de aquel territorio cada vez más extenso y, en parte, a la pujanza que éste había llegado a alcanzar con el peligro intrínseco de secesión que conllevaba. Don García mantuvo intacta aquella división, a pesar de que su suegro le había sugerido en más de una ocasión la necesidad de unificar todo el condado bajo un mismo señor, cuyo titular lógicamente sería él. Don Munio llegó a chantajear a su yerno recordándole la liberación de su cautiverio. Pero éste, para demostrarle que no pensaba ceder a sus presiones, convocó a los tres condes a una reunión conjunta en Zamora.
Templada mañana del mes de junio. El Duero se deslizaba suavemente a los pies del montículo sobre el que se alzaba el palacio real. Don García contemplaba ensimismado las tranquilas aguas. Apenas si se percató de la presencia de su esposa, que se había situado a su lado sin hacer ruido.
Estáis muy absorto, Señor.
Él se giró hacia su esposa con un estudiado gesto de sorpresa.
Perdonad. No había advertido vuestra presencia, Señora.
Doña Muniadona hizo un gesto impreciso.
¿Para qué habéis mandado reunir aquí a mi padre y a los otros dos condes? ¿Hay algún problema?
No, ninguno. Sólo pretendo tener un encuentro con ellos.
¿Y por algo tan nimio les mandáis venir hasta Zamora? No me lo creo. Vos estáis tramando algo.
No tramo nada. Tan sólo quiero hablar con ellos.
El diálogo frío y distante entre ambos esposos continuó durante breves instantes. Don García no tardó en interrumpirlo para dirigirse a las caballerizas. Poco después salía con su caballo y su escolta a recorrer la vega del Duero. Sus invitados aún tardarían en llegar.
Al filo del mediodía llegó don Munio Núñez. Fue recibido por su hija, que lo esperaba con ansiedad. El rey aún no había regresado de su excursión por las orillas del Duero.
Hola, hija. ¿Cómo estás?
Muy bien, padre. ¿Y vos?
Ya lo ves. Estoy perfectamente.
Padre e hija se abrazaron con grandes muestras de alegría. Pasados los primeros instantes de júbilo, doña Muniadona se puso seria antes de interrogar a su padre.
Padre, ¿por qué os ha citado aquí el rey?
¿Os? ¿Es que ha citado a alguien más?
Pues claro. Ha citado también al conde de Burgos y al de Álava.
Eso no lo sabía. Creía que me había mandado llamar a mí solo. Entonces no tengo ni la más remota idea del motivo por el que nos cita. ¿A ti te ha dicho algo, hija?
No, padre. A mí no me dice nada y menos aún cuando trama algo.
¿Crees que está maquinando alguna cosa?
No lo sé, padre. Pudiera ser. Esta mañana he intentado sonsacarle algo, pero se ha mostrado evasivo. Cuando no quiere que se sepa una cosa, sabe guardar muy bien el secreto. Pero, vamos dentro, padre. Aquí calienta mucho el sol.
Padre e hija entraron en palacio. Era ya casi la hora del almuerzo. Don García no se hizo esperar mucho. Apenas habían tomado asiento padre e hija, cuando apareció ante el umbral de la puerta con el traje de montar y la fusta todavía en la mano.
Bienvenido, querido suegro. Veo que habéis sido el primero en llegar.
Será porque me llama la voz de la sangre.
Ambos se abrazaron más por cortesía que por sentimientos.
Disculpadme. Me cambio de ropa y ahora vuelvo.
Don García dejó de nuevo solos a su esposa y a su suegro mientras se cambiaba de traje en sus aposentos.
Lo encuentro algo distante. Parece como si se hubiera enfriado un poco su afecto.
¿Sólo os lo parece, padre?
¡Y pensar lo que me desviví por él para su liberación! ¿Quién me lo había de decir? Siempre creí que me recompensaría abundantemente por todo lo que hice por él. Ahora me doy cuenta que estaba equivocado. Aún hoy venía con la esperanza de que me hubiera llamado para premiarme por aquella gesta y ya ves, hija mía, qué equivocado estaba.
Ya lo veo, padre. Y ahora disimulad que viene.
Don García se acercó a ellos.
Bueno, como estamos en familia y es la hora del almuerzo, vamos a la mesa, que ya estará puesta.
Poco después de iniciado el almuerzo, don Munio se dirigió a su yerno.
Y bien, querido yerno, como hoy vamos a estar juntos los tres condes del territorio castellano, ¿por qué no os decidís de una vez para poner sobre la mesa su unificación y nombrarme conde de toda Castilla?
Ya os he dicho en más de una ocasión, querido suegro, que eso no puede ser. Castilla está bien tal como está. No me obliguéis a que revoque la decisión de mi padre. Además, vos ya fuisteis conde de Castilla durante varios años.
Sí que ostenté el título de conde de Castilla, como ahora lo ostenta el conde de Burgos, pero sabéis muy bien que eso no es lo que os pido. Lo que os pido…
Ya sé lo que me pedís —lo interrumpió don García—. Y yo ya os he dicho que eso no lo voy a hacer. Castilla está muy bien como está y así seguirá mientras yo reine.
Don Munio hubiera querido replicar a las palabras de su yerno, pero juzgó más prudente no insistir. Lo había intentado varias veces desde que ascendió al trono y siempre había obtenido la misma respuesta. Nunca lo hubiera imaginado. Había casado a su hija con don García por ese motivo. Había conspirado para derrocar a don Alfonso por lo mismo. Había hecho lo indecible por liberar a su yerno de la prisión para obtener como recompensa el condado de Castilla. Todo en vano. ¿De qué había servido tanto esfuerzo?
A eso de media tarde llegó el conde de Burgos. Había sufrido un pequeño percance que le impidió llegar antes a Zamora. Con todo, se adelantó varias horas al tercer invitado. Ya abrazaban las sombras de la noche toda la ciudad, cuando hizo su aparición ante las puertas del palacio real el conde de Lantarón, don Gonzalo Téllez. Su tardanza se había debido a un fallo en los cálculos del guía que lo acompañaba. Como ya era demasiado tarde, aplazaron la reunión para el día siguiente.
A la mañana siguiente el rey y sus invitados se reunieron en el salón del palacio donde don García les desveló el objeto de aquella cita.
Ya sabéis que cada día nuestro reino se expande más gracias a las conquistas que hemos hecho al emirato de Córdoba. Conquistas que nos satisfacen y nos llenan de orgullo. Pero esos logros se quedarían incompletos si no repoblamos los nuevos territorios conquistados. Os he reunido aquí a los tres para concretar el plan que más o menos tengo diseñado.
Los condes se miraron recíprocamente sin pronunciar una sola palabra.
He pensado que Gonzalo Téllez repueble toda la zona de Osma por ser la más próxima a su territorio. ¿Estáis de acuerdo?
El aludido hizo un gesto de aprobación. Si se trataba de repoblar una zona u otra, cuanto más cerca estuviera de su lugar de residencia mejor.
Gonzalo Fernández repoblaréis la parte central, que es asimismo la más próxima a vuestro territorio. Quiero que repobléis Aza, Clunia y Castromoros. ¿Estáis de acuerdo o tenéis algún reparo que poner?
Ninguno, Señor.
Y vos, querido suegro, repoblaréis la ciudad de Roa. Creo que el reparto es el más equitativo para los tres.
Los tres hombres asintieron unánimemente.
Nosotros también lo creemos así, Señor —corroboró el conde de Burgos.
Para la repoblación no se descartará a gentes de nuestro propio reino, sin duda, pero me gustaría que se diera prioridad a las gentes procedentes de tierras mahometanas. A lo largo de las diferentes batallas que hemos librado contra nuestros enemigos, hemos liberado a muchos de nuestros correligionarios que se habían quedado en territorio árabe. Todos ellos hacía largo tiempo que deseaban vivir en territorio cristiano. No debemos olvidar que han mantenido su fe en territorio enemigo a lo largo de generaciones y no por eso han renunciado a ella. Cada vez que repoblamos una nueva población, surge para ellos una oportunidad de poder vivir en paz con ellos mismos y con su fe. Así, pues, no debemos defraudarlos.
Así lo haremos.
También deberéis tener en cuenta que todas estas poblaciones necesitan su correspondiente iglesia donde se reunirá toda la comunidad para honrar a Dios y dar testimonio de su fe. Por eso, si no la tienen haréis que se construya una lo antes posible y si la tuvieren y hubiera sido destruida por el enemigo, la reconstruiréis inmediatamente. No debe haber ni un solo lugar sin un templo donde rendir culto a Dios nuestro Señor.
Los tres condes estuvieron completamente de acuerdo.
A cambio de este servicio que os pido, recibiréis la propiedad de los nuevos territorios repoblados. Tendréis jurisdicción sobre sus súbditos y recibiréis de ellos los bienes y servicios que os correspondan conforme al derecho. Por vuestra parte estaréis obligados a defenderlos de los enemigos y a que estos territorios permanezcan anexionados para siempre a nuestro reino.
A continuación el rey mandó extender los títulos correspondientes, que en lo sucesivo acreditarían la propiedad de las nuevas plazas conquistadas. El acto se cerró con un banquete que don García ofreció a los tres condes castellanos. Tanto don Gonzalo Téllez como don Gonzalo Fernández se despidieron de sus anfitriones para regresar a sus lugares de origen. En cambio, don Munio Núñez decidió permanecer unos días en palacio en compañía de su yerno y su hija. Aprovechó el momento para poner al rey al corriente de los movimientos e intenciones de los otros dos condes, en especial en lo concerniente a don Gonzalo Fernández, su rival.
Querido yerno, deberíais reconsiderar lo que le habéis ofrecido al conde de Burgos. Me parece que se ha llevado la mejor parte de los tres.
¿No estaréis celoso, querido suegro?
No es por celos, que también podía ser, sino porque Gonzalo Fernández no es de fiar. Personalmente os aconsejo que reconsideréis lo que le habéis ofrecido, así como que siga ostentando el título de conde de Castilla. Sabéis muy bien que vuestro padre me despojó del mismo por participar en vuestra rebelión contra él. Creo sinceramente que ya va siendo hora de que me lo restituyáis.
Ya veo que os lleváis muy bien ambos.
No os burléis, Señor. Os repito que no es de fiar. Sé de muy buenas fuentes que trama algo contra Vos. No os deberíais fiar de él.
¿Y qué es lo que trama contra mí si puede saberse?
Don Munio no se atrevía a decirle abiertamente a su yerno que el conde castellano maquinaba quedarse como único conde de Castilla para autoproclamarse rey de la misma en cuanto lo consiguiera. Un antiguo confidente suyo, que a la sazón estaba al servicio de don Gonzalo Fernández, se lo había dicho no hacía mucho. El conde de Burgos hacía tiempo que había concebido la idea de unificar en un solo título todo el territorio castellano y, desde que lo habían nombrado conde de Castilla, esa idea se había consolidado aún más. Pero lo que no le iba a confesar don Munio a su yerno es que él albergaba la misma idea desde el momento en que amañó su boda. La misma idea que lo llevó a conspirar y urdir la rebelión de don García contra su propio padre. Fue don Alfonso quien se percató del fin que perseguía don Munio. Por eso lo despojó del título de conde de Castilla, aunque permitió que siguiera ostentando el de conde de Amaya.
Abrid los ojos, querido yerno. No os fiéis de las apariencias, que éstas suelen engañar las más de las veces.
Si no sois más explícito, no lograré entenderos.
Por ahora no puedo deciros más, Señor. Llegará el día en que tal vez pueda hacerlo.
Pues entonces todo quedará tal como está.
En aquel preciso momento entró la reina. Su esposo y su padre enmudecieron.
¿De qué hablabais, si es que se puede saber?
De cosas sin importancia —le contestó don García.
Siempre que os sorprendo en medio de una conversación enmudecéis cuando me veis entrar. No sé qué secretos os podéis traer entre manos.
Entre vuestro padre y yo no hay ningún secreto, querida esposa.
La reina hizo un mohín con el que quería significar que no estaba de acuerdo. Luego los tres se enfrascaron en una larga conversación familiar donde los dejaremos que limen sus diferencias.


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