2
Tras la muerte del conde Diego
Rodríguez Porcelos,
el rey Alfonso III
el Magno
decidió dividir el territorio castellano-alavés en tres condados.
Esta división se debió, en parte, a una mejor administración de
aquel territorio cada vez más extenso y, en parte, a la pujanza que
éste había llegado a alcanzar con el peligro intrínseco de
secesión que conllevaba. Don García mantuvo intacta aquella
división, a pesar de que su suegro le había sugerido en más de una
ocasión la necesidad de unificar todo el condado bajo un mismo
señor, cuyo titular lógicamente sería él. Don Munio llegó a
chantajear a su yerno recordándole la liberación de su cautiverio.
Pero éste, para demostrarle que no pensaba ceder a sus presiones,
convocó a los tres condes a una reunión conjunta en Zamora.
Templada mañana del mes de
junio. El Duero se deslizaba suavemente a los pies del montículo
sobre el que se alzaba el palacio real. Don García contemplaba
ensimismado las tranquilas aguas. Apenas si se percató de la
presencia de su esposa, que se había situado a su lado sin hacer
ruido.
—Estáis muy absorto, Señor.
Él se giró hacia su esposa
con un estudiado gesto de sorpresa.
—Perdonad. No había
advertido vuestra presencia, Señora.
Doña Muniadona hizo un gesto
impreciso.
—¿Para qué habéis mandado
reunir aquí a mi padre y a los otros dos condes? ¿Hay algún
problema?
—No, ninguno. Sólo pretendo
tener un encuentro con ellos.
—¿Y por algo tan nimio les
mandáis venir hasta Zamora? No me lo creo. Vos estáis tramando
algo.
—No tramo nada. Tan sólo
quiero hablar con ellos.
El diálogo frío y distante
entre ambos esposos continuó durante breves instantes. Don García
no tardó en interrumpirlo para dirigirse a las caballerizas. Poco
después salía con su caballo y su escolta a recorrer la vega del
Duero. Sus invitados aún tardarían en llegar.
Al filo del mediodía llegó
don Munio Núñez. Fue recibido por su hija, que lo esperaba con
ansiedad. El rey aún no había regresado de su excursión por las
orillas del Duero.
—Hola, hija. ¿Cómo estás?
—Muy bien, padre. ¿Y vos?
—Ya lo ves. Estoy
perfectamente.
Padre e hija se abrazaron con
grandes muestras de alegría. Pasados los primeros instantes de
júbilo, doña Muniadona se puso seria antes de interrogar a su
padre.
—Padre, ¿por qué os ha
citado aquí el rey?
—¿Os? ¿Es que ha citado a
alguien más?
—Pues claro. Ha citado
también al conde de Burgos y al de Álava.
—Eso no lo sabía. Creía
que me había mandado llamar a mí solo. Entonces no tengo ni la más
remota idea del motivo por el que nos cita. ¿A ti te ha dicho algo,
hija?
—No, padre. A mí no me
dice nada y menos aún cuando trama algo.
—¿Crees que está
maquinando alguna cosa?
—No lo sé, padre. Pudiera
ser. Esta mañana he intentado sonsacarle algo, pero se ha mostrado
evasivo. Cuando no quiere que se sepa una cosa, sabe guardar muy bien
el secreto. Pero, vamos dentro, padre. Aquí calienta mucho el sol.
Padre e hija entraron en
palacio. Era ya casi la hora del almuerzo. Don García no se hizo
esperar mucho. Apenas habían tomado asiento padre e hija, cuando
apareció ante el umbral de la puerta con el traje de montar y la
fusta todavía en la mano.
—Bienvenido, querido suegro.
Veo que habéis sido el primero en llegar.
—Será porque me llama la
voz de la sangre.
Ambos se abrazaron más por
cortesía que por sentimientos.
—Disculpadme. Me cambio de
ropa y ahora vuelvo.
Don García dejó de nuevo
solos a su esposa y a su suegro mientras se cambiaba de traje en sus
aposentos.
—Lo encuentro algo distante.
Parece como si se hubiera enfriado un poco su afecto.
—¿Sólo os lo parece,
padre?
—¡Y pensar lo que me
desviví por él para su liberación! ¿Quién me lo había de decir?
Siempre creí que me recompensaría abundantemente por todo lo que
hice por él. Ahora me doy cuenta que estaba equivocado. Aún hoy
venía con la esperanza de que me hubiera llamado para premiarme por
aquella gesta y ya ves, hija mía, qué equivocado estaba.
—Ya lo veo, padre. Y ahora
disimulad que viene.
Don García se acercó a
ellos.
—Bueno, como estamos en
familia y es la hora del almuerzo, vamos a la mesa, que ya estará
puesta.
Poco después de iniciado el
almuerzo, don Munio se dirigió a su yerno.
—Y bien, querido yerno, como
hoy vamos a estar juntos los tres condes del territorio castellano,
¿por qué no os decidís de una vez para poner sobre la mesa su
unificación y nombrarme conde de toda Castilla?
—Ya os he dicho en más de
una ocasión, querido suegro, que eso no puede ser. Castilla está
bien tal como está. No me obliguéis a que revoque la decisión de
mi padre. Además, vos ya fuisteis conde de Castilla durante varios
años.
—Sí que ostenté el título
de conde de Castilla, como ahora lo ostenta el conde de Burgos, pero
sabéis muy bien que eso no es lo que os pido. Lo que os pido…
—Ya sé lo que me pedís —lo
interrumpió don García—. Y yo ya os he dicho que eso no lo voy a
hacer. Castilla está muy bien como está y así seguirá mientras yo
reine.
Don Munio hubiera querido
replicar a las palabras de su yerno, pero juzgó más prudente no
insistir. Lo había intentado varias veces desde que ascendió al
trono y siempre había obtenido la misma respuesta. Nunca lo hubiera
imaginado. Había casado a su hija con don García por ese motivo.
Había conspirado para derrocar a don Alfonso por lo mismo. Había
hecho lo indecible por liberar a su yerno de la prisión para obtener
como recompensa el condado de Castilla. Todo en vano. ¿De qué había
servido tanto esfuerzo?
A eso de media tarde llegó el
conde de Burgos. Había sufrido un pequeño percance que le impidió
llegar antes a Zamora. Con todo, se adelantó varias horas al tercer
invitado. Ya abrazaban las sombras de la noche toda la ciudad, cuando
hizo su aparición ante las puertas del palacio real el conde de
Lantarón, don Gonzalo Téllez. Su tardanza se había debido a un
fallo en los cálculos del guía que lo acompañaba. Como ya era
demasiado tarde, aplazaron la reunión para el día siguiente.
A la mañana siguiente el rey
y sus invitados se reunieron en el salón del palacio donde don
García les desveló el objeto de aquella cita.
—Ya sabéis que cada día
nuestro reino se expande más gracias a las conquistas que hemos
hecho al emirato de Córdoba. Conquistas que nos satisfacen y nos
llenan de orgullo. Pero esos logros se quedarían incompletos si no
repoblamos los nuevos territorios conquistados. Os he reunido aquí a
los tres para concretar el plan que más o menos tengo diseñado.
Los condes se miraron
recíprocamente sin pronunciar una sola palabra.
—He pensado que Gonzalo
Téllez repueble toda la zona de Osma por ser la más próxima a su
territorio. ¿Estáis de acuerdo?
El aludido hizo un gesto de
aprobación. Si se trataba de repoblar una zona u otra, cuanto más
cerca estuviera de su lugar de residencia mejor.
—Gonzalo Fernández
repoblaréis la parte central, que es asimismo la más próxima a
vuestro territorio. Quiero que repobléis Aza, Clunia y Castromoros.
¿Estáis de acuerdo o tenéis algún reparo que poner?
—Ninguno, Señor.
—Y vos, querido suegro,
repoblaréis la ciudad de Roa. Creo que el reparto es el más
equitativo para los tres.
Los tres hombres asintieron
unánimemente.
—Nosotros también lo
creemos así, Señor —corroboró el conde de Burgos.
—Para la repoblación no se
descartará a gentes de nuestro propio reino, sin duda, pero me
gustaría que se diera prioridad a las gentes procedentes de tierras
mahometanas. A lo largo de las diferentes batallas que hemos librado
contra nuestros enemigos, hemos liberado a muchos de nuestros
correligionarios que se habían quedado en territorio árabe. Todos
ellos hacía largo tiempo que deseaban vivir en territorio cristiano.
No debemos olvidar que han mantenido su fe en territorio enemigo a lo
largo de generaciones y no por eso han renunciado a ella. Cada vez
que repoblamos una nueva población, surge para ellos una oportunidad
de poder vivir en paz con ellos mismos y con su fe. Así, pues, no
debemos defraudarlos.
—Así lo haremos.
—También deberéis tener en
cuenta que todas estas poblaciones necesitan su correspondiente
iglesia donde se reunirá toda la comunidad para honrar a Dios y dar
testimonio de su fe. Por eso, si no la tienen haréis que se
construya una lo antes posible y si la tuvieren y hubiera sido
destruida por el enemigo, la reconstruiréis inmediatamente. No debe
haber ni un solo lugar sin un templo donde rendir culto a Dios
nuestro Señor.
Los tres condes estuvieron
completamente de acuerdo.
—A cambio de este servicio
que os pido, recibiréis la propiedad de los nuevos territorios
repoblados. Tendréis jurisdicción sobre sus súbditos y recibiréis
de ellos los bienes y servicios que os correspondan conforme al
derecho. Por vuestra parte estaréis obligados a defenderlos de los
enemigos y a que estos territorios permanezcan anexionados para
siempre a nuestro reino.
A continuación el rey mandó
extender los títulos correspondientes, que en lo sucesivo
acreditarían la propiedad de las nuevas plazas conquistadas. El acto
se cerró con un banquete que don García ofreció a los tres condes
castellanos. Tanto don Gonzalo Téllez como don Gonzalo Fernández se
despidieron de sus anfitriones para regresar a sus lugares de origen.
En cambio, don Munio Núñez decidió permanecer unos días en
palacio en compañía de su yerno y su hija. Aprovechó el momento
para poner al rey al corriente de los movimientos e intenciones de
los otros dos condes, en especial en lo concerniente a don Gonzalo
Fernández, su rival.
—Querido yerno, deberíais
reconsiderar lo que le habéis ofrecido al conde de Burgos. Me parece
que se ha llevado la mejor parte de los tres.
—¿No estaréis celoso,
querido suegro?
—No es por celos, que
también podía ser, sino porque Gonzalo Fernández no es de fiar.
Personalmente os aconsejo que reconsideréis lo que le habéis
ofrecido, así como que siga ostentando el título de conde de
Castilla. Sabéis muy bien que vuestro padre me despojó del mismo
por participar en vuestra rebelión contra él. Creo sinceramente que
ya va siendo hora de que me lo restituyáis.
—Ya veo que os lleváis muy
bien ambos.
—No os burléis, Señor. Os
repito que no es de fiar. Sé de muy buenas fuentes que trama algo
contra Vos. No os deberíais fiar de él.
—¿Y qué es lo que trama
contra mí si puede saberse?
Don Munio no se atrevía a
decirle abiertamente a su yerno que el conde castellano maquinaba
quedarse como único conde de Castilla para autoproclamarse rey de la
misma en cuanto lo consiguiera. Un antiguo confidente suyo, que a la
sazón estaba al servicio de don Gonzalo Fernández, se lo había
dicho no hacía mucho. El conde de Burgos hacía tiempo que había
concebido la idea de unificar en un solo título todo el territorio
castellano y, desde que lo habían nombrado conde de Castilla, esa
idea se había consolidado aún más. Pero lo que no le iba a
confesar don Munio a su yerno es que él albergaba la misma idea
desde el momento en que amañó su boda. La misma idea que lo llevó
a conspirar y urdir la rebelión de don García contra su propio
padre. Fue don Alfonso quien se percató del fin que perseguía don
Munio. Por eso lo despojó del título de conde de Castilla, aunque
permitió que siguiera ostentando el de conde de Amaya.
—Abrid los ojos, querido
yerno. No os fiéis de las apariencias, que éstas suelen engañar
las más de las veces.
—Si no sois más explícito,
no lograré entenderos.
—Por ahora no puedo deciros
más, Señor. Llegará el día en que tal vez pueda hacerlo.
—Pues entonces todo quedará
tal como está.
En aquel preciso momento entró
la reina. Su esposo y su padre enmudecieron.
—¿De qué hablabais, si es
que se puede saber?
—De cosas sin importancia
—le contestó don García.
—Siempre que os sorprendo en
medio de una conversación enmudecéis cuando me veis entrar. No sé
qué secretos os podéis traer entre manos.
—Entre vuestro padre y yo no
hay ningún secreto, querida esposa.
La reina hizo un mohín con el
que quería significar que no estaba de acuerdo. Luego los tres se
enfrascaron en una larga conversación familiar donde los dejaremos
que limen sus diferencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario