miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 18



                                                                 18



          Ocho años habían trascurrido desde que el rey Alfonso III autorizara la fundación del monasterio de San Fracundo y San Primitivo, cuando un buen día recibió la noticia de que su construcción había finalizado. El rey esperaba con ansiedad aquella nueva. Estaba deseoso de repoblar el territorio de los Campos Godos lo antes posible, ya que su despoblamiento era utilizado a menudo por el enemigo para llevar a cabo sus incursiones y ataques a la parte central y occidental del reino. El abad Alonso en persona había querido personarse ante el rey para darle la grata noticia.
—Majestad —le dijo postrándose a sus pies—, el monasterio que me encargasteis erigir está concluido. Dios nuestro Señor con su bondad nos ha ayudado a llevarlo a buen puerto.
—Me alegro mucho de saberlo, padre Alonso. Dispondré inmediatamente la repoblación de todo aquel territorio que quedará bajo vuestro mando y protección. Los dominios del monasterio se extenderán desde el Duero al sur hasta el nacimiento del Carrión al norte y desde el Cea al poniente hasta el Pisuerga al saliente. Ya hace tiempo que he extendido una cédula en estos términos. Vos regentaréis y administraréis todos sus bienes materiales y espirituales y tendréis a vuestro cargo la jurisdicción sobre sus gentes.
—Señor, no sé si soy digno de este honor.
—Claro que lo sois, padre Alonso. Vos estáis perfectamente capacitado para desempeñar ese cargo. No se hable más. A lo largo de este año se irá repoblando todo ese vasto territorio con gentes de nuestro propio reino y con todos los mozárabes que quieran ir a vivir a ese lugar. Es una tierra fértil y extensa capaz de alimentar a varios miles de almas. Confío en que tengáis éxito, reverendo.
—No os defraudaré, Majestad.
El abad se despidió del rey deseándole toda suerte de dichas y parabienes para regresar nuevamente con los suyos. Ya en el monasterio, comenzó a diseñar el funcionamiento del que a partir de ese momento sería su señorío. En primer lugar, se dedicó a redactar la regla que regiría su comunidad monacal. Esta regla no se apartaría un ápice de las normas dadas por San Benito, su fundador. Lo primero que debía recordar es que él, como abad, estaba haciendo las veces de Cristo en el monasterio y que no debía apartarse nunca de su doctrina. El abad debía enseñar a sus discípulos lo bueno y lo santo más con obras que con palabras. Cargaba sobre sus espaldas una cruz muy pesada, la cruz de Cristo. A la hora de tomar decisiones, debería contar con el parecer de todos los hermanos, pues todos tenían derecho a opinar sobre el asunto. Las virtudes principales de los monjes, además de las buenas obras, serían el silencio, la obediencia y la humildad. Deberían dedicar la mayor parte de las horas del día y de la noche a rezar. Su lema sería: ora et labora. No deberían tener un solo momento de ociosidad, ya que la ociosidad es la madre de todos los vicios. La inobservancia de las reglas sería sancionada con castigos severísimos. Las más graves podrían llegar a la excomunión. Cada cual debería recibir lo necesario. Los monjes deberían ser parcos en el comer y el beber. Siempre prestos y dispuestos para el trabajo y la oración. Amables con los ancianos, enfermos y niños. Finalmente, no negarían hospedaje a todo el que lo demandara. Recibirían a los huéspedes con caridad y humildad.
En segundo lugar, debía ocuparse del territorio y de sus habitantes. De momento, al lado del monasterio debería seguir en aumento el núcleo de población que ya existía. Habría que acondicionar nuevas calles y plazas para que poco a poco se asentaran los nuevos colonos que llegarían a repoblarla. Ya soñaba con una gran villa expandida alrededor del monasterio. También habría que fijar más población en los núcleos ya existentes. No eran muchos, pero había que aprovecharlos. De momento, el coto se extendería alrededor del monasterio dos leguas de norte a sur y más de una legua de este a oeste. Aquí se ubicarían los edificios destinados a la administración del monasterio, además del horno, el molino, la fragua, la carpintería y demás oficios que se establecieran en el futuro. Dentro del coto, pero fuera de los solares destinados a las viviendas y demás edificios, se cultivarían toda clase de hortalizas, verduras y frutas necesarias para el sustento de los monjes y la población residente en el mismo. Más allá de estos límites se aprovecharían los pastos y bosques para la cría de ganado, que suministrarían a la población leche y carne, así como madera para la construcción y leña para quemar y calentarse. El río, a su vez, los proveería del pescado suficiente para cubrir sus necesidades.
Hacía algo más de un mes que el padre abad había regresado de su entrevista con el rey en Oviedo. Impartía órdenes entre los monjes para que se ocuparan de la fértil huerta que rodeaba el monasterio. Había que cuidar las diversas verduras, legumbres y hortalizas que crecían vigorosamente en aquel precioso rincón de la extensa vega. Los monjes se esmeraban en el cuidado de aquellos cultivos que les servirían de alimento en su frugal mesa.
—Padre abad, ha llegado un grupo de colonos al monasterio.
—Muy bien. Hazles pasar al atrio, fray Amador. Termino con esto y voy para allá.
—De acuerdo, padre, así lo haré.
Poco después el abad dom Alonso se acercaba al grupo de colonos recién llegado. Eran los primeros que recibía después de su entrevista con el rey.
—¡Bienvenidos, hermanos, a este humilde monasterio! Vamos a intentar acomodaros lo mejor posible. Mientras no seáis autosuficientes, procuraremos daros todo lo que necesitéis. Luego deberéis manteneros por vosotros mismos. ¿Estáis de acuerdo?
El grupo permaneció callado.
—¿No hay nadie que responda?
—Estamos de acuerdo —se atrevió a balbucear un hombre joven y fuerte.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el abad.
—Zacarías —contestó el aludido.
—Bien, Zacarías, ¿cuántos sois?
—No sé muy bien, pero un centenar más o menos.
El abad pidió que los contara y le dijera el número exacto de los recién llegados.
—Somos ciento catorce entre hombres, mujeres y niños.
—Bien, os instalaréis en la hospedería del monasterio todos los que quepáis. El resto os distribuiréis por las casas del poblado. ¿Hay alguno entre vosotros que tenga el oficio de cantero?
Media docena de hombres levantaron la mano.
—Muy bien, vosotros os encargaréis de construir viviendas suficientes para todos los que acabáis de llegar. Os ayudarán una docena de hombres para acarrear los materiales y haceros la masa que necesitéis para construir. Los demás comenzarán a trabajar la tierra mañana mismo. Antes de un año quiero que seáis autosuficientes. Los que lo consigáis seréis dueños del terreno que hayáis cultivado.
Un murmullo de agradecimiento se elevó del grupo allí reunido.
—En el futuro trabajaréis el trozo de tierra que os hayáis ganado para vuestro sustento y, además, realizaréis trabajos colectivos en el resto de tierras para el monasterio. Trabajaréis en el campo hombres, mujeres y los adolescentes a partir de catorce años. Los menores se cuidarán de atender los ganados en el bosque y la dehesa. Ahora esperad aquí que os darán algo de comer y os asignarán vuestros aposentos.
El abad ordenó al hermano cocinero que les ofreciera un pequeño refrigerio. Después fray Amador se encargaría de distribuirlos en la hospedería del monasterio y por las casas del poblado. El padre abad, por su parte, pidió a los canteros que lo acompañaran para indicarles dónde debían comenzar a edificar y cómo se debían distribuir las nuevas viviendas a lo largo y ancho del poblado. Durante los meses siguientes fueron llegando nuevos colonos procedentes del reino de Asturias y del al-Ándalus. Todos tuvieron cabida en el monasterio recién creado y en los pequeños núcleos de población que había diseminados por el vasto territorio de los Campos Godos. Los nuevos colonos contraían una serie de cargas y obligaciones con el monasterio. Debían trabajar un determinado número de días al año exclusivamente para él. También tenían que contribuir con productos de su propio predio, los diezmos, productos elaborados, como las cargas de leña que estaban obligados a proporcionar cada año al monasterio, leche, pan, piezas de caza, pescado, prestar herramientas, aperos, yuntas de bueyes o caballerías para la labranza y un sinfín de productos y servicios que sangraban la paupérrima economía de aquellas pobres gentes. A cambio de todo esto recibían el amparo y la protección del monasterio. Así se iban repoblando las nuevas tierras reconquistadas y se tejía el entramado social de las mismas, que desembocó en el nacimiento de los grandes señoríos medievales.

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