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Ocho
años habían trascurrido desde que el rey Alfonso III autorizara la
fundación del monasterio de San Fracundo y San Primitivo, cuando un
buen día recibió la noticia de que su construcción había
finalizado. El rey esperaba con ansiedad aquella nueva. Estaba
deseoso de repoblar el territorio de los Campos Godos lo antes
posible, ya que su despoblamiento era utilizado a menudo por el
enemigo para llevar a cabo sus incursiones y ataques a la parte
central y occidental del reino. El abad Alonso en persona había
querido personarse ante el rey para darle la grata noticia.
—Majestad
—le dijo postrándose a sus pies—, el monasterio que me
encargasteis erigir está concluido. Dios nuestro Señor con su
bondad nos ha ayudado a llevarlo a buen puerto.
—Me
alegro mucho de saberlo, padre Alonso. Dispondré inmediatamente la
repoblación de todo aquel territorio que quedará bajo vuestro mando
y protección. Los dominios del monasterio se extenderán desde el
Duero al sur hasta el nacimiento del Carrión al norte y desde el Cea
al poniente hasta el Pisuerga al saliente. Ya hace tiempo que he
extendido una cédula en estos términos. Vos regentaréis y
administraréis todos sus bienes materiales y espirituales y tendréis
a vuestro cargo la jurisdicción sobre sus gentes.
—Señor,
no sé si soy digno de este honor.
—Claro
que lo sois, padre Alonso. Vos estáis perfectamente capacitado para
desempeñar ese cargo. No se hable más. A lo largo de este año se
irá repoblando todo ese vasto territorio con gentes de nuestro
propio reino y con todos los mozárabes que quieran ir a vivir a ese
lugar. Es una tierra fértil y extensa capaz de alimentar a varios
miles de almas. Confío en que tengáis éxito, reverendo.
—No
os defraudaré, Majestad.
El
abad se despidió del rey deseándole toda suerte de dichas y
parabienes para regresar nuevamente con los suyos. Ya en el
monasterio, comenzó a diseñar el funcionamiento del que a partir de
ese momento sería su señorío. En primer lugar, se dedicó a
redactar la regla que regiría su comunidad monacal. Esta regla no se
apartaría un ápice de las normas dadas por San Benito, su fundador.
Lo primero que debía recordar es que él, como abad, estaba haciendo
las veces de Cristo en el monasterio y que no debía apartarse nunca
de su doctrina. El abad debía enseñar a sus discípulos lo bueno y
lo santo más con obras que con palabras. Cargaba sobre sus espaldas
una cruz muy pesada, la cruz de Cristo. A la hora de tomar
decisiones, debería contar con el parecer de todos los hermanos,
pues todos tenían derecho a opinar sobre el asunto. Las virtudes
principales de los monjes, además de las buenas obras, serían el
silencio, la obediencia y la humildad. Deberían dedicar la mayor
parte de las horas del día y de la noche a rezar. Su lema sería:
ora et labora.
No deberían tener un solo momento de ociosidad, ya que la ociosidad
es la madre de todos los vicios. La inobservancia de las reglas sería
sancionada con castigos severísimos. Las más graves podrían llegar
a la excomunión. Cada cual debería recibir lo necesario. Los monjes
deberían ser parcos en el comer y el beber. Siempre prestos y
dispuestos para el trabajo y la oración. Amables con los ancianos,
enfermos y niños. Finalmente, no negarían hospedaje a todo el que
lo demandara. Recibirían a los huéspedes con caridad y humildad.
En
segundo lugar, debía ocuparse del territorio y de sus habitantes. De
momento, al lado del monasterio debería seguir en aumento el núcleo
de población que ya existía. Habría que acondicionar nuevas calles
y plazas para que poco a poco se asentaran los nuevos colonos que
llegarían a repoblarla. Ya soñaba con una gran villa expandida
alrededor del monasterio. También habría que fijar más población
en los núcleos ya existentes. No eran muchos, pero había que
aprovecharlos. De momento, el coto se extendería alrededor del
monasterio dos leguas de norte a sur y más de una legua de este a
oeste. Aquí se ubicarían los edificios destinados a la
administración del monasterio, además del horno, el molino, la
fragua, la carpintería y demás oficios que se establecieran en el
futuro. Dentro del coto, pero fuera de los solares destinados a las
viviendas y demás edificios, se cultivarían toda clase de
hortalizas, verduras y frutas necesarias para el sustento de los
monjes y la población residente en el mismo. Más allá de estos
límites se aprovecharían los pastos y bosques para la cría de
ganado, que suministrarían a la población leche y carne, así como
madera para la construcción y leña para quemar y calentarse. El
río, a su vez, los proveería del pescado suficiente para cubrir sus
necesidades.
Hacía
algo más de un mes que el padre abad había regresado de su
entrevista con el rey en Oviedo. Impartía órdenes entre los monjes
para que se ocuparan de la fértil huerta que rodeaba el monasterio.
Había que cuidar las diversas verduras, legumbres y hortalizas que
crecían vigorosamente en aquel precioso rincón de la extensa vega.
Los monjes se esmeraban en el cuidado de aquellos cultivos que les
servirían de alimento en su frugal mesa.
—Padre
abad, ha llegado un grupo de colonos al monasterio.
—Muy
bien. Hazles pasar al atrio, fray Amador. Termino con esto y voy para
allá.
—De
acuerdo, padre, así lo haré.
Poco
después el abad dom Alonso se acercaba al grupo de colonos recién
llegado. Eran los primeros que recibía después de su entrevista con
el rey.
—¡Bienvenidos,
hermanos, a este humilde monasterio! Vamos a intentar acomodaros lo
mejor posible. Mientras no seáis autosuficientes, procuraremos daros
todo lo que necesitéis. Luego deberéis manteneros por vosotros
mismos. ¿Estáis de acuerdo?
El
grupo permaneció callado.
—¿No
hay nadie que responda?
—Estamos
de acuerdo —se atrevió a balbucear un hombre joven y fuerte.
—¿Cómo
te llamas? —le preguntó el abad.
—Zacarías
—contestó el aludido.
—Bien,
Zacarías, ¿cuántos sois?
—No
sé muy bien, pero un centenar más o menos.
El
abad pidió que los contara y le dijera el número exacto de los
recién llegados.
—Somos
ciento catorce entre hombres, mujeres y niños.
—Bien,
os instalaréis en la hospedería del monasterio todos los que
quepáis. El resto os distribuiréis por las casas del poblado. ¿Hay
alguno entre vosotros que tenga el oficio de cantero?
Media
docena de hombres levantaron la mano.
—Muy
bien, vosotros os encargaréis de construir viviendas suficientes
para todos los que acabáis de llegar. Os ayudarán una docena de
hombres para acarrear los materiales y haceros la masa que necesitéis
para construir. Los demás comenzarán a trabajar la tierra mañana
mismo. Antes de un año quiero que seáis autosuficientes. Los que lo
consigáis seréis dueños del terreno que hayáis cultivado.
Un
murmullo de agradecimiento se elevó del grupo allí reunido.
—En
el futuro trabajaréis el trozo de tierra que os hayáis ganado para
vuestro sustento y, además, realizaréis trabajos colectivos en el
resto de tierras para el monasterio. Trabajaréis en el campo
hombres, mujeres y los adolescentes a partir de catorce años. Los
menores se cuidarán de atender los ganados en el bosque y la dehesa.
Ahora esperad aquí que os darán algo de comer y os asignarán
vuestros aposentos.
El
abad ordenó al hermano cocinero que les ofreciera un pequeño
refrigerio. Después fray Amador se encargaría de distribuirlos en
la hospedería del monasterio y por las casas del poblado. El padre
abad, por su parte, pidió a los canteros que lo acompañaran para
indicarles dónde debían comenzar a edificar y cómo se debían
distribuir las nuevas viviendas a lo largo y ancho del poblado.
Durante los meses siguientes fueron llegando nuevos colonos
procedentes del reino de Asturias y del al-Ándalus. Todos tuvieron
cabida en el monasterio recién creado y en los pequeños núcleos de
población que había diseminados por el vasto territorio de los
Campos Godos. Los nuevos colonos contraían una serie de cargas y
obligaciones con el monasterio. Debían trabajar un determinado
número de días al año exclusivamente para él. También tenían
que contribuir con productos de su propio predio, los diezmos,
productos elaborados, como las cargas de leña que estaban obligados
a proporcionar cada año al monasterio, leche, pan, piezas de caza,
pescado, prestar herramientas, aperos, yuntas de bueyes o caballerías
para la labranza y un sinfín de productos y servicios que sangraban
la paupérrima economía de aquellas pobres gentes. A cambio de todo
esto recibían el amparo y la protección del monasterio. Así se
iban repoblando las nuevas tierras reconquistadas y se tejía el
entramado social de las mismas, que desembocó en el nacimiento de
los grandes señoríos medievales.
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