jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 6


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El uno de agosto del año 939 el ejército de Abd al-Rahman III se hallaba concentrado en las inmediaciones de Simancas. El ingente número de combatientes y la larga retahíla de mulas que transportaba su intendencia necesitaron dos días y medio para cruzar el viejo puente romano sobre el Pisuerga. Al amanecer del día uno, la enorme máquina se puso en movimiento para atacar y asolar la ciudad, pero enfrente se toparon con las tropas de Ramiro II. El califa aún no contaba con su presencia.
La batalla se inició de madrugada. Apenas salido el sol, una avanzadilla de las huestes de don Ramiro hostigó a la vanguardia del ejército sarraceno, que se disponía en aquel momento a atacar las murallas de la ciudad. El resto del ejército cristiano esperaba a poco más de media milla al nordeste de la misma. La avanzadilla cristiana, al ser descubierta por los muslimes, retrocedió sobre sus pasos para incitarlos a que los siguieran. Minutos más tarde se produjo el primer choque frontal de ambas fuerzas. Después de los momentos iniciales de fuertes enfrentamientos y primeras bajas por parte de ambos bandos, la gran superioridad de los musulmanes obligó al ejército cristiano a huir en retirada. Era preferible dar por perdido el primer asalto que resistir con un altísimo coste de vidas humanas. Las tropas de don Ramiro retrocedieron algo más de media legua, dejando en tablas el primer ataque. No tardaron los cristianos en rehacerse y presentar batalla de nuevo a las tropas del califa. Éstas, sorprendidas, se reorganizaron inmediatamente para hacer frente a los infieles del norte. El enfrentamiento produjo de nuevo unas cuantas bajas por ambos bandos. Las fuerzas cristianas resistían la enorme presión de sus enemigos. Durante la mayor parte del día la lucha se mantuvo codo con codo. Sólo al atardecer el ejército de don Ramiro decidió ceder y retroceder alrededor de media legua para pasar la noche que ya se les echaba encima.
El segundo día de la batalla, antes de que surgiera el alba, Ramiro II comenzó a arengar a sus ejércitos. Quería infundir en sus gentes el valor suficiente para arremeter contra aquella pesada máquina de matar que tenían delante y enfrentarse con denuedo a sus enemigos.
Guerreros, súbditos y vasallos míos, no os desaniméis porque el enemigo nos doble en número. Cada uno de vosotros vale por dos de ellos. Confiad en vuestras fuerzas y en la ayuda de Dios, que está de nuestra parte para vencer a esos infieles. Recordad nuestra historia pasada y los triunfos que hemos obtenido contra esos pusilánimes. No hemos llegado hasta aquí en la Reconquista de España para que ahora se pierda todo en una sola batalla. Mis valientes guerreros, ha llegado la hora de demostrar nuestro valor. Ha llegado el momento de escribir una de las más bellas páginas de nuestra Historia. De aquí debemos salir vencedores y no vencidos. Debemos luchar y resistir hasta morir.
Un grito unánime de asentimiento recorrió todas las tropas.
Y ahora dispongámonos a partir con redoblado valor al campo de batalla.
Los condes y generales dieron la orden de partida. Y lo mismo hizo el rey de Navarra. Los ejércitos cristianos avanzaron enérgicamente al encuentro de las tropas sarracenas. A la salida del sol se produjeron los primeros choques entre sus armas. El combate fue arduo. Se prolongó a lo largo de casi toda la mañana. Las bajas se sucedían por ambas partes, aunque eran superiores las del ejército andalusí. Antes del mediodía el califa dio orden de replegarse a sus tropas. Necesitaban un descanso para organizarse y reponer fuerzas. Los cristianos aprovecharon el momento para hacer lo mismo. Luego, se reanudaron los combates, que se prolongaron hasta la caída del sol. La lucha había sido febril. El campo de batalla había quedado sembrado de cadáveres, que ambos bandos se apresuraron a retirar. Todos los combatientes agradecieron el merecido descanso que la noche les proporcionaba y que tanto necesitaban.
El tercer día el combate fue un calco de los dos precedentes. Se luchó mañana y tarde hasta la extenuación. Las bajas iban en aumento, pero ninguno de los dos bandos desistía. Al anochecer los ejércitos se replegaron una vez más para el merecido descanso nocturno. Al día siguiente se reanudaron los combates. Durante toda la mañana las fuerzas estuvieron muy equilibradas. Después del descanso del mediodía los islamistas comenzaron a perder terreno. Daba la impresión que se había producido un cierto desorden en sus filas. Los cristianos aprovecharon el desconcierto para obtener ventaja. Las bajas árabes duplicaban y hasta triplicaban las de los leoneses y aragoneses. Al final de la jornada el éxito de los cristianos fue indudable. La balanza se había inclinado totalmente a su favor.
Amaneció el quinto día de la batalla con los ánimos reforzados para la coalición navarro-leonesa. Ante el éxito del día anterior, ambos monarcas exhortaron a sus huestes para que no decayera el ánimo. Tenían la batalla casi ganada y ahora las fuerzas de ambos bandos estaban mucho más equilibradas. El gran número de bajas andalusíes del día anterior había diezmado sus filas. Eso infundía mayor valor en las huestes cristianas. Ya desde primeras horas de la mañana llevaban toda la iniciativa. A lo largo de la tarde la desorganización de las tropas musulmanas fue total. Sus amires no se ponían de acuerdo, lo que los condujo a una gran desbandada. Los muertos yacían por doquier, mientras los supervivientes se batían en retirada. El califa suplicaba a Alá que llegara pronto la noche para reorganizar su ejército, pues veía cómo se diezmaban sus mesnadas. Cuando los tuvo a todos reunidos, se vio obligado a hacer una nueva llamada a la Guerra Santa. Sus hombres se habían llenado de pavor y habían olvidado el sagrado deber para el que habían sido convocados.
Os recuerdo una vez más que ésta es la Campaña del Gran Poder. Estáis obligados a luchar por Allah y por su Profeta. Nuestra religión y nuestra verdad se ha de extender por todo el mundo y éste es el momento de demostrarlo. No quiero que un solo hombre retroceda en el campo de batalla. Daréis vuestra sangre y vuestra vida por la causa. Si alguno retrocede, los que estén a su lado podrán atravesarlo con su lanza. Eso servirá de escarmiento para los que quieran seguir su ejemplo. Además, recordad que todo el que muera por esta causa resucitará en el paraíso celestial al lado de Allah y su Profeta. ¡Ahora a dormir y mañana a luchar hasta vencer o morir!
El sexto día fue el decisivo. Los muslimes acudieron a la batalla con el valor reforzado, pero los cristianos se habían crecido y su moral era mucho más alta. Durante las primeras horas el combate estuvo bastante equilibrado. Ambos bandos se mantenían firmes en su puesto y no cedían un palmo de terreno. Pero a medida que pasaban las horas los musulmanes comenzaron a ceder. Sus mandos volvieron a descoordinarse. Las bajas iban en aumento. El propio califa, al ver que su ejército se desmoronaba, dio la orden de retirada. Los sarracenos se precipitaron sobre el puente del Pisuerga para emprender la huida. Los cristianos aprovecharon el momento para causarles el mayor número de bajas posible. Después siguieron en pos de ellos por las llanuras castellanas.
Don Ramiro, al ver la desbandada del ejército andalusí, determinó ir tras ellos para aniquilarlos. Los acosaron durante varios días hasta conducirlos al profundo barranco de Alhándega, entre las tierras sorianas y Atienza. Muchos de ellos perecieron en él al precipitarse con sus caballos por sus barrancos y despeñaderos y otros muchos aplastados por sus propias monturas a causa del hacinamiento que allí se produjo. La matanza y el desastre fueron considerables. El propio Abd al-Rahman estuvo a punto de perder su vida allí también. Consiguió salir ileso gracias a su caballo y a la ayuda de sus servidores más fieles. En su precipitada huida se dejó un precioso ejemplar del Corán y una valiosa coraza de mallas toda de oro. La que había sido calificada como la Campaña del Gran Poder a punto estuvo de terminar con la vida del propio califa y se convirtió en su gran derrota. A su llegada a Córdoba, vencido y humillado, ordenó ejecutar a todos los oficiales supervivientes acusados de magna traición a Alá, a su Profeta y a él mismo en persona. A partir de aquella batalla, nunca más volvió a participar ni a dirigir personalmente una operación militar. Simancas le sirvió de humillación y escarmiento.
Don Ramiro regresó a casa con sus tropas cargado de enormes riquezas y abundante botín, que repartió con su cuñado García Sánchez I de Pamplona. A su llegada a León dedicó una buena parte de aquellas riquezas a engrandecer su palacio y a construir y mejorar algunos de los monasterios de la ciudad.
Como consecuencia de esta gran victoria para el reino de León y sus aliados, Ramiro II pudo llevar sus fronteras hasta el Tormes. Repobló Salamanca, Ledesma, Sepúlveda, Peñaranda de Bracamonte y Guadramiro. También repobló la ribera del Cea, cuyos trabajos dirigió personalmente. En cuanto a sus dominios más al este, el denominado condado de Castilla, encomendó la repoblación de Peñafiel y Cuéllar al conde Ansur Fernández, como agradecimiento a los servicios que le había prestado durante la batalla.
A la batalla de Simancas, de tan funesto recuerdo para Abd al-Rahman III y tanta gloria para Ramiro II, seguirán unos años de gran esplendor para el reino de León, que lograría expandir y afianzar sus fronteras con el islam en su lucha por la recuperación de todo el territorio peninsular. Pero acontecimientos de índole interna vendrían a turbar la merecida paz que el rey don Ramiro se había ganado. La dicha nunca puede llegar a ser perfecta.

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