6
El uno de agosto del año 939
el ejército de Abd al-Rahman III se hallaba concentrado en las
inmediaciones de Simancas. El ingente número de combatientes y la
larga retahíla de mulas que transportaba su intendencia necesitaron
dos días y medio para cruzar el viejo puente romano sobre el
Pisuerga. Al amanecer del día uno, la enorme máquina se puso en
movimiento para atacar y asolar la ciudad, pero enfrente se toparon
con las tropas de Ramiro II. El califa aún no contaba con su
presencia.
La batalla se inició de
madrugada. Apenas salido el sol, una avanzadilla de las huestes de
don Ramiro hostigó a la vanguardia del ejército sarraceno, que se
disponía en aquel momento a atacar las murallas de la ciudad. El
resto del ejército cristiano esperaba a poco más de media milla al
nordeste de la misma. La avanzadilla cristiana, al ser descubierta
por los muslimes, retrocedió sobre sus pasos para incitarlos a que
los siguieran. Minutos más tarde se produjo el primer choque frontal
de ambas fuerzas. Después de los momentos iniciales de fuertes
enfrentamientos y primeras bajas por parte de ambos bandos, la gran
superioridad de los musulmanes obligó al ejército cristiano a huir
en retirada. Era preferible dar por perdido el primer asalto que
resistir con un altísimo coste de vidas humanas. Las tropas de don
Ramiro retrocedieron algo más de media legua, dejando en tablas el
primer ataque. No tardaron los cristianos en rehacerse y presentar
batalla de nuevo a las tropas del califa. Éstas, sorprendidas, se
reorganizaron inmediatamente para hacer frente a los infieles del
norte. El enfrentamiento produjo de nuevo unas cuantas bajas por
ambos bandos. Las fuerzas cristianas resistían la enorme presión de
sus enemigos. Durante la mayor parte del día la lucha se mantuvo
codo con codo. Sólo al atardecer el ejército de don Ramiro decidió
ceder y retroceder alrededor de media legua para pasar la noche que
ya se les echaba encima.
El segundo día de la batalla,
antes de que surgiera el alba, Ramiro II comenzó a arengar a sus
ejércitos. Quería infundir en sus gentes el valor suficiente para
arremeter contra aquella pesada máquina de matar que tenían delante
y enfrentarse con denuedo a sus enemigos.
—Guerreros, súbditos y
vasallos míos, no os desaniméis porque el enemigo nos doble en
número. Cada uno de vosotros vale por dos de ellos. Confiad en
vuestras fuerzas y en la ayuda de Dios, que está de nuestra parte
para vencer a esos infieles. Recordad nuestra historia pasada y los
triunfos que hemos obtenido contra esos pusilánimes. No hemos
llegado hasta aquí en la Reconquista de España para que ahora se
pierda todo en una sola batalla. Mis valientes guerreros, ha llegado
la hora de demostrar nuestro valor. Ha llegado el momento de escribir
una de las más bellas páginas de nuestra Historia. De aquí debemos
salir vencedores y no vencidos. Debemos luchar y resistir hasta
morir.
Un grito unánime de
asentimiento recorrió todas las tropas.
—Y ahora dispongámonos a
partir con redoblado valor al campo de batalla.
Los condes y generales dieron
la orden de partida. Y lo mismo hizo el rey de Navarra. Los ejércitos
cristianos avanzaron enérgicamente al encuentro de las tropas
sarracenas. A la salida del sol se produjeron los primeros choques
entre sus armas. El combate fue arduo. Se prolongó a lo largo de
casi toda la mañana. Las bajas se sucedían por ambas partes, aunque
eran superiores las del ejército andalusí. Antes del mediodía el
califa dio orden de replegarse a sus tropas. Necesitaban un descanso
para organizarse y reponer fuerzas. Los cristianos aprovecharon el
momento para hacer lo mismo. Luego, se reanudaron los combates, que
se prolongaron hasta la caída del sol. La lucha había sido febril.
El campo de batalla había quedado sembrado de cadáveres, que ambos
bandos se apresuraron a retirar. Todos los combatientes agradecieron
el merecido descanso que la noche les proporcionaba y que tanto
necesitaban.
El tercer día el combate fue
un calco de los dos precedentes. Se luchó mañana y tarde hasta la
extenuación. Las bajas iban en aumento, pero ninguno de los dos
bandos desistía. Al anochecer los ejércitos se replegaron una vez
más para el merecido descanso nocturno. Al día siguiente se
reanudaron los combates. Durante toda la mañana las fuerzas
estuvieron muy equilibradas. Después del descanso del mediodía los
islamistas comenzaron a perder terreno. Daba la impresión que se
había producido un cierto desorden en sus filas. Los cristianos
aprovecharon el desconcierto para obtener ventaja. Las bajas árabes
duplicaban y hasta triplicaban las de los leoneses y aragoneses. Al
final de la jornada el éxito de los cristianos fue indudable. La
balanza se había inclinado totalmente a su favor.
Amaneció el quinto día de la
batalla con los ánimos reforzados para la coalición
navarro-leonesa. Ante el éxito del día anterior, ambos monarcas
exhortaron a sus huestes para que no decayera el ánimo. Tenían la
batalla casi ganada y ahora las fuerzas de ambos bandos estaban mucho
más equilibradas. El gran número de bajas andalusíes del día
anterior había diezmado sus filas. Eso infundía mayor valor en las
huestes cristianas. Ya desde primeras horas de la mañana llevaban
toda la iniciativa. A lo largo de la tarde la desorganización de las
tropas musulmanas fue total. Sus amires no se ponían de acuerdo, lo
que los condujo a una gran desbandada. Los muertos yacían por
doquier, mientras los supervivientes se batían en retirada. El
califa suplicaba a Alá que llegara pronto la noche para reorganizar
su ejército, pues veía cómo se diezmaban sus mesnadas. Cuando los
tuvo a todos reunidos, se vio obligado a hacer una nueva llamada a la
Guerra Santa. Sus hombres se habían llenado de pavor y habían
olvidado el sagrado deber para el que habían sido convocados.
—Os recuerdo una vez más
que ésta es la Campaña
del Gran Poder.
Estáis obligados a luchar por Allah y por su Profeta. Nuestra
religión y nuestra verdad se ha de extender por todo el mundo y éste
es el momento de demostrarlo. No quiero que un solo hombre retroceda
en el campo de batalla. Daréis vuestra sangre y vuestra vida por la
causa. Si alguno retrocede, los que estén a su lado podrán
atravesarlo con su lanza. Eso servirá de escarmiento para los que
quieran seguir su ejemplo. Además, recordad que todo el que muera
por esta causa resucitará en el paraíso celestial al lado de Allah
y su Profeta. ¡Ahora a dormir y mañana a luchar hasta vencer o
morir!
El sexto día fue el decisivo.
Los muslimes acudieron a la batalla con el valor reforzado, pero los
cristianos se habían crecido y su moral era mucho más alta. Durante
las primeras horas el combate estuvo bastante equilibrado. Ambos
bandos se mantenían firmes en su puesto y no cedían un palmo de
terreno. Pero a medida que pasaban las horas los musulmanes
comenzaron a ceder. Sus mandos volvieron a descoordinarse. Las bajas
iban en aumento. El propio califa, al ver que su ejército se
desmoronaba, dio la orden de retirada. Los sarracenos se precipitaron
sobre el puente del Pisuerga para emprender la huida. Los cristianos
aprovecharon el momento para causarles el mayor número de bajas
posible. Después siguieron en pos de ellos por las llanuras
castellanas.
Don Ramiro, al ver la
desbandada del ejército andalusí, determinó ir tras ellos para
aniquilarlos. Los acosaron durante varios días hasta conducirlos al
profundo barranco de Alhándega, entre las tierras sorianas y
Atienza. Muchos de ellos perecieron en él al precipitarse con sus
caballos por sus barrancos y despeñaderos y otros muchos aplastados
por sus propias monturas a causa del hacinamiento que allí se
produjo. La matanza y el desastre fueron considerables. El propio Abd
al-Rahman estuvo a punto de perder su vida allí también. Consiguió
salir ileso gracias a su caballo y a la ayuda de sus servidores más
fieles. En su precipitada huida se dejó un precioso ejemplar del
Corán y una valiosa coraza de mallas toda de oro. La que había sido
calificada como la Campaña
del Gran Poder a
punto estuvo de terminar con la vida del propio califa y se convirtió
en su gran derrota. A su llegada a Córdoba, vencido y humillado,
ordenó ejecutar a todos los oficiales supervivientes acusados de
magna traición a Alá, a su Profeta y a él mismo en persona. A
partir de aquella batalla, nunca más volvió a participar ni a
dirigir personalmente una operación militar. Simancas le sirvió de
humillación y escarmiento.
Don Ramiro regresó a casa con
sus tropas cargado de enormes riquezas y abundante botín, que
repartió con su cuñado García Sánchez I de Pamplona. A su llegada
a León dedicó una buena parte de aquellas riquezas a engrandecer su
palacio y a construir y mejorar algunos de los monasterios de la
ciudad.
Como consecuencia de esta gran
victoria para el reino de León y sus aliados, Ramiro II pudo llevar
sus fronteras hasta el Tormes. Repobló Salamanca, Ledesma,
Sepúlveda, Peñaranda de Bracamonte y Guadramiro. También repobló
la ribera del Cea, cuyos trabajos dirigió personalmente. En cuanto a
sus dominios más al este, el denominado condado de Castilla,
encomendó la repoblación de Peñafiel y Cuéllar al conde Ansur
Fernández, como agradecimiento a los servicios que le había
prestado durante la batalla.
A la batalla de Simancas, de
tan funesto recuerdo para Abd al-Rahman III y tanta gloria para
Ramiro II, seguirán unos años de gran esplendor para el reino de
León, que lograría expandir y afianzar sus fronteras con el islam
en su lucha por la recuperación de todo el territorio peninsular.
Pero acontecimientos de índole interna vendrían a turbar la
merecida paz que el rey don Ramiro se había ganado. La dicha nunca
puede llegar a ser perfecta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario