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Apenas
habían transcurrido cuatro semanas desde la derrota y muerte del
usurpador cuando dieron comienzo los actos de la ceremonia de la
coronación de don Alfonso. Ésta se llevaría a cabo en la catedral
de Oviedo y sería presidida por el obispo de la ciudad. En palacio
no había reposo para nadie. Hervía como un hormiguero. Toda la
servidumbre cumplía sin rechistar las órdenes recibidas. Las idas y
venidas del personal de servicio por el palacio eran incesantes. A
simple vista parecía un verdadero caos, pero todo el mundo cumplía
escrupulosamente las tareas encomendadas. De ello se encargaba el
mayordomo de palacio y dos ayudantes que ejecutaban todas las órdenes
que éste impartía. El día señalado debía estar todo a punto sin
que faltara ni un solo detalle. Para ello no sólo se estaba
acondicionando el gran comedor del palacio, sino varios salones
adjuntos que aumentarían considerablemente la capacidad del mismo,
ya que eran muchos los asistentes que se esperaban de todo el reino.
Debería presentar todo un aspecto impecable. El mobiliario, la
mantelería, la vajilla, las copas de vidrio y plata, la cubertería
del preciado metal, en fin todo debería estar en su punto y en su
sitio exacto. El mayordomo no perdía detalle y se multiplicaba para
que todo estuviera como él quería.
Por
su parte, la guardia real se entrenaba continuamente para rendir
honores al nuevo monarca y a toda su corte. Ensayaban los desfiles
que tenían que realizar ante el rey, los distintos pasos y
movimientos que debían ejecutar ante el solio regio, el lugar exacto
que debían ocupar durante la ceremonia. No podían dejar nada al
azar, pues de ellos dependía la seguridad del rey y de todos sus
invitados. El responsable de que toda la ceremonia se celebrara sin
ningún contratiempo era el capitán de esta guardia. Para lograrlo
no cejaba un minuto en su empeño.
Por
fin llegó el día señalado para la coronación: el 25 de diciembre
del año 866. La catedral románica de San Salvador lucía en todo su
esplendor. La puerta principal estaba engalanada como nunca los
ovetenses habían visto. El interior estaba tan iluminado por el
ingente número de velas que allí ardían, que parecía pleno día
a pesar de la oscuridad que reinaba normalmente en el templo. El
altar mayor resplandecía con todas sus galas derrochando luz a
raudales. El obispo de Oviedo, rodeado por todo su cabildo, esperaba
en el centro del altar la llegada del monarca. Vestía una capa
bordada en oro y cubría su cabeza con una mitra bordada también en
oro y con incrustaciones de piedras preciosas. En su mano derecha
lucía el anillo pastoral, una gran gema incrustada en oro. En su
mano izquierda portaba el báculo de plata con incrustaciones de
gemas y piedras preciosas. En el templo reinaba el silencio más
absoluto. Vino a romperlo el repique de campanas junto con el redoble
de tambores y el son de gaitas que se acercaba a la catedral. Luego
se hizo el silencio mientras aparecía al fondo de la iglesia la
figura del monarca rodeado por toda su corte. Vestía calzas de lino
bordadas en seda, una camisa de algodón bordada en oro, una saya de
lino de color púrpura con adornos de seda y encima de todo ello una
gran capa que arrastraba hasta el suelo de brocado en seda de color
púrpura con adornos de oro y pedrería. De su cinturón colgaba una
hermosa espada cuya empuñadura estaba adornada con rubíes y
diamantes. Calzaba unos bonitos zapatos de cuero fino con adornos en
pedrería y llevaba sus manos enfundadas en guantes de final piel.
Avanzaba por el centro del templo con paso firme y parsimonioso. Tras
él seguía su madre ricamente engalanada para la ceremonia. A
continuación se hallaban sus hermanos, los infantes don Bermudo, don
Nuño, don Fruela y don Odoario. Seguían sus pasos su tío, don
Rodrigo, y su primo, don Diego, junto a otros familiares de
parentesco ya más alejado. A continuación de éstos avanzaba un
nutrido grupo de la aristocracia del reino. Duques, marqueses y
condes con sus cónyuges llegados de todas las partes del reino, y de
otros reinos cristianos, se habían dado cita allí para rendir
homenaje al nuevo soberano. Todos fueron ocupando sus puestos en la
parte frontal de la nave, al lado del altar mayor. El rey ocupó su
sitio en el lado del Evangelio en el propio altar. Su madre, la reina
Nuña, se situó cerca de él, pero en un segundo plano. El resto de
la familia real ocupó un tercer plano más discreto.
Después
de que todos los asistentes ocuparan sus puestos y se hiciera un
silencio total, el obispo dio comienzo a la ceremonia de la
coronación. Para ello concelebraría una misa solemne con todo su
cabildo. Llegado el Ofertorio, el obispo procedió a la coronación
del rey. Don Alfonso se levantó del solio real e hincó su rodilla
derecha en tierra. El mitrado, después de ungir su cabeza y su
frente con los óleos sagrados, bendijo la corona real y la depositó
sobre la cabeza del monarca.
—Majestad, recibid esta
corona de mis manos como símbolo de vuestro poder real. Yo, como
ministro de Dios y por su gracia, en este momento solemne os corono
como rey de Asturias. Reinaréis con el nombre de Alfonso III. Que
Dios os ilumine en vuestras decisiones y colme de gloria vuestro
reinado.
Luego pronunció varias
plegarias y oraciones mientras el rey permanecía postrado ante él.
Terminadas éstas, el rey, majestuoso, se irguió con su corona de
oro engarzada con diamantes y rubíes para mostrarse así ante sus
deudos y súbditos, que no dudaron en aclamarlo con vítores de
emoción y alegría. Acto seguido cantaron varios salmos en honor del
nuevo rey para continuar después con la celebración de la
Eucaristía.
Finalizado el acto de la
coronación y la celebración de la Misa, el rey con la familia real
y todos sus invitados se encaminaron hacia el palacio para continuar
allí con la fiesta civil y más pagana. En cuanto hizo acto de
presencia el rey en la puerta de la catedral, comenzaron a tañer las
campanas y a sonar de nuevo las gaitas y tambores que no cesaron
hasta que toda la comitiva entró en palacio.
En la mesa real se sentó a la
derecha del rey la reina madre. A continuación de ella se sentaron
los infantes por orden de edad. A la izquierda del rey tomó asiento
por orden expresa de don Alfonso su tío, don Rodrigo, y al lado de
éste, su hijo, don Diego. A continuación se sentó el obispo de
Oviedo. El resto de invitados fue tomando sus asientos conforme a su
estado y alcurnia, tal como lo había dispuesto el protocolo de la
casa real. Don Alfonso colocó a su tío a su izquierda no sólo en
agradecimiento a los servicios prestados en la recuperación del
trono real, sino también porque lo necesitaba como consejero. Su tío
le era totalmente leal, algo que no podía asegurar de sus propios
hermanos. A sus oídos había llegado la noticia de su rebelión y de
su postura más próxima a Fruela Bermúdez que a su persona. Y fue
precisamente su tío quien lo puso al corriente de los hechos.
El banquete transcurría con
normalidad. Las mesas rebosaban de viandas y bebidas. Abundaban las
carnes de todo tipo, pescados, mariscos y los mejores caldos que se
producían en el reino. Los comensales entre bocado y bocado hablaban
de sus problemas e inquietudes, de las excelencias de los vinos y
manjares, de la ceremonia de la coronación y del nuevo orden
establecido en el reino de Asturias. Algunos ya trataban de crear
alianzas con el nuevo rey. Los más le deseaban un largo y fructífero
reinado. Tan sólo los infantes parecían desearle lo peor a tenor de
sus caras circunflejas y su estado anímico. No se les había visto
una sonrisa ni una expresión ni un gesto de alegría a lo largo de
toda la ceremonia. Era como si se les hubiera helado la sangre en las
venas.
—Tened mucho cuidado,
querido sobrino —le dijo don Rodrigo en un susurro casi al oído—.
No os fiéis lo más mínimo de vuestros hermanos. No les he quitado
el ojo de encima durante toda la ceremonia y su comportamiento no me
inspira confianza.
—Descuidad, querido tío. Lo
tendré en cuenta.
El banquete transcurrió con
normalidad. Al finalizar los postres comenzó a oírse el son de una
gaita al que poco después se añadieron otras más. No tardaron en
saltar a la pista las primeras parejas para dejarse llevar por el
ritmo de la música. La fiesta se animaba por momentos. Todo el mundo
charlaba, bailaba o se divertía alegremente sin preocuparse por lo
que ocurría a su alrededor. Tan sólo los infantes parecían estar
fuera de lugar. Uno de ellos, don Bermudo, había desparecido. Los
otros tres estaban inquietos. Al principio creyeron que se habría
ausentado por alguna indisposición. Pero pasaban los minutos y
Bermudo no regresaba a la fiesta. Uno de ellos decidió ir a sus
aposentos para cerciorarse si estaba allí o no. No tardó en
regresar con una respuesta negativa. Los tres hermanos estaban
nerviosos e inquietos.
—Tenemos que tomar una
decisión —comentó Nuño—. No es normal que Bermudo haya
desaparecido así sin darnos una explicación.
—Claro que no es normal
—añadió Fruela—. Siempre ha contado con nosotros.
—Tiene que haberle ocurrido
algo extraño —insinuó Nuño.
—O tal vez nos ha
traicionado —sugirió Odoario.
—No se te ocurra ni siquiera
pensarlo —le recriminó Fruela—. Bermudo no sería capaz de
traicionarnos.
—No estés tan seguro de
eso, hermanito —apostilló Odoario.
—Sea como sea, no podemos
quedarnos de brazos cruzados sin hacer nada —insistió Nuño—.
Tenemos que ponernos en movimiento ya. Si alguien se percata de su
ausencia, nos podemos ver metidos en un buen lío. Me temo que
Alfonso sabe ya algo de lo nuestro y si no lo sabe aún, no tardará
en saberlo. Tiene a la mayor parte de la gente de su parte y tarde o
temprano alguien se irá de la lengua.
—¿No se habrán ido ya y
Bermudo lo ha descubierto? —sugirió Odoario—. Tal vez ése
sea el motivo por el que ha desaparecido.
—No hay más que hablar.
¡Vámonos de aquí! —ordenó Nuño, que parecía llevar un poco el
mando sobre ellos—. Me temo que si permanecemos en este lugar,
correremos grave peligro.
Los infantes abandonaron
sigilosamente el salón donde continuaba la fiesta con gran
animación. Ya a solas decidieron dirigirse a sus aposentos para
trazar un plan de huida. Estaban seguros que, en cuanto detectaran la
ausencia de Bermudo, los apresarían de inmediato. Así que lo mejor
era anticiparse a los acontecimientos. Lo que no sabían los
infelices es que estaban siendo vigilados desde hacía rato. Don
Rodrigo se había percatado tan pronto como ellos, si no antes, de la
ausencia de Bermudo. Como no les quitaba ojo de encima, se dio
inmediatamente cuenta de la ausencia de éste. Al principio también
pensó que podía tratarse de un abandono momentáneo. Pero cuando
observó que éste se dilataba en el tiempo, pensó lo peor. Luego se
percató de que los otros tres infantes estaban nerviosos y
preocupados. Lo que le confirmó sus sospechas. El mayor se había
ido sin dar explicaciones a nadie. Había que seguir, pues, los pasos
de los otros tres y no perderlos de vista.
Cuando más animados estaban
trazando un plan de huida del palacio, se presentó ante ellos de
improviso una patrulla de la guardia real que los detuvo al instante.
Sin pérdida de tiempo fueron maniatados y encerrados en los
calabozos. Su tío no se fiaba de ellos y no quería darles la más
mínima ventaja. Después de ponerlos a buen recaudo, informó al rey
de ello.
—Querido sobrino, vuestros
hermanos ya están encerrados en el calabozo.
—Gracias, tío, ¿pero era
tan urgente que no habéis podido esperar a que terminara la fiesta?
—Tan urgente era, sobrino.
Habéis de saber que Bermudo ha escapado.
—¡Cómo es posible!
—exclamó don Alfonso.
—Noté su ausencia poco
después de comenzar el baile y eso fue lo que me puso en guardia. Al
ver que no regresaba, no perdí de ojo a los otros tres y di orden de
que los vigilaran y siguieran adondequiera que fueran. Ellos también
parecieron sorprendidos por la ausencia de Bermudo, por lo que pronto
me di cuenta que estaban maquinando algún plan. No tardaron en
abandonar también la fiesta para dirigirse a sus aposentos. Allí
los sorprendimos trazando el plan de huida.
—Bien, tío, os debo un
favor más. No sé cómo agradecéroslo.
—Ya me lo agradeceréis,
sobrino. Lo importante es haber desbaratado los planes de vuestros
hermanos y haberlos encerrado en las mazmorras. Ahora es preciso
encontrar a Bermudo. Si logra escapar, podría poner algún día en
peligro vuestro trono.
—Pues no hay tiempo que
perder. Demos la orden de su búsqueda y captura.
—La orden ya está dada,
querido sobrino.
—Veo que os anticipáis en
todo. Gracias de nuevo por vuestros desvelos hacia mi persona,
querido tío.
—Siempre estaré a vuestro
lado, Alfonso, y no escatimaré desvelos para defender vuestra
persona, aunque ello me cueste la vida.
Tío y sobrino siguieron
hablando por espacio de largo tiempo mientras la fiesta proseguía su
normal desarrollo. Ya bien entrada la noche, todo el mundo se retiró
a sus aposentos para descansar, dando por finalizada así la fiesta.
Al día siguiente cada cual regresaría a su lugar de origen. Habían
sido diez días de asueto que habían terminado con la fiesta de la
coronación. Ahora era el momento de volver a la normalidad.
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