domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 4


                                                                      4


           Apenas habían transcurrido cuatro semanas desde la derrota y muerte del usurpador cuando dieron comienzo los actos de la ceremonia de la coronación de don Alfonso. Ésta se llevaría a cabo en la catedral de Oviedo y sería presidida por el obispo de la ciudad. En palacio no había reposo para nadie. Hervía como un hormiguero. Toda la servidumbre cumplía sin rechistar las órdenes recibidas. Las idas y venidas del personal de servicio por el palacio eran incesantes. A simple vista parecía un verdadero caos, pero todo el mundo cumplía escrupulosamente las tareas encomendadas. De ello se encargaba el mayordomo de palacio y dos ayudantes que ejecutaban todas las órdenes que éste impartía. El día señalado debía estar todo a punto sin que faltara ni un solo detalle. Para ello no sólo se estaba acondicionando el gran comedor del palacio, sino varios salones adjuntos que aumentarían considerablemente la capacidad del mismo, ya que eran muchos los asistentes que se esperaban de todo el reino. Debería presentar todo un aspecto impecable. El mobiliario, la mantelería, la vajilla, las copas de vidrio y plata, la cubertería del preciado metal, en fin todo debería estar en su punto y en su sitio exacto. El mayordomo no perdía detalle y se multiplicaba para que todo estuviera como él quería.
              Por su parte, la guardia real se entrenaba continuamente para rendir honores al nuevo monarca y a toda su corte. Ensayaban los desfiles que tenían que realizar ante el rey, los distintos pasos y movimientos que debían ejecutar ante el solio regio, el lugar exacto que debían ocupar durante la ceremonia. No podían dejar nada al azar, pues de ellos dependía la seguridad del rey y de todos sus invitados. El responsable de que toda la ceremonia se celebrara sin ningún contratiempo era el capitán de esta guardia. Para lograrlo no cejaba un minuto en su empeño.
            Por fin llegó el día señalado para la coronación: el 25 de diciembre del año 866. La catedral románica de San Salvador lucía en todo su esplendor. La puerta principal estaba engalanada como nunca los ovetenses habían visto. El interior estaba tan iluminado por el ingente número de velas que allí ardían, que parecía pleno día a pesar de la oscuridad que reinaba normalmente en el templo. El altar mayor resplandecía con todas sus galas derrochando luz a raudales. El obispo de Oviedo, rodeado por todo su cabildo, esperaba en el centro del altar la llegada del monarca. Vestía una capa bordada en oro y cubría su cabeza con una mitra bordada también en oro y con incrustaciones de piedras preciosas. En su mano derecha lucía el anillo pastoral, una gran gema incrustada en oro. En su mano izquierda portaba el báculo de plata con incrustaciones de gemas y piedras preciosas. En el templo reinaba el silencio más absoluto. Vino a romperlo el repique de campanas junto con el redoble de tambores y el son de gaitas que se acercaba a la catedral. Luego se hizo el silencio mientras aparecía al fondo de la iglesia la figura del monarca rodeado por toda su corte. Vestía calzas de lino bordadas en seda, una camisa de algodón bordada en oro, una saya de lino de color púrpura con adornos de seda y encima de todo ello una gran capa que arrastraba hasta el suelo de brocado en seda de color púrpura con adornos de oro y pedrería. De su cinturón colgaba una hermosa espada cuya empuñadura estaba adornada con rubíes y diamantes. Calzaba unos bonitos zapatos de cuero fino con adornos en pedrería y llevaba sus manos enfundadas en guantes de final piel. Avanzaba por el centro del templo con paso firme y parsimonioso. Tras él seguía su madre ricamente engalanada para la ceremonia. A continuación se hallaban sus hermanos, los infantes don Bermudo, don Nuño, don Fruela y don Odoario. Seguían sus pasos su tío, don Rodrigo, y su primo, don Diego, junto a otros familiares de parentesco ya más alejado. A continuación de éstos avanzaba un nutrido grupo de la aristocracia del reino. Duques, marqueses y condes con sus cónyuges llegados de todas las partes del reino, y de otros reinos cristianos, se habían dado cita allí para rendir homenaje al nuevo soberano. Todos fueron ocupando sus puestos en la parte frontal de la nave, al lado del altar mayor. El rey ocupó su sitio en el lado del Evangelio en el propio altar. Su madre, la reina Nuña, se situó cerca de él, pero en un segundo plano. El resto de la familia real ocupó un tercer plano más discreto.
              Después de que todos los asistentes ocuparan sus puestos y se hiciera un silencio total, el obispo dio comienzo a la ceremonia de la coronación. Para ello concelebraría una misa solemne con todo su cabildo. Llegado el Ofertorio, el obispo procedió a la coronación del rey. Don Alfonso se levantó del solio real e hincó su rodilla derecha en tierra. El mitrado, después de ungir su cabeza y su frente con los óleos sagrados, bendijo la corona real y la depositó sobre la cabeza del monarca.
Majestad, recibid esta corona de mis manos como símbolo de vuestro poder real. Yo, como ministro de Dios y por su gracia, en este momento solemne os corono como rey de Asturias. Reinaréis con el nombre de Alfonso III. Que Dios os ilumine en vuestras decisiones y colme de gloria vuestro reinado.
Luego pronunció varias plegarias y oraciones mientras el rey permanecía postrado ante él. Terminadas éstas, el rey, majestuoso, se irguió con su corona de oro engarzada con diamantes y rubíes para mostrarse así ante sus deudos y súbditos, que no dudaron en aclamarlo con vítores de emoción y alegría. Acto seguido cantaron varios salmos en honor del nuevo rey para continuar después con la celebración de la Eucaristía.
Finalizado el acto de la coronación y la celebración de la Misa, el rey con la familia real y todos sus invitados se encaminaron hacia el palacio para continuar allí con la fiesta civil y más pagana. En cuanto hizo acto de presencia el rey en la puerta de la catedral, comenzaron a tañer las campanas y a sonar de nuevo las gaitas y tambores que no cesaron hasta que toda la comitiva entró en palacio.
En la mesa real se sentó a la derecha del rey la reina madre. A continuación de ella se sentaron los infantes por orden de edad. A la izquierda del rey tomó asiento por orden expresa de don Alfonso su tío, don Rodrigo, y al lado de éste, su hijo, don Diego. A continuación se sentó el obispo de Oviedo. El resto de invitados fue tomando sus asientos conforme a su estado y alcurnia, tal como lo había dispuesto el protocolo de la casa real. Don Alfonso colocó a su tío a su izquierda no sólo en agradecimiento a los servicios prestados en la recuperación del trono real, sino también porque lo necesitaba como consejero. Su tío le era totalmente leal, algo que no podía asegurar de sus propios hermanos. A sus oídos había llegado la noticia de su rebelión y de su postura más próxima a Fruela Bermúdez que a su persona. Y fue precisamente su tío quien lo puso al corriente de los hechos.
El banquete transcurría con normalidad. Las mesas rebosaban de viandas y bebidas. Abundaban las carnes de todo tipo, pescados, mariscos y los mejores caldos que se producían en el reino. Los comensales entre bocado y bocado hablaban de sus problemas e inquietudes, de las excelencias de los vinos y manjares, de la ceremonia de la coronación y del nuevo orden establecido en el reino de Asturias. Algunos ya trataban de crear alianzas con el nuevo rey. Los más le deseaban un largo y fructífero reinado. Tan sólo los infantes parecían desearle lo peor a tenor de sus caras circunflejas y su estado anímico. No se les había visto una sonrisa ni una expresión ni un gesto de alegría a lo largo de toda la ceremonia. Era como si se les hubiera helado la sangre en las venas.
Tened mucho cuidado, querido sobrino —le dijo don Rodrigo en un susurro casi al oído—. No os fiéis lo más mínimo de vuestros hermanos. No les he quitado el ojo de encima durante toda la ceremonia y su comportamiento no me inspira confianza.
Descuidad, querido tío. Lo tendré en cuenta.
El banquete transcurrió con normalidad. Al finalizar los postres comenzó a oírse el son de una gaita al que poco después se añadieron otras más. No tardaron en saltar a la pista las primeras parejas para dejarse llevar por el ritmo de la música. La fiesta se animaba por momentos. Todo el mundo charlaba, bailaba o se divertía alegremente sin preocuparse por lo que ocurría a su alrededor. Tan sólo los infantes parecían estar fuera de lugar. Uno de ellos, don Bermudo, había desparecido. Los otros tres estaban inquietos. Al principio creyeron que se habría ausentado por alguna indisposición. Pero pasaban los minutos y Bermudo no regresaba a la fiesta. Uno de ellos decidió ir a sus aposentos para cerciorarse si estaba allí o no. No tardó en regresar con una respuesta negativa. Los tres hermanos estaban nerviosos e inquietos.
Tenemos que tomar una decisión —comentó Nuño—. No es normal que Bermudo haya desaparecido así sin darnos una explicación.
Claro que no es normal —añadió Fruela—. Siempre ha contado con nosotros.
Tiene que haberle ocurrido algo extraño —insinuó Nuño.
O tal vez nos ha traicionado —sugirió Odoario.
No se te ocurra ni siquiera pensarlo —le recriminó Fruela—. Bermudo no sería capaz de traicionarnos.
No estés tan seguro de eso, hermanito —apostilló Odoario.
Sea como sea, no podemos quedarnos de brazos cruzados sin hacer nada —insistió Nuño—. Tenemos que ponernos en movimiento ya. Si alguien se percata de su ausencia, nos podemos ver metidos en un buen lío. Me temo que Alfonso sabe ya algo de lo nuestro y si no lo sabe aún, no tardará en saberlo. Tiene a la mayor parte de la gente de su parte y tarde o temprano alguien se irá de la lengua.
¿No se habrán ido ya y Bermudo lo ha descubierto? —sugirió Odoario—. Tal vez ése sea el motivo por el que ha desaparecido.
No hay más que hablar. ¡Vámonos de aquí! —ordenó Nuño, que parecía llevar un poco el mando sobre ellos—. Me temo que si permanecemos en este lugar, correremos grave peligro.
Los infantes abandonaron sigilosamente el salón donde continuaba la fiesta con gran animación. Ya a solas decidieron dirigirse a sus aposentos para trazar un plan de huida. Estaban seguros que, en cuanto detectaran la ausencia de Bermudo, los apresarían de inmediato. Así que lo mejor era anticiparse a los acontecimientos. Lo que no sabían los infelices es que estaban siendo vigilados desde hacía rato. Don Rodrigo se había percatado tan pronto como ellos, si no antes, de la ausencia de Bermudo. Como no les quitaba ojo de encima, se dio inmediatamente cuenta de la ausencia de éste. Al principio también pensó que podía tratarse de un abandono momentáneo. Pero cuando observó que éste se dilataba en el tiempo, pensó lo peor. Luego se percató de que los otros tres infantes estaban nerviosos y preocupados. Lo que le confirmó sus sospechas. El mayor se había ido sin dar explicaciones a nadie. Había que seguir, pues, los pasos de los otros tres y no perderlos de vista.
Cuando más animados estaban trazando un plan de huida del palacio, se presentó ante ellos de improviso una patrulla de la guardia real que los detuvo al instante. Sin pérdida de tiempo fueron maniatados y encerrados en los calabozos. Su tío no se fiaba de ellos y no quería darles la más mínima ventaja. Después de ponerlos a buen recaudo, informó al rey de ello.
Querido sobrino, vuestros hermanos ya están encerrados en el calabozo.
Gracias, tío, ¿pero era tan urgente que no habéis podido esperar a que terminara la fiesta?
Tan urgente era, sobrino. Habéis de saber que Bermudo ha escapado.
¡Cómo es posible! —exclamó don Alfonso.
Noté su ausencia poco después de comenzar el baile y eso fue lo que me puso en guardia. Al ver que no regresaba, no perdí de ojo a los otros tres y di orden de que los vigilaran y siguieran adondequiera que fueran. Ellos también parecieron sorprendidos por la ausencia de Bermudo, por lo que pronto me di cuenta que estaban maquinando algún plan. No tardaron en abandonar también la fiesta para dirigirse a sus aposentos. Allí los sorprendimos trazando el plan de huida.
Bien, tío, os debo un favor más. No sé cómo agradecéroslo.
Ya me lo agradeceréis, sobrino. Lo importante es haber desbaratado los planes de vuestros hermanos y haberlos encerrado en las mazmorras. Ahora es preciso encontrar a Bermudo. Si logra escapar, podría poner algún día en peligro vuestro trono.
Pues no hay tiempo que perder. Demos la orden de su búsqueda y captura.
La orden ya está dada, querido sobrino.
Veo que os anticipáis en todo. Gracias de nuevo por vuestros desvelos hacia mi persona, querido tío.
Siempre estaré a vuestro lado, Alfonso, y no escatimaré desvelos para defender vuestra persona, aunque ello me cueste la vida.
Tío y sobrino siguieron hablando por espacio de largo tiempo mientras la fiesta proseguía su normal desarrollo. Ya bien entrada la noche, todo el mundo se retiró a sus aposentos para descansar, dando por finalizada así la fiesta. Al día siguiente cada cual regresaría a su lugar de origen. Habían sido diez días de asueto que habían terminado con la fiesta de la coronación. Ahora era el momento de volver a la normalidad.



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