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El
complejo residencial del valle de Boides se hallaba en medio de un
paraíso natural. En él crecían bosques de castaños y pinares. Por
aquí y por allá se divisaban matas de robles, abedules, álamos,
avellanos, arces, piornos. De cuando en cuando surgía algún que
otro olmo, saúco, fresno o laurel. Las distintas tonalidades de
verde se extendían por todas partes, pues a toda esta vegetación
había que añadir las praderas, los helechos, los espinos albares,
las madreselvas y un sinfín de hierbas y plantas con sus hermosas
flores, que más parecía que uno se hallara en medio del edén que
en algún otro lugar de la Tierra.
Era
una hermosa mañana del año 893. El sol brillaba en lo alto del
firmamento con toda su fuerza. Los sentidos se extasiaban ante
aquella profusión de colores y fragancias que emanaban de todas
partes. El rey contemplaba maravillado aquel valle encantado y el
hermoso complejo que había ordenado construir para su goce y
deleite. Faltaban tan sólo algunos detalles de la iglesia, pero el
resto estaba terminado. Don Alfonso había elegido aquel paraíso
como lugar de veraneo.
La
iglesia era de porte elegante y macizo. Su estilo se podía
considerar ya casi románico, con ventanas estrechas y muros muy
anchos para sustentar el peso de todo el edificio, principalmente el
del tejado. Se distribuía en tres naves, la central más elevada que
las laterales, soportadas por arcos de medio punto apoyados en
capiteles y columnas, rematadas en sus cabeceras por los
correspondientes ábsides. El rey contemplaba ensimismado el robusto
edificio desde su costado sur en el que todavía trabajaban los
operarios, que se esforzaban en finalizar los últimos detalles. En
otoño sería inaugurado.
—Estáis
muy absorto, Señor. Ni siquiera os habéis percatado de mi
presencia.
—Perdonad,
Señora. Estaba ensimismado contemplando esta maravilla. ¿Qué os
parece?
—Pues
lo que acabáis de decir, una maravilla.
—¿Os
habéis fijado en los diferentes niveles que conforman la nave
central, la lateral y el pórtico?
—Sí,
querido esposo. Ya me había percatado de ello. Además, las dos
alturas de la nave central, la cabecera algo más baja, le dan un
toque especial. Hace que el conjunto parezca más armonioso.
—Claro
que lo hace. Es la gracia del edificio junto con el pórtico y el
compartimento lateral. Este último con el tejado a dos aguas le da
el toque final.
—¿Y
los arcos del pórtico? ¿No me digáis que no son hermosos?
—Desde
luego que lo son. Me siento muy orgulloso del templo y de todo el
conjunto. Esto constituye un verdadero paraíso. A partir de ahora
podremos pasar aquí muchas temporadas, Señora. ¿Os parece bien?
—Me
parece estupendamente. El lugar es realmente hermoso y tranquilo. Os
felicito, Señor, por la elección.
Los
reyes se internaron en un pequeño bosque de castaños que allí
mismo había. El calor invitaba a hacerlo. Poco después tomaron
asiento bajo su fronda.
—¿Se
han recibido noticias de García y de Ordoño?
—Últimamente
no, Señor. García hace unas tres semanas que envió un correo, pero
de Ordoño no sabemos nada desde hace más de un mes. Ese hijo desde
que se casó no se acuerda ya de nosotros.
—No
os preocupéis, Señora. Es normal. Ahora tiene alguien más en quien
pensar. Además, Tuy está más lejos que León y los correos tardan
más en llegar.
—Excusas.
Si quisiera comunicarse con nosotros, hallaría los medios para
hacerlo. Lo que pasa es que ahora está más por su esposa y por su
hijo que por sus padres.
—Es
natural, Señora. Me parece que estáis un poco celosa.
—No
son celos. Es rabia por no saber nada de él y de su familia. ¿O
acaso no los echáis en falta Vos, aunque sólo sea a vuestro nieto?
—Claro
que los echo en falta, Jimena, pero uno debe estar donde el deber le
manda. Ellos allí y nosotros aquí. Además, aquí tienes al resto
de nuestros hijos.
—Ya
lo sé, esposo mío. Pero siempre se suspira por el ausente.
Un
delicioso aroma a flores silvestres y madreselva hirió la pituitaria
de la pareja real. Los cantos de los pajarillos deleitaban sus oídos.
La sombra de la espesa arboleda había dulcificado los rigores de
aquella mañana estival.
—Es
una delicia hallarse en este lugar. Desde luego, habéis tenido un
gran acierto en elegirlo, Señor.
—Me
alegro que os deleite, Señora. Para mí supone una doble
satisfacción. ¿Os apetece continuar el paseo por el bosque?
—Prefiero
quedarme aquí. El andar me fatiga y más con estos calores.
—Pues
sería conveniente que anduvierais, Señora. El ejercicio es muy
bueno y más para Vos, que lleváis una vida muy sedentaria.
—Tampoco
Vos os podéis quejar. Desde que no vais a la guerra os habéis
vuelto algo perezoso. Si no fuera por la caza…
—No
os falta razón, Señora, pero yo al menos practico ese deporte de
cuando en cuando. Y hablando de caza, mañana mismo saldremos a
recorrer este valle y estas montañas a ver qué nos deparan. Por
aquí tiene que ser muy abundante.
—Eso
me pasa por haberla mencionado.
—No
seáis suspicaz, Señora, que ya lo tenía planeado. Y ahora no
estaría de más que regresáramos al palacete, pues se acerca la
hora del almuerzo.
Una
nueva ráfaga de perfume los deleitó con su aroma.
—¿Con
lo bien que se está aquí y queréis iros? Yo perdonaría de buen
grado el almuerzo.
—Bueno,
nos quedaremos un poco más para complaceros.
Los
reyes disfrutaron su nueva residencia de verano durante todo el mes
de agosto. Al mismo tiempo siguieron muy de cerca los trabajos
finales de la iglesia, así como los preparativos para su próxima
inauguración. El personal de servicio se esmeraba para tenerlo todo
a punto. Había que adecentar tanto el palacete como el templo y
tenerlo todo dispuesto para el día de la ceremonia.
En la madrugada del 16 de
octubre, antes del amanecer, la servidumbre del rey había desplegado
un frenético ajetreo. Pocas horas más tarde se llevaría a cabo la
consagración de la iglesia de San Salvador de Valdediós. Tenía que
estar todo a punto para ese acto solemne. Al acto asistieron los
obispos Rosendo I de Mondoñedo, Nausto de Coimbra, Sisnando de
Iria-Santiago, Ranulfo de Astorga, Argimiro de Lamego, Recaredo de
Lugo y Eleca de Zaragoza. También asistía toda la familia real,
excepto don García y don Ordoño por razones obvias, así como una
buena parte de la aristocracia asturiana. Era un momento que quedaría
grabado para la Historia y nadie se lo quería perder. El propio hijo
del rey, don Gonzalo, que a la sazón ya había recibido la orden
menor de subdiácono, asistiría en la ceremonia a los obispos y
presbíteros, como miembro que era de la familia real y de la
comunidad eclesiástica.
La
mañana era más bien fría. El cielo de un color plomizo amenazaba
lluvia. Los asistentes al acto hubieran preferido refugiarse en el
interior del templo antes que permanecer en el exterior hasta que
diera comienzo la ceremonia, pero el ritual no lo permitía. Después
de algo más de una hora de espera, hizo su aparición la familia
real. Cerraban la comitiva don Alfonso y doña Jimena, que ceñían
sus coronas reales y se cubrían con sendas capas talares de color
púrpura. Inmediatamente dio comienzo la ceremonia de la consagración
de la nueva iglesia. Los obispos dejaron sus báculos y sus mitras
mientras monseñor Sisnando saludaba a todos los presentes.
—La
paz y la gracia del Señor estén con todos vosotros en la nueva
iglesia de Dios.
—Que
así sea.
—Hermanos,
nos hemos reunido aquí con gran alegría para ofrecer un nuevo
edificio a Dios nuestro Señor en el que vamos a celebrar a
continuación el santo sacrificio de la Misa. Entremos con júbilo en
la casa del Señor y cantemos himnos de alabanza y gloria en su
honor.
—Así
sea.
—Vamos
a la casa del Señor.
Los
obispos recogieron sus báculos y sus mitras. Uno de los sirvientes
reales entregó la llave de la nueva iglesia al obispo de
Iria-Santiago, que acto seguido procedió a dar apertura solemne a su
puerta. A continuación todos entraron en el templo. Los obispos,
todos con casulla blanca, se dirigieron a sus cátedras. Los
sacerdotes, todos ellos con casulla verde, se situaron en el
presbiterio. A continuación los diáconos y subdiáconos vestidos
con sus dálmatas blancas ocuparon la parte más baja de las gradas
frente al altar. Acomodados los reyes en la tribuna real, situada en
la planta superior del lado del evangelio, continuó la ceremonia de
consagración en el interior del templo. Los obispos bendijeron el
agua que sirvió para rociar las paredes del templo y a los propios
asistentes al acto, como símbolo de purificación de sus pecados.
También rociaron el altar, que quedaría así bendecido para
celebrar en él el santo sacrificio de la Misa. Luego invitaron a
todos los fieles a orar para dar gracias a Dios por haberles
concedido la nueva iglesia. A continuación cantaron un himno para
glorificar a Dios y para que el Espíritu Santo los purificara con su
gracia. Después los obispos procedieron a colocar las reliquias de
San Salvador bajo el ara del altar. Hecho esto, dedicaron la nueva
iglesia al Señor con cantos y oraciones. A continuación ungieron el
altar con el crisma sagrado vertiéndolo en el centro y en las cuatro
esquinas, acompañado todo ello con himnos adecuados. Después
incensaron el altar y lo adornaron e iluminaron con cirios para
celebrar la Santa Eucaristía, todo ello acompañado de cantos y
oraciones. Acto seguido concelebraron el sacrificio de la Santa Misa.
Al final de ésta el obispo Sisnando bendijo a todos los asistentes
con la bendición papal:
—Benedicat
vos omnipotens Deus, Pater et Filius et Spiritus Sanctus descendat
super vos et maneat semper.
—Amen
—contestaron los
fieles.
Finalizada
la ceremonia, los reyes ofrecieron un opíparo banquete a los obispos
y aristócratas presentes. El rey y la reina presidieron la mesa. A
su izquierda y derecha se sentaron los demás miembros de la familia
real y los mitrados. A continuación de ellos tomaron asiento los
distintos consejeros del rey y aristócratas asistentes al acto.
Finalmente ocuparon sus asientos los sacerdotes y resto de miembros
eclesiásticos que tomaron parte en la ceremonia de consagración de
la nueva iglesia.
—Ha
sido un acto muy solemne, ¿no os parece, esposa mía?
—Estoy
de acuerdo con Vos, Señor.
—Bien,
pues brindemos por ello.
El
rey se puso en pie con su copa en alto. Todos los demás lo imitaron.
—Brindo
por esta bella iglesia que acabamos de consagrar para que permanezca
erguida durante los siglos venideros. Que nuestros hijos y los hijos
de nuestros hijos y los hijos de los hijos de nuestros hijos y así
durante generaciones y generaciones puedan verla y rendir culto en
ella tal como la contemplamos nosotros hoy.
—Que
así sea —contestaron los presentes.
—Que
sus muros no sean derribados ni por la ira divina ni por la furia de
nuestros enemigos. Que permanezcan enhiestos para gloria de Dios y
gloria nuestra por siglos y siglos.
—Así
sea —repitieron todos al unísono.
—Y
ahora, Señora, eminencias, señorías, invitados todos, disfrutad de
las viandas y manjares que hay sobre la mesa.
Un
murmullo general inundó el salón en el que se hallaban reunidos.
Poco después los obispos Rosendo y Eleca, que habían coincidido en
la mesa, comentaban algunos aspectos de la iglesia.
—Es
realmente un edificio precioso, ¿no le parece a su eminencia,
monseñor Eleca?
—Y
muy robusto, monseñor Rosendo.
—Bueno,
sigue un poco la trayectoria del arte asturiano iniciado por sus
predecesores, especialmente por el rey Ramiro I, aunque este templo
se aparta un poco de esos cánones al introducir algunos elementos
del arte árabe, como las celosías y los alfices y su decoración.
—Eso
supongo que es influencia de los mozárabes que han venido a repoblar
estas tierras, monseñor Rosendo.
—Supongo
que sí, ilustrísima. Además, sobre ese arte vuestra eminencia está
más versado que yo, pues en Zaragoza debe de ser bastante frecuente.
—En
efecto. Por eso creo que también son de influencia mozárabe la
espadaña y las almenas de tipo califal que rematan la línea del
tejado a dos aguas.
—Tenéis
razón, monseñor Eleca. Pero en su conjunto no cabe duda que es una
construcción muy al estilo del arte asturiano, tal como se puede
apreciar en su enorme parecido con San Miguel de Lillo y otros
monumentos característicos de esta región.
—¿Y
qué me decís de sus decorados interiores?
—Son
una auténtica maravilla tanto por su colorido como por los temas
representados. Es un inconmensurable gozo para la vista contemplar
toda esa obra pictórica de sus muros y sus bóvedas. ¡Y qué decir
de sus capiteles esculpidos!
—Cierto,
ilustrísima. Es una gran obra de arte digna de contemplar. Con obras
como ésta, la Iglesia cada día se consolida más y adquiere más
poder. Todos los reyes deberían preocuparse tanto como los reyes
asturianos por su engrandecimiento. No olvidéis que el poder de la
Iglesia ha de correr al unísono con el poder mundano. Entre ambos
tenemos que guiar al género humano hacia el reino celestial y para
llevar a cabo esa labor necesitamos tanto los recursos materiales
como los espirituales. En este sentido, en Zaragoza no tenemos tanta
suerte como aquí. Allí el poder material se ocupa muy poco de
nuestras necesidades y las dotaciones que nos dedica son más bien
escasas y limitadas. Es cierto que la familia reinante proviene de
una antigua familia aristocrática de renegados cristianos y tal vez
por ello se resistan más a conceder dádivas a la Iglesia. Me
gustaría poder inaugurar en mi diócesis alguna obra como ésta de
vez en cuando.
—Para
ello sería necesario volver a contar con una nación totalmente
unida, monseñor Eleca, como lo estuvo en la época de los visigodos.
Mientras estemos divididos y, además, los árabes ocupen la mayor
parte del territorio, existirán diferencias como éstas y aun
mayores. Pero eso es un problema de orden político que a nosotros no
nos concierne. Son los reyes y sus gobernantes los que deben
resolverlo.
—Tenéis
razón, monseñor Rosendo. A los reyes y sus gobernantes corresponde
dirigir los designios de sus reinos.
El
banquete real puso fin a la ceremonia de la consagración de la nueva
iglesia. Todos quedaron enormemente complacidos con los actos
celebrados y visiblemente emocionados por aquella obra de arte que
acababan de inaugurar. La consagración de San Salvador de Valdediós
pasaría a la posteridad como dejaba patente la lápida ubicada en la
Capilla de los Obispos, en la que se había hecho constar la fecha
del acontecimiento con los nombres de los obispos que participaron en
el acto.
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