miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 24



                                                                 24



            El complejo residencial del valle de Boides se hallaba en medio de un paraíso natural. En él crecían bosques de castaños y pinares. Por aquí y por allá se divisaban matas de robles, abedules, álamos, avellanos, arces, piornos. De cuando en cuando surgía algún que otro olmo, saúco, fresno o laurel. Las distintas tonalidades de verde se extendían por todas partes, pues a toda esta vegetación había que añadir las praderas, los helechos, los espinos albares, las madreselvas y un sinfín de hierbas y plantas con sus hermosas flores, que más parecía que uno se hallara en medio del edén que en algún otro lugar de la Tierra.
Era una hermosa mañana del año 893. El sol brillaba en lo alto del firmamento con toda su fuerza. Los sentidos se extasiaban ante aquella profusión de colores y fragancias que emanaban de todas partes. El rey contemplaba maravillado aquel valle encantado y el hermoso complejo que había ordenado construir para su goce y deleite. Faltaban tan sólo algunos detalles de la iglesia, pero el resto estaba terminado. Don Alfonso había elegido aquel paraíso como lugar de veraneo.
La iglesia era de porte elegante y macizo. Su estilo se podía considerar ya casi románico, con ventanas estrechas y muros muy anchos para sustentar el peso de todo el edificio, principalmente el del tejado. Se distribuía en tres naves, la central más elevada que las laterales, soportadas por arcos de medio punto apoyados en capiteles y columnas, rematadas en sus cabeceras por los correspondientes ábsides. El rey contemplaba ensimismado el robusto edificio desde su costado sur en el que todavía trabajaban los operarios, que se esforzaban en finalizar los últimos detalles. En otoño sería inaugurado.
—Estáis muy absorto, Señor. Ni siquiera os habéis percatado de mi presencia.
—Perdonad, Señora. Estaba ensimismado contemplando esta maravilla. ¿Qué os parece?
—Pues lo que acabáis de decir, una maravilla.
—¿Os habéis fijado en los diferentes niveles que conforman la nave central, la lateral y el pórtico?
—Sí, querido esposo. Ya me había percatado de ello. Además, las dos alturas de la nave central, la cabecera algo más baja, le dan un toque especial. Hace que el conjunto parezca más armonioso.
—Claro que lo hace. Es la gracia del edificio junto con el pórtico y el compartimento lateral. Este último con el tejado a dos aguas le da el toque final.
—¿Y los arcos del pórtico? ¿No me digáis que no son hermosos?
—Desde luego que lo son. Me siento muy orgulloso del templo y de todo el conjunto. Esto constituye un verdadero paraíso. A partir de ahora podremos pasar aquí muchas temporadas, Señora. ¿Os parece bien?
—Me parece estupendamente. El lugar es realmente hermoso y tranquilo. Os felicito, Señor, por la elección.
Los reyes se internaron en un pequeño bosque de castaños que allí mismo había. El calor invitaba a hacerlo. Poco después tomaron asiento bajo su fronda.
—¿Se han recibido noticias de García y de Ordoño?
—Últimamente no, Señor. García hace unas tres semanas que envió un correo, pero de Ordoño no sabemos nada desde hace más de un mes. Ese hijo desde que se casó no se acuerda ya de nosotros.
—No os preocupéis, Señora. Es normal. Ahora tiene alguien más en quien pensar. Además, Tuy está más lejos que León y los correos tardan más en llegar.
—Excusas. Si quisiera comunicarse con nosotros, hallaría los medios para hacerlo. Lo que pasa es que ahora está más por su esposa y por su hijo que por sus padres.
—Es natural, Señora. Me parece que estáis un poco celosa.
—No son celos. Es rabia por no saber nada de él y de su familia. ¿O acaso no los echáis en falta Vos, aunque sólo sea a vuestro nieto?
—Claro que los echo en falta, Jimena, pero uno debe estar donde el deber le manda. Ellos allí y nosotros aquí. Además, aquí tienes al resto de nuestros hijos.
—Ya lo sé, esposo mío. Pero siempre se suspira por el ausente.
Un delicioso aroma a flores silvestres y madreselva hirió la pituitaria de la pareja real. Los cantos de los pajarillos deleitaban sus oídos. La sombra de la espesa arboleda había dulcificado los rigores de aquella mañana estival.
—Es una delicia hallarse en este lugar. Desde luego, habéis tenido un gran acierto en elegirlo, Señor.
—Me alegro que os deleite, Señora. Para mí supone una doble satisfacción. ¿Os apetece continuar el paseo por el bosque?
—Prefiero quedarme aquí. El andar me fatiga y más con estos calores.
—Pues sería conveniente que anduvierais, Señora. El ejercicio es muy bueno y más para Vos, que lleváis una vida muy sedentaria.
—Tampoco Vos os podéis quejar. Desde que no vais a la guerra os habéis vuelto algo perezoso. Si no fuera por la caza…
—No os falta razón, Señora, pero yo al menos practico ese deporte de cuando en cuando. Y hablando de caza, mañana mismo saldremos a recorrer este valle y estas montañas a ver qué nos deparan. Por aquí tiene que ser muy abundante.
—Eso me pasa por haberla mencionado.
—No seáis suspicaz, Señora, que ya lo tenía planeado. Y ahora no estaría de más que regresáramos al palacete, pues se acerca la hora del almuerzo.
Una nueva ráfaga de perfume los deleitó con su aroma.
—¿Con lo bien que se está aquí y queréis iros? Yo perdonaría de buen grado el almuerzo.
—Bueno, nos quedaremos un poco más para complaceros.
Los reyes disfrutaron su nueva residencia de verano durante todo el mes de agosto. Al mismo tiempo siguieron muy de cerca los trabajos finales de la iglesia, así como los preparativos para su próxima inauguración. El personal de servicio se esmeraba para tenerlo todo a punto. Había que adecentar tanto el palacete como el templo y tenerlo todo dispuesto para el día de la ceremonia.
En la madrugada del 16 de octubre, antes del amanecer, la servidumbre del rey había desplegado un frenético ajetreo. Pocas horas más tarde se llevaría a cabo la consagración de la iglesia de San Salvador de Valdediós. Tenía que estar todo a punto para ese acto solemne. Al acto asistieron los obispos Rosendo I de Mondoñedo, Nausto de Coimbra, Sisnando de Iria-Santiago, Ranulfo de Astorga, Argimiro de Lamego, Recaredo de Lugo y Eleca de Zaragoza. También asistía toda la familia real, excepto don García y don Ordoño por razones obvias, así como una buena parte de la aristocracia asturiana. Era un momento que quedaría grabado para la Historia y nadie se lo quería perder. El propio hijo del rey, don Gonzalo, que a la sazón ya había recibido la orden menor de subdiácono, asistiría en la ceremonia a los obispos y presbíteros, como miembro que era de la familia real y de la comunidad eclesiástica.
La mañana era más bien fría. El cielo de un color plomizo amenazaba lluvia. Los asistentes al acto hubieran preferido refugiarse en el interior del templo antes que permanecer en el exterior hasta que diera comienzo la ceremonia, pero el ritual no lo permitía. Después de algo más de una hora de espera, hizo su aparición la familia real. Cerraban la comitiva don Alfonso y doña Jimena, que ceñían sus coronas reales y se cubrían con sendas capas talares de color púrpura. Inmediatamente dio comienzo la ceremonia de la consagración de la nueva iglesia. Los obispos dejaron sus báculos y sus mitras mientras monseñor Sisnando saludaba a todos los presentes.
—La paz y la gracia del Señor estén con todos vosotros en la nueva iglesia de Dios.
—Que así sea.
—Hermanos, nos hemos reunido aquí con gran alegría para ofrecer un nuevo edificio a Dios nuestro Señor en el que vamos a celebrar a continuación el santo sacrificio de la Misa. Entremos con júbilo en la casa del Señor y cantemos himnos de alabanza y gloria en su honor.
—Así sea.
—Vamos a la casa del Señor.
Los obispos recogieron sus báculos y sus mitras. Uno de los sirvientes reales entregó la llave de la nueva iglesia al obispo de Iria-Santiago, que acto seguido procedió a dar apertura solemne a su puerta. A continuación todos entraron en el templo. Los obispos, todos con casulla blanca, se dirigieron a sus cátedras. Los sacerdotes, todos ellos con casulla verde, se situaron en el presbiterio. A continuación los diáconos y subdiáconos vestidos con sus dálmatas blancas ocuparon la parte más baja de las gradas frente al altar. Acomodados los reyes en la tribuna real, situada en la planta superior del lado del evangelio, continuó la ceremonia de consagración en el interior del templo. Los obispos bendijeron el agua que sirvió para rociar las paredes del templo y a los propios asistentes al acto, como símbolo de purificación de sus pecados. También rociaron el altar, que quedaría así bendecido para celebrar en él el santo sacrificio de la Misa. Luego invitaron a todos los fieles a orar para dar gracias a Dios por haberles concedido la nueva iglesia. A continuación cantaron un himno para glorificar a Dios y para que el Espíritu Santo los purificara con su gracia. Después los obispos procedieron a colocar las reliquias de San Salvador bajo el ara del altar. Hecho esto, dedicaron la nueva iglesia al Señor con cantos y oraciones. A continuación ungieron el altar con el crisma sagrado vertiéndolo en el centro y en las cuatro esquinas, acompañado todo ello con himnos adecuados. Después incensaron el altar y lo adornaron e iluminaron con cirios para celebrar la Santa Eucaristía, todo ello acompañado de cantos y oraciones. Acto seguido concelebraron el sacrificio de la Santa Misa. Al final de ésta el obispo Sisnando bendijo a todos los asistentes con la bendición papal:
Benedicat vos omnipotens Deus, Pater et Filius et Spiritus Sanctus descendat super vos et maneat semper.
—Amen —contestaron los fieles.
Finalizada la ceremonia, los reyes ofrecieron un opíparo banquete a los obispos y aristócratas presentes. El rey y la reina presidieron la mesa. A su izquierda y derecha se sentaron los demás miembros de la familia real y los mitrados. A continuación de ellos tomaron asiento los distintos consejeros del rey y aristócratas asistentes al acto. Finalmente ocuparon sus asientos los sacerdotes y resto de miembros eclesiásticos que tomaron parte en la ceremonia de consagración de la nueva iglesia.
—Ha sido un acto muy solemne, ¿no os parece, esposa mía?
—Estoy de acuerdo con Vos, Señor.
—Bien, pues brindemos por ello.
El rey se puso en pie con su copa en alto. Todos los demás lo imitaron.
—Brindo por esta bella iglesia que acabamos de consagrar para que permanezca erguida durante los siglos venideros. Que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos y los hijos de los hijos de nuestros hijos y así durante generaciones y generaciones puedan verla y rendir culto en ella tal como la contemplamos nosotros hoy.
—Que así sea —contestaron los presentes.
—Que sus muros no sean derribados ni por la ira divina ni por la furia de nuestros enemigos. Que permanezcan enhiestos para gloria de Dios y gloria nuestra por siglos y siglos.
—Así sea —repitieron todos al unísono.
—Y ahora, Señora, eminencias, señorías, invitados todos, disfrutad de las viandas y manjares que hay sobre la mesa.
Un murmullo general inundó el salón en el que se hallaban reunidos. Poco después los obispos Rosendo y Eleca, que habían coincidido en la mesa, comentaban algunos aspectos de la iglesia.
—Es realmente un edificio precioso, ¿no le parece a su eminencia, monseñor Eleca?
—Y muy robusto, monseñor Rosendo.
—Bueno, sigue un poco la trayectoria del arte asturiano iniciado por sus predecesores, especialmente por el rey Ramiro I, aunque este templo se aparta un poco de esos cánones al introducir algunos elementos del arte árabe, como las celosías y los alfices y su decoración.

—Eso supongo que es influencia de los mozárabes que han venido a repoblar estas tierras, monseñor Rosendo.
—Supongo que sí, ilustrísima. Además, sobre ese arte vuestra eminencia está más versado que yo, pues en Zaragoza debe de ser bastante frecuente.
—En efecto. Por eso creo que también son de influencia mozárabe la espadaña y las almenas de tipo califal que rematan la línea del tejado a dos aguas.
—Tenéis razón, monseñor Eleca. Pero en su conjunto no cabe duda que es una construcción muy al estilo del arte asturiano, tal como se puede apreciar en su enorme parecido con San Miguel de Lillo y otros monumentos característicos de esta región.
—¿Y qué me decís de sus decorados interiores?
—Son una auténtica maravilla tanto por su colorido como por los temas representados. Es un inconmensurable gozo para la vista contemplar toda esa obra pictórica de sus muros y sus bóvedas. ¡Y qué decir de sus capiteles esculpidos!
—Cierto, ilustrísima. Es una gran obra de arte digna de contemplar. Con obras como ésta, la Iglesia cada día se consolida más y adquiere más poder. Todos los reyes deberían preocuparse tanto como los reyes asturianos por su engrandecimiento. No olvidéis que el poder de la Iglesia ha de correr al unísono con el poder mundano. Entre ambos tenemos que guiar al género humano hacia el reino celestial y para llevar a cabo esa labor necesitamos tanto los recursos materiales como los espirituales. En este sentido, en Zaragoza no tenemos tanta suerte como aquí. Allí el poder material se ocupa muy poco de nuestras necesidades y las dotaciones que nos dedica son más bien escasas y limitadas. Es cierto que la familia reinante proviene de una antigua familia aristocrática de renegados cristianos y tal vez por ello se resistan más a conceder dádivas a la Iglesia. Me gustaría poder inaugurar en mi diócesis alguna obra como ésta de vez en cuando.
—Para ello sería necesario volver a contar con una nación totalmente unida, monseñor Eleca, como lo estuvo en la época de los visigodos. Mientras estemos divididos y, además, los árabes ocupen la mayor parte del territorio, existirán diferencias como éstas y aun mayores. Pero eso es un problema de orden político que a nosotros no nos concierne. Son los reyes y sus gobernantes los que deben resolverlo.
—Tenéis razón, monseñor Rosendo. A los reyes y sus gobernantes corresponde dirigir los designios de sus reinos.
El banquete real puso fin a la ceremonia de la consagración de la nueva iglesia. Todos quedaron enormemente complacidos con los actos celebrados y visiblemente emocionados por aquella obra de arte que acababan de inaugurar. La consagración de San Salvador de Valdediós pasaría a la posteridad como dejaba patente la lápida ubicada en la Capilla de los Obispos, en la que se había hecho constar la fecha del acontecimiento con los nombres de los obispos que participaron en el acto.


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