jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 9


9


Primavera del año 943. En la cúspide del Picón de Lara soplaba un fuerte vendaval que apenas permitía permanecer en pie a todo intrépido que osara enfrentarse a su furia. Un jinete enfundado en su negra capa luchaba por mantenerse sobre su montura. Con un esfuerzo hercúleo logró llegar al puente del castillo. Los centinelas de la fortaleza no se demoraron en abrirle las puertas en cuanto comprobaron su identificación. Poco después conversaba con el señor de la fortaleza.
Excelencia, don Diego os recibirá en su castillo de Entrepeñas. Dice que no volverá a atravesar las tierras del condado de Monzón si no es en un acto de guerra. La última vez que lo hizo fue humillado por el conde Ansúrez y sus esbirros y no está dispuesto a que se vuelvan a repetir esos hechos.
De acuerdo. Iré al castillo de Entrepeñas.
Tres días más tarde el conde Fernán González cabalgaba con su séquito por las montañas de la cordillera Cantábrica. El cuarto día de su viaje llegó por fin a su destino. Su buen amigo el conde de Saldaña estaba ansioso por recibirlo.
Veo que has sido puntual. ¿Cómo ha ido el viaje?
Bien dentro de lo que cabe. No estoy acostumbrado a caminar por entre estas montañas, pero ha sido más fácil de lo que esperaba. También es cierto que tengo que agradecérselo a uno de mis guías, que es buen conocedor de este terreno.
Te pido disculpas por haberte citado aquí, pero ya te informé por medio de mi mensajero que no pienso volver a atravesar el condado de Monzón. No guardo buen recuerdo de la última vez que lo hice.
Razón de más para que pongamos en marcha nuestro proyecto.
En efecto.
A pesar de que el día no era muy apacible, los dos amigos decidieron subir a lo alto de la torre del castillo. Don Diego quería impresionar a su buen amigo con las fabulosas vistas que desde allí se contemplaban.
Hace un poco de viento y el día es algo frío, pero tengo gran interés en que observes las fantásticas vistas que se pueden apreciar desde la torre de este castillo.
En aquel momento llegaban a lo más alto de la torre.
¡Fantástico! ¡Qué maravilla! ¡Qué vistas más amplias! Esta fortaleza es inexpugnable —exclamó con admiración el conde Fernán González.
Inexpugnable no hay nada, pero sí resulta bastante difícil rendir este lugar en caso de ataque. Desde aquí se puede contemplar el avance del enemigo con mucha antelación. No puede hacer ningún movimiento que pase desapercibido al ojo observador. Estoy muy satisfecho de este refugio.
No es para menos, querido amigo. Te felicito por tu elección.
Gracias, mi buen amigo. Y ahora regresemos a la torre del homenaje donde nos estará esperando el almuerzo que he dispuesto para agasajarte.
Que me place. El largo viaje me ha abierto el apetito.
Bajemos, pues, que la mesa ya estará puesta.
En el transcurso del almuerzo volvieron sobre el tema que los había reunido en aquel nido de águilas.
Y bien, ¿qué has pensado hacer, Diego?
Por ahora nada en concreto. La iniciativa es tuya. Lo único que pienso hacer es apoyar tus planes.
Pues he decidido presentar batalla a don Ramiro.
¿Estás seguro?
Totalmente.
Don Diego se servía en aquel momento un asado de venado.
Bien, si es así, te acompañaré hasta donde pienses llegar.
No esperaba menos de ti —don Fernán hizo una breve pausa—. ¿Sabes? Este venado es excelente. ¿Es de aquí?
Desde luego. Estás invitado a venir de caza cuando quieras.
Lo tendremos en cuenta después de darle su merecido a don Ramiro. Lo primero es lo primero.
El banquete transcurría con absoluta normalidad, pero tocaba ya a su fin. Era el momento de los postres.
¿Y cuándo piensas enfrentarte a don Ramiro?
No tardaremos mucho. Lo más tarde será a principios de junio. Debemos pararle los pies y cuanto antes mejor. Ya sabes que hace mucho tiempo que tengo ganas de darle un escarmiento. Así que no pienso demorarme más.
Supongo que querrás presentarle batalla en su propio campo. No va a venir él a nuestro terreno. Así, pues, ¿dónde se encontrarán nuestras huestes?
Nos encontraremos en tus fueros. Yo me desplazaré con mi ejército hasta Saldaña. Una vez allí, partiremos los dos juntos hacia León.
Pero entonces el conde de Monzón puede dar la alarma al rey. Ya sabes que está de su lado y que no se quedará de brazos cruzados cuando te vea atravesar su territorio con tus mesnadas.
De eso ya me encargaré yo. Déjalo de mi cuenta. Recuerda que nos reuniremos en Saldaña. Ten dispuestas las huestes para principios de junio.
De acuerdo, amigo mío. Las tendré.
Unos días más tarde el conde de Castilla se hallaba de nuevo en sus feudos de Lara. Nada más llegar, comenzó a diseñar la estrategia del ataque y dio orden de que sus mesnadas se fueran reuniendo en las proximidades de su castillo. Congregaría fuerzas provenientes de Álava, Lantarón, Cerezo, Burgos, Castromoros, Osma, en fin, de todas las partes de su territorio. Don Ramiro se iba a quedar sorprendido cuando viera sus mesnadas.
Pero el rey don Ramiro tenía sus propios medios de información. Poco después del inicio de movimiento de tropas por parte del conde de Castilla, llegó a sus oídos la felonía que preparaba contra él el traidor Fernán González. También fue informado de la alianza que había firmado con Diego Muñoz. El monarca no tardó en impartir órdenes explícitas para detener inmediatamente a los dos traidores. A mediados de mayo eran apresados en sus fortalezas por tropas de don Ramiro y conducidos cargados de hierros a León. El rey, ciego de ira por tan infame felonía, no quiso verlos y mandó encerrarlos en sendas prisiones. A don Fernán lo encarceló en León, mientras que don Diego fue encarcelado en la fortaleza de Gordón, que su abuelo Alfonso III el Magno había mandado construir.
Señor, don Fernán quisiera hablar con Vos —le comentó el capitán de la expedición que había enviado a detener al conde de Castilla—. Dice que es un malentendido, que alguien que desea su mal lo ha traicionado. Él nunca se rebelaría contra Vuestra Majestad.
Encerradlo en la mazmorra más lúgubre que halléis. ¡Aún viene con adulaciones y mentiras!
El rey permaneció en su despacho real lleno de tristeza y dolor. Había confiado tanto en Fernán González y le había prestado ayuda tantas veces, que no podía creer que se hubiera rebelado contra él. Lo había elevado a la dignidad de conde de Castilla nada más llegar al trono. Le había ayudado a engrandecer el condado. Le había prestado apoyo y ayuda contra los musulmanes que tanto se habían ensañado con sus fronteras. Había repartido con él cuantiosos botines y riquezas obtenidos en las batallas, en especial el obtenido en la última batalla librada contra los moros, la gran batalla de Simancas. ¿Qué más podía hacer por él? ¿Y cómo se lo pagaba él ahora? Con una traición de lesa majestad. Tal vez su tío don García y su padre se habían equivocado al concederle el título de conde de Castilla a su progenitor, don Gonzalo Fernández. Y él también se había equivocado al reconocérselo a don Fernán. No merecía su perdón y no estaba dispuesto a dárselo. Se pudriría en la cárcel hasta el último día de su vida.
¿Y qué decir de don Diego? Bueno, éste ya lo había traicionado una vez. De aquélla lo dejó libre ante las muestras de arrepentimiento que le mostró. Pero de nada le había servido. Había vuelto a conspirar contra él. También dejaría sus huesos en las mazmorras del castillo de Gordón. Era lo menos que podía hacer.
Ahora que más o menos estaban en paz con los sarracenos, venían a desestabilizar el reino desde dentro del mismo. Sus propios vasallos se rebelaban contra él y querían fragmentar su reino. No estaba dispuesto a permitírselo. Si lo hiciera, todos los esfuerzos de su abuelo y de su padre se vendrían abajo. Todo su sueño se desvanecería en un instante. ¿Dónde iría a parar el ideal visigótico de la unidad de toda España? No podía consentirlo. El reino de León tenía que seguir unido en su integridad. Tenía que seguir luchando por la erradicación del suelo español del enemigo común. Tenía que lograr que España entera volviera a ser cristiana, como ya lo había sido en tiempos de los romanos y luego con los visigodos. La unidad nacional era la meta que se habían trazado sus antepasados y él estaba allí para seguir luchando por ella y legar el testigo a sus sucesores. No iba a venir nadie a acabar con ese ideal tan alto.
Apenas había transcurrido una semana desde el arresto de los dos conspiradores, cuando don Ramiro nombró conde de Castilla a su fiel aliado don Ansur Fernández. Quedaba así despojado de su dignidad don Fernán González por el delito de lesa majestad contra la persona de su soberano.
Ansur, a partir de hoy os nombro conde de Castilla. Os trasladaréis a aquellas tierras para administrarlas en mi nombre. Os acompañará mi hijo don Sancho en calidad de gobernador de las mismas. Vos seréis su ayo y consejero.
Majestad, me abrumáis con vuestra generosidad. No me siento digno de tanta merced.
No seáis tan modesto, Ansur. Os merecéis eso y mucho más por vuestra lealtad. Si todos fueran como vos, este reino sería una balsa de aceite. Tomad vuestro título y no perdáis más tiempo. Es necesario calmar los ánimos de los castellanos. Quiero que os hagáis cargo de vuestro nuevo destino cuanto antes. De aquí a una semana partirá el infante don Sancho para Burgos. Espero que lo tengáis todo dispuesto para recibirlo.
Podéis contar con ello, Señor. Todo se hará según lo que Vos habéis dispuesto.
Pues no se hable más y partid. El tiempo apremia.
Quince días después del arresto de don Fernán González, las tierras de Castilla volvían a la calma y sus habitantes tornaban a la normalidad. El conato de rebelión había sido sofocado. Descabezados los dos adalides más importantes, la pequeña nobleza y los infanzones no osaron hacer frente al poderoso rey de León. Era mejor mantener la boca cerrada y cumplir sus órdenes. Ya llegarían tiempos mejores.



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