9
Primavera del año 943. En la
cúspide del Picón de Lara soplaba un fuerte vendaval que apenas
permitía permanecer en pie a todo intrépido que osara enfrentarse a
su furia. Un jinete enfundado en su negra capa luchaba por mantenerse
sobre su montura. Con un esfuerzo hercúleo logró llegar al puente
del castillo. Los centinelas de la fortaleza no se demoraron en
abrirle las puertas en cuanto comprobaron su identificación. Poco
después conversaba con el señor de la fortaleza.
—Excelencia, don Diego os
recibirá en su castillo de Entrepeñas. Dice que no volverá a
atravesar las tierras del condado de Monzón si no es en un acto de
guerra. La última vez que lo hizo fue humillado por el conde Ansúrez
y sus esbirros y no está dispuesto a que se vuelvan a repetir esos
hechos.
—De acuerdo. Iré al
castillo de Entrepeñas.
Tres días más tarde el conde
Fernán González cabalgaba con su séquito por las montañas de la
cordillera Cantábrica. El cuarto día de su viaje llegó por fin a
su destino. Su buen amigo el conde de Saldaña estaba ansioso por
recibirlo.
—Veo que has sido puntual.
¿Cómo ha ido el viaje?
—Bien dentro de lo que cabe.
No estoy acostumbrado a caminar por entre estas montañas, pero ha
sido más fácil de lo que esperaba. También es cierto que tengo que
agradecérselo a uno de mis guías, que es buen conocedor de este
terreno.
—Te pido disculpas por
haberte citado aquí, pero ya te informé por medio de mi mensajero
que no pienso volver a atravesar el condado de Monzón. No guardo
buen recuerdo de la última vez que lo hice.
—Razón de más para que
pongamos en marcha nuestro proyecto.
—En efecto.
A pesar de que el día no era
muy apacible, los dos amigos decidieron subir a lo alto de la torre
del castillo. Don Diego quería impresionar a su buen amigo con las
fabulosas vistas que desde allí se contemplaban.
—Hace un poco de viento y el
día es algo frío, pero tengo gran interés en que observes las
fantásticas vistas que se pueden apreciar desde la torre de este
castillo.
En aquel momento llegaban a lo
más alto de la torre.
—¡Fantástico! ¡Qué
maravilla! ¡Qué vistas más amplias! Esta fortaleza es inexpugnable
—exclamó con admiración el conde Fernán González.
—Inexpugnable no hay nada,
pero sí resulta bastante difícil rendir este lugar en caso de
ataque. Desde aquí se puede contemplar el avance del enemigo con
mucha antelación. No puede hacer ningún movimiento que pase
desapercibido al ojo observador. Estoy muy satisfecho de este
refugio.
—No es para menos, querido
amigo. Te felicito por tu elección.
—Gracias, mi buen amigo. Y
ahora regresemos a la torre del homenaje donde nos estará esperando
el almuerzo que he dispuesto para agasajarte.
—Que me place. El largo
viaje me ha abierto el apetito.
—Bajemos, pues, que la mesa
ya estará puesta.
En el transcurso del almuerzo
volvieron sobre el tema que los había reunido en aquel nido de
águilas.
—Y bien, ¿qué has pensado
hacer, Diego?
—Por ahora nada en concreto.
La iniciativa es tuya. Lo único que pienso hacer es apoyar tus
planes.
—Pues he decidido presentar
batalla a don Ramiro.
—¿Estás seguro?
—Totalmente.
Don Diego se servía en aquel
momento un asado de venado.
—Bien, si es así, te
acompañaré hasta donde pienses llegar.
—No esperaba menos de ti
—don Fernán hizo una breve pausa—. ¿Sabes? Este venado es
excelente. ¿Es de aquí?
—Desde luego. Estás
invitado a venir de caza cuando quieras.
—Lo tendremos en cuenta
después de darle su merecido a don Ramiro. Lo primero es lo primero.
El banquete transcurría con
absoluta normalidad, pero tocaba ya a su fin. Era el momento de los
postres.
—¿Y cuándo piensas
enfrentarte a don Ramiro?
—No tardaremos mucho. Lo más
tarde será a principios de junio. Debemos pararle los pies y cuanto
antes mejor. Ya sabes que hace mucho tiempo que tengo ganas de darle
un escarmiento. Así que no pienso demorarme más.
—Supongo que querrás
presentarle batalla en su propio campo. No va a venir él a nuestro
terreno. Así, pues, ¿dónde se encontrarán nuestras huestes?
—Nos encontraremos en tus
fueros. Yo me desplazaré con mi ejército hasta Saldaña. Una vez
allí, partiremos los dos juntos hacia León.
—Pero entonces el conde de
Monzón puede dar la alarma al rey. Ya sabes que está de su lado y
que no se quedará de brazos cruzados cuando te vea atravesar su
territorio con tus mesnadas.
—De eso ya me encargaré yo.
Déjalo de mi cuenta. Recuerda que nos reuniremos en Saldaña. Ten
dispuestas las huestes para principios de junio.
—De acuerdo, amigo mío. Las
tendré.
Unos días más tarde el conde
de Castilla se hallaba de nuevo en sus feudos de Lara. Nada más
llegar, comenzó a diseñar la estrategia del ataque y dio orden de
que sus mesnadas se fueran reuniendo en las proximidades de su
castillo. Congregaría fuerzas provenientes de Álava, Lantarón,
Cerezo, Burgos, Castromoros, Osma, en fin, de todas las partes de su
territorio. Don Ramiro se iba a quedar sorprendido cuando viera sus
mesnadas.
Pero el rey don Ramiro tenía
sus propios medios de información. Poco después del inicio de
movimiento de tropas por parte del conde de Castilla, llegó a sus
oídos la felonía que preparaba contra él el traidor Fernán
González. También fue informado de la alianza que había firmado
con Diego Muñoz. El monarca no tardó en impartir órdenes
explícitas para detener inmediatamente a los dos traidores. A
mediados de mayo eran apresados en sus fortalezas por tropas de don
Ramiro y conducidos cargados de hierros a León. El rey, ciego de ira
por tan infame felonía, no quiso verlos y mandó encerrarlos en
sendas prisiones. A don Fernán lo encarceló en León, mientras que
don Diego fue encarcelado en la fortaleza de Gordón, que su abuelo
Alfonso III el Magno
había mandado
construir.
—Señor, don Fernán
quisiera hablar con Vos —le comentó el capitán de la expedición
que había enviado a detener al conde de Castilla—. Dice que es un
malentendido, que alguien que desea su mal lo ha traicionado. Él
nunca se rebelaría contra Vuestra Majestad.
—Encerradlo en la mazmorra
más lúgubre que halléis. ¡Aún viene con adulaciones y mentiras!
El rey permaneció en su
despacho real lleno de tristeza y dolor. Había confiado tanto en
Fernán González y le había prestado ayuda tantas veces, que no
podía creer que se hubiera rebelado contra él. Lo había elevado a
la dignidad de conde de Castilla nada más llegar al trono. Le había
ayudado a engrandecer el condado. Le había prestado apoyo y ayuda
contra los musulmanes que tanto se habían ensañado con sus
fronteras. Había repartido con él cuantiosos botines y riquezas
obtenidos en las batallas, en especial el obtenido en la última
batalla librada contra los moros, la gran batalla de Simancas. ¿Qué
más podía hacer por él? ¿Y cómo se lo pagaba él ahora? Con una
traición de lesa majestad. Tal vez su tío don García y su padre se
habían equivocado al concederle el título de conde de Castilla a su
progenitor, don Gonzalo Fernández. Y él también se había
equivocado al reconocérselo a don Fernán. No merecía su perdón y
no estaba dispuesto a dárselo. Se pudriría en la cárcel hasta el
último día de su vida.
¿Y qué decir de don Diego?
Bueno, éste ya lo había traicionado una vez. De aquélla lo dejó
libre ante las muestras de arrepentimiento que le mostró. Pero de
nada le había servido. Había vuelto a conspirar contra él. También
dejaría sus huesos en las mazmorras del castillo de Gordón. Era lo
menos que podía hacer.
Ahora que más o menos estaban
en paz con los sarracenos, venían a desestabilizar el reino desde
dentro del mismo. Sus propios vasallos se rebelaban contra él y
querían fragmentar su reino. No estaba dispuesto a permitírselo. Si
lo hiciera, todos los esfuerzos de su abuelo y de su padre se
vendrían abajo. Todo su sueño se desvanecería en un instante.
¿Dónde iría a parar el ideal visigótico de la unidad de toda
España? No podía consentirlo. El reino de León tenía que seguir
unido en su integridad. Tenía que seguir luchando por la
erradicación del suelo español del enemigo común. Tenía que
lograr que España entera volviera a ser cristiana, como ya lo había
sido en tiempos de los romanos y luego con los visigodos. La unidad
nacional era la meta que se habían trazado sus antepasados y él
estaba allí para seguir luchando por ella y legar el testigo a sus
sucesores. No iba a venir nadie a acabar con ese ideal tan alto.
Apenas había transcurrido una
semana desde el arresto de los dos conspiradores, cuando don Ramiro
nombró conde de Castilla a su fiel aliado don Ansur Fernández.
Quedaba así despojado de su dignidad don Fernán González por el
delito de lesa majestad contra la persona de su soberano.
—Ansur, a partir de hoy os
nombro conde de Castilla. Os trasladaréis a aquellas tierras para
administrarlas en mi nombre. Os acompañará mi hijo don Sancho en
calidad de gobernador de las mismas. Vos seréis su ayo y consejero.
—Majestad, me abrumáis con
vuestra generosidad. No me siento digno de tanta merced.
—No seáis tan modesto,
Ansur. Os merecéis eso y mucho más por vuestra lealtad. Si todos
fueran como vos, este reino sería una balsa de aceite. Tomad vuestro
título y no perdáis más tiempo. Es necesario calmar los ánimos de
los castellanos. Quiero que os hagáis cargo de vuestro nuevo destino
cuanto antes. De aquí a una semana partirá el infante don Sancho
para Burgos. Espero que lo tengáis todo dispuesto para recibirlo.
—Podéis contar con ello,
Señor. Todo se hará según lo que Vos habéis dispuesto.
—Pues no se hable más y
partid. El tiempo apremia.
Quince días después del
arresto de don Fernán González, las tierras de Castilla volvían a
la calma y sus habitantes tornaban a la normalidad. El conato de
rebelión había sido sofocado. Descabezados los dos adalides más
importantes, la pequeña nobleza y los infanzones no osaron hacer
frente al poderoso rey de León. Era mejor mantener la boca cerrada y
cumplir sus órdenes. Ya llegarían tiempos mejores.
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