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Las persecuciones tan crueles
padecidas por los cristianos en Córdoba cuarenta o cincuenta años
antes ya habían quedado atrás, pero éstos seguían sintiéndose
perseguidos e inseguros en el emirato árabe. Por eso no es de
extrañar que un abad, de nombre Alfonso, repitiera la hégira que
unos treinta años antes había realizado el abad Alonso, fundador
del monasterio de San Facundo y San Primitivo. Después de un sinfín
de vicisitudes por tierras primero cordobesas y después toledanas,
el abad Alfonso con un grupo de monjes que lo seguían consiguió
llegar al reino de Asturias. Eran los años finales del siglo IX. Con
el beneplácito del rey asturiano, Alfonso III el
Magno, se
estableció con los suyos en tierras de la meseta del Duero, a
orillas del Esla. Allí reconstruyó un viejo monasterio y una
iglesia de la época de los visigodos. Pero pasados unos años, con
el aumento de la comunidad y de los familiares y demás gentes que
allí se establecieron, se hizo necesario edificar un nuevo templo
que diera cabida a todos los fieles que en él se reunían. En el
corto espacio de un año erigieron el templo más genuino del arte
mozárabe astur-leonés. Se trata del monasterio de San Miguel de
Escalada. Los monjes aprovecharon los materiales del viejo edificio
derruido y otros que por los alrededores había, lo que explicaría
la rapidez con que construyeron el nuevo templo.
—Fray Torcuato, procura que
tus hombres mantengan el ritmo de trabajo que nos hemos fijado. No
podemos permitir que se relajen lo más mínimo.
—Sí, padre abad. Lo tendré
en cuenta.
Fray Torcuato era el encargado
de dirigir el grupo de canteros. Era el gremio más importante de la
obra. Éstos labraban y moldeaban la piedra sin descanso antes de
colocarla en el lugar exacto que debía ocupar. La mayor parte de los
bloques empleados procedía del edificio que acababan de derruir para
construir el nuevo. Muchos de ellos apenas necesitaban retoques antes
de ser colocados en los muros del templo. También había basas,
capiteles y columnas enteras que servirían íntegramente para
construir el nuevo edificio. No obstante, no eran suficientes. El
maestro cantero se ocupaba de esculpir y tallar los nuevos materiales
con el grupo de oficiales y aprendices que tenía a sus órdenes.
—Fray Ambrosio, te recuerdo
que no debe faltarles nunca material a los canteros. Vigila que los
acarreadores no se entretengan y que los peones tengan siempre a
punto la argamasa.
—De acuerdo, reverendo
padre.
El abad Alfonso no se cansaba
de impartir órdenes a los monjes que dirigían los trabajos de
construcción del templo. El rey le había pedido que lo construyera
con la máxima celeridad. Era el mes de febrero del año 913. Hacía
escasamente tres meses que habían comenzado la obra y ya tenían
buena parte de los muros exteriores levantados. A pesar del frío y
de las nevadas frecuentes en aquellas latitudes, el ritmo de trabajo
no decaía. Tan sólo se detenían cuando la nieve se lo impedía. En
cuanto paraba de nevar, retiraban la nieve y continuaban con su
trabajo.
Las lluvias de abril no
frenaban el avance del templo. Los hombres no se detenían ante
ningún obstáculo. El padre abad se había propuesto terminarlo
antes de finalizar el año. Era difícil pero sabía que se podía
conseguir. Habría que redoblar esfuerzos por parte de todos. Él
sería el primero. Todos los monjes del monasterio colaboraban en la
obra. Unos, como fray Torcuato y fray Ambrosio, dirigían a ciertos
grupos de trabajadores. Los más colaboraban con sus propias manos.
Lo mismo ocurría con las gentes del poblado. Nadie debía permanecer
ocioso. El templo se terminaría en el plazo acordado.
Emeterio era el maestro
cantero. Sobre él recaía la responsabilidad de toda la obra. Era un
hombre de unos cuarenta años. Curtido por el trabajo y por las
inclemencias del tiempo. A sus espaldas llevaba ya construidas más
de media docena de iglesias y basílicas, las dos últimas dirigidas
íntegramente por él. Había comenzado de aprendiz con su padre a la
edad de doce años. Desde entonces había pasado por todos los
trabajos de la profesión hasta especializarse en el arte de tallar
la piedra. En sus manos los rudos bloques de granito se convertían
en bellas obras de arte.
—No podemos perder ni un
minuto —les decía el maestro Emeterio a sus oficiales y aprendices
en el momento en que iban a empezar la jornada—Tendremos que
aprovechar toda la luz del día. El padre abad quiere inaugurar la
iglesia antes de finalizar el año y ya veis cómo está. Las
columnas ya están todas en su sitio. Ahora nos queda el trabajo más
importante, labrar los capiteles. Cada aprendiz acompañará a un
oficial. El aprendiz labrará la piedra hasta darle la forma y
dimensiones finales que ha de tener el capitel, mientras que el
oficial se encargará de tallar todos los motivos que llevará aquél.
Ahora todos a sus puestos y a trabajar.
Nacía mayo. El día era
radiante. Las abundantes lluvias de abril habían dado paso a una
exuberante eclosión de luz y color. La campiña entera se vestía de
gala después del largo letargo invernal. La basílica estaba a medio
levantar. Las columnas semejaban un oasis de palmeras, a las que
hubieran despojado de sus penachos de hojas.
—Muy bien, Teodoro. Esa hoja
es casi perfecta. Intenta hacerle una nervadura central. Así quedará
mucho mejor.
—Sí, maestro.
—Me gustaría que todos tus
capiteles llevaran dos niveles de hojas con nervadura central. ¿De
acuerdo?
—Así lo haré, maestro.
Emeterio se acercó a otro de
sus oficiales.
—¿Cómo va eso, Martín?
—Muy bien, maestro.
El maestro observó
detenidamente la talla que realizaba el oficial.
—Te está quedando muy bien,
Martín. Mira, tú, a diferencia de Teodoro, vas a hacer en tus
capiteles dos líneas de hojas lisas en dos niveles. Así los
capiteles serán distintos unos de otros.
—De acuerdo, maestro.
El grupo de especialistas
seguía con el trabajo minucioso de la talla de los capiteles,
mientras el resto de canteros se dedicaba a moldear las dovelas que
conformarían los correspondientes arcos. Emeterio seguía con ojos
atentos el trabajo de su equipo para que todo estuviera perfectamente
coordinado. A principios de junio ya habían terminado de tallar y
colocar todos los capiteles sobre todas y cada una de las columnas
del templo. A partir de ese momento comenzó el trabajo difícil y
preciso de colocar las dovelas sobre cada uno de los capiteles para
formar los arcos. A pesar de haber sido cortadas con precisión, no
siempre encajaban en el primer intento, por lo que tenían que volver
a bajarlas para darles los últimos retoques. Para formar los arcos,
construían primero una estructura de madera, que servía de base de
sustentación de las dovelas mientras las colocaban y al mismo tiempo
para dar la forma exacta al arco. Luego colocaban una dovela junto a
otra, normalmente sin argamasa entre ellas, para lo cual debían
estar talladas con absoluta precisión. Como las dovelas tenían
forma de cuña, cuando el arco estaba acabado, quedaban perfectamente
engarzadas entre sí como si fuera un solo cuerpo.
A finales de septiembre ya
habían terminado toda la estructura interior de la basílica. Los
arcos que separaban la nave central de las laterales con sus
correspondientes bóvedas, así como los que separaban éstas del
crucero y a éste de los ábsides. Quedaban tan sólo los canceles y
la parte más decorativa del templo, los frisos. En la parte exterior
aún había que colocar las cubiertas sobre las naves y el pórtico,
trabajo éste que llevaría a cabo el personal menos especializado.
Emeterio y sus mejores
oficiales comenzaron a tallar los canceles y los frisos sin dilación.
La iglesia en su conjunto estaba casi terminada, pero faltaban
todavía los detalles decorativos que vendrían a poner el broche de
oro a aquel maravilloso monumento.
—Teodoro y Martín tendréis
a vuestro cargo tres oficiales cada uno. Por mi parte me quedaré con
otros tres. Entre todos debemos conseguir tallar y colocar en dos
meses los canceles y los frisos. Como podéis ver, no hay mucho
tiempo, pero todos juntos lo podemos conseguir. Los motivos en todos
ellos serán dibujos geométricos, vegetales y animales. Cada uno
representará lo que quiera según su inspiración. Personalmente me
encargaré de inspeccionarlos todos. Si alguno no me gusta, os lo
haré saber para que lo sustituyáis por otro o para daros otra idea.
¿De acuerdo?
—Sí, maestro.
—Pues ánimo y manos a la
obra.
Mientras el personal menos
cualificado colocaba la cubierta a dos aguas de la nave central y a
un agua en las laterales y el pórtico, Emeterio y sus oficiales
tallaban y colocaban los frisos del transepto y el ábside central,
así como los canceles que separan los compartimentos laterales del
transepto del central y éste de las naves y de los ábsides
laterales. Estos elementos decorativos son los que más identifican
este templo con el arte mozárabe.
A finales de noviembre,
después de un intenso año de trabajo, el templo quedaba totalmente
acabado. Es un edificio al estilo del arte asturiano con sus tres
naves, contrafuertes en las líneas de separación de sus ábsides y
los característicos arcos de herradura. Pero a diferencia de los
templos asturianos, la fachada principal no está situada en la cara
oeste, sino en la cara sur, según la costumbre mozárabe, con un
pórtico en cuyo interior se ubica la puerta de entrada. El gran
número de ventanas, sobre todo en la nave central, dan a su interior
bastante iluminación. La nave central está separada de las
laterales por arcos de herradura sobre columnas apoyadas en basas con
sus correspondientes capiteles. A continuación de estas naves viene
el crucero, formado por una nave transversal de la misma longitud que
el ancho de las tres naves anteriores. El conjunto de arcos nos
recuerda un poco el arte de la mezquita de Córdoba. Finalmente, se
encuentra la cabecera del templo formada por tres ábsides de la
misma anchura que las naves.
El 12 de diciembre del año
913 el obispo Genadio de Astorga consagró el nuevo templo. Acto al
que asistió en pleno la comunidad del abad Alfonso, así como todos
los que habían tomado parte en la construcción del edificio y
muchas otras gentes llegadas al efecto de todos los lugares de la
comarca. El rey don García patrocinó la construcción de este
monasterio, pero no pudo asistir a su inauguración por encontrarse
en tierras riojanas luchando contra los sarracenos.
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