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Los propósitos de don
Alfonso, al que ya denominaban el
Monje, eran muy
sensatos, pero no calaron profundamente en su alma y pronto se olvidó
de ellos y de sus promesas de fingido arrepentimiento. No tardó en
rodearse de fieles a su persona y enemigos acérrimos de su hermano,
que continuaron sembrando la semilla de la cizaña y la discordia en
su corazón. El rey monje recibía en su celda a toda esa caterva de
felones o, incluso, se permitía el lujo de pasear con ellos por el
claustro del monasterio, donde tramaban toda serie de insidias contra
don Ramiro.
—Majestad, debéis
reconsiderar vuestra decisión. Vuestro hermano no es más que un
déspota que sólo piensa en el poder y en llenar sus arcas con
nuestros impuestos. Cada día grava más todos los productos de
primera necesidad y nos resulta más asfixiante el vivir. Deberíais
tomar de nuevo las riendas del poder para terminar con este
desafuero.
—No puedo creer que mi
hermano haya llegado hasta esos extremos. Si eso fuera cierto, tal
vez debería intentar recuperar el trono. Pero me resisto a creer que
sea verdad.
—Lo es, Majestad. Vuestro
hermano es insaciable en todos los aspectos.
El traidor trataba de infundir
el odio y la animadversión contra don Ramiro en el corazón de don
Alfonso. Conversaban animadamente en la zona soleada del claustro una
tarde de finales de febrero. El sol estaba a punto de ocultarse en el
lejano horizonte mientras los monjes iniciaban las Vísperas en la
iglesia del monasterio.
—No sé qué pensar. Me
pones en duda. Recuerda que renuncié al trono con todas sus
consecuencias y que le prometí a mi hermano que jamás lo volvería
a reclamar. No puedo romper sin más mi promesa.
—Claro que la podéis
romper, si no es de grado será por la fuerza. Podéis contar con la
ayuda de vuestros primos, Alfonso Froilaz y sus hermanos. Sé de
buena fuente que están de vuestra parte y que harían lo que fuera
por ayudaros. Pueden reunir un elevado número de seguidores que os
prestarían su apoyo si se lo pedís.
—¿No me digas?
—Es cierto, Majestad. Si lo
deseáis, puedo haceros llegar a alguno de sus leales servidores que
os ratificarán cuanto os he dicho. También están de vuestro lado
algunos de los condes castellanos. No se quieren pronunciar
abiertamente por miedo a las represalias, pero sé que en caso de una
sublevación, se inclinarían por Vos, Señor. Vuestro hermano no
levanta demasiadas simpatías en Castilla. Los condes castellanos,
sobre todo Fernando Ansúrez y Diego Muñoz, preferirían veros a
Vos en el trono antes que a don Ramiro.
—Tendré en cuenta todo lo
que me acabas de decir, amigo mío, pero no quiero dar un paso en
falso. Antes de tomar una decisión, querría estar completamente
seguro de lo que aquí me has dicho.
—Descuidad, Majestad. Os
haré llegar emisarios de vuestros primos de Asturias y también del
conde Fernando Ansúrez. Ellos darán fe de mis palabras.
El confidente de don Alfonso
se retiró dejando a éste sumido en un mar de dudas y en medio de un
laberinto de confusiones. ¿Sería cierto que tenía tantos apoyos?
No estaba muy convencido de ello, pero ese hombre así se lo acababa
de manifestar. Y si tuviera razón y fuera cierto, ¿por qué no
podía volver a recuperar el trono al que tan precipitadamente había
renunciado? Era lícito hacerlo, pues era su trono, pero había que
obrar con precaución y cautela. Primero tenía que recibir a los
emisarios de sus primos y del conde castellano. Según lo que le
dijeran obraría. Había que ser prudente y tomarse las cosas con
calma, pues un paso en falso podía dar al traste con sus planes.
Esperaría acontecimientos.
A mediados de marzo recibió
al primer emisario. Se trataba del enviado por sus primos desde
Oviedo. Don Alfonso lo invitó a pasar a su celda.
—¿Qué noticias me traes de
mis primos?
—Señor, don Alfonso Froilaz
y sus hermanos están dispuestos a apoyaros ante una posible rebelión
contra vuestro hermano. Han recibido una grave ofensa de parte del
rey don Ramiro y están dispuestos a cualquier cosa con tal de
vengarse de él.
—¿Y qué ofensa ha sido ésa
si puede saberse?
—Los ha desposeído de todos
sus honores y privilegios. Ni siquiera pueden confirmar documentos
como hacían antes. Están muy dolidos, sobre todo don Alfonso, que
estaba acostumbrado a gobernar como rey en toda Asturias y ahora ha
sido relegado de sus funciones.
—No me extraña. Conmigo
hizo lo que quiso.
—Señor, una sola palabra
vuestra y vuestros primos se unirán a Vos para derrocar a ese
traidor.
—Lo pensaré bien. Si decido
algo, ya se lo haré saber.
—Gracias, Señor. Quedad con
Dios.
Don Alfonso meditaba las
palabras del emisario de sus primos. «Así que me apoyan por
despecho», pensaba. «Con mi hermano no les valen tretas ni
subterfugios. Por lo que se ve, los ha puesto firmes. No les está
mal. De todas maneras, a mí me vendrá muy bien su colaboración. No
puedo desperdiciar su enemistad con Ramiro». Unas campanadas lo
sacaron de sus pensamientos. Llamaban al refectorio. Era la hora de
la colación del mediodía. Don Alfonso algunas veces se hacía
llevar la comida a su celda, pero normalmente acudía al refectorio
con toda la comunidad. Era una manera de no distanciarse demasiado de
ellos, pues en la práctica había tomado sus hábitos y no era muy
ejemplar disonar continuamente. También había que guardar las
formas de vez en cuando. Estaba dispensado de la mayor parte de los
oficios divinos y de todos los trabajos manuales, pero no convenía
distanciarse de todos sus pasos. Por eso asistía a misa por las
mañanas, a la colación del mediodía y al rosario y posterior cena
por las noches. Era lo menos que podía hacer para no discrepar
demasiado. Por su parte, la comunidad agradecía satisfecha aquellos
gestos de buena voluntad del exmonarca y se sentía orgullosa de
tenerlo entre ellos.
Una semana más tarde de haber
recibido al emisario de sus primos, llegó al monasterio un
confidente de don Fernando Ansúrez. Don Alfonso lo recibió, como al
anterior, en su celda para que no trascendiera el contenido de su
conversación entre los religiosos.
—Majestad, el conde don
Fernando está totalmente de vuestra parte. Cuando conoció vuestras
intenciones de rebelaros contra vuestro hermano, no dudó un momento
en apoyaros con todos los medios a su alcance. Desde que vuestro
hermano llegó al trono no ha recibido más que desprecios por su
parte. Está deseoso de que Vos volváis a regir los destinos de este
reino.
—Bien, dile al conde que
agradezco su ofrecimiento y que lo tendré muy en cuenta si decido
enfrentarme a mi hermano.
—Pero ¿todavía no os
habéis decidido, Señor?
—Aún no. Tengo que madurar
bien mi plan antes de hacerlo. Pero dile al conde que será informado
puntualmente cuando decida ponerlo en práctica.
—Así lo haré, Señor.
Don Alfonso recapacitó de
nuevo sobre los planes que debía seguir si no quería dar un paso en
falso como la vez anterior. Había que atar los cabos bien atados.
Tenía que esperar que su hermano diera un paso en falso o se
decidiera a hacer una aceifa contra los moros. Pediría a sus espías
y colaboradores que lo tuvieran permanentemente informado de los
movimientos de su hermano. Así podría dar el golpe en el momento
oportuno.
A
principios de abril del año 932 don Ramiro había reunido un gran
número de tropas en la plaza de Zamora. Pretendía auxiliar la
ciudad de Toledo que había sido sitiada por las tropas sarracenas.
Sus huestes estaban a punto de salir para la ciudad imperial cuando
recibió la noticia de la sublevación de su hermano don Alfonso.
Éste había abandonado el monasterio de Sahagún al enterarse de que
don Ramiro estaba concentrando un ejército en Zamora para atacar a
los musulmanes en Toledo. Era el momento propicio. Apoyado por sus
primos Alfonso, Ordoño y Ramiro Froilaz y reforzado con las huestes
de don Fernando Ansúrez y Diego Muñoz, decidió abandonar el
monasterio para dirigirse a León, donde lo esperaban las fuerzas que
habían destacado allí sus primos. Todo se desarrollaba según el
plan previsto. En las llanuras leonesas mataron a cuantos se
opusieron a sus planes. Poco después de su llegada a León, el rey
monje se hizo con el palacio real, no sin antes enfrentarse a la
guardia de palacio que trató de defenderlo hasta su muerte. El
rebelde ordenó expulsar del palacio a la reina Adosinda y los
infantes. No quería que nada relacionado con su hermano le hiciera
sombra. Después dio orden de que vigilaran bien las puertas de la
ciudad y se atrincheraran en sus murallas ante un posible ataque de
don Ramiro. Entretanto esperarían los refuerzos del conde
castellano.
Don Ramiro, por su parte, al
conocer la rebelión de su hermano, mandó un destacamento a socorrer
la ciudad de Toledo y regresó con el grueso de sus tropas a León
donde se enfrentó a los rebeldes. La victoria no tardó en
decantarse a su favor, dada la superioridad de su ejército.
Desbaratadas las fuerzas rebeldes, don Ramiro hizo prisionero a don
Alfonso. Más tarde se trasladaría a Asturias donde detendría a sus
primos también.
—Majestad, ¿qué hacemos
con vuestro hermano?
—Encerradlo en las mazmorras
de palacio. Ya decidiremos qué hacer con él. Por cierto, ¿habéis
localizado a mi esposa y a mis hijos?
—Todavía no, Majestad, pero
estamos en ello.
—Redoblad su búsqueda.
Quiero tenerlos a mi lado cuanto antes.
—Sí, Señor.
Dos horas más tarde una
patrulla de la guardia personal del rey llegaba a palacio con la
reina y los infantes. Éstos se habían refugiado en casa de uno de
los principales magnates de León cuando fueron expulsados de
palacio. La demora en su localización se debió a que la población
civil de la ciudad se encerró en sus casas a cal y canto mientras se
sucedían los enfrentamientos entre ambos bandos. Hasta bien
transcurridas dos o tres horas de la derrota de los rebeldes nadie se
atrevió a abrir las puertas de sus casas. Tanto era el miedo que los
sobrecogía. Cuando ya parecía que todo se había normalizado,
comenzaron a asomarse a las puertas y ventanas de sus viviendas los
más osados. Poco a poco su ejemplo fue seguido por todos los
habitantes de la ciudad. Fue entonces cuando el magnate se enteró
que la guardia real estaba buscando a la reina y los infantes. Las
emociones que se produjeron en el reencuentro del rey con los suyos
fueron indescriptibles. Los abrazos y las lágrimas de alegría se
prodigaron por un buen espacio de tiempo.
—Gracias a Dios que estáis
a salvo. Temí por vuestra vida.
—Ya veis que no ha sido así,
Señor. Gracias a Suintila hemos podido salvarnos. No debéis olvidar
este favor.
—Nos ocuparemos de eso más
adelante, Señora. Ahora lo importante es que todos estáis a salvo.
La reina y los infantes
volvieron a la normalidad de palacio, mientras el rey se ocupaba de
los asuntos más urgentes. De momento quería esclarecer quiénes
estaban detrás de la rebelión. El rey ordenó al capitán de la
guardia real que interrogara a su hermano por ser el máximo
responsable de la rebelión. Lo trasladaron desde las mazmorras del
palacio a la sala de interrogatorios.
—Por vuestro bien, Señor,
decidnos quién más estaba confabulado con Vos.
—No hay nadie más. Yo solo
soy el responsable.
—Vamos, Señor, no pensaréis
que nos vamos a creer eso. ¿Y vuestros primos? ¿No me diréis que
no os han ayudado?
—Ellos no tienen culpa
ninguna. El único responsable soy yo.
—Claro. Ellos son unos
angelitos caídos del cielo, ¿no? De todas maneras, no os estoy
preguntando por ellos, que está bien claro que forman parte de la
trama, sino por cualquier otro que pudiera haber participado y aún
no lo hemos detenido.
—Te repito que no hay nadie
más. Yo soy el único responsable.
—Bien, podéis iros. Ya
averiguaremos quiénes están detrás de todo esto.
Don Alfonso fue sometido a
varios interrogatorios durante los días que sucedieron a su
detención. Por orden expresa de don Ramiro, no recibió tormento en
ninguno de esos interrogatorios. El rey quería conocer toda la
verdad, pero no estaba dispuesto a aplicar a miembros de su propia
sangre los terribles tormentos que se empleaban en aquella época
para conseguir la confesión de los condenados. Al cabo de varios
días de interrogatorios, ordenó que lo trasladaran al monasterio de
Ruiforco.
—Majestad, el prisionero se
niega a delatar a otros posibles conspiradores. ¿Qué desea que
hagamos con él?
—Lleváoslo al monasterio de
Ruiforco, pero cegadlo antes. No quiero que vuelva a darme más
problemas en el futuro. Sin vista poco podrá conspirar contra mí y
podré dedicar todo mi tiempo a empresas más edificantes para el
reino.
—Sí, Señor. Vuestras
órdenes serán cumplidas.
El prisionero fue conducido al
monasterio de San Julián y Santa Basilisa de Ruiforco en la ribera
del Torío, a escasas leguas de León. Allí permaneció encerrado
hasta su muerte, que no se demoró mucho.
Después de su detención en
Asturias, los primos de don Ramiro fueron desorbitados y encerrados
también en el monasterio de Ruiforco, junto a don Alfonso. Los
hermanos Froilaz fallecieron aquel mismo año. Don Alfonso el
Monje lo hizo al
año siguiente, olvidado de todos, hasta de su propio hijo. Sus
restos fueron enterrados en el monasterio de Ruiforco al lado de los
de su esposa doña Oneca.
Sofocada la rebelión
capitaneada por su hermano, Ramiro II quiso continuar el proceso de
conquista por tierras andalusíes. Para ello puso cerco a la
fortaleza omeya de Margerit (Madrid), que acabó conquistando, pero
las fuerzas de Abd al-Rahman III ya se habían adueñado de todas las
plazas de la margen derecha del Tajo, por lo que las tropas de don
Ramiro se vieron obligadas a regresar a León con numerosos
prisioneros y un gran botín.
De vuelta en León, trató de
poner orden en sus asuntos domésticos. Su matrimonio con doña
Adosinda Gutiérrez no era bien visto por la Iglesia, ya que ambos
cónyuges eran primos carnales. Por eso se vio obligado a repudiarla
a pesar de haber tenido con ella tres hijos: Bermudo, Teresa y
Ordoño. Ese mismo año contrajo nuevas nupcias con Urraca Sánchez,
hija de Sancho Garcés de Pamplona y de Toda Aznar. Así, pues,
podemos considerar el 932 como el año de la estabilidad política y
familiar de don Ramiro. A partir de esa fecha se producirá un largo
y fructífero reinado del tercer hijo de Ordoño II, que ya desde su
infancia y juventud se destacó por sus aptitudes bélicas, creando
en torno a sí una imagen y aureola de caudillo militar inteligente y
audaz. Los próximos capítulos nos revelarán cómo fue ese reinado.
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