miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 21


                                                                 21



Un año después de la razzia de al-Mundhir por los reinos cristianos, el rey don Alfonso envió al presbítero toledano Dulcidio a Córdoba para que negociara una segunda paz con el emir Muhammad I. Ambos necesitaban una tregua para poner orden y sosiego dentro de sus reinos.
Don Alfonso aprovechó la tregua para repoblar sus fronteras. Ordenó a su primo Diego Rodríguez Porcelos que repoblara la parte oriental de su reino, las tierras de Castilla. Don Diego había heredado el condado de Castilla a la muerte de su padre, acaecida once años antes en el otoño del año 873. Fue el primer caso de herencia condal en el reino de Asturias, tal vez como premio a la decisiva intervención del conde don Rodrigo en la recuperación de la Corona para don Alfonso.
Una fría mañana de marzo don Diego había salido a pasear con su caballo por los alrededores del castillo de Amaya. Lucía el sol, pero un sol mortecino, cuyos rayos no tenían todavía la energía suficiente para templar el ambiente. La leve brisa que soplaba hacía aún más desagradable el paseo. Don Diego tiró con fuerza de la brida de la montura y la obligó a dar media vuelta resuelto a regresar cuanto antes al castillo. Cuando entraba por sus puertas, uno de sus criados le salió al encuentro.
Don Diego, ha llegado un emisario real.
¿Y a qué ha venido?
No lo sé, señor. Espera ser recibido por su excelencia.
Bien, que pase a mi despacho.
El conde dejó la montura en manos del criado para dirigirse a la torre del homenaje. No tardó en presentarse ante él el mensajero del rey.
¿Da permiso su excelencia?
Adelante.
El mensajero hizo una reverencia al conde.
Dime, ¿qué quiere ahora don Alfonso?
Señor, el rey quiere que vuecencia siga repoblando estas tierras. Me encarga que le haga saber su gran interés en fundar una fortaleza más al sur de Amaya. Al lado de esa fortaleza se levantará un nuevo caserío para albergar a los arrendatarios y colonos que deben repoblar esa nueva tierra. Deja a su elección el lugar adecuado.
De acuerdo. Puedes decirle a Su Majestad que sus deseos serán cumplidos.
El conde se quedó solo en su despacho ensimismado en sus pensamientos y algo confundido. —¿Dónde puedo levantar esa fortaleza?—, pensó. Por más vueltas que le daba a la cabeza, no podía encontrar el lugar idóneo. Todos los que se le ocurrían adolecían de algún inconveniente. Unos por ser excesivamente abiertos. Otros por alejarse demasiado del centro del condado. Al final, decidió pedir ayuda a su consejero y mejor amigo. Hizo sonar una campanilla.
¿Desea algo, señor?
Sí, que venga Roque.
Poco después el consejero se hallaba ante él.
¿Me has mandado llamar?
Sí, Roque. Siéntate, por favor.
El consejero tomó asiento frente a él.
El rey quiere que construya una fortaleza más al sur de ésta. Le estoy dando vueltas al asunto y no acabo de encontrar el lugar más idóneo. ¿Dónde la ubicarías tú?
El consejero le mencionó varios de los lugares en los que ya había pensado el conde. Éste se los rechazó uno por uno. Después de muchas propuestas desestimadas, Roque le propuso construir la fortaleza en la confluencia de los ríos Pico y Vena.
Pues tienes razón. No había pensado en ese lugar. Mañana mismo iremos a visitarlo para ver si reúne los requisitos.
Podemos ir, pero te aseguro que sí los reúne. Hay una pequeña colina entre los dos ríos en la que puedes levantar la fortaleza. Conozco bastante bien aquella zona.
Pues no se hable más. La construiremos allí.

Don Diego a lo largo de aquellos años ya había repoblado algunas poblaciones conquistadas a los árabes e incluso fundado otras, como Villadiego. Ahora iba a dar un paso mucho más importante, la fundación de la ciudad de Burgos a la que trasladaría la capital del condado. Con el nuevo avance de las fronteras, ya no era necesario mantener la capital del condado en Amaya, encerrada entre las montañas. Había que trasladar la capital a una zona más abierta, para lo cual erigió una fortaleza en el cerro de San Miguel desde donde se podía apreciar la confluencia de los ríos Pico y Vena. Poco después se asentaría en su base un burgo que sería el origen de la nueva capital.
Los logros más importantes del conde fueron el afianzamiento de la frontera en el valle del Ebro, la restauración de la sede episcopal de Oca y la línea fronteriza del Arlanzón. Por todo ello y por su incansable lucha contra los infieles, el rey había depositado en él su entera confianza. Ante su buena estrella, don Diego cada día se fue creciendo más hasta el punto de soñar con poder ceñir algún día en su frente la corona del Castilla.
¿No ha llegado ningún emisario del conde Hermenegildo?
No, señor.
Dile a Roque que se prepare para salir a montar a caballo.
Sí, señor, ahora mismo se lo digo.
Poco después los dos jinetes cabalgaban a orillas del río Arlanzón. Era una espléndida mañana del mes de junio.
Te echo una carrera, Roque. A ver quién llega antes a aquella curva del río que se divisa allá en lontananza.
De acuerdo, cuando quieras.
Los dos jinetes espolearon sus cabalgaduras y éstas partieron como el rayo hacia el punto señalado. Cuando llegaron a la meta, los caballos resoplaban y arrojaban espumarajos de su boca.
He ganado —comentaba jubiloso don Diego.
Porque mi caballo tropezó unos metros más atrás —se justificaba Roque.
Excusas. Lo que pasa que mi caballo corre más que el tuyo.
No siempre. Más de una vez he llegado yo el primero.
Los dos amigos bromeaban con el resultado de la carrera. Luego, el conde invitó a su consejero a descansar un rato bajo la sombra de unos sauces. El calor comenzaba a molestar.
Roque, estoy esperando noticias de Hermenegildo. Ya hace días que debería haberlas recibido, pero no sé por qué se está retrasando. Quizás haya surgido algún problema.
Puede que sí. Diego, me parece que te estás metiendo en un buen lío. ¿No sé por qué te has prestado a participar en esto?
Porque ya estoy harto de estar bajo las órdenes de mi primo el rey don Alfonso. Tengo tanto derecho como él, por no decir más, a ser el rey de esta tierra que hemos ido ganando mi padre y yo con gran esfuerzo y mucho riesgo por nuestra parte. Me molesta seguir pagándole tributos. Lo que hay en el condado de Castilla es mío y no tengo por qué compartirlo con nadie.
Me parece justo lo que pides, pero el riesgo es muy alto. Si algún día fueras descubierto, no habrá nadie que pueda salvarte.
Lo sé, Roque. Pero si nos unimos Hermenegildo en Galicia, Sarracino en León y yo en Castilla, Alfonso lo va a tener muy difícil para vencernos a los tres. La operación puede tener éxito. Ahora lo que hace falta es que lleguen esas noticias de Galicia.
Los dos amigos conversaban despreocupadamente a la orilla del río. De pronto se oyó el galopar de un caballo. No tardó en llegar hasta ellos uno de los criados del conde.
Don Diego, ha llegado al castillo un escuadrón del rey. Vienen a deteneros. Yo he podido escapar por la puerta de servicio para venir a avisaros. Tienen a todos los habitantes del castillo retenidos y no dejan salir a nadie. Os están buscando, señor.
El conde se quedó atónito. Era lo último que esperaba oír.
No perdamos tiempo. Huyamos a toda prisa.
¿Hacia dónde, señor?
Hacia el norte, hacia las montañas.
Los tres jinetes pusieron rumbo a las montañas. Espolearon las cabalgaduras para alejarse lo antes posible de aquel lugar donde corrían demasiado peligro, pero no lo hicieron con tanta celeridad como hubieran deseado. Detrás del criado del conde habían partido también una docena de soldados del rey. Lo vieron ausentarse por la puerta de servicio y lo siguieron a cierta distancia sin que él se diera cuenta de su presencia. Cuando descubrieron que el conde y sus dos acompañantes partían a galope, salieron en pos de ellos. Al cabo de varias horas de fatigosa persecución, dieron alcance a los fugitivos en Cornudilla donde los apresaron. El conde don Diego fue ejecutado allí mismo y sus descendientes perdieron el privilegio de heredar el condado de Castilla. A partir de entonces éste se dividiría entre varias familias condales.
                                                     ******

Después de algo más de dos meses de primavera, en Oviedo apenas se notaban sus efectos. El sol lucía pálidamente de cuando en cuando a través de los escasos claros que se abrían entre los negros nubarrones preñados de humedad. Los chubascos eran casi continuos. La temperatura era más bien baja para la época. Don Alfonso se hallaba en su despacho reunido con sus dos consejeros preferidos, don Hermenegildo Gutiérrez y don Gundemaro Galíndez. Media docena de gruesos troncos de roble y encina chisporroteaban en la chimenea y ayudaban a caldear el ambiente de la dependencia. Discutían sobre los temas de estado que más urgencia requerían.
Un año antes había fallecido Pedro, el ayo del rey. Don Alfonso sintió de veras su pérdida, pues Pedro lo había acompañado toda su vida y le había sido siempre fiel. Su sustitución iba a resultar muy difícil. Después de sopesar muchos nombres para ocupar su puesto de mayordomo, el rey decidió nombrar para el mismo a don Hermenegildo Gutiérrez, conde de Tuy y Oporto, casado con Ermesinda Gatónez, nieta de Ramiro I y prima del rey. Con su nombramiento, el puesto de mayordomo iba a sufrir un profundo cambio, pues, además de mayordomo, desempeñaría también la función de consejero real. Sus funciones de mayordomo serían más bien honoríficas, ya que las tareas propias del cargo pasaría a desempeñarlas el ayuda de cámara del rey.
—Majestad, ha llegado un correo de León. Dice que es urgente.
—Hazlo pasar, Aurelio.
El correo hizo una reverencia al rey mientras éste le indicaba que hablara.
—Señor, el conde Hermenegildo Pérez y el conde Sarracino Gatónez se han declarado en rebeldía. Han reunido sendos ejércitos, uno en Galicia y otro en el Bierzo, dispuestos a atacar a las huestes reales.
—¿Estás seguro de lo que dices? ¡Mira que son acusaciones muy serias!
—Sí, Señor. Se han constatado las noticias. Además, se sospecha que el conde Diego Rodríguez también está con ellos.
—¿Que Diego se ha desplazado hasta Galicia para rebelarse contra mí? No me lo puedo creer.
No, Majestad. No es exactamente así. El conde Diego Rodríguez no ha abandonado Castilla. Lo que se sospecha, con un altísimo porcentaje de certeza, es que está de acuerdo con la rebelión de los otros dos y que está dispuesto a levantarse también contra Vuestra Majestad para convertir a Castilla en reino independiente.
—¿Cómo puedes lanzar una acusación tan grave sobre mi primo sin pruebas evidentes?
—Majestad, hay una prueba irrefutable.
—¿Qué prueba, dime? Que si no es cierto, te arrancaré la lengua por difundir una acusación tan grave.
—Señor, lo siento, pero en León permanece prisionero el mensajero que el conde don Hermenegildo Pérez había enviado al conde don Diego para notificarle el alzamiento de sus tropas contra Vuestra Majestad.
—¿Es cierto lo que dices?
—Sí, Majestad. Que me caiga ahora mismo aquí muerto si miento.
—Puedes retirarte.
El mensajero abandonó el despacho del rey bastante confundido. No estaba del todo seguro de salir ileso del palacio real. Observó que don Alfonso había montado en cólera, sobre todo cuando le comunicó la posible participación de su primo en la rebelión. Entretanto el rey seguía perplejo y lleno de ira en su despacho.
—¡No me lo puedo creer! —murmuraba mientras recorría el despacho a grandes zancadas—. Mi primo Diego y mi primo Sarracino confabulados en una rebelión contra mí. ¿Cómo pueden haber llegado a esos extremos cuando siempre he procurado favorecerlos por encima de los demás? ¿Así me lo pagan? Pues no se van a salir con la suya. Hay que actuar con rapidez, pues la demora les puede dar ventaja. Debemos anticiparnos a ellos y cogerlos por sorpresa. Hoy mismo partimos para León. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, Majestad —contestaron los dos consejeros.
—Pues pongámonos en marcha.
Dos días más tarde don Alfonso entraba en la ciudad de León para hacerse cargo de sus tropas. Inmediatamente ordenó que partieran dos ejércitos para sofocar las rebeliones, uno se dirigiría a Galicia y el otro al Bierzo. Por otra parte, ordenó a un batallón que se desplazara a Burgos para detener al conde don Diego. Había que cortar de raíz los conatos de rebelión, de lo contrario su reino corría grave peligro. Las órdenes fueron precisas. Todo el que se opusiera sería pasado a fuego y los cabecillas serían ejecutados sin ningún tipo de consideración.
—¿Vuestro primo don Diego también, Señor? —se atrevió a preguntar el comandante del batallón que tenía que ir en su búsqueda.
—He dicho que todos.
El rey había hablado con el mensajero detenido que debía haber llevado la noticia al conde don Diego. Éste le confirmó al rey la veracidad de los hechos. Don Diego debía levantarse contra su rey en cuanto recibiera la noticia. Por eso era de suponer que lo estaría esperando con impaciencia. La estrategia era provocar tres focos de insurrección para que alguno de ellos pudiera triunfar. Cuando el rey comprendió el alcance de la trama, su cólera llegó a su punto álgido. Por eso no dudó en ordenar la ejecución de los máximos responsables. Había que cortar de raíz la rebelión.
Las tropas de Sarracino fueron derrotadas por las tropas reales en el castillo de Sarracín después de una dura resistencia por parte de los rebeldes. El conde Sarracino Gatónez, al ver llegar las tropas de don Alfonso, se atrincheró en el interior de su fortaleza, el castillo de Sarracín construido por su padre el conde Gatón, que estaba ubicado en lo más alto de las montañas que separan León de Galicia. En su interior el rebelde se hizo fuerte y resistió el ataque de las tropas reales durante quince extenuantes días, al final de los cuales fue derrotado por las tropas de don Alfonso. De acuerdo con las órdenes recibidas, el conde fue ejecutado en el acto junto con los que se resistieron a su detención. El resto fueron hechos prisioneros.
Por su parte, las tropas enviadas a sofocar la rebelión del conde don Hermenegildo Pérez se dirigieron hacia Coímbra donde éste se había hecho fuerte. Alfonso III había enviado a esta ciudad al conde don Hermenegildo para que la repoblara. Una vez repoblada y asentada su población, el conde empezó a concebir la posibilidad de levantarse contra su propio rey. Soñó con hacerse dueño de toda la parte occidental del reino de Asturias, desde el Cantábrico hasta el Mondego. Para ello no dudó en establecer alianzas con otros condes del reino. Así fue como se puso en contacto con el conde Sarracino en el Bierzo y con el conde Diego en Castilla. Los tres juntos y al unísono podían presentar batalla al poderoso rey don Alfonso. Lo tenía todo bien tramado, pero el plan no le salió como él se había imaginado. Don Diego fue aniquilado sin haber podido tan siquiera presentar batalla. Don Sarracino también fue vencido y ejecutado a pesar de su fuerte resistencia en su castillo del Bierzo. Y ahora él se veía cercado por las tropas reales que no le daban tregua. Resistió durante un mes protegido por las murallas de su castillo, pero al final también fue derrotado por las tropas de don Alfonso. Fue ejecutado al instante al igual que sus más acérrimos seguidores. Con su derrota y ejecución el rey dio por finalizado uno de los períodos más amargos de su reinado.


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