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Un año después de la razzia
de al-Mundhir por los reinos cristianos, el rey don Alfonso envió al
presbítero toledano Dulcidio a Córdoba para que negociara una
segunda paz con el emir Muhammad I. Ambos necesitaban una tregua para
poner orden y sosiego dentro de sus reinos.
Don Alfonso aprovechó la
tregua para repoblar sus fronteras. Ordenó a su primo Diego
Rodríguez Porcelos
que repoblara la parte oriental de su reino, las tierras de Castilla.
Don Diego había heredado el condado de Castilla a la muerte de su
padre, acaecida once años antes en el otoño del año 873. Fue el
primer caso de herencia condal en el reino de Asturias, tal vez como
premio a la decisiva intervención del conde don Rodrigo en la
recuperación de la Corona para don Alfonso.
Una fría mañana de marzo don
Diego había salido a pasear con su caballo por los alrededores del
castillo de Amaya. Lucía el sol, pero un sol mortecino, cuyos rayos
no tenían todavía la energía suficiente para templar el ambiente.
La leve brisa que soplaba hacía aún más desagradable el paseo. Don
Diego tiró con fuerza de la brida de la montura y la obligó a dar
media vuelta resuelto a regresar cuanto antes al castillo. Cuando
entraba por sus puertas, uno de sus criados le salió al encuentro.
—Don Diego, ha llegado un
emisario real.
—¿Y a qué ha venido?
—No lo sé, señor. Espera
ser recibido por su excelencia.
—Bien, que pase a mi
despacho.
El conde dejó la montura en
manos del criado para dirigirse a la torre del homenaje. No tardó en
presentarse ante él el mensajero del rey.
—¿Da permiso su excelencia?
—Adelante.
El mensajero hizo una
reverencia al conde.
—Dime, ¿qué quiere ahora
don Alfonso?
—Señor, el rey quiere que
vuecencia siga repoblando estas tierras. Me encarga que le haga saber
su gran interés en fundar una fortaleza más al sur de Amaya. Al
lado de esa fortaleza se levantará un nuevo caserío para albergar a
los arrendatarios y colonos que deben repoblar esa nueva tierra. Deja
a su elección el lugar adecuado.
—De acuerdo. Puedes decirle
a Su Majestad que sus deseos serán cumplidos.
El conde se quedó solo en su
despacho ensimismado en sus pensamientos y algo confundido. —¿Dónde
puedo levantar esa fortaleza?—, pensó. Por más vueltas que le
daba a la cabeza, no podía encontrar el lugar idóneo. Todos los que
se le ocurrían adolecían de algún inconveniente. Unos por ser
excesivamente abiertos. Otros por alejarse demasiado del centro del
condado. Al final, decidió pedir ayuda a su consejero y mejor amigo.
Hizo sonar una campanilla.
—¿Desea algo, señor?
—Sí, que venga Roque.
Poco después el consejero se
hallaba ante él.
—¿Me has mandado llamar?
—Sí, Roque. Siéntate, por
favor.
El consejero tomó asiento
frente a él.
—El rey quiere que construya
una fortaleza más al sur de ésta. Le estoy dando vueltas al asunto
y no acabo de encontrar el lugar más idóneo. ¿Dónde la ubicarías
tú?
El consejero le mencionó
varios de los lugares en los que ya había pensado el conde. Éste se
los rechazó uno por uno. Después de muchas propuestas desestimadas,
Roque le propuso construir la fortaleza en la confluencia de los ríos
Pico y Vena.
—Pues tienes razón. No
había pensado en ese lugar. Mañana mismo iremos a visitarlo para
ver si reúne los requisitos.
—Podemos ir, pero te aseguro
que sí los reúne. Hay una pequeña colina entre los dos ríos en la
que puedes levantar la fortaleza. Conozco bastante bien aquella zona.
—Pues no se hable más. La
construiremos allí.
Don Diego a lo largo de
aquellos años ya había repoblado algunas poblaciones conquistadas a
los árabes e incluso fundado otras, como Villadiego. Ahora iba a dar
un paso mucho más importante, la fundación de la ciudad de Burgos a
la que trasladaría la capital del condado. Con el nuevo avance de
las fronteras, ya no era necesario mantener la capital del condado en
Amaya, encerrada entre las montañas. Había que trasladar la capital
a una zona más abierta, para lo cual erigió una fortaleza en el
cerro de San Miguel desde donde se podía apreciar la confluencia de
los ríos Pico y Vena. Poco después se asentaría en su base un
burgo que sería el origen de la nueva capital.
Los
logros más importantes del conde fueron el afianzamiento de la
frontera en el valle del Ebro, la restauración de la sede episcopal
de Oca y la línea fronteriza del Arlanzón. Por todo ello y por su
incansable lucha contra los infieles, el rey había depositado en él
su entera confianza. Ante su buena estrella, don Diego cada día se
fue creciendo más hasta el punto de soñar con poder ceñir algún
día en su frente la corona del Castilla.
—¿No ha llegado ningún
emisario del conde Hermenegildo?
—No, señor.
—Dile a Roque que se prepare
para salir a montar a caballo.
—Sí, señor, ahora mismo se
lo digo.
Poco después los dos jinetes
cabalgaban a orillas del río Arlanzón. Era una espléndida mañana
del mes de junio.
—Te echo una carrera, Roque.
A ver quién llega antes a aquella curva del río que se divisa allá
en lontananza.
—De acuerdo, cuando quieras.
Los dos jinetes espolearon sus
cabalgaduras y éstas partieron como el rayo hacia el punto señalado.
Cuando llegaron a la meta, los caballos resoplaban y arrojaban
espumarajos de su boca.
—He ganado —comentaba
jubiloso don Diego.
—Porque mi caballo tropezó
unos metros más atrás —se justificaba Roque.
—Excusas. Lo que pasa que mi
caballo corre más que el tuyo.
—No siempre. Más de una vez
he llegado yo el primero.
Los dos amigos bromeaban con
el resultado de la carrera. Luego, el conde invitó a su consejero a
descansar un rato bajo la sombra de unos sauces. El calor comenzaba a
molestar.
—Roque, estoy esperando
noticias de Hermenegildo. Ya hace días que debería haberlas
recibido, pero no sé por qué se está retrasando. Quizás haya
surgido algún problema.
—Puede que sí. Diego, me
parece que te estás metiendo en un buen lío. ¿No sé por qué te
has prestado a participar en esto?
—Porque ya estoy harto de
estar bajo las órdenes de mi primo el rey don Alfonso. Tengo tanto
derecho como él, por no decir más, a ser el rey de esta tierra que
hemos ido ganando mi padre y yo con gran esfuerzo y mucho riesgo por
nuestra parte. Me molesta seguir pagándole tributos. Lo que hay en
el condado de Castilla es mío y no tengo por qué compartirlo con
nadie.
—Me parece justo lo que
pides, pero el riesgo es muy alto. Si algún día fueras descubierto,
no habrá nadie que pueda salvarte.
—Lo sé, Roque. Pero si nos
unimos Hermenegildo en Galicia, Sarracino en León y yo en Castilla,
Alfonso lo va a tener muy difícil para vencernos a los tres. La
operación puede tener éxito. Ahora lo que hace falta es que lleguen
esas noticias de Galicia.
Los dos amigos conversaban
despreocupadamente a la orilla del río. De pronto se oyó el galopar
de un caballo. No tardó en llegar hasta ellos uno de los criados del
conde.
—Don Diego, ha llegado al
castillo un escuadrón del rey. Vienen a deteneros. Yo he podido
escapar por la puerta de servicio para venir a avisaros. Tienen a
todos los habitantes del castillo retenidos y no dejan salir a nadie.
Os están buscando, señor.
El conde se quedó atónito.
Era lo último que esperaba oír.
—No perdamos tiempo. Huyamos
a toda prisa.
—¿Hacia dónde, señor?
—Hacia el norte, hacia las
montañas.
Los tres jinetes pusieron
rumbo a las montañas. Espolearon las cabalgaduras para alejarse lo
antes posible de aquel lugar donde corrían demasiado peligro, pero
no lo hicieron con tanta celeridad como hubieran deseado. Detrás del
criado del conde habían partido también una docena de soldados del
rey. Lo vieron ausentarse por la puerta de servicio y lo siguieron a
cierta distancia sin que él se diera cuenta de su presencia. Cuando
descubrieron que el conde y sus dos acompañantes partían a galope,
salieron en pos de ellos. Al cabo de varias horas de fatigosa
persecución, dieron alcance a los fugitivos en Cornudilla donde los
apresaron. El conde don Diego fue ejecutado allí mismo y sus
descendientes perdieron el privilegio de heredar el condado de
Castilla. A partir de entonces éste se dividiría entre varias
familias condales.
******
Después
de algo más de dos meses de primavera, en Oviedo apenas se notaban
sus efectos. El sol lucía pálidamente de cuando en cuando a través
de los escasos claros que se abrían entre los negros nubarrones
preñados de humedad. Los chubascos eran casi continuos. La
temperatura era más bien baja para la época. Don Alfonso se hallaba
en su despacho reunido con sus dos consejeros preferidos, don
Hermenegildo Gutiérrez y don Gundemaro Galíndez. Media docena de
gruesos troncos de roble y encina chisporroteaban en la chimenea y
ayudaban a caldear el ambiente de la dependencia. Discutían sobre
los temas de estado que más urgencia requerían.
Un
año antes había fallecido Pedro, el ayo del rey. Don Alfonso sintió
de veras su pérdida, pues Pedro lo había acompañado toda su vida y
le había sido siempre fiel. Su sustitución iba a resultar muy
difícil. Después de sopesar muchos nombres para ocupar su puesto de
mayordomo, el rey decidió nombrar para el mismo a don Hermenegildo
Gutiérrez, conde de Tuy y Oporto, casado con Ermesinda Gatónez,
nieta de Ramiro I y prima del rey. Con su nombramiento, el puesto de
mayordomo iba a sufrir un profundo cambio, pues, además de
mayordomo, desempeñaría también la función de consejero real. Sus
funciones de mayordomo serían más bien honoríficas, ya que las
tareas propias del cargo pasaría a desempeñarlas el ayuda de cámara
del rey.
—Majestad,
ha llegado un correo de León. Dice que es urgente.
—Hazlo
pasar, Aurelio.
El
correo hizo una reverencia al rey mientras éste le indicaba que
hablara.
—Señor,
el conde Hermenegildo Pérez y el conde Sarracino Gatónez se han
declarado en rebeldía. Han reunido sendos ejércitos, uno en Galicia
y otro en el Bierzo, dispuestos a atacar a las huestes reales.
—¿Estás
seguro de lo que dices? ¡Mira que son acusaciones muy serias!
—Sí,
Señor. Se han constatado las noticias. Además, se sospecha que el
conde Diego Rodríguez también está con ellos.
—¿Que
Diego se ha desplazado hasta Galicia para rebelarse contra mí? No me
lo puedo creer.
No,
Majestad. No es exactamente así. El conde Diego Rodríguez no ha
abandonado Castilla. Lo que se sospecha, con un altísimo porcentaje
de certeza, es que está de acuerdo con la rebelión de los otros dos
y que está dispuesto a levantarse también contra Vuestra Majestad
para convertir a Castilla en reino independiente.
—¿Cómo
puedes lanzar una acusación tan grave sobre mi primo sin pruebas
evidentes?
—Majestad,
hay una prueba irrefutable.
—¿Qué
prueba, dime? Que si no es cierto, te arrancaré la lengua por
difundir una acusación tan grave.
—Señor,
lo siento, pero en León permanece prisionero el mensajero que el
conde don Hermenegildo Pérez había enviado al conde don Diego para
notificarle el alzamiento de sus tropas contra Vuestra Majestad.
—¿Es
cierto lo que dices?
—Sí,
Majestad. Que me caiga ahora mismo aquí muerto si miento.
—Puedes
retirarte.
El
mensajero abandonó el despacho del rey bastante confundido. No
estaba del todo seguro de salir ileso del palacio real. Observó que
don Alfonso había montado en cólera, sobre todo cuando le comunicó
la posible participación de su primo en la rebelión. Entretanto el
rey seguía perplejo y lleno de ira en su despacho.
—¡No
me lo puedo creer! —murmuraba mientras recorría el despacho a
grandes zancadas—. Mi primo Diego y mi primo Sarracino confabulados
en una rebelión contra mí. ¿Cómo pueden haber llegado a esos
extremos cuando siempre he procurado favorecerlos por encima de los
demás? ¿Así me lo pagan? Pues no se van a salir con la suya. Hay
que actuar con rapidez, pues la demora les puede dar ventaja. Debemos
anticiparnos a ellos y cogerlos por sorpresa. Hoy mismo partimos para
León. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí,
Majestad —contestaron los dos consejeros.
—Pues
pongámonos en marcha.
Dos
días más tarde don Alfonso entraba en la ciudad de León para
hacerse cargo de sus tropas. Inmediatamente ordenó que partieran dos
ejércitos para sofocar las rebeliones, uno se dirigiría a Galicia y
el otro al Bierzo. Por otra parte, ordenó a un batallón que se
desplazara a Burgos para detener al conde don Diego. Había que
cortar de raíz los conatos de rebelión, de lo contrario su reino
corría grave peligro. Las órdenes fueron precisas. Todo el que se
opusiera sería pasado a fuego y los cabecillas serían ejecutados
sin ningún tipo de consideración.
—¿Vuestro
primo don Diego también, Señor? —se atrevió a preguntar el
comandante del batallón que tenía que ir en su búsqueda.
—He
dicho que todos.
El
rey había hablado con el mensajero detenido que debía haber llevado
la noticia al conde don Diego. Éste le confirmó al rey la veracidad
de los hechos. Don Diego debía levantarse contra su rey en cuanto
recibiera la noticia. Por eso era de suponer que lo estaría
esperando con impaciencia. La estrategia era provocar tres focos de
insurrección para que alguno de ellos pudiera triunfar. Cuando el
rey comprendió el alcance de la trama, su cólera llegó a su punto
álgido. Por eso no dudó en ordenar la ejecución de los máximos
responsables. Había que cortar de raíz la rebelión.
Las
tropas de Sarracino fueron derrotadas por las tropas reales en el
castillo de Sarracín después de una dura resistencia por parte de
los rebeldes. El conde Sarracino Gatónez, al ver llegar las tropas
de don Alfonso, se atrincheró en el interior de su fortaleza, el
castillo de Sarracín construido por su padre el conde Gatón, que
estaba ubicado en lo más alto de las montañas que separan León de
Galicia. En su interior el rebelde se hizo fuerte y resistió el
ataque de las tropas reales durante quince extenuantes días, al
final de los cuales fue derrotado por las tropas de don Alfonso. De
acuerdo con las órdenes recibidas, el conde fue ejecutado en el acto
junto con los que se resistieron a su detención. El resto fueron
hechos prisioneros.
Por
su parte, las tropas enviadas a sofocar la rebelión del conde don
Hermenegildo Pérez se dirigieron hacia Coímbra donde éste se había
hecho fuerte. Alfonso III había enviado a esta ciudad al conde don
Hermenegildo para que la repoblara. Una vez repoblada y asentada su
población, el conde empezó a concebir la posibilidad de levantarse
contra su propio rey. Soñó con hacerse dueño de toda la parte
occidental del reino de Asturias, desde el Cantábrico hasta el
Mondego. Para ello no dudó en establecer alianzas con otros condes
del reino. Así fue como se puso en contacto con el conde Sarracino
en el Bierzo y con el conde Diego en Castilla. Los tres juntos y al
unísono podían presentar batalla al poderoso rey don Alfonso. Lo
tenía todo bien tramado, pero el plan no le salió como él se había
imaginado. Don Diego fue aniquilado sin haber podido tan siquiera
presentar batalla. Don Sarracino también fue vencido y ejecutado a
pesar de su fuerte resistencia en su castillo del Bierzo. Y ahora él
se veía cercado por las tropas reales que no le daban tregua.
Resistió durante un mes protegido por las murallas de su castillo,
pero al final también fue derrotado por las tropas de don Alfonso.
Fue ejecutado al instante al igual que sus más acérrimos
seguidores. Con su derrota y ejecución el rey dio por finalizado uno
de los períodos más amargos de su reinado.
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