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Don
Alfonso paseaba por los jardines de su palacio de Oviedo un templado
día de finales de septiembre. Acababa de pasar los rigores del
verano en su retiro del valle de Boides. Su estancia en aquel
encantador paraíso le había sentado muy bien, no sólo por el
frescor que en él se respiraba, sino también porque la paz que allí
reinaba le había ayudado a olvidar durante un breve período de
tiempo los muchos problemas y preocupaciones que lo agobiaban. La
onerosa carga del reino cada día se le hacía más pesada, aunque no
por eso renunciaba a sus obligaciones como rey ni de sus labios salía
la más mínima queja. Antes al contrario, se sentía plenamente
satisfecho de ceñir sobre su frente la pesada corona real. El rey se
había detenido ante un pequeño parterre lleno de rosales y flores
multicolores, cuando se le acercó uno de sus sirvientes que le
anunció la llegada de un emisario del conde de Aragón.
—Majestad, ha llegado un
emisario del conde Galindo de Aragón. Espera ser recibido por Vos,
Señor.
—Hazle pasar a mi despacho.
El rey permaneció un momento
más en el jardín. Quería contemplar unos instantes más la belleza
de las plantas y flores que por él pululaban mientras aspiraba el
delicioso aroma que de ellas emanaba. A pesar de que se hallaba en el
período de descanso estival, que tanto necesitaba, y que había
trasladado toda su corte a León unos años antes, don Alfonso no
desaprovechaba ninguna oportunidad para prestar un nuevo servicio al
reino. Así, pues, con pasos lentos pero decididos abandonó el
jardín para entrar en el palacio. El emisario del conde Galindo lo
esperaba en la antesala. El rey ordenó que pasara a su despacho.
—Majestad, —el mensajero
postró su rodilla derecha en tierra y besó la mano que el rey le
extendía—, traigo un mensaje del conde Galindo y de los condes de
Pallars y Ribagorza.
—¿Y bien?
—Pretenden destronar al rey
Fortún de Pamplona. Para ello necesitan vuestra alianza, Señor.
—¿Y quién ocupará su
lugar?
—Tienen intención de
reponer la dinastía Jimena en el trono de Pamplona, que sería
ocupado por el rey Sancho I Garcés. Pero, para llevarlo a cabo,
necesitan vuestro beneplácito y vuestra colaboración, Señor.
El rey se quedó unos
instantes pensativo. Luego, ordenó que dieran hospedaje al mensajero
del conde de Aragón. Antes de tomar una decisión, quería comentar
el tema con la reina doña Jimena. Al fin y al cabo, ella formaba
parte de la dinastía que querían reponer en el trono de Pamplona.
Sin pérdida de tiempo se hizo anunciar su presencia en las cámaras
de la reina. Ella se sobresaltó un poco al recibir la noticia, pues
el rey no acostumbraba a visitar sus cámaras privadas si no era por
un motivo especial.
—Señora, estáis
encantadora como siempre —don Alfonso se dirigió a su esposa para
tomarle la mano derecha y besársela al tiempo que ella se levantaba
de su sitial.
—¿Qué os trae por aquí,
mi Señor?
La reina hizo un gesto a sus
doncellas para que la dejaran a solas con su esposo.
—Pues veréis, Señora. Me
sentía un poco solo y he decidido venir a haceros una visita.
—¡Uy, qué galante os
sentís hoy, Señor! Dejaos de cumplidos y decidme la verdad. Vos no
venís a mis aposentos si no es por alguna razón especial, así que
ya podéis empezar a hablar.
—Tenéis razón, Señora.
Por mucho que lo intente, no lograré engañaros nunca. El motivo de
mi visita es que ha venido a verme un mensajero del conde Galindo.
Entre él y los condes de Ribagorza y Pallars pretenden destronar a
don Fortún y poner en su lugar a Sancho Garcés. Quieren que les dé
mi aprobación y que les preste ayuda para llevarlo a cabo. ¿Qué
opináis Vos, Señora?
Los reyes habían tomado
asiento en sus solios. Doña Jimena permaneció unos instantes en
silencio. Luego tomó la palabra.
—¿Vos estáis dispuesto a
prestarles ayuda?
—Si la necesitan, sí.
—Pues entonces, adelante. Ya
sabéis que hace mucho tiempo que desaprobé el destronamiento de mi
familia en el solio de Pamplona. Tal vez ahora haya llegado el
momento de recuperarlo. No desaprovechéis la oportunidad.
—Así lo haremos, querida
esposa. Podéis estar segura que Sancho Garcés no tardará mucho
tiempo en ocupar el trono de Pamplona.
—Os lo agradezco, Señor. ¿Y
estos días qué pensáis hacer?
—Pues antes de regresar a
León, donde el deber me llama, quería visitar la biblioteca para
ver cómo va la redacción de mi propia Crónica.
Hace ya mucho tiempo que no hablo con fray Dulcidio y me gustaría
tener una larga charla con él. Debo examinar todo lo que haya
escrito hasta la fecha desde la última visita que le hice, por si
hubiera que enmendar algo, que no lo creo. También me gustaría
pasar por el castillo de Gozón para ver cómo van los trabajos de
orfebrería que tengo encomendados, en especial La
Cruz de la Victoria.
No quisiera morirme sin verla terminada.
—Por Dios, ¿quién ha dicho
que os vais a morir ya, Señor?
El rey exhaló un profundo
suspiro.
—Decir no me lo ha dicho
nadie, pero me doy cuenta que mis fuerzas flaquean de día en día.
Ya no soy aquel mozo fuerte y vigoroso de otros tiempos. La vida pasa
y el tiempo no se detiene, esposa mía. El paso del tiempo es igual
para los nobles que para los plebeyos y la muerte nos iguala a todos.
Por mi parte, presiento que ya no me quedan muchos años.
—No digáis tonterías,
Señor. Todavía os quedan fuerzas suficientes para rendir más de
una batalla. No seáis agorero.
—No digo que no me queden
fuerzas para luchar en alguna batalla más, pero son unas fuerzas muy
mermadas. Aquel vigor de la juventud ya hace años que me abandonó.
Y bien, Señora, os dejo que sigáis con vuestras ocupaciones. Por mi
parte he de continuar con las mías. Nos veremos a la hora del
almuerzo. Quedad con Dios.
Don Alfonso besó de nuevo la
mano de su esposa antes de retirarse de sus aposentos. Al día
siguiente despachó al emisario del conde Galindo, que partió
velozmente rumbo a Aragón con el beneplácito del rey de Asturias y
la promesa de su colaboración si fuere necesario.
La mañana casi era una copia
exacta de la del día anterior. El rey, después de dar un paseo por
los jardines del palacio, se acercó a la biblioteca palatina. Fray
Dulcidio estaba enfrascado en sus archivos y pergaminos, en tanto que
fray Afrodisio copiaba escrupulosamente lo que aquél le dictaba.
—Buenos días, hermanos.
—Majestad —los dos monjes
se apresuraron a postrarse ante el rey—, no nos habíamos percatado
de vuestra presencia.
—Ya me he dado cuenta de
ello, fray Dulcidio, y eso es lo que más valoro de ti. Bien, ¿y
cómo va nuestra crónica?
—Pues verá, Señor.
Acabamos de comenzar la biografía y el reinado de vuestro bisabuelo
Bermudo I. La documentación que debemos consultar es muy amplia, lo
que nos lleva mucho tiempo escribir cada capítulo de la obra. Si lo
preferís, Señor, podemos extractarla y suprimir los hechos más
fútiles.
—En absoluto. Dedicad el
tiempo que preciséis, pero quiero que la obra sea completa y que se
ajuste en todo a la veracidad de los hechos. Nada de resúmenes y de
mutilaciones.
—Como Vos ordenéis,
Majestad. Ya sabéis que seguiremos vuestras instrucciones al pie de
la letra.
—Espero que así sea. Por
eso he depositado mi entera confianza en ti. Ahora me gustaría ojear
alguno de los últimos volúmenes que hayáis escrito.
—Sí, Majestad. Tenéis la
biblioteca entera a vuestra disposición. Podéis consultar lo que
más os agrade.
El rey tomó en sus manos el
volumen que versaba sobre su antepasado el rey Mauregato. No era
precisamente el período de la Historia del Reino de Asturias que más
entusiasmaba a Alfonso III el
Magno, pues, aparte
de haber usurpado el trono al legítimo heredero, parece ser que lo
logró a un precio muy elevado. Su alianza con el emir de Córdoba
para obtenerlo le obligó a regalar a éste anualmente cien doncellas
de su reino. Es el famoso Tributo
de las cien Doncellas, que
tan ignominioso fue para el reino de Asturias. Pero ahí estaba y
debía aceptarse tal como había sucedido. Don Alfonso examinó
algunos de los capítulos de la Crónica.
Luego depositó el
volumen donde estaba para ojear los que había a su lado. Antes de
abandonar la biblioteca, cruzó algunas palabras más con fray
Dulcidio.
—Lo encuentro todo correcto,
fray Dulcidio. Tanto el contenido como la hermosa escritura de fray
Afrodisio me satisfacen sobremanera. Seguid en esta línea hasta el
final. Estoy seguro que la obra será de mi completo agrado.
—Vuestros deseos son órdenes
para mí, Majestad. Podéis estar seguro que os daremos completa
satisfacción.
—Así lo espero, fray
Dulcidio. Ahora continuad con vuestra labor mientras seguimos con
nuestras obligaciones.
El rey abandonó la biblioteca
palatina dejando a fray Dulcidio y fray Afrodisio sumidos en su
trabajo. Pocos días después visitó el Castillo de Gozón. Antes de
su regreso a León quería ver cómo avanzaba su gran obra maestra:
La Cruz de la
Victoria. Las
pesadas puertas del castillo se abrieron de par en par para dar paso
al monarca. El alcaide salió a recibirlo en el patio de armas. Don
Alfonso hizo su entrada triunfal en el mismo con el séquito que lo
acompañaba.
—Bienvenido seáis, Señor,
a vuestra casa —lo saludó el alcaide con una gran reverencia al
tiempo que el rey descabalgaba de su montura—. ¿A qué debo tan
alto honor?
—Vengo a hacer una visita
general al castillo y de paso a interesarme por los trabajos de
orfebrería, muy especialmente por los de la cruz.
—Esos trabajos van muy bien,
Señor. Los orfebres trabajan sin descanso para complaceros.
—No tardaré en comprobarlo,
pero antes quiero hacer una visita general al castillo. Comenzaré
por la torre del homenaje.
El alcaide guio a don Alfonso
hasta lo más alto de la torre desde la que se divisaba todo el
entorno que rodeaba el castillo en varias leguas a la redonda y
especialmente la bahía de Avilés, por donde podían entrar y
atracar los barcos de los enemigos. No en vano el castillo había
sido erigido por el propio rey como defensa contra los ataques que
los normandos acostumbraban a realizar con cierta frecuencia en toda
la costa cantábrica. El monarca oteó la línea del horizonte por
los cuatro puntos cardinales para cerciorarse que no había peligro
inminente alguno. Luego continuó la visita por el resto de
dependencias del castillo.
—Está todo conforme,
alcaide. Ahora me gustaría visitar la orfebrería.
—Por favor, Majestad,
seguidme.
El alcaide lo condujo hasta el
taller del castillo. Varios orfebres se afanaban en sus mesas de
trabajo dedicados a pulir gemas y otras piedras preciosas o a
engarzarlas en bellas obras de arte. Otros realizaban primorosas
filigranas de oro sobre láminas que después embellecerían cofres,
arcones, relicarios, báculos, cruces o cualquier otro objeto digno
de ser repujado. En un lugar destacado del taller se hallaba el jefe
de los orfebres. Bajo sus órdenes directas trabajaban media docena
de operarios. Él personalmente dirigía los trabajos de confección
y decoración de La
Cruz de la Victoria.
Al acercarse el
rey, dejó a un lado lo que estaba haciendo.
—Majestad, seáis bienvenido
a mi humilde taller —el maestro postró su rodilla en tierra
mientras tomaba la mano del rey para besársela.
—Levántate. ¿Cómo va esa
obra?
—Bien, Majestad. Va despacio
porque necesita mucho tiempo, pero va bien. Aquí la tenéis, Señor.
El rey se acercó a la cruz
que había sobre la mesa del maestro orfebre. Ya se podía apreciar
en líneas generales cómo iba a quedar, pero se puede decir que en
aquel momento no era más que un simple esbozo de lo que tenía que
llegar a ser.
—Como podéis apreciar,
Majestad, la cruz originaria de madera ya está totalmente recubierta
de oro, pero ahora nos falta incrustar en ella todos los esmaltes y
pedrería que ha de llevar. Ése es el trabajo más difícil y más
minucioso, que llevará bastante tiempo realizarlo si queremos
conseguir una auténtica obra de arte.
—Tómate todo el tiempo que
precises. Quiero una obra perfecta, no importa cuánto te lleve, pero
también quisiera verla acabada, así que no te demores.
—Lo tendré en cuenta,
Señor.
El rey contempló alguna de
las bellas obras realizadas por el grupo de orfebres antes de
abandonar el taller. Luego los dejó para que siguieran con su
trabajo. Don Alfonso, después del copioso almuerzo con el que lo
agasajó el alcaide del castillo, regresó a su palacio de Oviedo.
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