jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 32


32


           Don Alfonso paseaba por los jardines de su palacio de Oviedo un templado día de finales de septiembre. Acababa de pasar los rigores del verano en su retiro del valle de Boides. Su estancia en aquel encantador paraíso le había sentado muy bien, no sólo por el frescor que en él se respiraba, sino también porque la paz que allí reinaba le había ayudado a olvidar durante un breve período de tiempo los muchos problemas y preocupaciones que lo agobiaban. La onerosa carga del reino cada día se le hacía más pesada, aunque no por eso renunciaba a sus obligaciones como rey ni de sus labios salía la más mínima queja. Antes al contrario, se sentía plenamente satisfecho de ceñir sobre su frente la pesada corona real. El rey se había detenido ante un pequeño parterre lleno de rosales y flores multicolores, cuando se le acercó uno de sus sirvientes que le anunció la llegada de un emisario del conde de Aragón.
Majestad, ha llegado un emisario del conde Galindo de Aragón. Espera ser recibido por Vos, Señor.
Hazle pasar a mi despacho.
El rey permaneció un momento más en el jardín. Quería contemplar unos instantes más la belleza de las plantas y flores que por él pululaban mientras aspiraba el delicioso aroma que de ellas emanaba. A pesar de que se hallaba en el período de descanso estival, que tanto necesitaba, y que había trasladado toda su corte a León unos años antes, don Alfonso no desaprovechaba ninguna oportunidad para prestar un nuevo servicio al reino. Así, pues, con pasos lentos pero decididos abandonó el jardín para entrar en el palacio. El emisario del conde Galindo lo esperaba en la antesala. El rey ordenó que pasara a su despacho.
Majestad, —el mensajero postró su rodilla derecha en tierra y besó la mano que el rey le extendía—, traigo un mensaje del conde Galindo y de los condes de Pallars y Ribagorza.
¿Y bien?
Pretenden destronar al rey Fortún de Pamplona. Para ello necesitan vuestra alianza, Señor.
¿Y quién ocupará su lugar?
Tienen intención de reponer la dinastía Jimena en el trono de Pamplona, que sería ocupado por el rey Sancho I Garcés. Pero, para llevarlo a cabo, necesitan vuestro beneplácito y vuestra colaboración, Señor.
El rey se quedó unos instantes pensativo. Luego, ordenó que dieran hospedaje al mensajero del conde de Aragón. Antes de tomar una decisión, quería comentar el tema con la reina doña Jimena. Al fin y al cabo, ella formaba parte de la dinastía que querían reponer en el trono de Pamplona. Sin pérdida de tiempo se hizo anunciar su presencia en las cámaras de la reina. Ella se sobresaltó un poco al recibir la noticia, pues el rey no acostumbraba a visitar sus cámaras privadas si no era por un motivo especial.
Señora, estáis encantadora como siempre —don Alfonso se dirigió a su esposa para tomarle la mano derecha y besársela al tiempo que ella se levantaba de su sitial.
¿Qué os trae por aquí, mi Señor?
La reina hizo un gesto a sus doncellas para que la dejaran a solas con su esposo.
Pues veréis, Señora. Me sentía un poco solo y he decidido venir a haceros una visita.
¡Uy, qué galante os sentís hoy, Señor! Dejaos de cumplidos y decidme la verdad. Vos no venís a mis aposentos si no es por alguna razón especial, así que ya podéis empezar a hablar.
Tenéis razón, Señora. Por mucho que lo intente, no lograré engañaros nunca. El motivo de mi visita es que ha venido a verme un mensajero del conde Galindo. Entre él y los condes de Ribagorza y Pallars pretenden destronar a don Fortún y poner en su lugar a Sancho Garcés. Quieren que les dé mi aprobación y que les preste ayuda para llevarlo a cabo. ¿Qué opináis Vos, Señora?
Los reyes habían tomado asiento en sus solios. Doña Jimena permaneció unos instantes en silencio. Luego tomó la palabra.
¿Vos estáis dispuesto a prestarles ayuda?
Si la necesitan, sí.
Pues entonces, adelante. Ya sabéis que hace mucho tiempo que desaprobé el destronamiento de mi familia en el solio de Pamplona. Tal vez ahora haya llegado el momento de recuperarlo. No desaprovechéis la oportunidad.
Así lo haremos, querida esposa. Podéis estar segura que Sancho Garcés no tardará mucho tiempo en ocupar el trono de Pamplona.
Os lo agradezco, Señor. ¿Y estos días qué pensáis hacer?
Pues antes de regresar a León, donde el deber me llama, quería visitar la biblioteca para ver cómo va la redacción de mi propia Crónica. Hace ya mucho tiempo que no hablo con fray Dulcidio y me gustaría tener una larga charla con él. Debo examinar todo lo que haya escrito hasta la fecha desde la última visita que le hice, por si hubiera que enmendar algo, que no lo creo. También me gustaría pasar por el castillo de Gozón para ver cómo van los trabajos de orfebrería que tengo encomendados, en especial La Cruz de la Victoria. No quisiera morirme sin verla terminada.
Por Dios, ¿quién ha dicho que os vais a morir ya, Señor?
El rey exhaló un profundo suspiro.
Decir no me lo ha dicho nadie, pero me doy cuenta que mis fuerzas flaquean de día en día. Ya no soy aquel mozo fuerte y vigoroso de otros tiempos. La vida pasa y el tiempo no se detiene, esposa mía. El paso del tiempo es igual para los nobles que para los plebeyos y la muerte nos iguala a todos. Por mi parte, presiento que ya no me quedan muchos años.
No digáis tonterías, Señor. Todavía os quedan fuerzas suficientes para rendir más de una batalla. No seáis agorero.
No digo que no me queden fuerzas para luchar en alguna batalla más, pero son unas fuerzas muy mermadas. Aquel vigor de la juventud ya hace años que me abandonó. Y bien, Señora, os dejo que sigáis con vuestras ocupaciones. Por mi parte he de continuar con las mías. Nos veremos a la hora del almuerzo. Quedad con Dios.
Don Alfonso besó de nuevo la mano de su esposa antes de retirarse de sus aposentos. Al día siguiente despachó al emisario del conde Galindo, que partió velozmente rumbo a Aragón con el beneplácito del rey de Asturias y la promesa de su colaboración si fuere necesario.
La mañana casi era una copia exacta de la del día anterior. El rey, después de dar un paseo por los jardines del palacio, se acercó a la biblioteca palatina. Fray Dulcidio estaba enfrascado en sus archivos y pergaminos, en tanto que fray Afrodisio copiaba escrupulosamente lo que aquél le dictaba.
Buenos días, hermanos.
Majestad —los dos monjes se apresuraron a postrarse ante el rey—, no nos habíamos percatado de vuestra presencia.
Ya me he dado cuenta de ello, fray Dulcidio, y eso es lo que más valoro de ti. Bien, ¿y cómo va nuestra crónica?
Pues verá, Señor. Acabamos de comenzar la biografía y el reinado de vuestro bisabuelo Bermudo I. La documentación que debemos consultar es muy amplia, lo que nos lleva mucho tiempo escribir cada capítulo de la obra. Si lo preferís, Señor, podemos extractarla y suprimir los hechos más fútiles.
En absoluto. Dedicad el tiempo que preciséis, pero quiero que la obra sea completa y que se ajuste en todo a la veracidad de los hechos. Nada de resúmenes y de mutilaciones.
Como Vos ordenéis, Majestad. Ya sabéis que seguiremos vuestras instrucciones al pie de la letra.
Espero que así sea. Por eso he depositado mi entera confianza en ti. Ahora me gustaría ojear alguno de los últimos volúmenes que hayáis escrito.
Sí, Majestad. Tenéis la biblioteca entera a vuestra disposición. Podéis consultar lo que más os agrade.
El rey tomó en sus manos el volumen que versaba sobre su antepasado el rey Mauregato. No era precisamente el período de la Historia del Reino de Asturias que más entusiasmaba a Alfonso III el Magno, pues, aparte de haber usurpado el trono al legítimo heredero, parece ser que lo logró a un precio muy elevado. Su alianza con el emir de Córdoba para obtenerlo le obligó a regalar a éste anualmente cien doncellas de su reino. Es el famoso Tributo de las cien Doncellas, que tan ignominioso fue para el reino de Asturias. Pero ahí estaba y debía aceptarse tal como había sucedido. Don Alfonso examinó algunos de los capítulos de la Crónica. Luego depositó el volumen donde estaba para ojear los que había a su lado. Antes de abandonar la biblioteca, cruzó algunas palabras más con fray Dulcidio.
Lo encuentro todo correcto, fray Dulcidio. Tanto el contenido como la hermosa escritura de fray Afrodisio me satisfacen sobremanera. Seguid en esta línea hasta el final. Estoy seguro que la obra será de mi completo agrado.
Vuestros deseos son órdenes para mí, Majestad. Podéis estar seguro que os daremos completa satisfacción.
Así lo espero, fray Dulcidio. Ahora continuad con vuestra labor mientras seguimos con nuestras obligaciones.
El rey abandonó la biblioteca palatina dejando a fray Dulcidio y fray Afrodisio sumidos en su trabajo. Pocos días después visitó el Castillo de Gozón. Antes de su regreso a León quería ver cómo avanzaba su gran obra maestra: La Cruz de la Victoria. Las pesadas puertas del castillo se abrieron de par en par para dar paso al monarca. El alcaide salió a recibirlo en el patio de armas. Don Alfonso hizo su entrada triunfal en el mismo con el séquito que lo acompañaba.
Bienvenido seáis, Señor, a vuestra casa —lo saludó el alcaide con una gran reverencia al tiempo que el rey descabalgaba de su montura—. ¿A qué debo tan alto honor?
Vengo a hacer una visita general al castillo y de paso a interesarme por los trabajos de orfebrería, muy especialmente por los de la cruz.
Esos trabajos van muy bien, Señor. Los orfebres trabajan sin descanso para complaceros.
No tardaré en comprobarlo, pero antes quiero hacer una visita general al castillo. Comenzaré por la torre del homenaje.
El alcaide guio a don Alfonso hasta lo más alto de la torre desde la que se divisaba todo el entorno que rodeaba el castillo en varias leguas a la redonda y especialmente la bahía de Avilés, por donde podían entrar y atracar los barcos de los enemigos. No en vano el castillo había sido erigido por el propio rey como defensa contra los ataques que los normandos acostumbraban a realizar con cierta frecuencia en toda la costa cantábrica. El monarca oteó la línea del horizonte por los cuatro puntos cardinales para cerciorarse que no había peligro inminente alguno. Luego continuó la visita por el resto de dependencias del castillo.
Está todo conforme, alcaide. Ahora me gustaría visitar la orfebrería.
Por favor, Majestad, seguidme.
El alcaide lo condujo hasta el taller del castillo. Varios orfebres se afanaban en sus mesas de trabajo dedicados a pulir gemas y otras piedras preciosas o a engarzarlas en bellas obras de arte. Otros realizaban primorosas filigranas de oro sobre láminas que después embellecerían cofres, arcones, relicarios, báculos, cruces o cualquier otro objeto digno de ser repujado. En un lugar destacado del taller se hallaba el jefe de los orfebres. Bajo sus órdenes directas trabajaban media docena de operarios. Él personalmente dirigía los trabajos de confección y decoración de La Cruz de la Victoria. Al acercarse el rey, dejó a un lado lo que estaba haciendo.
Majestad, seáis bienvenido a mi humilde taller —el maestro postró su rodilla en tierra mientras tomaba la mano del rey para besársela.
Levántate. ¿Cómo va esa obra?
Bien, Majestad. Va despacio porque necesita mucho tiempo, pero va bien. Aquí la tenéis, Señor.
El rey se acercó a la cruz que había sobre la mesa del maestro orfebre. Ya se podía apreciar en líneas generales cómo iba a quedar, pero se puede decir que en aquel momento no era más que un simple esbozo de lo que tenía que llegar a ser.
Como podéis apreciar, Majestad, la cruz originaria de madera ya está totalmente recubierta de oro, pero ahora nos falta incrustar en ella todos los esmaltes y pedrería que ha de llevar. Ése es el trabajo más difícil y más minucioso, que llevará bastante tiempo realizarlo si queremos conseguir una auténtica obra de arte.
Tómate todo el tiempo que precises. Quiero una obra perfecta, no importa cuánto te lleve, pero también quisiera verla acabada, así que no te demores.
Lo tendré en cuenta, Señor.
El rey contempló alguna de las bellas obras realizadas por el grupo de orfebres antes de abandonar el taller. Luego los dejó para que siguieran con su trabajo. Don Alfonso, después del copioso almuerzo con el que lo agasajó el alcaide del castillo, regresó a su palacio de Oviedo.


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