miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 29


29


          Finalizada la consagración de la basílica de Santiago, don García regresó a Zamora muy dolido. Durante su permanencia en Santiago de Compostela no había recibido ni la más mínima muestra de afecto por parte de su padre. El rey parecía ignorar su presencia en todo momento. En más de una ocasión el príncipe intentó entrevistarse con él, pero don Alfonso siempre tuvo a mano alguna excusa para evitar el encuentro. Tan sólo se dirigió a su hijo en una ocasión para ordenarle lo que debía hacer en el futuro más inmediato. Y lo hizo de una manera escueta, breve y fría. En todo el tiempo que permanecieron en la ciudad no hubo más contactos entre ellos. Por su parte, la reina tampoco prodigó los encuentros con su primogénito. Solamente departió con él y con su esposa dos o tres breves charlas. Tal vez por ella hubiera habido más comunicación con su hijo y su nuera, pero el rey no lo hubiera visto con buenos ojos. Así que para no desairarlo, prefirió mantenerse a una cierta distancia. Las consecuencias fueron que don García se sintió muy humillado por el comportamiento de sus progenitores y su resentimiento hacia ellos se acrecentó mucho más de lo que ya estaba. Así, pues, a nadie extrañó que tanto él como su esposa doña Muniadona fueran los primeros de toda la familia real en abandonar la ciudad compostelana.
Don García pasaba los días en su palacio amargado y resentido. No sabía qué hacer para agradar a su padre. Éste durante toda su vida le había mostrado indiferencia cuando no desprecio. El príncipe siempre había querido complacer a su progenitor, pero nada de lo que hacía satisfacía a su padre, más bien parecía desagradarle y ponerlo de malhumor. El último paso que había dado con ese fin fue el de su enlace matrimonial con la hija del conde de Castilla. El primogénito de Alfonso III pensó que con esa unión su padre se congraciaría con él y le abriría de nuevo sus brazos y su corazón. Pero no fue así. El rey siguió mostrándole su indiferencia y su desprecio.
Un día caluroso del mes de julio don García y su esposa almorzaban en su palacio de Zamora. A pesar de encontrarse en una de las dependencias más frescas de la mansión, el calor se dejaba sentir, lo que acrecentaba aún más el malhumor del príncipe.
—¡Retira ese plato! —gritó desabridamente a un sirviente que se acercaba a él para servírselo.
—No seas tan descortés, García. ¿Qué te ha hecho el pobre Juan para que descargues en él tu cólera?
—¡Déjame en paz tú también, que no estoy para monsergas!
—¡No, si al final vamos a pagar todos tu mal humor! Desde que regresamos de Galicia, no hay quien te aguante. Hubiera sido preferible no haber asistido a aquella ceremonia. Para lo que nos ha servido…
Don García se mordió la lengua para no replicar a su esposa. Sabía que no le faltaba razón. Con su comportamiento estaba tensando cada vez más sus relaciones matrimoniales. Su resentimiento por los hechos acaecidos en Santiago de Compostela era superior a sus fuerzas. No podía dominar la rabia que lo embargaba y el rencor fluía por todos los poros de su piel. Se daba perfectamente cuenta que pagaban las culpas de su estado de ánimo las personas que lo rodeaban, que eran totalmente inocentes, pero no podía evitarlo. Cuando menos lo esperaba, explotaba toda su ira.
—Lo siento, esposa mía, no puedo remediarlo. No sé qué me pasa. A veces pienso que no soy dueño de mí mismo.
—Lo comprendo, querido, pero estás descargando todo tu odio contra nosotros y creo que no nos lo merecemos.
—Desde luego que no os lo merecéis. Intentaré cambiar, te lo prometo.
Don García apuró un buen vaso de vino de los Campos Góticos y se sirvió otro que se disponía a trasegar de nuevo.
—Así no.
—¿A qué te refieres, querida?
—Que con la bebida no lo vas a conseguir.
—Tienes razón —depositó el vaso lleno sobre la mesa—. El vino no me hará olvidar las penas. No sé qué hacer, pero tengo que llevar a cabo algún gesto o alguna obra que halague a mi padre. No puedo seguir así. De todas maneras, haga lo que haga no conseguiré complacerlo nunca.
—¿Quién sabe? Piensa en lo que más le pueda agradar.
—Si yo lo supiera…
Acabado el almuerzo, los jóvenes esposos abandonaron la mesa para trasladarse a una de las dependencias más frescas del palacio. El calor era sofocante.
—Tu padre siempre ha estado obsesionado por el avance y la repoblación del reino. Podías hacer algo en ese sentido.
—Tienes razón, querida. No lo había pensado. ¿Qué puedo hacer entonces?
—Luchar contra los moros no puedes hacerlo, porque no tienes tropas bajo tu mando. Pero podrías intentar repoblar alguna plaza o alguna ciudad.
—Has dado en la diana, Munia. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?Ahora es cuestión de elegir la plaza que debo repoblar. En este momento no se me ocurre ninguna.
—No te preocupes, tienes mucho tiempo por delante para pensarlo.
El joven matrimonio siguió con su conversación en aquella dependencia tan fresca ubicada en los sótanos del palacio. Allí dejaron pasar las horas de la siesta hasta que el disco solar inició su descenso hacia el lejano horizonte. Fue entonces cuando decidieron salir de su refugio.
Los días transcurrían sin contratiempos ni sobresaltos. El verano ya llegaba casi a su ocaso. Don García decidió dar un paseo una mañana por las riberas del Duero en compañía de su privado. El calor ya se había moderado bastante y bajo las sombras de las alamedas que bordeaban las orillas del río el frescor que se sentía resultaba muy agradable. Después de una corta carrera los caballos caminaban al paso. El príncipe y su privado conversaban animadamente.
—Llevo dándole vueltas al tema desde hace más de dos meses y no acabo de decidirme por la plaza que debo repoblar. He pesando en varias, pero en todas encuentro algún inconveniente. En más de una ocasión me he decantado por Coyanza y más aún por Benavente. Ambas están en el Esla y la última además en la confluencia de éste con el Órbigo. Ocupa un lugar muy estratégico, pero se me antoja que están demasiado separadas de la línea fronteriza que mi padre ha fijado en el Duero. Por eso siempre termino por descartarlas.
—Y no te falta razón, García. Tu padre no aprobaría nunca esa repoblación si no llevas a cabo otras en lugares más estratégicos. Piensa que tu padre lo que quiere es fortalecer justamente la línea fronteriza. El resto es secundario para él.
—Eso es lo que me detiene y como lo que pretendo es hacer algo que le agrade, no puedo cometer un error que nunca me perdonaría. También he pensado en Villalpando y en Medina de Rioseco, pero en ambas encuentro un problema parecido al de las dos anteriores. Se alejan demasiado de la línea fronteriza.
—No te aconsejo que las escojas, pues con su elección defraudarías aún más a tu padre. Es mejor que te decidas por alguna población situada al lado del Duero.
—En efecto, por eso hace mucho que considero que el lugar idóneo podría ser Toro. También he tenido en cuenta a Tordesillas, pero ésta queda un poco más lejos de Zamora que la primera. Me inclino más por Toro. Está ubicada en un montículo sobre el Duero. Su distancia a Zamora es relativamente corta. Además, cubre un área agrícola muy importante. No debemos olvidar que está enclavada en medio de los Campos Góticos, la calidad de cuyos vinos todos conocemos y todos apreciamos. Para mí ésta sería la plaza ideal que debería repoblar, no sólo para defender la frontera con los mahometanos, sino también para aumentar el cultivo de sus viñedos que tanta fama le dan.
—Tienes razón, amigo mío. Yo en tu lugar no perdería más tiempo y me pondría ya manos a la obra para llevar a cabo su repoblación. Por cierto, una vez finalizada ésta, acto seguido repoblaría Tordesillas. Las dos constituyen buenos baluartes de defensa contra los musulmanes. No dejes pasar la oportunidad de darle una grata sorpresa a tu padre.
—Gracias, amigo. Así lo haré. Este mismo otoño comenzaré su repoblación. Para ello traeré gentes del norte, pero sin olvidarme de los mozárabes de Toledo. No debemos desamparar a nuestros correligionarios que tan oprimidos y humillados viven bajo el yugo del imperio árabe. Son muchos los que están dispuestos a abandonarlo todo y venirse a vivir a nuestro reino. Cada día están más perseguidos por el emirato de Córdoba. Los moros los estrujan con sus impuestos. Además, no pueden practicar libremente la religión. Tienen que esconderse para hacerlo. Algunos, por miedo a perderlo todo, se han convertido al mahometanismo con tal de no verse privados de sus bienes. Son conversiones falsas, pues en sus casas siguen practicando el cristianismo, pero oficialmente ya no son cristianos. Debemos darles una oportunidad para que puedan vivir con libertad y conforme a sus creencias.
—Es un noble empeño, García. Ahí tienes una buena obra que tu padre te agradecerá.
—Bueno, eso habrá que verlo. Lo importante es que yo me sienta satisfecho de mi obra y de mí mismo. Con eso ya me doy por contento.
Los dos amigos se apearon de sus caballos para acercarse a la orilla del río. El estiaje había hecho descender considerablemente su caudal. En algunos lugares parecía vadeable. Allí todavía no había recibido las caudalosas aguas del Esla. A partir de la unión con éste su caudal aumenta más del doble.
—¿Cruzamos al otro lado? Por ahí la corriente no es tan profunda. Seguro que nuestros caballos lo pueden conseguir.
—Tú siempre con tus ocurrencias, Nuño. No sé para qué quieres cruzar a la otra orilla. ¿Acaso no se está bien aquí?
—Es por amor a la aventura y por comprobar qué se siente al cruzarlo. Además, ¿qué podemos perder? Todo lo más que los caballos tropiecen y nos demos un remojón. Mira, podemos probar un poco más abajo, donde se ensancha el río. Allí el agua tiene que ser poco profunda. Vamos a probarlo.
—Si te empeñas, lo intentaremos.
Los dos amigos decidieron vadear el Duero, pero poco después de introducirse en su caudal tuvieron que volver al punto de partida si no quisieron terminar ellos y sus monturas arrastrados por la corriente del agua río abajo. Los caballos a duras penas lograron ganar de nuevo la orilla y pisar tierra firme. Al llegar a ella los dos jóvenes descabalgaron y se tendieron en un pequeño soto que allí había. El agua les había llegado hasta más arriba de las rodillas.
—¡Cómo engaña esto! No parecía que llevara tanta agua. Si nos descuidamos un poco, no la contamos.
—Tú siempre con tus aventuras, Nuño. Es la última vez que te sigo en tus juegos. Hemos estado a punto de ahogarnos por una estupidez tuya.
—Lo siento, García. Me he equivocado. De ahora en adelante me lo pensaré dos veces antes de proponerte algo así.
—Hasta la próxima que se te ocurra. El que tendrá cuidado de no seguir tus pasos seré yo.
Los dos jóvenes se descalzaron para que se secara su calzado. El sol ya casi alcanzaba el cenit y sus rayos se dejaban sentir con fuerza. En poco más de una hora su calzado estaría seco.
—La próxima vez que se te ocurra cruzar el Duero traes una barca. A caballo ya lo he intentado para el resto de mis días. ¡Mira que si nos arrastra el agua río abajo…!
—Te repito que lo siento, García. No creí que fuera tan profundo.
—Bueno, vamos a dejar el incidente y a calzarnos si ya se ha secado el calzado. Pronto será la hora de comer. No podemos descuidarnos.
A eso del mediodía nuestros dos jinetes se lanzaron en veloz carrera camino de Zamora. Ambos galopaban raudos por la vereda del Duero. Los dos iban a la par, cabeza con cabeza de sus cabalgaduras. Si don García espoleaba su montura, Nuño no se quedaba atrás. Unas veces se adelantaba uno, otras el otro, pero siempre juntos los dos. Todo lo más que se separaban uno del otro era un metro. Ya próximos a las murallas de la ciudad, el príncipe hincó las espuelas a su caballo que salió como disparado por un rayo. En un abrir y cerrar de ojos dejó atrás a su amigo, que intentó alcanzarlo pero era demasiado tarde. Al llegar a las puertas de la muralla, don García detuvo su montura para esperar a su amigo. Luego entraron los dos juntos con los caballos al trote para perderse por las calles de la ciudad.



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