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Finalizada
la consagración de la basílica de Santiago, don García regresó a
Zamora muy dolido. Durante su permanencia en Santiago de Compostela
no había recibido ni la más mínima muestra de afecto por parte de
su padre. El rey parecía ignorar su presencia en todo momento. En
más de una ocasión el príncipe intentó entrevistarse con él,
pero don Alfonso siempre tuvo a mano alguna excusa para evitar el
encuentro. Tan sólo se dirigió a su hijo en una ocasión para
ordenarle lo que debía hacer en el futuro más inmediato. Y lo hizo
de una manera escueta, breve y fría. En todo el tiempo que
permanecieron en la ciudad no hubo más contactos entre ellos. Por su
parte, la reina tampoco prodigó los encuentros con su primogénito.
Solamente departió con él y con su esposa dos o tres breves
charlas. Tal vez por ella hubiera habido más comunicación con su
hijo y su nuera, pero el rey no lo hubiera visto con buenos ojos. Así
que para no desairarlo, prefirió mantenerse a una cierta distancia.
Las consecuencias fueron que don García se sintió muy humillado por
el comportamiento de sus progenitores y su resentimiento hacia ellos
se acrecentó mucho más de lo que ya estaba. Así, pues, a nadie
extrañó que tanto él como su esposa doña Muniadona fueran los
primeros de toda la familia real en abandonar la ciudad compostelana.
Don
García pasaba los días en su palacio amargado y resentido. No sabía
qué hacer para agradar a su padre. Éste durante toda su vida le
había mostrado indiferencia cuando no desprecio. El príncipe
siempre había querido complacer a su progenitor, pero nada de lo que
hacía satisfacía a su padre, más bien parecía desagradarle y
ponerlo de malhumor. El último paso que había dado con ese fin fue
el de su enlace matrimonial con la hija del conde de Castilla. El
primogénito de Alfonso III pensó que con esa unión su padre se
congraciaría con él y le abriría de nuevo sus brazos y su corazón.
Pero no fue así. El rey siguió mostrándole su indiferencia y su
desprecio.
Un
día caluroso del mes de julio don García y su esposa almorzaban en
su palacio de Zamora. A pesar de encontrarse en una de las
dependencias más frescas de la mansión, el calor se dejaba sentir,
lo que acrecentaba aún más el malhumor del príncipe.
—¡Retira
ese plato! —gritó desabridamente a un sirviente que se acercaba a
él para servírselo.
—No
seas tan descortés, García. ¿Qué te ha hecho el pobre Juan para
que descargues en él tu cólera?
—¡Déjame
en paz tú también, que no estoy para monsergas!
—¡No,
si al final vamos a pagar todos tu mal humor! Desde que regresamos de
Galicia, no hay quien te aguante. Hubiera sido preferible no haber
asistido a aquella ceremonia. Para lo que nos ha servido…
Don
García se mordió la lengua para no replicar a su esposa. Sabía que
no le faltaba razón. Con su comportamiento estaba tensando cada vez
más sus relaciones matrimoniales. Su resentimiento por los hechos
acaecidos en Santiago de Compostela era superior a sus fuerzas. No
podía dominar la rabia que lo embargaba y el rencor fluía por todos
los poros de su piel. Se daba perfectamente cuenta que pagaban las
culpas de su estado de ánimo las personas que lo rodeaban, que eran
totalmente inocentes, pero no podía evitarlo. Cuando menos lo
esperaba, explotaba toda su ira.
—Lo
siento, esposa mía, no puedo remediarlo. No sé qué me pasa. A
veces pienso que no soy dueño de mí mismo.
—Lo
comprendo, querido, pero estás descargando todo tu odio contra
nosotros y creo que no nos lo merecemos.
—Desde
luego que no os lo merecéis. Intentaré cambiar, te lo prometo.
Don
García apuró un buen vaso de vino de los Campos Góticos y se
sirvió otro que se disponía a trasegar de nuevo.
—Así
no.
—¿A
qué te refieres, querida?
—Que
con la bebida no lo vas a conseguir.
—Tienes
razón —depositó el vaso lleno sobre la mesa—. El vino no me
hará olvidar las penas. No sé qué hacer, pero tengo que llevar a
cabo algún gesto o alguna obra que halague a mi padre. No puedo
seguir así. De todas maneras, haga lo que haga no conseguiré
complacerlo nunca.
—¿Quién
sabe? Piensa en lo que más le pueda agradar.
—Si
yo lo supiera…
Acabado
el almuerzo, los jóvenes esposos abandonaron la mesa para
trasladarse a una de las dependencias más frescas del palacio. El
calor era sofocante.
—Tu
padre siempre ha estado obsesionado por el avance y la repoblación
del reino. Podías hacer algo en ese sentido.
—Tienes
razón, querida. No lo había pensado. ¿Qué puedo hacer entonces?
—Luchar
contra los moros no puedes hacerlo, porque no tienes tropas bajo tu
mando. Pero podrías intentar repoblar alguna plaza o alguna ciudad.
—Has
dado en la diana, Munia. ¿Cómo no se me habría ocurrido
antes?Ahora es cuestión de elegir la plaza que debo repoblar. En
este momento no se me ocurre ninguna.
—No
te preocupes, tienes mucho tiempo por delante para pensarlo.
El
joven matrimonio siguió con su conversación en aquella dependencia
tan fresca ubicada en los sótanos del palacio. Allí dejaron pasar
las horas de la siesta hasta que el disco solar inició su descenso
hacia el lejano horizonte. Fue entonces cuando decidieron salir de su
refugio.
Los
días transcurrían sin contratiempos ni sobresaltos. El verano ya
llegaba casi a su ocaso. Don García decidió dar un paseo una mañana
por las riberas del Duero en compañía de su privado. El calor ya se
había moderado bastante y bajo las sombras de las alamedas que
bordeaban las orillas del río el frescor que se sentía resultaba
muy agradable. Después de una corta carrera los caballos caminaban
al paso. El príncipe y su privado conversaban animadamente.
—Llevo
dándole vueltas al tema desde hace más de dos meses y no acabo de
decidirme por la plaza que debo repoblar. He pesando en varias, pero
en todas encuentro algún inconveniente. En más de una ocasión me
he decantado por Coyanza y más aún por Benavente. Ambas están en
el Esla y la última además en la confluencia de éste con el
Órbigo. Ocupa un lugar muy estratégico, pero se me antoja que están
demasiado separadas de la línea fronteriza que mi padre ha fijado en
el Duero. Por eso siempre termino por descartarlas.
—Y
no te falta razón, García. Tu padre no aprobaría nunca esa
repoblación si no llevas a cabo otras en lugares más estratégicos.
Piensa que tu padre lo que quiere es fortalecer justamente la línea
fronteriza. El resto es secundario para él.
—Eso
es lo que me detiene y como lo que pretendo es hacer algo que le
agrade, no puedo cometer un error que nunca me perdonaría. También
he pensado en Villalpando y en Medina de Rioseco, pero en ambas
encuentro un problema parecido al de las dos anteriores. Se alejan
demasiado de la línea fronteriza.
—No
te aconsejo que las escojas, pues con su elección defraudarías aún
más a tu padre. Es mejor que te decidas por alguna población
situada al lado del Duero.
—En
efecto, por eso hace mucho que considero que el lugar idóneo podría
ser Toro. También he tenido en cuenta a Tordesillas, pero ésta
queda un poco más lejos de Zamora que la primera. Me inclino más
por Toro. Está ubicada en un montículo sobre el Duero. Su distancia
a Zamora es relativamente corta. Además, cubre un área agrícola
muy importante. No debemos olvidar que está enclavada en medio de
los Campos Góticos, la calidad de cuyos vinos todos conocemos y
todos apreciamos. Para mí ésta sería la plaza ideal que debería
repoblar, no sólo para defender la frontera con los mahometanos,
sino también para aumentar el cultivo de sus viñedos que tanta fama
le dan.
—Tienes
razón, amigo mío. Yo en tu lugar no perdería más tiempo y me
pondría ya manos a la obra para llevar a cabo su repoblación. Por
cierto, una vez finalizada ésta, acto seguido repoblaría
Tordesillas. Las dos constituyen buenos baluartes de defensa contra
los musulmanes. No dejes pasar la oportunidad de darle una grata
sorpresa a tu padre.
—Gracias,
amigo. Así lo haré. Este mismo otoño comenzaré su repoblación.
Para ello traeré gentes del norte, pero sin olvidarme de los
mozárabes de Toledo. No debemos desamparar a nuestros
correligionarios que tan oprimidos y humillados viven bajo el yugo
del imperio árabe. Son muchos los que están dispuestos a
abandonarlo todo y venirse a vivir a nuestro reino. Cada día están
más perseguidos por el emirato de Córdoba. Los moros los estrujan
con sus impuestos. Además, no pueden practicar libremente la
religión. Tienen que esconderse para hacerlo. Algunos, por miedo a
perderlo todo, se han convertido al mahometanismo con tal de no verse
privados de sus bienes. Son conversiones falsas, pues en sus casas
siguen practicando el cristianismo, pero oficialmente ya no son
cristianos. Debemos darles una oportunidad para que puedan vivir con
libertad y conforme a sus creencias.
—Es
un noble empeño, García. Ahí tienes una buena obra que tu padre te
agradecerá.
—Bueno,
eso habrá que verlo. Lo importante es que yo me sienta satisfecho de
mi obra y de mí mismo. Con eso ya me doy por contento.
Los
dos amigos se apearon de sus caballos para acercarse a la orilla del
río. El estiaje había hecho descender considerablemente su caudal.
En algunos lugares parecía vadeable. Allí todavía no había
recibido las caudalosas aguas del Esla. A partir de la unión con
éste su caudal aumenta más del doble.
—¿Cruzamos
al otro lado? Por ahí la corriente no es tan profunda. Seguro que
nuestros caballos lo pueden conseguir.
—Tú
siempre con tus ocurrencias, Nuño. No sé para qué quieres cruzar a
la otra orilla. ¿Acaso no se está bien aquí?
—Es
por amor a la aventura y por comprobar qué se siente al cruzarlo.
Además, ¿qué podemos perder? Todo lo más que los caballos
tropiecen y nos demos un remojón. Mira, podemos probar un poco más
abajo, donde se ensancha el río. Allí el agua tiene que ser poco
profunda. Vamos a probarlo.
—Si
te empeñas, lo intentaremos.
Los
dos amigos decidieron vadear el Duero, pero poco después de
introducirse en su caudal tuvieron que volver al punto de partida si
no quisieron terminar ellos y sus monturas arrastrados por la
corriente del agua río abajo. Los caballos a duras penas lograron
ganar de nuevo la orilla y pisar tierra firme. Al llegar a ella los
dos jóvenes descabalgaron y se tendieron en un pequeño soto que
allí había. El agua les había llegado hasta más arriba de las
rodillas.
—¡Cómo
engaña esto! No parecía que llevara tanta agua. Si nos descuidamos
un poco, no la contamos.
—Tú
siempre con tus aventuras, Nuño. Es la última vez que te sigo en
tus juegos. Hemos estado a punto de ahogarnos por una estupidez tuya.
—Lo
siento, García. Me he equivocado. De ahora en adelante me lo pensaré
dos veces antes de proponerte algo así.
—Hasta
la próxima que se te ocurra. El que tendrá cuidado de no seguir tus
pasos seré yo.
Los
dos jóvenes se descalzaron para que se secara su calzado. El sol ya
casi alcanzaba el cenit y sus rayos se dejaban sentir con fuerza. En
poco más de una hora su calzado estaría seco.
—La
próxima vez que se te ocurra cruzar el Duero traes una barca. A
caballo ya lo he intentado para el resto de mis días. ¡Mira que si
nos arrastra el agua río abajo…!
—Te
repito que lo siento, García. No creí que fuera tan profundo.
—Bueno,
vamos a dejar el incidente y a calzarnos si ya se ha secado el
calzado. Pronto será la hora de comer. No podemos descuidarnos.
A
eso del mediodía nuestros dos jinetes se lanzaron en veloz carrera
camino de Zamora. Ambos galopaban raudos por la vereda del Duero. Los
dos iban a la par, cabeza con cabeza de sus cabalgaduras. Si don
García espoleaba su montura, Nuño no se quedaba atrás. Unas veces
se adelantaba uno, otras el otro, pero siempre juntos los dos. Todo
lo más que se separaban uno del otro era un metro. Ya próximos a
las murallas de la ciudad, el príncipe hincó las espuelas a su
caballo que salió como disparado por un rayo. En un abrir y cerrar
de ojos dejó atrás a su amigo, que intentó alcanzarlo pero era
demasiado tarde. Al llegar a las puertas de la muralla, don García
detuvo su montura para esperar a su amigo. Luego entraron los dos
juntos con los caballos al trote para perderse por las calles de la
ciudad.
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