15
A
finales de junio del año 877 el sol brillaba en el cenit en todo su
esplendor. Los primeros calores estivales se dejaban sentir con
fuerza en la ciudad de Oviedo. El rey había decidido trasladarse a
sus posesiones del Naranco para soportar mejor los rigores del
verano. Después del almuerzo en compañía de toda su familia, el
rey se había retirado a sus aposentos para aliviar el calor mientras
se abandonaba en el sopor de la siesta. La reina había ordenado a
los infantes que se recogieran también en sus aposentos para no
molestar a su padre, pero éstos, en vez de cumplir las órdenes de
su madre, se fueron a corretear por el bosque que circundaba el Aula
Regia. García y Ordoño, los dos mayores, saltaban y brincaban por
entre los árboles y arbustos del bosque. Fruela, que contaba tan
sólo con tres años, no podía seguir sus pasos y lloraba
desconsoladamente.
—Venid
aquí, mi tesoro. ¿Qué os pasa? —le decía Matilde mientras
corría hacia él con los brazos abiertos.
—Que
García y Ordoño me han dejado solo —gimoteó el niño.
—No
os preocupéis. Venid conmigo y dejadlos que corran como corzos
salvajes.
—Pero
yo quiero ir con ellos —protestó Fruela.
—Vos
no podéis seguirlos. ¿No veis que sois mucho más pequeño que
ellos? Andad, venid conmigo y os daré una cosa.
—¿Qué
me vas a dar?
—Venid
y lo veréis.
El
niño le dio la mano al aya, que con arrumacos y engaños consiguió
llevárselo al palacete. Cuando estaban a punto de cerrar la puerta,
vieron acercarse al galope a dos jinetes. Uno de ellos pertenecía a
la guardia real que se había quedado en Oviedo. El otro era
desconocido. El de la guardia real se dirigió al aya antes de poner
pie en tierra.
—¿Dónde
está el rey?
—Descansando
en sus aposentos.
—Debes
avisarlo inmediatamente. Este emisario trae un mensaje urgente de
Íñigo Galíndez. No hay tiempo que perder.
Pedro,
que había oído el trote de los caballos y luego las voces de
Matilde y de los recién llegados, salió a ver qué era lo que
ocasionaba tanto estruendo, que estaba a punto de despertar a su
señor.
—¿Qué
alboroto es éste?
—Estos
caballeros que quieren ver al rey inmediatamente —contestó
Matilde.
—El
rey está descansando y no se le puede molestar en estos momentos
—sentenció el ayo.
—Lo
siento, pero debo verlo inmediatamente. Llevo dos días cabalgando
sin descansar desde que salí de León para entregarle el mensaje de
don Íñigo, así que no voy a detenerme ahora por esta nimiedad. Os
ordeno que aviséis inmediatamente a Su Majestad o seréis los
culpables de mi demora.
—Si
tan urgente es, voy a ver qué puedo hacer.
Pedro
se retiró hacia el interior del palacete seguido por Matilde y el
niño. Entre tanto los dos jinetes descabalgaron de sus monturas. No
tardó en regresar Pedro con orden de acompañar al mensajero ante el
rey.
—Majestad —el mensajero
se postró ante don Alfonso—, el príncipe al-Mundhir ha invadido
la ciudad de León. El general don Íñigo me envía para hacéroslo
saber.
—¿Cuándo
ha ocurrido eso?
—Hace
dos días, Señor.
—Bien,
ordenad que se preparen todas mis huestes de reserva. Mañana antes
del amanecer saldremos para León. Ahora podéis retiraros.
Tres días más tarde don
Alfonso hacía su entrada en León al frente de sus mesnadas. Don
Íñigo lo estaba esperando con gran impaciencia. Juntos presentaron
batalla al invasor en el Bierzo, en el lugar que con el tiempo daría
origen a Ponferrada, donde lograron vencerlo no sin ciertas pérdidas
por parte de ambos bandos. El príncipe árabe, al ver el gran número
de tropas cristianas que se le venía encima, prefirió retirarse a
tierras de su padre antes que presentar una gran batalla que no
esperaba ganar. Ya se ofrecería una oportunidad mejor para hacerlo.
Las tropas cristianas, al ver
que los sarracenos se retiraban, iniciaron una contraofensiva con la
que obtuvieron las plazas de Deza y Atienza e hicieron gran número
de prisioneros, entre los que se encontraba Hashim ibn Abd al-Aziz,
ministro de Muhammad I, lo que vino a enfurecer aún más la ira del
emir de Córdoba, que no olvidaría tan fácilmente esta humillación.
Por eso al año siguiente preparó un nuevo ataque a León y Astorga
para resarcirse de su fracaso anterior y para rescatar a su ministro.
El ataque se perpetraría a través de dos grandes ejércitos que se
unirían en Astorga para, una vez rendida esta ciudad, dirigirse a
León donde rematarían su plan. Uno de estos ejércitos, a las
órdenes de al-Mundhir, partiría de la propia Córdoba para ascender
a través de Extremadura y el norte de Portugal hasta Astorga. El
otro partiría desde el valle del Tajo, concretamente desde Toledo y
Guadalajara, al mando de Salid ben Ganim y se dirigiría hacia
Astorga, siguiendo en primer lugar el Duero y después por el Esla y
el Órbigo hasta llegar a la antigua capital de los astures. Don
Alfonso, apercibido de las intenciones del emir, salió al encuentro
de este segundo ejército en las llanuras del valle del Duero,
concretamente en la confluencia de los ríos Esla y Órbigo.
Pretendía causarles una gran derrota allí mismo por sorpresa.
—Señor, ya hemos llegado a
Polvoraria. Aquí podremos presentar batalla a las tropas que vienen
desde el Tajo. Éste es un buen lugar para ofrecer resistencia.
—Ya lo había pensado,
Íñigo. Vamos a hacer que descansen nuestras tropas después de
estos tres días de fatigosa marcha. De momento podemos plantar aquí
nuestros reales, pero no quiero ninguna sorpresa, así que partirán
ahora mismo media docena de exploradores en dirección sur y este,
para que sigan los movimientos del ejército invasor.
—Sí, Señor. Se hará como
Vos ordenáis.
—Quiero que vayan en
abanico, ya que no sabemos por dónde vendrá exactamente. Cuando lo
avisten, deben venir a comunicárnoslo inmediatamente.
—Así se hará, Majestad.
—Bien, ahora nos
instalaremos en ese bosque tan frondoso que hay ahí para que el
enemigo no nos pueda ver hasta que esté encima de nosotros. Les
vamos a dar una buena sorpresa.
—A la orden, Señor.
Las huestes de don Alfonso se
cobijaron bajo el extenso manto de un bosque de encinas que allí
había. Aguardaron sin moverse algo más de una semana, hasta que un
día llegó sudoroso uno de los exploradores con la noticia que tanto
esperaban.
—Majestad, el ejército
sarraceno se acerca por la margen izquierda del Esla.
—Bien, quiero que todo el
mundo esté preparado. Cada uno de los generales se hará cargo de su
división. Estad atentos por si hubiera que vadear el río. De
momento quiero que algún hombre se adelante hasta la confluencia de
los dos ríos y que observe qué maniobras adoptan allí los
ismaelitas. Es probable que decidan vadear el Esla más arriba de la
unión de los dos ríos, por ser más fácil cruzar uno solo que los
dos juntos. Así, pues, que alguien vigile sus maniobras y venga a
comunicármelas inmediatamente.
—Sí, Señor —le contestó
don Íñigo a la vez que comenzó a dar instrucciones para ejecutar
lo ordenado por el rey.
Todo el ejército cristiano se
puso en pie de guerra dispuesto a atacar a los invasores en cuanto
sus superiores se lo ordenaran. Ensillaron los caballos, comprobaron
las lanzas, los arcos, las flechas. Unos revisaban los cascos, otros
los escudos, aquél la coraza, el otro la cota de mallas, el de más
allá las espinilleras. Cada uno trataba de tener a punto su
armadura. De ella dependía en gran parte que pudiera seguir o no con
vida.
A eso de mediodía se acercó
jadeante el vigía al rey.
—Señor, el ejército árabe
está cruzando el Esla justo por encima de su unión con el Órbigo.
—Muy bien. Ahora ya sabemos
por dónde vienen. Todos a sus puestos preparados para empuñar las
armas. A una orden mía, todo el mundo al ataque.
—Sí, Señor —le contestó
Íñigo Galíndez, jefe del ejército real.
Los minutos parecían no
pasar. Daba la sensación de que se hubiera detenido el tiempo. Las
huestes cristianas no se movían de su sitio. Cualquier maniobra en
falso hubiera dado al traste con la estratagema de don Alfonso. Ya
hacía más de media hora que había llegado el vigía y aún no
había señales del ejército enemigo. Unos minutos más tarde se
empezaron a ver varias nubes de polvo en dirección sudeste. Poco
después se escuchó el ruido del avance del enemigo. Los musulmanes
cada vez estaban más cerca. Avanzaban despreocupados, totalmente
ajenos al combate que se avecinaba. Cuando ya estaban a la altura del
bosque, el rey dio la señal de ataque. Un enorme número de soldados
cristianos se abalanzó sobre los desprevenidos sarracenos, a los que
acosaron sin tregua. Éstos en pocos minutos se vieron completamente
rodeados sin saber qué hacer. Algunos de ellos, superados los
primeros instantes de sorpresa, empezaron a reaccionar, pero ya era
demasiado tarde. Los cristianos no paraban de causar bajas en sus
filas. Los golpes mortales se multiplicaban por todas partes. El
calor era cada vez más intenso. El polvo lo envolvía todo. El
choque de las armas, los gritos, el dolor, la sangre, la
desesperación, la muerte lo llenaban todo. Al cabo de casi cuatro
horas de cruenta batalla, más de trece mil cadáveres de sarracenos
cubrían los campos de Polvoraria. El ejército cristiano también
había sufrido algunas bajas, pero eran sensiblemente inferiores. El
triunfo de las huestes de don Alfonso fue incuestionable. Los pocos
árabes que quedaron con vida huyeron despavoridos por aquellas
llanuras polvorientas. El rey y sus mesnadas iniciaron el regreso a
León. La batalla de Polvoraria quedaría grabada en los anales de la
Historia como una gran gesta del Afonso III.
Al-Mundhir, por su parte,
había conquistado el castillo de Sollanzo y había logrado destruir
el monasterio de Sahagún. Después de estas pírricas victorias y
alguna que otra escaramuza, fue informado de la derrota de
Polvoraria. Al no contar con el refuerzo del ejército de Salid ben
Ganim, ordenó la retirada, pero fue interceptado por el ejército de
don Alfonso en Valdemora cuando éste regresaba a León. La batalla
estuvo más nivelada que la de Polvoraria, pero nuevamente las
huestes cristianas se alzaron con la victoria. Al príncipe árabe no
le quedó más remedio que regresar derrotado a Córdoba. El
imponente ejército cristiano había derrotado al todopoderoso
ejército árabe.
Como consecuencia de estas
derrotas, Muhammad I se vio obligado a pagar rescate por su ministro
y a pedir una tregua al rey de Asturias, que se prolongaría por
espacio de tres años. Ambos bandos la necesitaban.
—Majestad, el emir de
Córdoba ha recibido una buena lección con esta derrota.
—Desde luego, Gundemaro. Ya
era hora que le diéramos un escarmiento. Estoy cansado de tantas
intrusiones en nuestro territorio y de que nuestras gentes estén tan
asustadas.
—Pero cuando se reponga,
Señor, volverá otra vez a las armas. Su afán de conquista de toda
la Península no cesa.
—Pues ese afán conquistador
del emir choca con el mío de reconquistar toda España para
unificarla. Su momento ya ha pasado. Lo perdieron en Covadonga. Ahora
es el nuestro y no debemos desperdiciarlo.
—No será nada fácil,
Señor.
—Nadie dice que vaya a ser
fácil, pero hace más de siglo y medio que iniciamos un camino sin
retorno. Día a día nuestro reino se irá expandiendo hasta llegar a
expulsar por completo a los sarracenos de nuestro territorio.
Nosotros no lo veremos, porque no es una tarea fácil ni que se pueda
llevar a cabo de un día para otro. Pero otros vendrán detrás de
nosotros que culminarán nuestra obra. Entretanto nosotros
avanzaremos hasta donde nos lo permitan nuestras fuerzas.
—¿Y qué pasará con los
otros reinos cristianos, Señor?
—Eso me preocupa más. Hoy
por hoy ninguno de nosotros tiene primacía sobre los otros. En estos
momentos constituye una incógnita muy difícil de despejar. No
obstante, el transcurso de la Historia lo dilucidará.
Don Alfonso y su consejero
mantenían esta conversación en el despacho real de su palacio de
Oviedo. Hacía más de un mes que habían derrotado a los sarracenos
en Polvoraria y en Valdemora. Acababan de recibir el importe por el
rescate del ministro del emir y la confirmación de la tregua. El rey
se sentía satisfecho y muy animado.
—Tengo mis dudas de que sea
así, Majestad.
—Yo también las tengo,
Gundemaro. Pero, una vez expulsados los árabes de nuestro
territorio, tiene que volver a esta tierra la unidad que ya existió
en tiempos de los visigodos y, antes que ellos, en tiempos de los
romanos. Fue precisamente la invasión árabe la que acabó con esta
unidad y la que dio origen a la coexistencia de varios reinos
cristianos fuera de la marca árabe. Mi proyecto es volver a unirlo
todo en un solo reino.
—Que Dios os oiga, Majestad,
y que os ayude a cumplir vuestros deseos.
—Eso espero, querido amigo.
Y ahora me gustaría quedarme a solas con mis pensamientos.
—Desde luego, Señor. Os
deseo un buen día.
Don Alfonso aprovechó la
tregua establecida con Muhammad I para reagrupar sus tropas y acudir
en ayuda de Abd al-Rahman ibn Marwan, el Gallego,
como premio a su
colaboración en la captura del ministro del emir. Junto con las
tropas emeritenses, cruzaron el Guadiana y vencieron nuevamente a los
sarracenos en el monte Oxifer. Su victoria, aparte de infligir una
nueva derrota moral a los árabes, no tuvo tanto un afán
expansionista como el objetivo de reunir a todos los mozárabes que
estuvieran dispuestos a seguirlo. El reino de Asturias carecía de
suficientes hombres y mujeres que quisieran repoblarlo. Cada día se
hacía más difícil hallar en todo el reino almas dispuestas a dejar
su hogar para repoblar las nuevas tierras reconquistadas. El rey
ofrecía grandes ventajas a los pobladores de las nuevas tierras,
como la dependencia directa del poder real sin tener que pasar por la
dependencia de un señor feudal o las cartas
pueblas concedidas
a las nuevas poblaciones. A través de ellas el rey concedía la
titularidad de las tierras a los nuevos propietarios o los eximía de
pagar ciertos tributos. Con ello pretendía fijar población en los
nuevos territorios conquistados para que hicieran de frontera ante el
islam. A pesar de estas ventajas, ya no quedaba apenas gente en el
reino dispuesta a repoblar las tierras conquistadas. Por eso, se
hacía necesario repoblarlas con cristianos provenientes del
territorio islámico. Y eso fue lo que don Alfonso consiguió con la
batalla del monte Oxifer.
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