miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 15


                                                                 15



           A finales de junio del año 877 el sol brillaba en el cenit en todo su esplendor. Los primeros calores estivales se dejaban sentir con fuerza en la ciudad de Oviedo. El rey había decidido trasladarse a sus posesiones del Naranco para soportar mejor los rigores del verano. Después del almuerzo en compañía de toda su familia, el rey se había retirado a sus aposentos para aliviar el calor mientras se abandonaba en el sopor de la siesta. La reina había ordenado a los infantes que se recogieran también en sus aposentos para no molestar a su padre, pero éstos, en vez de cumplir las órdenes de su madre, se fueron a corretear por el bosque que circundaba el Aula Regia. García y Ordoño, los dos mayores, saltaban y brincaban por entre los árboles y arbustos del bosque. Fruela, que contaba tan sólo con tres años, no podía seguir sus pasos y lloraba desconsoladamente.
—Venid aquí, mi tesoro. ¿Qué os pasa? —le decía Matilde mientras corría hacia él con los brazos abiertos.
—Que García y Ordoño me han dejado solo —gimoteó el niño.
—No os preocupéis. Venid conmigo y dejadlos que corran como corzos salvajes.
—Pero yo quiero ir con ellos —protestó Fruela.
—Vos no podéis seguirlos. ¿No veis que sois mucho más pequeño que ellos? Andad, venid conmigo y os daré una cosa.
—¿Qué me vas a dar?
—Venid y lo veréis.
El niño le dio la mano al aya, que con arrumacos y engaños consiguió llevárselo al palacete. Cuando estaban a punto de cerrar la puerta, vieron acercarse al galope a dos jinetes. Uno de ellos pertenecía a la guardia real que se había quedado en Oviedo. El otro era desconocido. El de la guardia real se dirigió al aya antes de poner pie en tierra.
—¿Dónde está el rey?
—Descansando en sus aposentos.
—Debes avisarlo inmediatamente. Este emisario trae un mensaje urgente de Íñigo Galíndez. No hay tiempo que perder.
Pedro, que había oído el trote de los caballos y luego las voces de Matilde y de los recién llegados, salió a ver qué era lo que ocasionaba tanto estruendo, que estaba a punto de despertar a su señor.
—¿Qué alboroto es éste?
—Estos caballeros que quieren ver al rey inmediatamente —contestó Matilde.
—El rey está descansando y no se le puede molestar en estos momentos —sentenció el ayo.
—Lo siento, pero debo verlo inmediatamente. Llevo dos días cabalgando sin descansar desde que salí de León para entregarle el mensaje de don Íñigo, así que no voy a detenerme ahora por esta nimiedad. Os ordeno que aviséis inmediatamente a Su Majestad o seréis los culpables de mi demora.
—Si tan urgente es, voy a ver qué puedo hacer.
Pedro se retiró hacia el interior del palacete seguido por Matilde y el niño. Entre tanto los dos jinetes descabalgaron de sus monturas. No tardó en regresar Pedro con orden de acompañar al mensajero ante el rey.
—Majestad —el mensajero se postró ante don Alfonso—, el príncipe al-Mundhir ha invadido la ciudad de León. El general don Íñigo me envía para hacéroslo saber.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Hace dos días, Señor.
—Bien, ordenad que se preparen todas mis huestes de reserva. Mañana antes del amanecer saldremos para León. Ahora podéis retiraros.
Tres días más tarde don Alfonso hacía su entrada en León al frente de sus mesnadas. Don Íñigo lo estaba esperando con gran impaciencia. Juntos presentaron batalla al invasor en el Bierzo, en el lugar que con el tiempo daría origen a Ponferrada, donde lograron vencerlo no sin ciertas pérdidas por parte de ambos bandos. El príncipe árabe, al ver el gran número de tropas cristianas que se le venía encima, prefirió retirarse a tierras de su padre antes que presentar una gran batalla que no esperaba ganar. Ya se ofrecería una oportunidad mejor para hacerlo.
Las tropas cristianas, al ver que los sarracenos se retiraban, iniciaron una contraofensiva con la que obtuvieron las plazas de Deza y Atienza e hicieron gran número de prisioneros, entre los que se encontraba Hashim ibn Abd al-Aziz, ministro de Muhammad I, lo que vino a enfurecer aún más la ira del emir de Córdoba, que no olvidaría tan fácilmente esta humillación. Por eso al año siguiente preparó un nuevo ataque a León y Astorga para resarcirse de su fracaso anterior y para rescatar a su ministro. El ataque se perpetraría a través de dos grandes ejércitos que se unirían en Astorga para, una vez rendida esta ciudad, dirigirse a León donde rematarían su plan. Uno de estos ejércitos, a las órdenes de al-Mundhir, partiría de la propia Córdoba para ascender a través de Extremadura y el norte de Portugal hasta Astorga. El otro partiría desde el valle del Tajo, concretamente desde Toledo y Guadalajara, al mando de Salid ben Ganim y se dirigiría hacia Astorga, siguiendo en primer lugar el Duero y después por el Esla y el Órbigo hasta llegar a la antigua capital de los astures. Don Alfonso, apercibido de las intenciones del emir, salió al encuentro de este segundo ejército en las llanuras del valle del Duero, concretamente en la confluencia de los ríos Esla y Órbigo. Pretendía causarles una gran derrota allí mismo por sorpresa.
Señor, ya hemos llegado a Polvoraria. Aquí podremos presentar batalla a las tropas que vienen desde el Tajo. Éste es un buen lugar para ofrecer resistencia.
Ya lo había pensado, Íñigo. Vamos a hacer que descansen nuestras tropas después de estos tres días de fatigosa marcha. De momento podemos plantar aquí nuestros reales, pero no quiero ninguna sorpresa, así que partirán ahora mismo media docena de exploradores en dirección sur y este, para que sigan los movimientos del ejército invasor.
Sí, Señor. Se hará como Vos ordenáis.
Quiero que vayan en abanico, ya que no sabemos por dónde vendrá exactamente. Cuando lo avisten, deben venir a comunicárnoslo inmediatamente.
Así se hará, Majestad.
Bien, ahora nos instalaremos en ese bosque tan frondoso que hay ahí para que el enemigo no nos pueda ver hasta que esté encima de nosotros. Les vamos a dar una buena sorpresa.
A la orden, Señor.
Las huestes de don Alfonso se cobijaron bajo el extenso manto de un bosque de encinas que allí había. Aguardaron sin moverse algo más de una semana, hasta que un día llegó sudoroso uno de los exploradores con la noticia que tanto esperaban.
Majestad, el ejército sarraceno se acerca por la margen izquierda del Esla.
Bien, quiero que todo el mundo esté preparado. Cada uno de los generales se hará cargo de su división. Estad atentos por si hubiera que vadear el río. De momento quiero que algún hombre se adelante hasta la confluencia de los dos ríos y que observe qué maniobras adoptan allí los ismaelitas. Es probable que decidan vadear el Esla más arriba de la unión de los dos ríos, por ser más fácil cruzar uno solo que los dos juntos. Así, pues, que alguien vigile sus maniobras y venga a comunicármelas inmediatamente.
Sí, Señor —le contestó don Íñigo a la vez que comenzó a dar instrucciones para ejecutar lo ordenado por el rey.
Todo el ejército cristiano se puso en pie de guerra dispuesto a atacar a los invasores en cuanto sus superiores se lo ordenaran. Ensillaron los caballos, comprobaron las lanzas, los arcos, las flechas. Unos revisaban los cascos, otros los escudos, aquél la coraza, el otro la cota de mallas, el de más allá las espinilleras. Cada uno trataba de tener a punto su armadura. De ella dependía en gran parte que pudiera seguir o no con vida.
A eso de mediodía se acercó jadeante el vigía al rey.
Señor, el ejército árabe está cruzando el Esla justo por encima de su unión con el Órbigo.
Muy bien. Ahora ya sabemos por dónde vienen. Todos a sus puestos preparados para empuñar las armas. A una orden mía, todo el mundo al ataque.
Sí, Señor —le contestó Íñigo Galíndez, jefe del ejército real.
Los minutos parecían no pasar. Daba la sensación de que se hubiera detenido el tiempo. Las huestes cristianas no se movían de su sitio. Cualquier maniobra en falso hubiera dado al traste con la estratagema de don Alfonso. Ya hacía más de media hora que había llegado el vigía y aún no había señales del ejército enemigo. Unos minutos más tarde se empezaron a ver varias nubes de polvo en dirección sudeste. Poco después se escuchó el ruido del avance del enemigo. Los musulmanes cada vez estaban más cerca. Avanzaban despreocupados, totalmente ajenos al combate que se avecinaba. Cuando ya estaban a la altura del bosque, el rey dio la señal de ataque. Un enorme número de soldados cristianos se abalanzó sobre los desprevenidos sarracenos, a los que acosaron sin tregua. Éstos en pocos minutos se vieron completamente rodeados sin saber qué hacer. Algunos de ellos, superados los primeros instantes de sorpresa, empezaron a reaccionar, pero ya era demasiado tarde. Los cristianos no paraban de causar bajas en sus filas. Los golpes mortales se multiplicaban por todas partes. El calor era cada vez más intenso. El polvo lo envolvía todo. El choque de las armas, los gritos, el dolor, la sangre, la desesperación, la muerte lo llenaban todo. Al cabo de casi cuatro horas de cruenta batalla, más de trece mil cadáveres de sarracenos cubrían los campos de Polvoraria. El ejército cristiano también había sufrido algunas bajas, pero eran sensiblemente inferiores. El triunfo de las huestes de don Alfonso fue incuestionable. Los pocos árabes que quedaron con vida huyeron despavoridos por aquellas llanuras polvorientas. El rey y sus mesnadas iniciaron el regreso a León. La batalla de Polvoraria quedaría grabada en los anales de la Historia como una gran gesta del Afonso III.
Al-Mundhir, por su parte, había conquistado el castillo de Sollanzo y había logrado destruir el monasterio de Sahagún. Después de estas pírricas victorias y alguna que otra escaramuza, fue informado de la derrota de Polvoraria. Al no contar con el refuerzo del ejército de Salid ben Ganim, ordenó la retirada, pero fue interceptado por el ejército de don Alfonso en Valdemora cuando éste regresaba a León. La batalla estuvo más nivelada que la de Polvoraria, pero nuevamente las huestes cristianas se alzaron con la victoria. Al príncipe árabe no le quedó más remedio que regresar derrotado a Córdoba. El imponente ejército cristiano había derrotado al todopoderoso ejército árabe.
Como consecuencia de estas derrotas, Muhammad I se vio obligado a pagar rescate por su ministro y a pedir una tregua al rey de Asturias, que se prolongaría por espacio de tres años. Ambos bandos la necesitaban.
Majestad, el emir de Córdoba ha recibido una buena lección con esta derrota.
Desde luego, Gundemaro. Ya era hora que le diéramos un escarmiento. Estoy cansado de tantas intrusiones en nuestro territorio y de que nuestras gentes estén tan asustadas.
Pero cuando se reponga, Señor, volverá otra vez a las armas. Su afán de conquista de toda la Península no cesa.
Pues ese afán conquistador del emir choca con el mío de reconquistar toda España para unificarla. Su momento ya ha pasado. Lo perdieron en Covadonga. Ahora es el nuestro y no debemos desperdiciarlo.
No será nada fácil, Señor.
Nadie dice que vaya a ser fácil, pero hace más de siglo y medio que iniciamos un camino sin retorno. Día a día nuestro reino se irá expandiendo hasta llegar a expulsar por completo a los sarracenos de nuestro territorio. Nosotros no lo veremos, porque no es una tarea fácil ni que se pueda llevar a cabo de un día para otro. Pero otros vendrán detrás de nosotros que culminarán nuestra obra. Entretanto nosotros avanzaremos hasta donde nos lo permitan nuestras fuerzas.
¿Y qué pasará con los otros reinos cristianos, Señor?
Eso me preocupa más. Hoy por hoy ninguno de nosotros tiene primacía sobre los otros. En estos momentos constituye una incógnita muy difícil de despejar. No obstante, el transcurso de la Historia lo dilucidará.
Don Alfonso y su consejero mantenían esta conversación en el despacho real de su palacio de Oviedo. Hacía más de un mes que habían derrotado a los sarracenos en Polvoraria y en Valdemora. Acababan de recibir el importe por el rescate del ministro del emir y la confirmación de la tregua. El rey se sentía satisfecho y muy animado.
Tengo mis dudas de que sea así, Majestad.
Yo también las tengo, Gundemaro. Pero, una vez expulsados los árabes de nuestro territorio, tiene que volver a esta tierra la unidad que ya existió en tiempos de los visigodos y, antes que ellos, en tiempos de los romanos. Fue precisamente la invasión árabe la que acabó con esta unidad y la que dio origen a la coexistencia de varios reinos cristianos fuera de la marca árabe. Mi proyecto es volver a unirlo todo en un solo reino.
Que Dios os oiga, Majestad, y que os ayude a cumplir vuestros deseos.
Eso espero, querido amigo. Y ahora me gustaría quedarme a solas con mis pensamientos.
Desde luego, Señor. Os deseo un buen día.

Don Alfonso aprovechó la tregua establecida con Muhammad I para reagrupar sus tropas y acudir en ayuda de Abd al-Rahman ibn Marwan, el Gallego, como premio a su colaboración en la captura del ministro del emir. Junto con las tropas emeritenses, cruzaron el Guadiana y vencieron nuevamente a los sarracenos en el monte Oxifer. Su victoria, aparte de infligir una nueva derrota moral a los árabes, no tuvo tanto un afán expansionista como el objetivo de reunir a todos los mozárabes que estuvieran dispuestos a seguirlo. El reino de Asturias carecía de suficientes hombres y mujeres que quisieran repoblarlo. Cada día se hacía más difícil hallar en todo el reino almas dispuestas a dejar su hogar para repoblar las nuevas tierras reconquistadas. El rey ofrecía grandes ventajas a los pobladores de las nuevas tierras, como la dependencia directa del poder real sin tener que pasar por la dependencia de un señor feudal o las cartas pueblas concedidas a las nuevas poblaciones. A través de ellas el rey concedía la titularidad de las tierras a los nuevos propietarios o los eximía de pagar ciertos tributos. Con ello pretendía fijar población en los nuevos territorios conquistados para que hicieran de frontera ante el islam. A pesar de estas ventajas, ya no quedaba apenas gente en el reino dispuesta a repoblar las tierras conquistadas. Por eso, se hacía necesario repoblarlas con cristianos provenientes del territorio islámico. Y eso fue lo que don Alfonso consiguió con la batalla del monte Oxifer.

            © Julio Noel

No hay comentarios:

Publicar un comentario