jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 4



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Al día siguiente de la festividad de Santiago Apóstol del año 913 partía de Compostela rumbo a Braga un numeroso ejército de más de treinta mil hombres de a caballo, a pie y arqueros a las órdenes de don Ordoño, a la sazón rey de Galicia. Las relaciones entre éste y su hermano mayor, el rey don García de León, no eran del todo cordiales. A pesar de la hegemonía del rey de León, don Ordoño actuaba casi con absoluta independencia de aquél, por lo que tomaba muchas decisiones sin contar con la aprobación de su hermano. Una de ellas fue la de invadir el territorio del al-Ándalus por su parte occidental.
El día comenzaba a despuntar por oriente. En las lejanas montañas apenas se vislumbraba una tenue franja grisácea. Los negros nubarrones que se adivinaban en el encapotado cielo demoraban aún más la llegada de la luz del día. No se hizo esperar mucho tiempo la lluvia. Aún no se habrían alejado media legua de la capital, cuando comenzó a caer sobre ellos una fina y constante llovizna. Pronto se intensificó convirtiendo el camino de tierra en un auténtico lodazal que hombres y caballos chapoteaban incesantemente. El avance de las tropas, lento ya de por sí, se hacía aún más pausado con la inconveniencia de la lluvia. Pasado el mediodía llegaron a Padrón. Los hombres y caballerías arribaban exhaustos de fuerzas que se hacía necesario reponer. Don Ordoño ordenó un descanso a sus tropas que éstas agradecieron solícitamente. Durante la jornada vespertina la lluvia cesó por completo, lo que les permitió aumentar un poco el ritmo de su marcha para alcanzar a eso del oscurecer la ciudad de Pontevedra donde pasarían la noche.
Instalada su tienda de campaña, don Ordoño mandó llamar a su lugarteniente y hombre de confianza, su cuñado Gutierre Menéndez. Quería conversar un rato con él antes de retirarse a descansar.
¿Me habéis mandado llamar, Señor?
Pasa, Gutierre, quiero hablar contigo. Por cierto, no es necesario que guardes tanto protocolo conmigo. Puedes estar seguro que no nos oye nadie.
De acuerdo, Ordoño. ¿Tú dirás?
El rey se había despojado de parte de su indumentaria debido al calor agobiante que hacía. Era un calor pegajoso, sofocante, que casi no permitía respirar.
¿No tienes calor?
Por supuesto que sí. Esta humedad que se respira aquí al lado del mar es insoportable. Prefiero el clima de Santiago. Al menos allí con la lluvia parece que el aire no es tan pesado.
Tienes razón, Gutierre. Puedes quitarte la capa si te molesta.
Gracias, Ordoño, claro que me molesta.
Don Gutierre se enjugaba el sudor del rostro con un pañuelo después de haberse despojado de su capa. Luego se sentó frente a su cuñado.
¿Te sientes mejor ahora?
Un poco mejor sí, pero no creas, este calor deja exhausto al más valiente. Me parece que esta noche no voy a poder pegar ojo.
Pues procura descansar, porque mañana tendremos otra jornada tan larga como la de hoy. Mañana deberíamos pernoctar en Tuy. Supongo que tendrás ganas de llegar allí para poder pasar la noche en el palacio de tu padre.
Desde luego. ¿A quién no le gusta retornar al hogar donde nació?
Tienes razón, Gutierre. Aparte de eso, tengo que reconocer que el palacio de tu padre es maravilloso. Allí nacieron mis hijos y pasé los mejores años de mi vida. No se me olvidará ninguno de los momentos felices que viví en aquel lugar, sobre todo las plácidas noches de verano en sus jardines, desde donde se podían contemplar las tranquilas aguas del Miño, principalmente durante las plateadas noches de luna llena. ¡Qué maravillosos recuerdos!
Don Ordoño exhaló un profundo suspiro.
No te pongas tan melodramático, cuñado. Pero supongo que no me habrás mandado llamar para recordarme lo felices que hemos sido en casa de mis padres, ¿no?
Desde luego. Mira, Gutierre, mi propósito es descender hasta la línea del Tajo para atacar alguna plaza ocupada por los sarracenos y obtener el máximo botín posible. Debemos hostigarlos como hacen ellos con nosotros. Si de mí dependiera, no les daría tregua hasta obligarlos a abandonar la Península Ibérica. Me gustaría cumplir el sueño de mi padre, pero tal como ha quedado fragmentado su reino me parece que va a ser imposible lograrlo. Creo que él nunca tuvo la intención de dividirlo, fueron las circunstancias las que le obligaron a hacerlo. ¡Qué le vamos a hacer!
Tus diferencias con tu hermano García siguen patentes por lo que veo, ¿no?
¡Y tan patentes! Pero las cosas están así y no podemos cambiarlas, a no ser que nos enfrentemos uno al otro, cuestión que por el momento descarto. Además, le he jurado lealtad y debo cumplir mi juramento.
El calor seguía igual de sofocante que antes. Los dos hombres trataban de mitigar sus efectos bebiendo abundante agua y líquidos refrescantes.
Haces bien, Ordoño. No es bueno que os enfrentéis uno al otro. Traería consecuencias impredecibles, aparte de un gran número de bajas por ambas partes. Ya son suficientes las que os causa el enemigo común. No es necesario incrementarlas.
Tienes razón, querido cuñado. Por eso trato de dirigir todas mis energías contra ese enemigo común. Espero que en unos trece o catorce días hayamos podido alcanzar el objetivo que me he fijado. Quiero darles una lección que tarden en olvidar.
¿Y no me puedes adelantar cuál es ese objetivo?
Pues claro que te lo puedo adelantar. Para eso te he llamado. Descenderemos por la parte más occidental sin alejarnos demasiado de la costa hasta alcanzar la línea del Tajo. Cerca de Lisboa lo atravesaremos para internarnos en territorio enemigo y dirigirnos a alguna de sus ciudades. En principio, el objetivo es atacar la ciudad de Évora. Sólo alguna circunstancia imprevista nos apartará del mismo.
La idea me parece bien. Lo que hace falta es que tengamos éxito para llevarla a cabo.
Lo tendremos, Gutierre, ya lo verás. Y ahora vamos a descansar, pues mañana nos espera otra larga jornada acompañada de este calor sofocante.
Los dos hombres se retiraron a descansar. Antes del alba don Ordoño ya estaba en pie, consciente de que tenía por delante una extensa y dura jornada. Como la víspera, el día amanecía cubierto, pero a diferencia del anterior, las nubes no eran tan densas y poco después de la salida del sol comenzaron a disiparse. A media mañana lucía un sol radiante. Los hombres, sudorosos, avanzaban lentamente bajo el peso de su indumentaria y del sol que los agobiaba. La ingesta de líquido era constante, pero cuanto más bebían más sudaban. Al mediodía el rey ordenó hacer un alto en el camino para reponer las fuerzas perdidas y para dejar pasar las horas más fuertes de calor. Por la tarde continuaron la marcha camino de su meta. A la puesta del sol se hallaban a las puertas de Tuy, ciudad que don Ordoño había elegido como segunda parada de su marcha.
¡Por fin, en casa!
Sí, Gutierre, pero tan sólo por una noche.
¡Lástima! De buena gana me quedaría aquí y no avanzaría un paso más. ¡Con los baños tan refrescantes que se puede dar uno en el río en estas fechas…!
Ya lo sé, pero ahora no estamos para baños, aunque si tantas ganas tienes, puedes aprovechar este momento para darte uno. Mañana al amanecer debemos continuar nuestra marcha.
Don Gutierre no se lo hizo repetir dos veces. Antes de que su cuñado se diera cuenta, ya se había precipitado por la ladera abajo para zambullirse en las mansas y cristalinas aguas del Miño. El agua le sirvió de relax, aunque sabía que aquel deleite era pasajero. En breves horas volvería a verse inmerso en la fatigosa marcha que don Ordoño había organizado.
Aún no clareaba el alba cuando el rey ya montaba su caballo dispuesto a partir al instante. Se presentaba otro día brumoso y agotador. El numeroso ejército se desperezaba mientras seguía los pasos de su jefe, que había puesto un día más rumbo al sur. Durante las primeras horas de la mañana el cielo se encapotó hasta dejar caer algún tiempo una fina lluvia, que poco a poco fue calando la indumentaria de aquellos hombres intrépidos. Cuando se acercaba el mediodía, el sol comenzó a abrirse paso entre las nubes para hacer aún más dificultosa la marcha. Después de una nueva jornada extenuante, el ejército de don Ordoño vadeó el Limia poco antes de la puesta del sol, aproximadamente por donde hoy se ubica la localidad de Ponte de Lima. Fue precisamente en su margen izquierda donde decidieron pasar la noche antes de continuar su marcha.
El despuntar de la aurora de un nuevo día halló a nuestros hombres a más de una legua del lugar de acampada. El rey don Ordoño parecía que aquel día tenía prisa por llegar a su nuevo destino, a pesar de que el sol amenazaba con convertir la etapa en una jornada agotadora. Apenas había abandonado la línea del horizonte, ya dejaba sentir de lleno los efectos de sus ardientes rayos. Antes del mediodía muchos de los hombres de a pie se encontraban tan extenuados, que el rey no tuvo más alternativa que ordenar un descanso para que las tropas repusieran sus fuerzas. Pasados los rigores centrales del mediodía, el ejército continuó su avance hasta alcanzar las riberas del Cávado en las proximidades de Braga. El rey permitió a hombres y cabalgaduras que se dieran un baño reparador en sus aguas antes de refugiarse en la ciudad para pasar la noche. Aquella ciudad casi milenaria era la que había elegido don Ordoño en primer lugar como capital de su reino antes de trasladar ésta a Santiago de Compostela. Regresar a ella era algo así como regresar a su hogar. El rey se encaminó a su antiguo palacio para pasar la noche.
¿Qué te parece mi palacio de Braga, Gutierre?
No está nada mal.
¿Sólo te parece que no está nada mal?
Bueno, yo diría que está muy bien. Lo que no entiendo es por qué te marchaste de aquí.
Más que nada por estar más cerca de todos vosotros y también de León, que, queramos o no, es el reino hegemónico.
No sé por qué, pero me parece que tienes una cierta obsesión con León. Me da la impresión que no haces más que añorarlo.
Don Ordoño dejó vagar la mirada por el salón de su antiguo palacio, como si no hubiera oído el comentario de su cuñado. Pero, en realidad, lo había oído y lo peor de todo era que don Gutierre tenía razón. No podía dejar de pensar en el reino de León. Tras la muerte de su padre, ese reino se había convertido en el reino principal y heredero del esplendoroso reino de Asturias. Su propio padre, Alfonso III el Magno, lo había decidido así y ya se había trasladado a vivir a él la mayor parte del tiempo durante los últimos años de su vida. No podía negar la evidencia. El reino de León era el continuador del reino de Asturias y, por tanto, el continuador de la tradición visigótica. A él le estaba encomendado seguir la recuperación de la Península Ibérica y la liberación de la misma del yugo musulmán. Gracias a Asturias, pero sobre todo a León, algún día no sólo España, sino también Europa se verían libres de la dominación islámica. Aunque fuera sólo por eso, merecía la pena aspirar a ser rey de León.
¿Decías algo, Gutierre?
No, no, nada.
Don Gutierre se había dado cuenta de que su cuñado se había quedado como embelesado al mencionar a León. Prefería no ahondar en el tema.
Pues vamos a cenar que hay que acostarse temprano. Mañana nos espera otro día de marcha.
Al día siguiente comenzó la quinta etapa de su marcha hacia tierras musulmanas. Como ya era habitual, se inició antes del amanecer. Con un gran esfuerzo no exento de cierta nostalgia, don Ordoño abandonó su palacio de Braga donde dejaba encerrados muchos recuerdos. Durante horas no dejó de pensar en tantos momentos felices que había vivido en aquel palacio y en aquella ciudad. Ciudad que le era tan grata y que tan bellos recuerdos le traía. El bochorno tan asfixiante que hacía vino a sacarlo de sus pensamientos. El sol ya casi alcanzaba su cenit y los hombres comenzaban a desfallecer de apetito, de calor y de fatiga. El rey mandó detener la marcha para hacer un alto en el camino. A punto de oscurecer entraban en las calles de Oporto, el otrora Portus Cale.
Al despuntar el alba comenzaron los preparativos para que el numeroso ejército cruzara las aguas del caudaloso Duero. La única forma de hacerlo era a través de unas barcazas que había al efecto. La operación duró dos largos e interminables días. Cuando al fin lograron cruzar los últimos hombres de la mesnada era ya noche cerrada. Al amanecer, don Ordoño dio orden de partida para iniciar una etapa que los llevaría hasta lo que hoy conocemos como San Joao da Madeira, lugar donde acamparon para pasar la noche que se les había echado encima sin permitirles seguir adelante en su avance.
La siguiente etapa tendría como meta final el actual concelho de Águeda. Lugar donde también los sorprendió la noche y les impidió continuar su viaje. El día había sido agotador no sólo por la distancia que habían tenido que recorrer, sino también por el tórrido calor que tuvieron que soportar. Los hombres y animales estaban exhaustos. El ritmo de marcha que su jefe les imponía resultaba extenuante.
Aún era noche cerrada cuando las huestes de don Ordoño se pusieron en marcha. Tenían por delante una nueva y agotadora jornada. Don Gutierre se acercó a su cuñado en el preciso instante en que éste daba la orden de partida.
Ordoño, si seguimos a este ritmo muchos hombres no van a llegar al destino. Deberías tomártelo con un poco más de calma.
Lo sé, Gutierre, pero si nos demoramos demasiado, nuestros enemigos pueden descubrirnos y dar al traste con todos nuestros planes. Hoy llegaremos a Coímbra, frontera con el territorio mahometano. Allí descansaremos un par de días que aprovecharemos para atravesar el Mondego y situarnos en su margen izquierda, ya en territorio enemigo. A partir de ese momento tendremos que extremar las precauciones, pues podríamos recibir un ataque de los sarracenos cuando menos lo esperemos.
Tú mandas, pero te recuerdo que los hombres están agotados y a punto de estallar. No los fuerces demasiado, porque podrían rebelarse en cualquier momento.
Lo tendré en cuenta, querido cuñado, y ahora, adelante, no perdamos el tiempo.
El día comenzaba a clarear por oriente, pero espesos nubarrones demoraban el avance de la luz. Lentamente empezaron a distinguir el paisaje que los rodeaba, mas el sol no hizo acto de presencia. Las negras nubes se lo impedían. A media mañana dejaron escapar las primeras gotas de lluvia que los hombres recibieron con gran satisfacción. Al menos el día prometía no ser tan caluroso como los pasados.
Como había vaticinado don Ordoño, al final de la jornada llegaron a la ciudad de Coímbra, último reducto ganado para los cristianos por los condes gallegos durante el reinado de su padre, donde se hizo fuerte el rebelde Hermenegildo Pérez, que terminó derrotado y ajusticiado por las tropas de Alfonso III el Magno. La ciudad, ubicada en torno a un montículo con su castillo en lo más alto de la colina, en la margen derecha del Mondego, ofrecía una situación privilegiada para observar los movimientos del enemigo a muchas leguas a la redonda. En ella las huestes de don Ordoño permanecieron no dos sino tres días para reponer sus fuerzas y poder continuar así con más ímpetu y energías renovadas.
Aún tuvieron que sufrir muchos días de largas marchas y duras fatigas antes de alcanzar su objetivo el 19 de agosto. Algunos de sus hombres se quedaron por el camino por haberles fallado las fuerzas o ser víctimas de alguna enfermedad, pero el grueso de las tropas llegó a su destino deseoso de combatir por su rey y con la moral muy alta.
Cuando el día anterior de la batalla divisaron la ciudad en medio de aquella vasta llanura, don Ordoño ordenó detener allí mismo sus tropas para pasar la noche y atacar de refresco en la madrugada del siguiente día. Dos horas antes del alba ya se habían puesto en marcha para acercarse a la ciudad sin ser vistos y formar un cerco en su derredor. Cuando la aurora extendió su manto por la inmensa llanura del Alentejo, los centinelas de la ciudad descubrieron atónitos los más de treinta mil soldados cristianos que la rodeaban. Dieron inmediatamente la voz de alarma, pero ya nada se podía hacer más que resistir en su interior. Su gobernador, Marwan Abd al-Malik, no acababa de creerse que las tropas cristianas hubieran osado presentarle batalla y sitiarlo en su propia ciudad. No entendía cómo podían haber llegado hasta allí sin ser descubiertas ni desbaratadas por los ejércitos ismaelitas. El adalid musulmán desplegó a sus más de setecientos hombres en los puntos estratégicos de las murallas de la ciudad para que la defendieran con sus propias vidas si fuere necesario. El caos reinaba por doquier. Las mujeres, los niños, los ancianos y los enfermos no sabían dónde esconderse ante el ataque inminente de los infieles, según ellos. No quedó rincón recóndito en toda la ciudad que no fuera ocupado por alguno de los habitantes más débiles de la misma. Todas las puertas y celosías de sus casas se cerraron a cal y canto. La ciudad quedó desierta y el silencio se oía por todas partes.
No tardaron las tropas de don Ordoño en trepar a las murallas de la ciudad para terminar con la escasa resistencia de sus defensores. Tanto Marwan Abd al-Malik como su guarnición fueron aniquilados por la arrolladora fuerza enemiga. Sus intentos de defensa de la ciudad fueron vanos. La resistencia no duró más de media hora. Luego, las tropas cristianas registraron todos los rincones y casas de la ciudad para llevarse consigo más de cuatro mil prisioneros y un copioso botín. Nunca hasta entonces habían recibido los musulmanes una derrota tan grande desde los inicios de su invasión.
Al día siguiente del ataque a Évora, don Ordoño ordenó a sus tropas el regreso a casa, pero no desandarían el camino andado hasta allí, sino que lo harían a través de la Vía de la Plata. Era tanta la muchedumbre, que tardaron día y medio en cruzar el Puente de Alcántara.


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