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Al día siguiente de la
festividad de Santiago Apóstol del año 913 partía de Compostela
rumbo a Braga un numeroso ejército de más de treinta mil hombres de
a caballo, a pie y arqueros a las órdenes de don Ordoño, a la sazón
rey de Galicia. Las relaciones entre éste y su hermano mayor, el rey
don García de León, no eran del todo cordiales. A pesar de la
hegemonía del rey de León, don Ordoño actuaba casi con absoluta
independencia de aquél, por lo que tomaba muchas decisiones sin
contar con la aprobación de su hermano. Una de ellas fue la de
invadir el territorio del al-Ándalus por su parte occidental.
El día comenzaba a despuntar
por oriente. En las lejanas montañas apenas se vislumbraba una tenue
franja grisácea. Los negros nubarrones que se adivinaban en el
encapotado cielo demoraban aún más la llegada de la luz del día.
No se hizo esperar mucho tiempo la lluvia. Aún no se habrían
alejado media legua de la capital, cuando comenzó a caer sobre ellos
una fina y constante llovizna. Pronto se intensificó convirtiendo el
camino de tierra en un auténtico lodazal que hombres y caballos
chapoteaban incesantemente. El avance de las tropas, lento ya de por
sí, se hacía aún más pausado con la inconveniencia de la lluvia.
Pasado el mediodía llegaron a Padrón. Los hombres y caballerías
arribaban exhaustos de fuerzas que se hacía necesario reponer. Don
Ordoño ordenó un descanso a sus tropas que éstas agradecieron
solícitamente. Durante la jornada vespertina la lluvia cesó por
completo, lo que les permitió aumentar un poco el ritmo de su marcha
para alcanzar a eso del oscurecer la ciudad de Pontevedra donde
pasarían la noche.
Instalada su tienda de
campaña, don Ordoño mandó llamar a su lugarteniente y hombre de
confianza, su cuñado Gutierre Menéndez. Quería conversar un rato
con él antes de retirarse a descansar.
—¿Me habéis mandado
llamar, Señor?
—Pasa, Gutierre, quiero
hablar contigo. Por cierto, no es necesario que guardes tanto
protocolo conmigo. Puedes estar seguro que no nos oye nadie.
—De acuerdo, Ordoño. ¿Tú
dirás?
El rey se había despojado de
parte de su indumentaria debido al calor agobiante que hacía. Era un
calor pegajoso, sofocante, que casi no permitía respirar.
—¿No tienes calor?
—Por supuesto que sí. Esta
humedad que se respira aquí al lado del mar es insoportable.
Prefiero el clima de Santiago. Al menos allí con la lluvia parece
que el aire no es tan pesado.
—Tienes razón, Gutierre.
Puedes quitarte la capa si te molesta.
—Gracias, Ordoño, claro que
me molesta.
Don Gutierre se enjugaba el
sudor del rostro con un pañuelo después de haberse despojado de su
capa. Luego se sentó frente a su cuñado.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Un poco mejor sí, pero no
creas, este calor deja exhausto al más valiente. Me parece que esta
noche no voy a poder pegar ojo.
—Pues procura descansar,
porque mañana tendremos otra jornada tan larga como la de hoy.
Mañana deberíamos pernoctar en Tuy. Supongo que tendrás ganas de
llegar allí para poder pasar la noche en el palacio de tu padre.
—Desde luego. ¿A quién no
le gusta retornar al hogar donde nació?
—Tienes razón, Gutierre.
Aparte de eso, tengo que reconocer que el palacio de tu padre es
maravilloso. Allí nacieron mis hijos y pasé los mejores años de mi
vida. No se me olvidará ninguno de los momentos felices que viví en
aquel lugar, sobre todo las plácidas noches de verano en sus
jardines, desde donde se podían contemplar las tranquilas aguas del
Miño, principalmente durante las plateadas noches de luna llena.
¡Qué maravillosos recuerdos!
Don Ordoño exhaló un
profundo suspiro.
—No te pongas tan
melodramático, cuñado. Pero supongo que no me habrás mandado
llamar para recordarme lo felices que hemos sido en casa de mis
padres, ¿no?
—Desde luego. Mira,
Gutierre, mi propósito es descender hasta la línea del Tajo para
atacar alguna plaza ocupada por los sarracenos y obtener el máximo
botín posible. Debemos hostigarlos como hacen ellos con nosotros. Si
de mí dependiera, no les daría tregua hasta obligarlos a abandonar
la Península Ibérica. Me gustaría cumplir el sueño de mi padre,
pero tal como ha quedado fragmentado su reino me parece que va a ser
imposible lograrlo. Creo que él nunca tuvo la intención de
dividirlo, fueron las circunstancias las que le obligaron a hacerlo.
¡Qué le vamos a hacer!
—Tus diferencias con tu
hermano García siguen patentes por lo que veo, ¿no?
—¡Y tan patentes! Pero las
cosas están así y no podemos cambiarlas, a no ser que nos
enfrentemos uno al otro, cuestión que por el momento descarto.
Además, le he jurado lealtad y debo cumplir mi juramento.
El calor seguía igual de
sofocante que antes. Los dos hombres trataban de mitigar sus efectos
bebiendo abundante agua y líquidos refrescantes.
—Haces bien, Ordoño. No es
bueno que os enfrentéis uno al otro. Traería consecuencias
impredecibles, aparte de un gran número de bajas por ambas partes.
Ya son suficientes las que os causa el enemigo común. No es
necesario incrementarlas.
—Tienes razón, querido
cuñado. Por eso trato de dirigir todas mis energías contra ese
enemigo común. Espero que en unos trece o catorce días hayamos
podido alcanzar el objetivo que me he fijado. Quiero darles una
lección que tarden en olvidar.
—¿Y no me puedes adelantar
cuál es ese objetivo?
—Pues claro que te lo puedo
adelantar. Para eso te he llamado. Descenderemos por la parte más
occidental sin alejarnos demasiado de la costa hasta alcanzar la
línea del Tajo. Cerca de Lisboa lo atravesaremos para internarnos en
territorio enemigo y dirigirnos a alguna de sus ciudades. En
principio, el objetivo es atacar la ciudad de Évora. Sólo alguna
circunstancia imprevista nos apartará del mismo.
—La idea me parece bien. Lo
que hace falta es que tengamos éxito para llevarla a cabo.
—Lo tendremos, Gutierre, ya
lo verás. Y ahora vamos a descansar, pues mañana nos espera otra
larga jornada acompañada de este calor sofocante.
Los dos hombres se retiraron a
descansar. Antes del alba don Ordoño ya estaba en pie, consciente de
que tenía por delante una extensa y dura jornada. Como la víspera,
el día amanecía cubierto, pero a diferencia del anterior, las nubes
no eran tan densas y poco después de la salida del sol comenzaron a
disiparse. A media mañana lucía un sol radiante. Los hombres,
sudorosos, avanzaban lentamente bajo el peso de su indumentaria y del
sol que los agobiaba. La ingesta de líquido era constante, pero
cuanto más bebían más sudaban. Al mediodía el rey ordenó hacer
un alto en el camino para reponer las fuerzas perdidas y para dejar
pasar las horas más fuertes de calor. Por la tarde continuaron la
marcha camino de su meta. A la puesta del sol se hallaban a las
puertas de Tuy, ciudad que don Ordoño había elegido como segunda
parada de su marcha.
—¡Por fin, en casa!
—Sí, Gutierre, pero tan
sólo por una noche.
—¡Lástima! De buena gana
me quedaría aquí y no avanzaría un paso más. ¡Con los baños tan
refrescantes que se puede dar uno en el río en estas fechas…!
—Ya lo sé, pero ahora no
estamos para baños, aunque si tantas ganas tienes, puedes aprovechar
este momento para darte uno. Mañana al amanecer debemos continuar
nuestra marcha.
Don Gutierre no se lo hizo
repetir dos veces. Antes de que su cuñado se diera cuenta, ya se
había precipitado por la ladera abajo para zambullirse en las mansas
y cristalinas aguas del Miño. El agua le sirvió de relax, aunque
sabía que aquel deleite era pasajero. En breves horas volvería a
verse inmerso en la fatigosa marcha que don Ordoño había
organizado.
Aún no clareaba el alba
cuando el rey ya montaba su caballo dispuesto a partir al instante.
Se presentaba otro día brumoso y agotador. El numeroso ejército se
desperezaba mientras seguía los pasos de su jefe, que había puesto
un día más rumbo al sur. Durante las primeras horas de la mañana
el cielo se encapotó hasta dejar caer algún tiempo una fina lluvia,
que poco a poco fue calando la indumentaria de aquellos hombres
intrépidos. Cuando se acercaba el mediodía, el sol comenzó a
abrirse paso entre las nubes para hacer aún más dificultosa la
marcha. Después de una nueva jornada extenuante, el ejército de don
Ordoño vadeó el Limia poco antes de la puesta del sol,
aproximadamente por donde hoy se ubica la localidad de Ponte de Lima.
Fue precisamente en su margen izquierda donde decidieron pasar la
noche antes de continuar su marcha.
El despuntar de la aurora de
un nuevo día halló a nuestros hombres a más de una legua del lugar
de acampada. El rey don Ordoño parecía que aquel día tenía prisa
por llegar a su nuevo destino, a pesar de que el sol amenazaba con
convertir la etapa en una jornada agotadora. Apenas había abandonado
la línea del horizonte, ya dejaba sentir de lleno los efectos de sus
ardientes rayos. Antes del mediodía muchos de los hombres de a pie
se encontraban tan extenuados, que el rey no tuvo más alternativa
que ordenar un descanso para que las tropas repusieran sus fuerzas.
Pasados los rigores centrales del mediodía, el ejército continuó
su avance hasta alcanzar las riberas del Cávado en las proximidades
de Braga. El rey permitió a hombres y cabalgaduras que se dieran un
baño reparador en sus aguas antes de refugiarse en la ciudad para
pasar la noche. Aquella ciudad casi milenaria era la que había
elegido don Ordoño en primer lugar como capital de su reino antes de
trasladar ésta a Santiago de Compostela. Regresar a ella era algo
así como regresar a su hogar. El rey se encaminó a su antiguo
palacio para pasar la noche.
—¿Qué te parece mi palacio
de Braga, Gutierre?
—No está nada mal.
—¿Sólo te parece que no
está nada mal?
—Bueno, yo diría que está
muy bien. Lo que no entiendo es por qué te marchaste de aquí.
—Más que nada por estar más
cerca de todos vosotros y también de León, que, queramos o no, es
el reino hegemónico.
—No sé por qué, pero me
parece que tienes una cierta obsesión con León. Me da la impresión
que no haces más que añorarlo.
Don Ordoño dejó vagar la
mirada por el salón de su antiguo palacio, como si no hubiera oído
el comentario de su cuñado. Pero, en realidad, lo había oído y lo
peor de todo era que don Gutierre tenía razón. No podía dejar de
pensar en el reino de León. Tras la muerte de su padre, ese reino se
había convertido en el reino principal y heredero del esplendoroso
reino de Asturias. Su propio padre, Alfonso III el
Magno, lo había
decidido así y ya se había trasladado a vivir a él la mayor parte
del tiempo durante los últimos años de su vida. No podía negar la
evidencia. El reino de León era el continuador del reino de Asturias
y, por tanto, el continuador de la tradición visigótica. A él le
estaba encomendado seguir la recuperación de la Península Ibérica
y la liberación de la misma del yugo musulmán. Gracias a Asturias,
pero sobre todo a León, algún día no sólo España, sino también
Europa se verían libres de la dominación islámica. Aunque fuera
sólo por eso, merecía la pena aspirar a ser rey de León.
—¿Decías algo, Gutierre?
—No, no, nada.
Don Gutierre se había dado
cuenta de que su cuñado se había quedado como embelesado al
mencionar a León. Prefería no ahondar en el tema.
—Pues vamos a cenar que hay
que acostarse temprano. Mañana nos espera otro día de marcha.
Al día siguiente comenzó la
quinta etapa de su marcha hacia tierras musulmanas. Como ya era
habitual, se inició antes del amanecer. Con un gran esfuerzo no
exento de cierta nostalgia, don Ordoño abandonó su palacio de Braga
donde dejaba encerrados muchos recuerdos. Durante horas no dejó de
pensar en tantos momentos felices que había vivido en aquel palacio
y en aquella ciudad. Ciudad que le era tan grata y que tan bellos
recuerdos le traía. El bochorno tan asfixiante que hacía vino a
sacarlo de sus pensamientos. El sol ya casi alcanzaba su cenit y los
hombres comenzaban a desfallecer de apetito, de calor y de fatiga. El
rey mandó detener la marcha para hacer un alto en el camino. A punto
de oscurecer entraban en las calles de Oporto, el otrora Portus
Cale.
Al despuntar el alba
comenzaron los preparativos para que el numeroso ejército cruzara
las aguas del caudaloso Duero. La única forma de hacerlo era a
través de unas barcazas que había al efecto. La operación duró
dos largos e interminables días. Cuando al fin lograron cruzar los
últimos hombres de la mesnada era ya noche cerrada. Al amanecer, don
Ordoño dio orden de partida para iniciar una etapa que los llevaría
hasta lo que hoy conocemos como San Joao da Madeira, lugar donde
acamparon para pasar la noche que se les había echado encima sin
permitirles seguir adelante en su avance.
La siguiente etapa tendría
como meta final el actual concelho
de Águeda. Lugar
donde también los sorprendió la noche y les impidió continuar su
viaje. El día había sido agotador no sólo por la distancia que
habían tenido que recorrer, sino también por el tórrido calor que
tuvieron que soportar. Los hombres y animales estaban exhaustos. El
ritmo de marcha que su jefe les imponía resultaba extenuante.
Aún
era noche cerrada cuando las huestes de don Ordoño se pusieron en
marcha. Tenían por delante una nueva y agotadora jornada. Don
Gutierre se acercó a su cuñado en el preciso instante en que éste
daba la orden de partida.
—Ordoño, si seguimos a este
ritmo muchos hombres no van a llegar al destino. Deberías tomártelo
con un poco más de calma.
—Lo sé, Gutierre, pero si
nos demoramos demasiado, nuestros enemigos pueden descubrirnos y dar
al traste con todos nuestros planes. Hoy llegaremos a Coímbra,
frontera con el territorio mahometano. Allí descansaremos un par de
días que aprovecharemos para atravesar el Mondego y situarnos en su
margen izquierda, ya en territorio enemigo. A partir de ese momento
tendremos que extremar las precauciones, pues podríamos recibir un
ataque de los sarracenos cuando menos lo esperemos.
—Tú mandas, pero te
recuerdo que los hombres están agotados y a punto de estallar. No
los fuerces demasiado, porque podrían rebelarse en cualquier
momento.
—Lo tendré en cuenta,
querido cuñado, y ahora, adelante, no perdamos el tiempo.
El día comenzaba a clarear
por oriente, pero espesos nubarrones demoraban el avance de la luz.
Lentamente empezaron a distinguir el paisaje que los rodeaba, mas el
sol no hizo acto de presencia. Las negras nubes se lo impedían. A
media mañana dejaron escapar las primeras gotas de lluvia que los
hombres recibieron con gran satisfacción. Al menos el día prometía
no ser tan caluroso como los pasados.
Como había vaticinado don
Ordoño, al final de la jornada llegaron a la ciudad de Coímbra,
último reducto ganado para los cristianos por los condes gallegos
durante el reinado de su padre, donde se hizo fuerte el rebelde
Hermenegildo Pérez, que terminó derrotado y ajusticiado por las
tropas de Alfonso III el
Magno. La ciudad,
ubicada en torno a un montículo con su castillo en lo más alto de
la colina, en la margen derecha del Mondego, ofrecía una situación
privilegiada para observar los movimientos del enemigo a muchas
leguas a la redonda. En ella las huestes de don Ordoño permanecieron
no dos sino tres días para reponer sus fuerzas y poder continuar así
con más ímpetu y energías renovadas.
Aún tuvieron que sufrir
muchos días de largas marchas y duras fatigas antes de alcanzar su
objetivo el 19 de agosto. Algunos de sus hombres se quedaron por el
camino por haberles fallado las fuerzas o ser víctimas de alguna
enfermedad, pero el grueso de las tropas llegó a su destino deseoso
de combatir por su rey y con la moral muy alta.
Cuando el día anterior de la
batalla divisaron la ciudad en medio de aquella vasta llanura, don
Ordoño ordenó detener allí mismo sus tropas para pasar la noche y
atacar de refresco en la madrugada del siguiente día. Dos horas
antes del alba ya se habían puesto en marcha para acercarse a la
ciudad sin ser vistos y formar un cerco en su derredor. Cuando la
aurora extendió su manto por la inmensa llanura del Alentejo, los
centinelas de la ciudad descubrieron atónitos los más de treinta
mil soldados cristianos que la rodeaban. Dieron inmediatamente la voz
de alarma, pero ya nada se podía hacer más que resistir en su
interior. Su gobernador, Marwan Abd al-Malik, no acababa de creerse
que las tropas cristianas hubieran osado presentarle batalla y
sitiarlo en su propia ciudad. No entendía cómo podían haber
llegado hasta allí sin ser descubiertas ni desbaratadas por los
ejércitos ismaelitas. El adalid musulmán desplegó a sus más de
setecientos hombres en los puntos estratégicos de las murallas de la
ciudad para que la defendieran con sus propias vidas si fuere
necesario. El caos reinaba por doquier. Las mujeres, los niños, los
ancianos y los enfermos no sabían dónde esconderse ante el ataque
inminente de los infieles, según ellos. No quedó rincón recóndito
en toda la ciudad que no fuera ocupado por alguno de los habitantes
más débiles de la misma. Todas las puertas y celosías de sus
casas se cerraron a cal y canto. La ciudad quedó desierta y el
silencio se oía por todas partes.
No tardaron las tropas de don
Ordoño en trepar a las murallas de la ciudad para terminar con la
escasa resistencia de sus defensores. Tanto Marwan Abd al-Malik como
su guarnición fueron aniquilados por la arrolladora fuerza enemiga.
Sus intentos de defensa de la ciudad fueron vanos. La resistencia no
duró más de media hora. Luego, las tropas cristianas registraron
todos los rincones y casas de la ciudad para llevarse consigo más de
cuatro mil prisioneros y un copioso botín. Nunca hasta entonces
habían recibido los musulmanes una derrota tan grande desde los
inicios de su invasión.
Al día siguiente del ataque a
Évora, don Ordoño ordenó a sus tropas el regreso a casa, pero no
desandarían el camino andado hasta allí, sino que lo harían a
través de la Vía de la Plata. Era tanta la muchedumbre, que
tardaron día y medio en cruzar el Puente de Alcántara.
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