jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 16


16


Pocos meses más tarde de la resolución del pleito del monasterio de Ruiforco, doña Oneca de Pamplona enfermó gravemente. Don Alfonso la había conocido y se había casado con ella cuando acompañó a su padre, el rey Ordoño II, a auxiliar al rey de Pamplona, Sancho Garcés I, en la campaña del año 923. Quedó prendado de su belleza nada más verla y desde aquel momento habían vivido el uno para el otro sin separarse jamás, pero ese idilio tocaba a su fin.
Mediaba abril. El sol lucía con gran esplendor en la bóveda celeste. El cielo era de un azul intenso, como acostumbra a ser en aquellas tierras. La reina, que llevaba varios días encerrada en palacio por una ligera indisposición, quiso solazarse aquel día tan radiante cabalgando con su caballo por el campo. Ya fuera de la ciudad, doña Oneca y don Alfonso, seguidos por su guardia personal y sus más fieles servidores, decidieron acercarse a la Candamia, bello paraje a orillas del río Torío no carente de cierto aire mágico y mitológico. Una vez allí, a la reina se le antojó recorrer la ribera del río en dirección a las lejanas montañas. Después de cabalgar durante varias horas río arriba en una desenfrenada carrera, como si pretendiera alcanzar las fuentes del Torío, un súbito cambio de tiempo obligó a la alocada reina y a sus acompañantes a retroceder sobre sus pasos. Pero ya era tarde. El cuchillo helador que descendía de las altas cumbres nevadas de la gran cordillera ya la había herido de muerte. Doña Oneca sintió un fuerte pinchazo en el pecho que le produjo un intenso dolor. Con gran trabajo y muchos esfuerzos lograron llegar a palacio. La reina se postró en su lecho del que ya no volvería a levantarse.
Día tras día los físicos intentaban curarla del mal que la aquejaba. No cesaban de recetarle todos los remedios a su alcance. El boticario de León no daba abasto para satisfacer sus continuas demandas. Pero todo era en vano. La reina no mejoraba. Día tras día su cara resultaba más macilenta y su cuerpo se había debilitado tanto, que casi se transparentaba. Las enormes ojeras azuladas que circundaban sus párpados y su extremada delgadez la hacían aparecer casi como un espectro. La alta fiebre que no la abandonaba, la respiración fatigosa y la tos profunda acompañada de esputos de sangre no presagiaban precisamente su mejor estado físico. Era evidente que su final estaba cerca.
Entretanto, don Alfonso vivía sumido en una profunda desesperación. Ya no sabía qué hacer. Había solicitado el concurso de los mejores médicos no sólo de la ciudad de León, sino de todo su reino e, incluso, de los reinos vecinos. Hasta había osado llamar a alguno de los más afamados galenos del al-Ándalus. Todo en vano. Los conocimientos médicos de la época se veían incapaces de curar el mal que aquejaba a la reina. El rey acudió entonces a la invocación de la Virgen y de los santos. Rezó y solicitó que elevaran numerosas plegarias y celebraran novenas por la curación de su esposa. Realizó peregrinaciones y concedió numerosas dádivas con el mismo fin. Pero todo fue en vano. Ni los remedios materiales ni los espirituales surtieron efecto. La reina se moría.
Don Alfonso creyó volverse loco. No concebía la posibilidad de quedarse solo en este mundo sin la compañía de su amada esposa. ¿Cómo podría soportar su ausencia si en aquellos ocho años que llevaban de casados no se habían separado un instante? No se lo imaginaba. Y lo que era peor, no quería imaginárselo. ¿Cómo iba a vivir sin la dulce compañía de la que había sido su fiel compañera durante los años más felices de su vida? Antes la muerte que pasar por aquel trance tan duro. El rey tan sólo vivía por y para su esposa. No estaba para nadie. No recibía a nadie. Su vida se circunscribía a su alcoba y la de su desdichada esposa. Apenas si comía y tan sólo se dignaba hablar con los físicos para preguntarles por la salud de su amada, sin perder la esperanza de oír de sus labios la noticia que tanto anhelaba. Pero ésta se demoraba ya demasiado en el tiempo. Don Alfonso no quería ver, pero veía, que su esposa estaba a punto de abandonar este mundo. Día a día contemplaba los estragos que la enfermedad causaba en su ajado cuerpo. Su dulce amada ya sólo era un cadáver viviente. De su belleza y lozanía tan sólo quedaba el recuerdo. A pesar de ello, el rey seguía esperando un milagro. Pero el milagro no aconteció. A principios de julio doña Oneca entregó su alma al Padre celestial. Aquel infausto día el rey creyó enloquecer. De pronto se le nubló la vista y todo comenzó a dar vueltas a su alrededor. La oscuridad inundó sus ojos mientras se sentía trasladado al espacio infinito sin rumbo a ninguna parte. Cuando despertó de aquel trance, estaba acostado en su lecho y a su lado uno de los médicos le tomaba el pulso.
¿Qué me ha pasado?
Nada, Señor. Ha sido un simple desmayo.
¿Y mi esposa? Ahora recuerdo. Ha muerto, ¿verdad?
Lo siento, Señor, pero se ha hecho todo lo que se podía hacer.
Dejadme ir a verla. Quiero estar a su lado.
En estos momentos es mejor que descanséis un poco, Señor. Tiempo habrá para que os acerquéis a su lecho.
El físico con la ayuda del mayordomo de palacio y otro sirviente consiguieron retener a don Alfonso en su tálamo, pues estaba demasiado débil, aparte que no era prudente que en aquel momento se acercara al lecho mortuorio de su esposa. No estaba preparado ni física ni mentalmente para presenciar aquel espectáculo. Sería suficiente con que asistiera a los funerales de doña Oneca.
Dos días más tarde se celebraron los funerales por el eterno descanso de su alma en la iglesia catedral de Santa María y San Cipriano de León, a los que concurrió una gran multitud que quería dar el último adiós a su reina. También asistieron varios nobles y magnates del reino. Sus restos mortales fueron depositados en el monasterio de Ruiforco por expreso deseo de don Alfonso. Allí se trasladó con toda su corte para dar cristiana sepultura a su amantísima esposa. Después, con el corazón roto y su alma transpuesta, regresó completamente desolado a León. Pocos meses más tarde llamó a su hermano don Ramiro para comunicarle que deseaba abdicar en su favor.
Ramiro, yo no puedo seguir así. En tus manos dejo mi trono. Mañana mismo partiré para el monasterio de Sahagún. Aquí ya no me queda nada por hacer.
¿Lo has pensado bien, Alfonso?
Sí, Ramiro. Lo he pensado bien. Oneca era mi soporte y mi guía. Sin ella no sé qué hacer. Así que he decidido profesar en un convento.
Más adelante te puedes arrepentir y entonces ya no habrá marcha atrás. ¿Por qué no lo piensas mejor y te das algún tiempo para reflexionar? Tal vez después no opines lo mismo.
Nada me hará cambiar de mi propósito. Ya lo tengo bien decidido. Tomaré los hábitos en el monasterio de Sahagún para el resto de mis días. Muerta mi esposa, me quiero retirar del mundo y de sus pompas.
Como quieras, querido hermano, pero luego no me vengas con subterfugios o argucias para reclamar tus derechos. Dejarás plasmada tu renuncia en un documento público para que tenga fuerza legal.
Haré lo que quieras, Ramiro. Yo ya no quiero más que la paz de un monasterio. Llama a un escribano para que redacte el documento. Después lo firmaré para que quedes tranquilo.
Al día siguiente de los hechos, tal como había anunciado, don Alfonso se retiró al monasterio de Sahagún donde tomó los hábitos de la orden de San Benito para alejarse de este mundo y de sus pompas e iniquidades. Don Ramiro, por su parte, se hizo cargo del trono de León, que con él tomaría un nuevo impulso y alcanzaría su consolidación plena. Pero esto es materia para la tercera parte de la novela: Su apogeo.

            © Julio Noel 

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