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Pocos meses más tarde de la
resolución del pleito del monasterio de Ruiforco, doña Oneca de
Pamplona enfermó gravemente. Don Alfonso la había conocido y se
había casado con ella cuando acompañó a su padre, el rey Ordoño
II, a auxiliar al rey de Pamplona, Sancho Garcés I, en la campaña
del año 923. Quedó prendado de su belleza nada más verla y desde
aquel momento habían vivido el uno para el otro sin separarse jamás,
pero ese idilio tocaba a su fin.
Mediaba abril. El sol lucía
con gran esplendor en la bóveda celeste. El cielo era de un azul
intenso, como acostumbra a ser en aquellas tierras. La reina, que
llevaba varios días encerrada en palacio por una ligera
indisposición, quiso solazarse aquel día tan radiante cabalgando
con su caballo por el campo. Ya fuera de la ciudad, doña Oneca y don
Alfonso, seguidos por su guardia personal y sus más fieles
servidores, decidieron acercarse a la Candamia, bello paraje a
orillas del río Torío no carente de cierto aire mágico y
mitológico. Una vez allí, a la reina se le antojó recorrer la
ribera del río en dirección a las lejanas montañas. Después de
cabalgar durante varias horas río arriba en una desenfrenada
carrera, como si pretendiera alcanzar las fuentes del Torío, un
súbito cambio de tiempo obligó a la alocada reina y a sus
acompañantes a retroceder sobre sus pasos. Pero ya era tarde. El
cuchillo helador que descendía de las altas cumbres nevadas de la
gran cordillera ya la había herido de muerte. Doña Oneca sintió un
fuerte pinchazo en el pecho que le produjo un intenso dolor. Con gran
trabajo y muchos esfuerzos lograron llegar a palacio. La reina se
postró en su lecho del que ya no volvería a levantarse.
Día tras día los físicos
intentaban curarla del mal que la aquejaba. No cesaban de recetarle
todos los remedios a su alcance. El boticario de León no daba abasto
para satisfacer sus continuas demandas. Pero todo era en vano. La
reina no mejoraba. Día tras día su cara resultaba más macilenta y
su cuerpo se había debilitado tanto, que casi se transparentaba. Las
enormes ojeras azuladas que circundaban sus párpados y su extremada
delgadez la hacían aparecer casi como un espectro. La alta fiebre
que no la abandonaba, la respiración fatigosa y la tos profunda
acompañada de esputos de sangre no presagiaban precisamente su mejor
estado físico. Era evidente que su final estaba cerca.
Entretanto, don Alfonso vivía
sumido en una profunda desesperación. Ya no sabía qué hacer. Había
solicitado el concurso de los mejores médicos no sólo de la ciudad
de León, sino de todo su reino e, incluso, de los reinos vecinos.
Hasta había osado llamar a alguno de los más afamados galenos del
al-Ándalus. Todo en vano. Los conocimientos médicos de la época se
veían incapaces de curar el mal que aquejaba a la reina. El rey
acudió entonces a la invocación de la Virgen y de los santos. Rezó
y solicitó que elevaran numerosas plegarias y celebraran novenas por
la curación de su esposa. Realizó peregrinaciones y concedió
numerosas dádivas con el mismo fin. Pero todo fue en vano. Ni los
remedios materiales ni los espirituales surtieron efecto. La reina se
moría.
Don Alfonso creyó volverse
loco. No concebía la posibilidad de quedarse solo en este mundo sin
la compañía de su amada esposa. ¿Cómo podría soportar su
ausencia si en aquellos ocho años que llevaban de casados no se
habían separado un instante? No se lo imaginaba. Y lo que era peor,
no quería imaginárselo. ¿Cómo iba a vivir sin la dulce compañía
de la que había sido su fiel compañera durante los años más
felices de su vida? Antes la muerte que pasar por aquel trance tan
duro. El rey tan sólo vivía por y para su esposa. No estaba para
nadie. No recibía a nadie. Su vida se circunscribía a su alcoba y
la de su desdichada esposa. Apenas si comía y tan sólo se dignaba
hablar con los físicos para preguntarles por la salud de su amada,
sin perder la esperanza de oír de sus labios la noticia que tanto
anhelaba. Pero ésta se demoraba ya demasiado en el tiempo. Don
Alfonso no quería ver, pero veía, que su esposa estaba a punto de
abandonar este mundo. Día a día contemplaba los estragos que la
enfermedad causaba en su ajado cuerpo. Su dulce amada ya sólo era un
cadáver viviente. De su belleza y lozanía tan sólo quedaba el
recuerdo. A pesar de ello, el rey seguía esperando un milagro. Pero
el milagro no aconteció. A principios de julio doña Oneca entregó
su alma al Padre celestial. Aquel infausto día el rey creyó
enloquecer. De pronto se le nubló la vista y todo comenzó a dar
vueltas a su alrededor. La oscuridad inundó sus ojos mientras se
sentía trasladado al espacio infinito sin rumbo a ninguna parte.
Cuando despertó de aquel trance, estaba acostado en su lecho y a su
lado uno de los médicos le tomaba el pulso.
—¿Qué me ha pasado?
—Nada, Señor. Ha sido un
simple desmayo.
—¿Y mi esposa? Ahora
recuerdo. Ha muerto, ¿verdad?
—Lo siento, Señor, pero se
ha hecho todo lo que se podía hacer.
—Dejadme ir a verla. Quiero
estar a su lado.
—En estos momentos es mejor
que descanséis un poco, Señor. Tiempo habrá para que os acerquéis
a su lecho.
El físico con la ayuda del
mayordomo de palacio y otro sirviente consiguieron retener a don
Alfonso en su tálamo, pues estaba demasiado débil, aparte que no
era prudente que en aquel momento se acercara al lecho mortuorio de
su esposa. No estaba preparado ni física ni mentalmente para
presenciar aquel espectáculo. Sería suficiente con que asistiera a
los funerales de doña Oneca.
Dos días más tarde se
celebraron los funerales por el eterno descanso de su alma en la
iglesia catedral de Santa María y San Cipriano de León, a los que
concurrió una gran multitud que quería dar el último adiós a su
reina. También asistieron varios nobles y magnates del reino. Sus
restos mortales fueron depositados en el monasterio de Ruiforco por
expreso deseo de don Alfonso. Allí se trasladó con toda su corte
para dar cristiana sepultura a su amantísima esposa. Después, con
el corazón roto y su alma transpuesta, regresó completamente
desolado a León. Pocos meses más tarde llamó a su hermano don
Ramiro para comunicarle que deseaba abdicar en su favor.
—Ramiro, yo no puedo seguir
así. En tus manos dejo mi trono. Mañana mismo partiré para el
monasterio de Sahagún. Aquí ya no me queda nada por hacer.
—¿Lo has pensado bien,
Alfonso?
—Sí, Ramiro. Lo he pensado
bien. Oneca era mi soporte y mi guía. Sin ella no sé qué hacer.
Así que he decidido profesar en un convento.
—Más adelante te puedes
arrepentir y entonces ya no habrá marcha atrás. ¿Por qué no lo
piensas mejor y te das algún tiempo para reflexionar? Tal vez
después no opines lo mismo.
—Nada me hará cambiar de mi
propósito. Ya lo tengo bien decidido. Tomaré los hábitos en el
monasterio de Sahagún para el resto de mis días. Muerta mi esposa,
me quiero retirar del mundo y de sus pompas.
—Como quieras, querido
hermano, pero luego no me vengas con subterfugios o argucias para
reclamar tus derechos. Dejarás plasmada tu renuncia en un documento
público para que tenga fuerza legal.
—Haré lo que quieras,
Ramiro. Yo ya no quiero más que la paz de un monasterio. Llama a un
escribano para que redacte el documento. Después lo firmaré para
que quedes tranquilo.
Al día siguiente de los
hechos, tal como había anunciado, don Alfonso se retiró al
monasterio de Sahagún donde tomó los hábitos de la orden de San
Benito para alejarse de este mundo y de sus pompas e iniquidades. Don
Ramiro, por su parte, se hizo cargo del trono de León, que con él
tomaría un nuevo impulso y alcanzaría su consolidación plena. Pero
esto es materia para la tercera parte de la novela:
Su apogeo.
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