jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 4


                                                                  4


El improvisado ataque de Ramiro II a la ciudad de Zaragoza y su sometimiento encolerizó de tal manera al envanecido Abd al-Rahman III, que no tardó en declarar la gazat al-kudra o Campaña del Supremo Poder contra el rey cristiano. Se trataba de un gigantesco proyecto para acabar de una vez por todas con el reino leonés. El gran califa del al-Ándalus no podía permitir que un rey con tan escasos recursos pusiera continuamente en jaque a su omnipotente reino. Era una humillación que no estaba dispuesto a soportar por más tiempo. Por eso decidió reunir un gran ejército capaz de exterminar a todos sus adversarios. El orgulloso califa reunió a toda su corte ante la que declaró la yihad.
Súbditos míos, como bien sabéis, los perros cristianos del norte, con Ramiro II de León a la cabeza, no dejan de hostigarnos en todos nuestros flancos. La última humillación nos la produjo hace dos años con el sometimiento de Zaragoza. Ha llegado el momento de poner coto a sus pretensiones. Es la hora de la Guerra Santa. Desde hoy lucharemos contra los infieles hasta erradicarlos de estas tierras. Toda España ha de quedar bajo el imperio de la religión de Mahoma. Como en su día, volveremos a dominar todo el suelo peninsular y esta vez no va a quedar ningún asno salvaje escondido entre las montañas del norte para que vuelva a servir de azote a nuestras gentes. Allah es el único Dios y Mahoma su profeta. Lucharemos por imponer nuestra fe y extender nuestra verdad a todos los pueblos de la Tierra.
Todos los presentes aclamaron con vítores las palabras de su líder.
Desde este preciso instante queda declarada la yihad. Ni un solo ismaelita útil para empuñar las armas se quedará en su casa. Aquél que lo hiciere sufrirá la pena capital. En cambio, todos los que participen en la guerra santa, en la propagación de nuestra fe, serán premiados en este mundo con las riquezas que obtengamos de la derrota de los infieles cristianos y en el otro con la entrada en el paraíso celestial. Todo el que caiga en la batalla resucitará al lado de Allah.
Los vítores y aplausos de los asistentes iban en aumento.
Súbditos míos, unamos nuestras fuerzas para combatir a los infieles y enemigos de Allah. Quiero reunir un gran ejército que acabe con los cristianos del norte. Varios caídes se desplazarán a todos los rincones del al-Andalus y del norte de África para reclutar a todos los varones aptos para empuñar las armas. Cuando reunamos ese ejército invencible, nos enfrentaremos a los cristianos del norte y los exterminaremos. No dejaremos piedra sobre piedra. A nuestro paso sus ciudades y pueblos quedarán completamente asolados y los infieles que consigan sobrevivir a la gran batalla serán hechos prisioneros y tratados como esclavos en nuestra tierra. Allah es grande y Mahoma su profeta.
Todo el mundo repitió su invocación con un grito unánime y desgarrador. Luego disolvieron la asamblea para poner en marcha las órdenes de su califa.
Al-Hasib ibn Habib partió para el norte de África. Llevaba el encargo del califa de reunir cuantos bereberes estuvieran dispuestos a luchar por la expansión y defensa del islam. Un día soleado de finales de febrero del 939 dejó atrás el estrecho de Gibraltar a bordo de una frágil embarcación que lo trasladaría al extremo norte del continente africano. Cuando estaba a punto de alcanzar la costa africana, un fuerte vendaval amenazó con hacer zozobrar la frágil embarcación. La pericia del barquero evitó la desgracia que tanto él como su acompañante consideraban inevitable. Con grandes esfuerzos logró alcanzar una pequeña playa de Ceuta al resguardo de las enfurecidas olas. Al-Hasib ibn Habib abandonó la barca de un salto y se postró en la arena para dar gracias a Alá por haberlo salvado de una muerte segura. Después se dirigió hacia la cordillera del Rif donde esperaba reclutar numerosos bereberes para la guerra santa.
Durante todo el mes de marzo y buena parte de abril el caid al-Hasib recorrió todos los pueblos y ciudades del Rif, así como una buena parte del norte de África. Después de algo más de mes y medio logró reunir unos doce mil hombres dispuestos a luchar por el islam y por Abd al-Rahman III, al olor de un sustancioso botín, de hacerse dueños de las propiedades de los cristianos o de la gloria eterna. A principios de mayo cruzaban el estrecho para reunirse en Córdoba con las tropas del califa.
Hadir abd Salam fue enviado por el propio califa al reino de Toledo, capital de la Marca Media del al-Ándalus. Allí logró reunir un contingente de ocho mil hombres, que se sumarían a las tropas procedentes de Córdoba cuando llegaran a la ciudad del Tajo.
Abdullah al-Fatah se dirigió a Mérida donde reclutó cinco mil combatientes más. A comienzos de junio llegaron a la ciudad de Toledo, donde esperarían las fuerzas del califa junto con las de Hadir abd Salam.
Por su parte, el gobernador de Zaragoza, Muhammad ibn Hashim, se reuniría en las proximidades de Atienza con las tropas de Abd al-Rahman, a las que aportaría un contingente de unos cinco mil hombres.
Pero el grueso de las fuerzas sarracenas partiría de Córdoba. El arrogante califa había concentrado en la capital un ejército de algo más de sesenta mil hombres. Sus arengas, su incitación a la guerra santa, su afán de venganza, su jactancia, sus altas dotes de líder habían convencido a un buen número de andalusíes para unirse a su causa. Durante el camino aún se le añadirían varios miles más de voluntarios, aparte de los reclutados por los cadíes que lo esperaban en Toledo y Atienza.
Una madrugada de finales de junio, cuando todavía el cielo permanecía tachonado de estrellas, el gran contingente de fuerzas sarracenas se ponía en marcha bajo el mando directo de Abd al-Rahman III, no sin antes dejar ordenado que diariamente los fieles elevaran sus preces en la mezquita, pero no para solicitar el favor del Altísimo en la próxima batalla, sino para dar gracias anticipadas por el indiscutible triunfo que iban a obtener en tierras cristianas.
Ya habían recorrido alrededor de una legua, cuando por oriente comenzaron a vislumbrarse las primeras luces del alba. El calor ya se dejaba notar, a pesar de que aún no habían llegado las noches sofocantes de los tórridos veranos cordobeses. Les esperaba por delante un día agotador y eso que se dirigían hacia el interior de Sierra Morena. El avance de las tropas era lento, pero a medida que ascendía el sol en el firmamento, el calor extenuante lo hacía aún más pausado y difícil. Antes del mediodía el califa se vio obligado a detener sus tropas a orillas de un arroyo que por allí discurría. Era tanto el calor que hacía que no podían dar un paso más. Allí permanecieron hasta bien avanzada la tarde, pues la fuerza del sol no disminuía con el transcurso de las horas. Ese incidente hizo temer a Abd al-Rahman que la llegada al punto de destino se demoraría más de lo previsto, pues, hasta que no llegaran a las montañas del Sistema Central, tan sólo podrían avanzar durante las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde.
Llegaron a Toledo el veinte de julio con cinco días de retraso. El califa reconsideró los planes previstos. Había pensado seguir desde allí la ruta que había utilizado en otras aceifas hasta alcanzar el castillo de Atienza. Pero el retraso que acumulaban lo obligó a probar una ruta más directa para llegar a Zamora, que era su objetivo final. En vez de seguir hasta Alcalá y ascender por el valle del Henares, decidió recorrer el curso del Guadarrama hasta su nacimiento. Antes de abandonar la ciudad imperial, envió un emisario a Muhammad ibn Hashim para comunicarle que avanzara con sus tropas hasta Íscar, donde se unirían al grueso del ejército.
En Toledo se unieron al gran ejército del califa las tropas concentradas allí por Hadir abd Salam y las que había logrado reunir en Mérida Abdullah al-Fatah. El veintiuno de julio partió de la ciudad imperial en dirección norte, en busca del cauce del Guadarrama, un contingente de alrededor de noventa y cinco mil hombres. Al frente de todos ellos iba el altivo Abd al-Rahman III, que no cesaba de impartir órdenes a sus generales y de incitar a todos sus hombres a la yihad. Estaba totalmente convencido del gran triunfo que lograría sobre los infieles cristianos. Aniquilaría sus fuerzas y los obligaría a replegarse en las montañas del norte, pero a diferencia de lo que ocurrió en los primeros años de la invasión musulmana, esta vez no les permitiría refugiarse en ellas. No se detendría hasta obligarlos a pasar los Pirineos y abandonar definitivamente la Península Ibérica. El gran califa ya soñaba con una España totalmente islamizada en la que no cabría la presencia de los cristianos. Todo el que no abrazara el islamismo sería pasado por las armas. Esta vez no habría concesiones.
Al oscurecer del tercer día de su partida de Toledo, llegaron a las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. El imponente ejército hizo noche en las faldas de la sierra. Al día siguiente de madrugada iniciaron su ascenso por Balatome, puerto de Tablada. Cuando el sol comenzó a besar las altas cumbres de Peñalara, La Maliciosa o El Nevero, entre otras, la cabeza del ejército ya alcanzaba media montaña, pero no fue hasta pasado mediodía cuando lograron descender todos sus contingentes la vertiente norte de la cordillera, internándose en lo que en la época denominaban «tierra de nadie». Al día siguiente llegaron a Villacastín ya mediada la tarde.
Os recuerdo que debéis asolar todo lo que encontremos a nuestro paso. No debe quedar ni una sola casa ni una iglesia ni un templo en pie. Tampoco quiero que quede nadie con vida. Pasáis por las armas a los ancianos y enfermos. El resto los llevaremos a Córdoba como esclavos.
Abd al-Rahman arengó con estas palabras a los amires y caídes que lo acompañaban. Con ellas pretendía dar comienzo a la guerra santa contra los infieles.
Ha llegado la hora de la Campaña del Supremo Poder. Comenzaremos aquí mismo a destruir el territorio de esos perros cristianos y no dejaremos piedra sobre piedra.
Sí, Emir al Muminín –le contestaron.
Hoy empieza a escribirse con letras de oro la primera página de la batalla más famosa de todos los tiempos. Nunca hasta ahora los mortales han visto una como ésta y pasarán siglos antes de que puedan contemplar otra similar. Hoy se inicia una nueva era para el al-Ándalus. Hoy es el principio del fin para la cristiandad hispánica. Hoy el emirato cordobés inicia su singladura para expandirse por toda la Península Ibérica. ¡Adelante, mis guerreros! ¡Arrasadlo todo! ¡No dejéis piedra sobre piedra! Los supervivientes seréis recompensados con el botín de la batalla y los que caigáis en la lucha os sentaréis al lado de Allah en el paraíso celestial.
Con aquel enardecimiento y aquellos gritos de guerra los soldados musulmanes se precipitaron ciegamente contra todo lo que hallaban. No quedó una sola casa en pie en Villacastín. Todos sus habitantes fueron ejecutados o hechos prisioneros. Fueron despojados de todos sus bienes y riquezas. Las cosechas arrasadas. Sólo desolación y soledad quedó a su paso. Todo se llenó de terror, muerte, desolación y tristeza.
Desde allí marcharon hacia Arévalo y luego hacia Olmedo. En ambas poblaciones llevaron a cabo los mismos estragos que habían ocasionado en Villacastín. A su paso no quedaba más que dolor y desolación. Pero el califa no se detenía, antes al contrario, con cada nuevo episodio de devastación se enardecía más y más. Aquellas pobres gentes no podían ofrecer ninguna resistencia ante una máquina de matar tan poderosa como se les venía encima. Los infelices no eran más que simples campesinos o menestrales que nada entendían de batallas ni su profesión era la guerra. Su exterminio fue total y sus campos quedaron sembrados de dolor y muerte.
El todopoderoso ejército musulmán continuó su avance desolador hasta Íscar. No tardó en asolar toda la población, pero la mayor parte de sus habitantes se habían refugiado en su castillo. Allí creyeron sentirse a salvo de la insaciabilidad sarracena. Todo fue una ilusión. Al cabo de dos días de asedio, los atacantes lograron asaltar el castillo y todos sus moradores fueron aniquilados o hechos prisioneros. Después derribaron parte de sus torres y murallas antes de abandonar el lugar. Cuando apenas se habían alejado media legua de la fortaleza, se les unió el contingente que había logrado reunir Muhammad ibn Hashim en Zaragoza. Así, unificado todo su ejército, se dispusieron a enfrentarse contra las fuerzas enemigas, que ya no se hallaban muy lejos de aquel lugar. Abd al-Rahman se crecía al ver tanta fuerza junta a su servicio y al de su causa. Ordenó a sus tropas acampar en la vega del Cega, mientras él y sus mandos se instalaban en la fortaleza del Portillo para diseñar la gran estrategia que pensaba llevar a cabo para derrotar a los cristianos. Era finales de julio. La fecha ideal para presentar batalla a los ejércitos del norte. Los cordobeses estaban habituados a los sofocantes calores del valle del Guadalquivir. Para ellos el verano castellano era poco más que la primavera andaluza, mientras que los cristianos del norte acusaban sus rigores. Así, pues, jugarían con ventaja.
Descansaremos unos días para reponer nuestras fuerzas y las de todos nuestros hombres. Entretanto varios exploradores indagarán dónde se ocultan los ejércitos cristianos y con cuántas fuerzas cuentan. Pero no debemos demorar demasiado el ataque. Ésta es la mejor época del año para nosotros y no podemos dejarla escapar. Antes de una semana debemos enfrentarnos a ellos y aniquilarlos. Luego ya sería demasiado tarde. Quiero que todos vuestros hombres estén preparados para la gran batalla. ¡Por Allah, la victoria será nuestra!
Los dejaremos que descansen de su arduo y fatigoso viaje mientras siguen urdiendo su gran estrategia.

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