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El improvisado ataque de
Ramiro II a la ciudad de Zaragoza y su sometimiento encolerizó de
tal manera al envanecido Abd al-Rahman III, que no tardó en declarar
la gazat al-kudra o
Campaña del Supremo
Poder contra el rey
cristiano. Se trataba de un gigantesco proyecto para acabar de una
vez por todas con el reino leonés. El gran califa del al-Ándalus no
podía permitir que un rey con tan escasos recursos pusiera
continuamente en jaque a su omnipotente reino. Era una humillación
que no estaba dispuesto a soportar por más tiempo. Por eso decidió
reunir un gran ejército capaz de exterminar a todos sus adversarios.
El orgulloso califa reunió a toda su corte ante la que declaró la
yihad.
—Súbditos míos, como bien
sabéis, los perros cristianos del norte, con Ramiro II de León a
la cabeza, no dejan de hostigarnos en todos nuestros flancos. La
última humillación nos la produjo hace dos años con el
sometimiento de Zaragoza. Ha llegado el momento de poner coto a sus
pretensiones. Es la hora de la Guerra Santa. Desde hoy lucharemos
contra los infieles hasta erradicarlos de estas tierras. Toda España
ha de quedar bajo el imperio de la religión de Mahoma. Como en su
día, volveremos a dominar todo el suelo peninsular y esta vez no va
a quedar ningún asno
salvaje escondido
entre las montañas del norte para que vuelva a servir de azote a
nuestras gentes. Allah
es el único Dios y Mahoma su profeta. Lucharemos
por imponer nuestra fe y extender nuestra verdad a todos los pueblos
de la Tierra.
Todos los presentes aclamaron
con vítores las palabras de su líder.
—Desde este preciso instante
queda declarada la yihad.
Ni un solo ismaelita útil para empuñar las armas se quedará en su
casa. Aquél que lo hiciere sufrirá la pena capital. En cambio,
todos los que participen en la guerra santa, en la propagación de
nuestra fe, serán premiados en este mundo con las riquezas que
obtengamos de la derrota de los infieles cristianos y en el otro con
la entrada en el paraíso celestial. Todo el que caiga en la batalla
resucitará al lado de Allah.
Los vítores y aplausos de los
asistentes iban en aumento.
—Súbditos míos, unamos
nuestras fuerzas para combatir a los infieles y enemigos de Allah.
Quiero reunir un gran ejército que acabe con los cristianos del
norte. Varios caídes se desplazarán a todos los rincones del
al-Andalus y del norte de África para reclutar a todos los varones
aptos para empuñar las armas. Cuando reunamos ese ejército
invencible, nos enfrentaremos a los cristianos del norte y los
exterminaremos. No dejaremos piedra sobre piedra. A nuestro paso sus
ciudades y pueblos quedarán completamente asolados y los infieles
que consigan sobrevivir a la gran batalla serán hechos prisioneros y
tratados como esclavos en nuestra tierra. Allah
es grande y Mahoma su profeta.
Todo el mundo repitió su
invocación con un grito unánime y desgarrador. Luego disolvieron la
asamblea para poner en marcha las órdenes de su califa.
Al-Hasib ibn Habib partió
para el norte de África. Llevaba el encargo del califa de reunir
cuantos bereberes estuvieran dispuestos a luchar por la expansión y
defensa del islam. Un día soleado de finales de febrero del 939 dejó
atrás el estrecho de Gibraltar a bordo de una frágil embarcación
que lo trasladaría al extremo norte del continente africano. Cuando
estaba a punto de alcanzar la costa africana, un fuerte vendaval
amenazó con hacer zozobrar la frágil embarcación. La pericia del
barquero evitó la desgracia que tanto él como su acompañante
consideraban inevitable. Con grandes esfuerzos logró alcanzar una
pequeña playa de Ceuta al resguardo de las enfurecidas olas.
Al-Hasib ibn Habib abandonó la barca de un salto y se postró en la
arena para dar gracias a Alá por haberlo salvado de una muerte
segura. Después se dirigió hacia la cordillera del Rif donde
esperaba reclutar numerosos bereberes para la guerra santa.
Durante todo el mes de marzo y
buena parte de abril el caid al-Hasib recorrió todos los pueblos y
ciudades del Rif, así como una buena parte del norte de África.
Después de algo más de mes y medio logró reunir unos doce mil
hombres dispuestos a luchar por el islam y por Abd al-Rahman III, al
olor de un sustancioso botín, de hacerse dueños de las propiedades
de los cristianos o de la gloria eterna. A principios de mayo
cruzaban el estrecho para reunirse en Córdoba con las tropas del
califa.
Hadir abd Salam fue enviado
por el propio califa al reino de Toledo, capital de la Marca Media
del al-Ándalus. Allí logró reunir un contingente de ocho mil
hombres, que se sumarían a las tropas procedentes de Córdoba cuando
llegaran a la ciudad del Tajo.
Abdullah al-Fatah se dirigió
a Mérida donde reclutó cinco mil combatientes más. A comienzos de
junio llegaron a la ciudad de Toledo, donde esperarían las fuerzas
del califa junto con las de Hadir abd Salam.
Por su parte, el gobernador de
Zaragoza, Muhammad ibn Hashim, se reuniría en las proximidades de
Atienza con las tropas de Abd al-Rahman, a las que aportaría un
contingente de unos cinco mil hombres.
Pero el grueso de las fuerzas
sarracenas partiría de Córdoba. El arrogante califa había
concentrado en la capital un ejército de algo más de sesenta mil
hombres. Sus arengas, su incitación a la guerra santa, su afán de
venganza, su jactancia, sus altas dotes de líder habían convencido
a un buen número de andalusíes para unirse a su causa. Durante el
camino aún se le añadirían varios miles más de voluntarios,
aparte de los reclutados por los cadíes que lo esperaban en Toledo y
Atienza.
Una madrugada de finales de
junio, cuando todavía el cielo permanecía tachonado de estrellas,
el gran contingente de fuerzas sarracenas se ponía en marcha bajo el
mando directo de Abd al-Rahman III, no sin antes dejar ordenado que
diariamente los fieles elevaran sus preces en la mezquita, pero no
para solicitar el favor del Altísimo en la próxima batalla, sino
para dar gracias anticipadas por el indiscutible triunfo que iban a
obtener en tierras cristianas.
Ya habían recorrido alrededor
de una legua, cuando por oriente comenzaron a vislumbrarse las
primeras luces del alba. El calor ya se dejaba notar, a pesar de que
aún no habían llegado las noches sofocantes de los tórridos
veranos cordobeses. Les esperaba por delante un día agotador y eso
que se dirigían hacia el interior de Sierra Morena. El avance de las
tropas era lento, pero a medida que ascendía el sol en el
firmamento, el calor extenuante lo hacía aún más pausado y
difícil. Antes del mediodía el califa se vio obligado a detener sus
tropas a orillas de un arroyo que por allí discurría. Era tanto el
calor que hacía que no podían dar un paso más. Allí permanecieron
hasta bien avanzada la tarde, pues la fuerza del sol no disminuía
con el transcurso de las horas. Ese incidente hizo temer a Abd
al-Rahman que la llegada al punto de destino se demoraría más de lo
previsto, pues, hasta que no llegaran a las montañas del Sistema
Central, tan sólo podrían avanzar durante las primeras horas de la
mañana y las últimas de la tarde.
Llegaron a Toledo el veinte
de julio con cinco días de retraso. El califa reconsideró los
planes previstos. Había pensado seguir desde allí la ruta que había
utilizado en otras aceifas hasta alcanzar el castillo de Atienza.
Pero el retraso que acumulaban lo obligó a probar una ruta más
directa para llegar a Zamora, que era su objetivo final. En vez de
seguir hasta Alcalá y ascender por el valle del Henares, decidió
recorrer el curso del Guadarrama hasta su nacimiento. Antes de
abandonar la ciudad imperial, envió un emisario a Muhammad ibn
Hashim para comunicarle que avanzara con sus tropas hasta Íscar,
donde se unirían al grueso del ejército.
En Toledo se unieron al gran
ejército del califa las tropas concentradas allí por Hadir abd
Salam y las que había logrado reunir en Mérida Abdullah al-Fatah.
El veintiuno de julio partió de la ciudad imperial en dirección
norte, en busca del cauce del Guadarrama, un contingente de alrededor
de noventa y cinco mil hombres. Al frente de todos ellos iba el
altivo Abd al-Rahman III, que no cesaba de impartir órdenes a sus
generales y de incitar a todos sus hombres a la yihad.
Estaba totalmente
convencido del gran triunfo que lograría sobre los infieles
cristianos. Aniquilaría sus fuerzas y los obligaría a replegarse en
las montañas del norte, pero a diferencia de lo que ocurrió en los
primeros años de la invasión musulmana, esta vez no les permitiría
refugiarse en ellas. No se detendría hasta obligarlos a pasar los
Pirineos y abandonar definitivamente la Península Ibérica. El gran
califa ya soñaba con una España totalmente islamizada en la que no
cabría la presencia de los cristianos. Todo el que no abrazara el
islamismo sería pasado por las armas. Esta vez no habría
concesiones.
Al oscurecer del tercer día
de su partida de Toledo, llegaron a las estribaciones de la Sierra de
Guadarrama. El imponente ejército hizo noche en las faldas de la
sierra. Al día siguiente de madrugada iniciaron su ascenso por
Balatome,
puerto de Tablada. Cuando el sol comenzó a besar las altas cumbres
de Peñalara, La Maliciosa o El Nevero, entre otras, la cabeza del
ejército ya alcanzaba media montaña, pero no fue hasta pasado
mediodía cuando lograron descender todos sus contingentes la
vertiente norte de la cordillera, internándose en lo que en la época
denominaban «tierra de nadie». Al día siguiente llegaron a
Villacastín ya mediada la tarde.
—Os recuerdo que debéis
asolar todo lo que encontremos a nuestro paso. No debe quedar ni una
sola casa ni una iglesia ni un templo en pie. Tampoco quiero que
quede nadie con vida. Pasáis por las armas a los ancianos y
enfermos. El resto los llevaremos a Córdoba como esclavos.
Abd al-Rahman arengó con
estas palabras a los amires y caídes que lo acompañaban. Con ellas
pretendía dar comienzo a la guerra santa contra los infieles.
—Ha llegado la hora de la
Campaña del Supremo Poder. Comenzaremos aquí mismo a destruir el
territorio de esos perros cristianos y no dejaremos piedra sobre
piedra.
—Sí, Emir al Muminín –le
contestaron.
—Hoy empieza a escribirse
con letras de oro la primera página de la batalla más famosa de
todos los tiempos. Nunca hasta ahora los mortales han visto una como
ésta y pasarán siglos antes de que puedan contemplar otra similar.
Hoy se inicia una nueva era para el al-Ándalus. Hoy es el principio
del fin para la cristiandad hispánica. Hoy el emirato cordobés
inicia su singladura para expandirse por toda la Península Ibérica.
¡Adelante, mis guerreros! ¡Arrasadlo todo! ¡No dejéis piedra
sobre piedra! Los supervivientes seréis recompensados con el botín
de la batalla y los que caigáis en la lucha os sentaréis al lado de
Allah en el paraíso celestial.
Con aquel enardecimiento y
aquellos gritos de guerra los soldados musulmanes se precipitaron
ciegamente contra todo lo que hallaban. No quedó una sola casa en
pie en Villacastín. Todos sus habitantes fueron ejecutados o hechos
prisioneros. Fueron despojados de todos sus bienes y riquezas. Las
cosechas arrasadas. Sólo desolación y soledad quedó a su paso.
Todo se llenó de terror, muerte, desolación y tristeza.
Desde allí marcharon hacia
Arévalo y luego hacia Olmedo. En ambas poblaciones llevaron a cabo
los mismos estragos que habían ocasionado en Villacastín. A su paso
no quedaba más que dolor y desolación. Pero el califa no se
detenía, antes al contrario, con cada nuevo episodio de devastación
se enardecía más y más. Aquellas pobres gentes no podían ofrecer
ninguna resistencia ante una máquina de matar tan poderosa como se
les venía encima. Los infelices no eran más que simples campesinos
o menestrales que nada entendían de batallas ni su profesión era la
guerra. Su exterminio fue total y sus campos quedaron sembrados de
dolor y muerte.
El todopoderoso ejército
musulmán continuó su avance desolador hasta Íscar. No tardó en
asolar toda la población, pero la mayor parte de sus habitantes se
habían refugiado en su castillo. Allí creyeron sentirse a salvo de
la insaciabilidad sarracena. Todo fue una ilusión. Al cabo de dos
días de asedio, los atacantes lograron asaltar el castillo y todos
sus moradores fueron aniquilados o hechos prisioneros. Después
derribaron parte de sus torres y murallas antes de abandonar el
lugar. Cuando apenas se habían alejado media legua de la fortaleza,
se les unió el contingente que había logrado reunir Muhammad ibn
Hashim en Zaragoza. Así, unificado todo su ejército, se dispusieron
a enfrentarse contra las fuerzas enemigas, que ya no se hallaban muy
lejos de aquel lugar. Abd al-Rahman se crecía al ver tanta fuerza
junta a su servicio y al de su causa. Ordenó a sus tropas acampar en
la vega del Cega, mientras él y sus mandos se instalaban en la
fortaleza del Portillo para diseñar la gran estrategia que pensaba
llevar a cabo para derrotar a los cristianos. Era finales de julio.
La fecha ideal para presentar batalla a los ejércitos del norte. Los
cordobeses estaban habituados a los sofocantes calores del valle del
Guadalquivir. Para ellos el verano castellano era poco más que la
primavera andaluza, mientras que los cristianos del norte acusaban
sus rigores. Así, pues, jugarían con ventaja.
—Descansaremos unos días
para reponer nuestras fuerzas y las de todos nuestros hombres.
Entretanto varios exploradores indagarán dónde se ocultan los
ejércitos cristianos y con cuántas fuerzas cuentan. Pero no debemos
demorar demasiado el ataque. Ésta es la mejor época del año para
nosotros y no podemos dejarla escapar. Antes de una semana debemos
enfrentarnos a ellos y aniquilarlos. Luego ya sería demasiado tarde.
Quiero que todos vuestros hombres estén preparados para la gran
batalla. ¡Por Allah, la victoria será nuestra!
Los dejaremos que descansen de
su arduo y fatigoso viaje mientras siguen urdiendo su gran
estrategia.
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