10
Octubre prodigaba sus copiosas
lluvias sobre la ciudad de León. El agua corría por las calles y
carrerones de tierra encharcándolo todo. Entonces aún no había
llegado el empedrado a las vías leonesas. Fuera de la ciudad, un
gris negruzco lo cubría todo. Pequeños jirones de niebla cabalgaban
de colina en colina y densas cortinas de agua tamizaban el aire. Las
lejanas montañas del norte habían desaparecido envueltas por el
negror de las nubes y la densidad del agua que caía. El Bernesga y
el Torío amenazaban con salirse de madre, pues el período de
lluvias intensas ya duraba más de quince días. Los huertos y
haciendas estaban anegados a causa de la enorme cantidad del líquido
elemento que había caído. La tierra ya no podía absorber más y
rechazaba toda el agua que aún caía.
Tres exhaustos jinetes
cabalgaban como tres autómatas por la margen izquierda del Bernesga.
Llevaban muchas horas a lomos de sus monturas y deseaban con gran
ansiedad poner fin a su insoportable viaje. Sus ropas estaban
completamente empapadas. El agua les calaba hasta los huesos y el
frío hacía horas que les había entumecido sus miembros. Ninguno de
los tres era capaz de sujetar con firmeza las riendas de sus
caballos. Éstos caminaban a su aire guiados más por el instinto que
por la mano de sus dueños.
—¿Falta mucho para llegar?
—No mucho, excelencia. Ya
estamos casi a la entrada de León.
—Menos mal. Creí que no
llegaríamos nunca.
—Desde Gordón aquí hay más
de ocho leguas y con este tiempo se hacen interminables.
—Interminables no, eternas.
¡Qué ganas tengo de llegar para quitarme esta ropa de encima! Me
están doliendo todos los huesos.
—No se preocupe vuecencia
que antes de media hora ya habremos llegado a nuestro destino.
También nosotros tenemos ganas de cambiar esta ropa empapada por
otra seca y quitarnos el frío de encima. Este tiempo acaba con la
salud de cualquiera.
Don Diego Muñoz cabalgaba
escoltado por dos miembros de la guardia real, que lo conducían
desde las mazmorras del castillo de Gordón hasta el palacio de don
Ramiro. Hacía algo más de seis meses que había sido encarcelado
por su participación en la rebelión que tramara Fernán González.
Después de todo ese tiempo, el rey había ordenado que lo llevaran
ante su presencia. Quería saber si se había arrepentido o no.
Los tres jinetes atravesaban
las calles de la ciudad. Las puertas y ventanas de las viviendas
permanecían cerradas. El agua y el frío no invitaban a sus
moradores a asomarse a ellas para ver de quién se trataba. Preferían
escuchar el chasquear de los caballos desde el interior de sus
hogares antes que apartarse del fuego para ver a los transeúntes.
Después de todo no sería más que algún hacendado que regresaría
de su molino acompañado por alguno de sus criados. Paso a paso los
tres hombres se acercaron al palacio real. En el momento de apearse,
la lluvia arreció con más fuerza. Los hombres se apresuraron a
ponerse bajo cubierto. Un sirviente los condujo a una dependencia
donde podían cambiarse de ropa y calentarse un poco al lado del
fuego de la chimenea.
—¡Cómo se agradece esto!
—dijo uno de los guardianes.
—¡Y que lo digas,
compañero! —comentó el otro.
Los dos se habían situado al
lado del fuego después de haberse cambiado de ropa. El conde no
quería mezclarse con ellos, por lo que permaneció discretamente en
un rincón de la dependencia. El que parecía ir al mando de los dos
guardianes no tardó en darse cuenta del recelo de su ilustre
prisionero. Continuó unos minutos más al lado del fuego para
terminar de calentarse y luego le pidió a su compañero que lo
acompañara.
—Vámonos, que el deber nos
llama.
—Pero, ¡si acabamos de
llegar!
—No discutas mis órdenes y
sígueme.
El aludido lo siguió un poco
malhumorado y de mala gana. Cuando abandonaron la estancia, cerraron
la puerta con cerrojo para que el prisionero no se escapara. Luego,
solicitaron que alguien hiciera guardia al lado de la puerta.
Mientras tanto, don Diego Muñoz se acercó a la chimenea para
desentumecer sus miembros al amor de la lumbre. En aquel momento era
lo único que deseaba. No pasaba por su mente precisamente la idea de
escaparse, entre otras cosas, porque no tenía fuerzas para hacerlo.
Lo único que quería era calentarse y descansar. Tal vez le viniera
bien comer un bocado, pero eso lo dejaba a la voluntad de sus
carceleros. Si conseguía que le volvieran a reaccionar todos sus
miembros, ya se daba por satisfecho. Al cabo de unos minutos los
párpados se le hicieron tan pesados, que no pudo soportarlos y
comenzó a dormitar sin remedio. Su mente fue víctima de un sinfín
de pesadillas que le obligaban a estremecerse y a despertarse a cada
instante con gran angustia.
Después de varias horas
encerrado en aquel aposento y después de haber devorado las viandas
que le habían servido, una mano descorrió de nuevo el cerrojo de su
nueva prisión. Una voz le pidió que lo acompañara. Fue conducido a
lo largo de oscuros pasillos hasta una escalera. A través de ella
ascendieron a la planta noble del palacio. Recorrieron varios salones
y dependencias antes de llegar al despacho real. Una vez allí, el
acompañante llamó suavemente con los nudillos en la puerta. Unos
segundos más tarde el conde se hallaba ante la presencia del rey.
—Majestad, es un honor para
mí estar ante vuestra presencia —dijo a modo de saludo mientras
hacía una gran reverencia al rey.
—No me aduléis, Diego, pues
hace escasos meses estabais dispuesto a verme muerto o darme la
muerte vos mismo.
—Señor, ya sabéis que eso
no es cierto. No fue más que un infundio que algún envidioso
levantó contra Fernán y contra mí.
—Sabéis muy bien que no.
Pero dejemos eso. No os he hecho venir hasta aquí para aclarar si
aquello fue o no una calumnia, sino para ver si estáis arrepentido
de lo que hicisteis.
Al conde se le subieron los
colores a la cara. De sobra sabía él que lo que habían tramado no
era un infundio. Lo que quería era confundir al rey. Pero no le
había salido bien la treta. El rey le acababa de confirmar que
conocía muy bien los hechos. Para salir bien parado sólo le quedaba
jugar la carta que el monarca le acababa de poner sobre la mesa. Si
la aceptaba obtendría el perdón, si no tendría que volver a la
mazmorra.
—Señor, claro que estoy
arrepentido y os prometo que no lo volveré a hacer jamás. Fue un
error por mi parte.
—Un segundo error, Diego.
Con éste ya van dos. Por el bien vuestro y de vuestra familia espero
que nunca más volváis a intentarlo. Si lo hicierais, no saldríais
tan impunemente. Ahora dadme vuestra palabra de honor de que no lo
volveréis a repetir y podréis iros a vuestra casa.
—Majestad, tenéis mi
palabra de honor. Os prometo que a partir de hoy os seré leal hasta
el último día de mi vida.
—Demasiado largo me lo
fiáis, pero tendré que aceptarlo si hacéis honor a vuestra palabra
de caballero. Partid, pues, para vuestros feudos y no volváis a
conspirar contra mi autoridad. Os repongo en vuestro condado.
—Señor, no sé cómo
agradeceros esta merced.
El conde se postró ante los
pies del monarca.
—De una sola manera,
siéndome fiel. Ahora levantaos y partid. Nuestra entrevista ha
terminado.
Medio año más tarde de la
liberación de don Diego Muñoz, el rey don Ramiro quiso hacer un
nuevo gesto de liberalidad con el otro traidor. Faltaban pocos días
para la Pascua cuando le pidió el parecer a su fiel y leal amigo don
Ansur Fernández. Éste había llegado a la capital acompañando a
don Sancho para celebrar la Pascua en familia. Era mediados de abril
y la primavera ya hacía guiños en aquellas latitudes en las que de
ordinario se resistía su llegada. Don Ramiro y don Ansur disfrutaban
de los templados rayos del sol en los jardines de palacio. El conde
informaba al rey sobre la situación de su condado y sobre la
estancia del infante en la ciudad castellana.
—Señor, Castilla está
totalmente apaciguada en estos momentos. No tengo noticia de ningún
disturbio. Sus gentes se muestran laboriosas y pacíficas. Nada hace
presagiar que se pueda producir algún desorden inmediato. En cuanto
a su Alteza Real, todo está en orden, Señor. Don Sancho se ha
adaptado totalmente a la vida de Burgos y no echa en falta la
capital. Tan sólo añora la familia.
—Así, ¿creéis que es un
buen momento para liberar a Fernán González?
—¡Señor! ¡Pensad bien lo
que acabáis de decir! Fernán González es un traidor que no merece
salir jamás de prisión.
—Lo sé, Ansur. Pero también
sé que está arrepentido de lo que ha hecho. Si me da su palabra de
honor, tendré que dejarlo en libertad. Se guardará mucho de
quebrantar su palabra.
—¿Eso pensáis, Señor?
¿Acaso la víbora deja de tener veneno o el alacrán se libera de su
aguijón? Majestad, Fernán González es un traidor y tarde o
temprano os volverá a traicionar. Y si no, tiempo al tiempo.
—No seáis tan pesimista,
amigo mío. Todo el mundo puede mudar. También Fernán González.
¿Por qué no hemos de darle una oportunidad?
—Señor, pensadlo bien. Si
os decidís a dar el paso que pensáis dar, espero que ni vuestros
herederos ni la Historia os lo recriminen. Tal vez mientras viváis
Vos cumpla su palabra, pero mucho me temo que si os sobrevive,
faltará a ella en cuanto se le presente la primera oportunidad.
El sol dejó de brillar
durante unos minutos a causa de un nubarrón que se interpuso delante
de él. Los dos ilustres personajes continuaban con su paseo.
—¡Ansur, Ansur! Me parece
que teméis que Fernán os quite el condado cuando recobre su
libertad.
—Nada de eso, Majestad.
Además, Vos tenéis la potestad de confirmarme en él o de
quitármelo. ¿Por qué había de temerlo a él?
—Por si tenéis dudas, os
confesaré un pequeño secreto que quiero que de momento quede entre
nosotros dos. Una de las condiciones que le pondré para concederle
la libertad es que tiene que renunciar para siempre al condado de
Castilla.
—Me parece muy bien, Señor,
pero mucho me temo que Fernán González se rebele contra esa
cláusula más pronto que tarde.
—No osará hacerlo por la
cuenta que le trae.
—Ya lo veremos, Señor. Yo
no estaría tan seguro de ello.
—Bueno, bueno. No seáis tan
pesimista, Ansur. Y ahora vamos dentro que comienza a refrescar y mi
salud ya no es tan fuerte como antes.
Un espeso nubarrón había
tapado el sol hacía ya varios minutos y un ligero viento del norte
comenzaba a refrescar el ambiente. El rey y su fiel amigo se
recogieron en el interior del palacio.
El Sábado Santo el rey ordenó
llevar ante su presencia a don Fernán González. Había decidido que
el día de Pascua era la fecha más indicada para ponerlo en
libertad. El conde había desmejorado algo en su aspecto físico,
aunque su arrogancia permanecía intacta.
—¿Os imagináis para qué
os he hecho llamar?
—En absoluto, Señor.
—Pronto hará un año que os
he mandado encarcelar por vuestra traición.
—Majestad —lo interrumpió
el conde—, recordad que no hubo traición, sino un burdo infundio
montado por aquellos que persiguen mi deshonor y mi desgracia.
—No sigáis obstinado en
vuestra falsa inocencia. Sé muy bien lo que pasó. Como os decía,
ya pronto se cumplirá el año de vuestro arresto y he pensado daros
la libertad. Mañana conmemoramos la Pascua de Resurrección. Había
pensado que es un gran día para concederos el perdón. ¿Qué
opináis vos?
—Señor, en estos momentos
Vos sois dueño de mi libertad. A Vos os corresponde decidirlo y no a
mí.
—Os la concederé si me
prometéis lealtad total y que nunca más volveréis a levantaros
contra mí ni contra mis sucesores.
—Os lo prometo, Majestad.
Don Ramiro procedió a
entregarle un documento en el que había firmado la libertad de don
Fernán. Pero antes de entregárselo, le puso algunas condiciones.
—Habéis de saber, Fernán,
que vuestra libertad no es gratuita. Como condición indispensable
para conseguirla, debéis renunciar a vuestro título de conde de
Castilla. Para ello firmaréis ese documento que mi escribano os
presenta. Una vez que lo firméis, os entregaré este otro documento
que conlleva vuestra libertad.
—Señor, estoy dispuesto a
firmar lo que me pidáis y a acatar vuestra autoridad con tal de
salir de esta prisión. —Mentía descaradamente Fernán González
cuando hacía esta declaración. Nunca en lo más recóndito de su
corazón admitió la renuncia al título de conde de Castilla ni la
humillación de verse subordinado al rey de León—. Traed el
documento que ahora mismo estamparé en él mi firma.
Una vez firmado, el rey le
entregó el documento de su libertad.
—Mañana temprano partiréis
para Castilla. Allí tenéis propiedades suficientes donde
albergaros. Os recuerdo vuestra promesa y espero que la cumpláis. Id
con Dios y con mi beneplácito.
El conde le besó la mano en
señal de sumisión antes de retirarse. En aquel momento lo único
que le interesaba era desempeñar bien su papel para conseguir lo que
más anhelaba, la libertad. Después ya obraría como más le
conviniera. Como prueba de ello es que, una vez recobrada su
libertad, se refugió en la parte oriental de sus tierras donde
siguió proclamándose conde de Castilla, sin respetar la promesa que
le hiciera al rey.
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