jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 10


10



Octubre prodigaba sus copiosas lluvias sobre la ciudad de León. El agua corría por las calles y carrerones de tierra encharcándolo todo. Entonces aún no había llegado el empedrado a las vías leonesas. Fuera de la ciudad, un gris negruzco lo cubría todo. Pequeños jirones de niebla cabalgaban de colina en colina y densas cortinas de agua tamizaban el aire. Las lejanas montañas del norte habían desaparecido envueltas por el negror de las nubes y la densidad del agua que caía. El Bernesga y el Torío amenazaban con salirse de madre, pues el período de lluvias intensas ya duraba más de quince días. Los huertos y haciendas estaban anegados a causa de la enorme cantidad del líquido elemento que había caído. La tierra ya no podía absorber más y rechazaba toda el agua que aún caía.
Tres exhaustos jinetes cabalgaban como tres autómatas por la margen izquierda del Bernesga. Llevaban muchas horas a lomos de sus monturas y deseaban con gran ansiedad poner fin a su insoportable viaje. Sus ropas estaban completamente empapadas. El agua les calaba hasta los huesos y el frío hacía horas que les había entumecido sus miembros. Ninguno de los tres era capaz de sujetar con firmeza las riendas de sus caballos. Éstos caminaban a su aire guiados más por el instinto que por la mano de sus dueños.
¿Falta mucho para llegar?
No mucho, excelencia. Ya estamos casi a la entrada de León.
Menos mal. Creí que no llegaríamos nunca.
Desde Gordón aquí hay más de ocho leguas y con este tiempo se hacen interminables.
Interminables no, eternas. ¡Qué ganas tengo de llegar para quitarme esta ropa de encima! Me están doliendo todos los huesos.
No se preocupe vuecencia que antes de media hora ya habremos llegado a nuestro destino. También nosotros tenemos ganas de cambiar esta ropa empapada por otra seca y quitarnos el frío de encima. Este tiempo acaba con la salud de cualquiera.
Don Diego Muñoz cabalgaba escoltado por dos miembros de la guardia real, que lo conducían desde las mazmorras del castillo de Gordón hasta el palacio de don Ramiro. Hacía algo más de seis meses que había sido encarcelado por su participación en la rebelión que tramara Fernán González. Después de todo ese tiempo, el rey había ordenado que lo llevaran ante su presencia. Quería saber si se había arrepentido o no.
Los tres jinetes atravesaban las calles de la ciudad. Las puertas y ventanas de las viviendas permanecían cerradas. El agua y el frío no invitaban a sus moradores a asomarse a ellas para ver de quién se trataba. Preferían escuchar el chasquear de los caballos desde el interior de sus hogares antes que apartarse del fuego para ver a los transeúntes. Después de todo no sería más que algún hacendado que regresaría de su molino acompañado por alguno de sus criados. Paso a paso los tres hombres se acercaron al palacio real. En el momento de apearse, la lluvia arreció con más fuerza. Los hombres se apresuraron a ponerse bajo cubierto. Un sirviente los condujo a una dependencia donde podían cambiarse de ropa y calentarse un poco al lado del fuego de la chimenea.
¡Cómo se agradece esto! —dijo uno de los guardianes.
¡Y que lo digas, compañero! —comentó el otro.
Los dos se habían situado al lado del fuego después de haberse cambiado de ropa. El conde no quería mezclarse con ellos, por lo que permaneció discretamente en un rincón de la dependencia. El que parecía ir al mando de los dos guardianes no tardó en darse cuenta del recelo de su ilustre prisionero. Continuó unos minutos más al lado del fuego para terminar de calentarse y luego le pidió a su compañero que lo acompañara.
Vámonos, que el deber nos llama.
Pero, ¡si acabamos de llegar!
No discutas mis órdenes y sígueme.
El aludido lo siguió un poco malhumorado y de mala gana. Cuando abandonaron la estancia, cerraron la puerta con cerrojo para que el prisionero no se escapara. Luego, solicitaron que alguien hiciera guardia al lado de la puerta. Mientras tanto, don Diego Muñoz se acercó a la chimenea para desentumecer sus miembros al amor de la lumbre. En aquel momento era lo único que deseaba. No pasaba por su mente precisamente la idea de escaparse, entre otras cosas, porque no tenía fuerzas para hacerlo. Lo único que quería era calentarse y descansar. Tal vez le viniera bien comer un bocado, pero eso lo dejaba a la voluntad de sus carceleros. Si conseguía que le volvieran a reaccionar todos sus miembros, ya se daba por satisfecho. Al cabo de unos minutos los párpados se le hicieron tan pesados, que no pudo soportarlos y comenzó a dormitar sin remedio. Su mente fue víctima de un sinfín de pesadillas que le obligaban a estremecerse y a despertarse a cada instante con gran angustia.
Después de varias horas encerrado en aquel aposento y después de haber devorado las viandas que le habían servido, una mano descorrió de nuevo el cerrojo de su nueva prisión. Una voz le pidió que lo acompañara. Fue conducido a lo largo de oscuros pasillos hasta una escalera. A través de ella ascendieron a la planta noble del palacio. Recorrieron varios salones y dependencias antes de llegar al despacho real. Una vez allí, el acompañante llamó suavemente con los nudillos en la puerta. Unos segundos más tarde el conde se hallaba ante la presencia del rey.
Majestad, es un honor para mí estar ante vuestra presencia —dijo a modo de saludo mientras hacía una gran reverencia al rey.
No me aduléis, Diego, pues hace escasos meses estabais dispuesto a verme muerto o darme la muerte vos mismo.
Señor, ya sabéis que eso no es cierto. No fue más que un infundio que algún envidioso levantó contra Fernán y contra mí.
Sabéis muy bien que no. Pero dejemos eso. No os he hecho venir hasta aquí para aclarar si aquello fue o no una calumnia, sino para ver si estáis arrepentido de lo que hicisteis.
Al conde se le subieron los colores a la cara. De sobra sabía él que lo que habían tramado no era un infundio. Lo que quería era confundir al rey. Pero no le había salido bien la treta. El rey le acababa de confirmar que conocía muy bien los hechos. Para salir bien parado sólo le quedaba jugar la carta que el monarca le acababa de poner sobre la mesa. Si la aceptaba obtendría el perdón, si no tendría que volver a la mazmorra.
Señor, claro que estoy arrepentido y os prometo que no lo volveré a hacer jamás. Fue un error por mi parte.
Un segundo error, Diego. Con éste ya van dos. Por el bien vuestro y de vuestra familia espero que nunca más volváis a intentarlo. Si lo hicierais, no saldríais tan impunemente. Ahora dadme vuestra palabra de honor de que no lo volveréis a repetir y podréis iros a vuestra casa.
Majestad, tenéis mi palabra de honor. Os prometo que a partir de hoy os seré leal hasta el último día de mi vida.
Demasiado largo me lo fiáis, pero tendré que aceptarlo si hacéis honor a vuestra palabra de caballero. Partid, pues, para vuestros feudos y no volváis a conspirar contra mi autoridad. Os repongo en vuestro condado.
Señor, no sé cómo agradeceros esta merced.
El conde se postró ante los pies del monarca.
De una sola manera, siéndome fiel. Ahora levantaos y partid. Nuestra entrevista ha terminado.

Medio año más tarde de la liberación de don Diego Muñoz, el rey don Ramiro quiso hacer un nuevo gesto de liberalidad con el otro traidor. Faltaban pocos días para la Pascua cuando le pidió el parecer a su fiel y leal amigo don Ansur Fernández. Éste había llegado a la capital acompañando a don Sancho para celebrar la Pascua en familia. Era mediados de abril y la primavera ya hacía guiños en aquellas latitudes en las que de ordinario se resistía su llegada. Don Ramiro y don Ansur disfrutaban de los templados rayos del sol en los jardines de palacio. El conde informaba al rey sobre la situación de su condado y sobre la estancia del infante en la ciudad castellana.
Señor, Castilla está totalmente apaciguada en estos momentos. No tengo noticia de ningún disturbio. Sus gentes se muestran laboriosas y pacíficas. Nada hace presagiar que se pueda producir algún desorden inmediato. En cuanto a su Alteza Real, todo está en orden, Señor. Don Sancho se ha adaptado totalmente a la vida de Burgos y no echa en falta la capital. Tan sólo añora la familia.
Así, ¿creéis que es un buen momento para liberar a Fernán González?
¡Señor! ¡Pensad bien lo que acabáis de decir! Fernán González es un traidor que no merece salir jamás de prisión.
Lo sé, Ansur. Pero también sé que está arrepentido de lo que ha hecho. Si me da su palabra de honor, tendré que dejarlo en libertad. Se guardará mucho de quebrantar su palabra.
¿Eso pensáis, Señor? ¿Acaso la víbora deja de tener veneno o el alacrán se libera de su aguijón? Majestad, Fernán González es un traidor y tarde o temprano os volverá a traicionar. Y si no, tiempo al tiempo.
No seáis tan pesimista, amigo mío. Todo el mundo puede mudar. También Fernán González. ¿Por qué no hemos de darle una oportunidad?
Señor, pensadlo bien. Si os decidís a dar el paso que pensáis dar, espero que ni vuestros herederos ni la Historia os lo recriminen. Tal vez mientras viváis Vos cumpla su palabra, pero mucho me temo que si os sobrevive, faltará a ella en cuanto se le presente la primera oportunidad.
El sol dejó de brillar durante unos minutos a causa de un nubarrón que se interpuso delante de él. Los dos ilustres personajes continuaban con su paseo.
¡Ansur, Ansur! Me parece que teméis que Fernán os quite el condado cuando recobre su libertad.
Nada de eso, Majestad. Además, Vos tenéis la potestad de confirmarme en él o de quitármelo. ¿Por qué había de temerlo a él?
Por si tenéis dudas, os confesaré un pequeño secreto que quiero que de momento quede entre nosotros dos. Una de las condiciones que le pondré para concederle la libertad es que tiene que renunciar para siempre al condado de Castilla.
Me parece muy bien, Señor, pero mucho me temo que Fernán González se rebele contra esa cláusula más pronto que tarde.
No osará hacerlo por la cuenta que le trae.
Ya lo veremos, Señor. Yo no estaría tan seguro de ello.
Bueno, bueno. No seáis tan pesimista, Ansur. Y ahora vamos dentro que comienza a refrescar y mi salud ya no es tan fuerte como antes.
Un espeso nubarrón había tapado el sol hacía ya varios minutos y un ligero viento del norte comenzaba a refrescar el ambiente. El rey y su fiel amigo se recogieron en el interior del palacio.
El Sábado Santo el rey ordenó llevar ante su presencia a don Fernán González. Había decidido que el día de Pascua era la fecha más indicada para ponerlo en libertad. El conde había desmejorado algo en su aspecto físico, aunque su arrogancia permanecía intacta.
¿Os imagináis para qué os he hecho llamar?
En absoluto, Señor.
Pronto hará un año que os he mandado encarcelar por vuestra traición.
Majestad —lo interrumpió el conde—, recordad que no hubo traición, sino un burdo infundio montado por aquellos que persiguen mi deshonor y mi desgracia.
No sigáis obstinado en vuestra falsa inocencia. Sé muy bien lo que pasó. Como os decía, ya pronto se cumplirá el año de vuestro arresto y he pensado daros la libertad. Mañana conmemoramos la Pascua de Resurrección. Había pensado que es un gran día para concederos el perdón. ¿Qué opináis vos?
Señor, en estos momentos Vos sois dueño de mi libertad. A Vos os corresponde decidirlo y no a mí.
Os la concederé si me prometéis lealtad total y que nunca más volveréis a levantaros contra mí ni contra mis sucesores.
Os lo prometo, Majestad.
Don Ramiro procedió a entregarle un documento en el que había firmado la libertad de don Fernán. Pero antes de entregárselo, le puso algunas condiciones.
Habéis de saber, Fernán, que vuestra libertad no es gratuita. Como condición indispensable para conseguirla, debéis renunciar a vuestro título de conde de Castilla. Para ello firmaréis ese documento que mi escribano os presenta. Una vez que lo firméis, os entregaré este otro documento que conlleva vuestra libertad.
Señor, estoy dispuesto a firmar lo que me pidáis y a acatar vuestra autoridad con tal de salir de esta prisión. —Mentía descaradamente Fernán González cuando hacía esta declaración. Nunca en lo más recóndito de su corazón admitió la renuncia al título de conde de Castilla ni la humillación de verse subordinado al rey de León—. Traed el documento que ahora mismo estamparé en él mi firma.
Una vez firmado, el rey le entregó el documento de su libertad.
Mañana temprano partiréis para Castilla. Allí tenéis propiedades suficientes donde albergaros. Os recuerdo vuestra promesa y espero que la cumpláis. Id con Dios y con mi beneplácito.
El conde le besó la mano en señal de sumisión antes de retirarse. En aquel momento lo único que le interesaba era desempeñar bien su papel para conseguir lo que más anhelaba, la libertad. Después ya obraría como más le conviniera. Como prueba de ello es que, una vez recobrada su libertad, se refugió en la parte oriental de sus tierras donde siguió proclamándose conde de Castilla, sin respetar la promesa que le hiciera al rey.


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