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Una hermosa mañana de
finales de mayo del año 896 paseaba por los jardines de su palacio
de Zamora el príncipe don García. Desde lo más alto de una de sus
torres contemplaba el avance de las murallas de la ciudad que su
padre, el rey don Alfonso, había mandado construir para su defensa
contra los ataques de los musulmanes. Lo acompañaba su privado y
mejor amigo, Nuño Fernández. Ambos eran más o menos de la misma
edad y en ambos hervía la sangre en sus venas.
El rey Alfonso III el
Magno había
encargado a su hijo mayor la dirección de los trabajos de
repoblación de la ciudad de Zamora. Don García fijó su residencia
en ella desde el año 893 para seguir más de cerca su
reconstrucción. Durante aquellos años que llevaba allí ya había
establecido relaciones con varias familias nobles de la ciudad y de
otras partes del reino, especialmente del condado de Castilla. El
joven había fijado sus ojos en una de las hijas del conde de
Castilla, Munio Núñez.
—¿Cómo van esos amoríos
con Muniadona? —le preguntó Nuño mientras contemplaban la
construcción de la muralla y el tranquilo discurrir del Duero desde
lo más alto de la torre del palacio.
—Van bien, ¿qué quieres
que te diga?
—No te veo muy animado para
estar a punto de casarte.
El príncipe hizo un gesto
ambiguo, como de indiferencia. Luego dejó divagar su mirada por la
extensa llanura que avenaba el río. Hacía algo más de dos años
que se habían conocido con ocasión de una excursión que había
realizado por tierras de Castilla. Se hospedó en casa de Munio Núñez
y quedó prendado de la joven desde el primer momento que la vio. Al
principio, su deseo por ella era ardiente y apasionado, pero poco a
poco ese impulso se había ido enfriando hasta el punto de considerar
su enlace matrimonial con ella como un asunto de estado más que como
una unión por amor. Todavía no era mayor. Estaba en la flor de la
vida, pero los años pasaban y él no se decidía a contraer
matrimonio. Su hermano Ordoño, dos años más joven que él, ya
hacía varios años que se había casado y ya era padre de un hijo.
Él, en cambio, permanecía soltero y sin descendencia. Si su padre
ya lo tenía un poco postergado desde su más tierna infancia, ahora
con mayor motivo, pues ni tan siquiera le había dado un nieto para
que perpetuara su linaje. Su vínculo con el conde de Castilla era
una de las mejores bazas que podía jugar para granjearse el aprecio
de su progenitor. Con este matrimonio se afianzaría la relación
entre el condado de Castilla y el reino de Asturias, que se
encontraba un poco deteriorada desde la muerte del conde don Rodrigo.
Su afecto por Muniadona se había enfriado, pero su enlace
matrimonial con ella era inevitable.
—Tienes razón, Nuño. No me
subyuga la idea de casarme con mi prometida, pero no tengo más
remedio que hacerlo. Mi padre no me lo perdonaría si me echara
atrás. Aunque sólo sea por no desairarlo, tengo que seguir adelante
con la boda. También lo hago por mi futuro suegro, que está
enormemente ilusionado con mi matrimonio.
—Si no estás completamente
enamorado no te cases, si no lo lamentarás toda tu vida.
—Ya te he dicho que lo tengo
que hacer por razones de estado. No hay vuelta atrás.
—¿Y para cuándo será la
boda?
—Tenemos pensado casarnos en
septiembre. Todo depende de mis futuros suegros, pues ellos son los
que organizarán el acto.
—Poco tiempo te queda
entonces de soltero. No deberías desaprovecharlo.
—Y no lo desaprovecharé,
aunque tampoco pienso hacerlo de casado.
Los dos jóvenes se cruzaron
sendas miradas de complicidad. La mañana seguía agradable. La
extensa vega por donde discurría el Duero invitaba a pasear.
—Vamos a dar un paseo a
caballo por la orilla del río.
—De acuerdo. Hagamos una
competición, Nuño.
—Pero esta vez será sin
trampas, ¿eh?
—Muy bien, será sin
trampas. Pero ya sabes que con trampas o sin ellas siempre te gano.
—Eso
habrá que verlo.
Los
dos jóvenes se dirigieron a las caballerizas del palacio entre
chanzas y bromas. Luego partieron en veloz carrera por las calles de
la ciudad. A su paso las gentes se apartaban para no ser atropelladas
por los caballos. Todo el mundo conocía a don García y respetaba
sus trastadas, aunque no estuvieran de acuerdo con ellas. Era el hijo
del rey, lo que le daba carta blanca para hacer lo que se le
antojara.
No
tardaron en dejar atrás la ciudad y sus murallas. Nuño espoleó su
montura para tomar ventaja sobre su amigo, pero don García respondió
a su inesperado ataque. Los dos jinetes desaparecieron por la vereda
del río abajo en medio de una gran polvareda. Al cabo de algo más
de dos horas regresaron a la ciudad cubiertos de polvo y con las
monturas todas sudorosas.
—Me
has vuelto a ganar, pero ha sido sólo por la cabeza de tu caballo.
—Ya
te lo advertí, Nuño. Siempre te gano.
—Algún
día seré yo quien te gane, García. Mi caballo es más joven que el
tuyo y llegará el día en que lo superará en velocidad.
—Ni
lo sueñes, Nuño. Tu caballo jamás vencerá al mío.
Cuando
el príncipe y su privado entraron en palacio, uno de sus sirvientes
informó a don García del grave accidente que acababa de ocurrir en
la muralla. Poco antes había ido al palacio el encargado de la obra
para dar cuenta de lo ocurrido.
—Alteza,
ha habido un accidente en la muralla. Hay media docena o más de
hombres heridos. Algunos están muy graves. Puede que haya más de un
muerto.
—¿Qué
ha ocurrido?
—El
andamio se vino abajo con cuatro trabajadores que se hallaban en él
aplastando a dos que había debajo.
Media
hora más tarde volvió a presentarse en palacio el encargado de la
obra con el informe definitivo. Los dos hombres atrapados debajo del
andamio habían fallecido casi en el acto. El resto estaban heridos,
aunque su pronóstico no era grave. El príncipe, ante los hechos
acaecidos, ordenó que se tomaran medidas más rigurosas para evitar
accidentes como aquél. Los trabajos de la muralla debían continuar,
pero con más seguridad. La mano de obra escaseaba, por lo que no
podían permitirse la pérdida de más hombres por negligencias como
la que acababa de ocurrir.
El
día de la natividad de Nuestra Señora lucía un sol radiante y el
cielo estaba teñido de un azul intenso. El palacio de Amaya se había
engalanado para el gran acontecimiento. Guirnaldas y flores colgaban
de todas sus almenas y torres. El conde Munio Núñez no había
escatimado esfuerzos ni dinero para que aquel día brillase más que
el sol. Su hija Muniadona iba a contraer matrimonio con el
primogénito del rey de Asturias. Era un acontecimiento que jamás
podría olvidar. Desde aquel momento su familia quedaba emparentada
con la casa real. Era el momento más ambicionado por él a lo largo
de toda su vida. A pesar de todo, había una nube que empañaba el
esplendor de aquel maravilloso día. Los reyes habían declinado en
el último instante la asistencia a la boda de su primogénito.
Alegaron una indisposición de la reina. El conde aceptó la excusa,
pero él sabía que el motivo era otro. Sabía que las relaciones
entre don Alfonso y don García nunca habían sido muy buenas. Por
eso no le extrañaba que no asistieran a su boda. Durante mucho
tiempo había albergado la esperanza de que no fuera así, pero
finalmente ocurrió lo que más temía, que los reyes declinaran su
asistencia. Hubiera sido un momento único para estrechar los lazos
familiares que tanto anhelaba, pero al final sus sueños se vieron
truncados. Habría que esperar algún otro acontecimiento más
propicio. Tal vez el nacimiento de un nieto. El tiempo diría cuándo.
De momento sólo cabía esperar.
El
feliz enlace se llevó a cabo en el templo parroquial. Asistió toda
la nobleza castellana y muchos llegados de otros reinos. Después de
la ceremonia religiosa, los príncipes con sus invitados celebraron
el banquete nupcial en el palacio de los condes de Castilla. Se
sirvieron una gran variedad de manjares y los vinos y licores
corrieron por las mesas a raudales. Los condes no escatimaron gastos
para dar el realce que se merecía el entronque de su familia con la
del rey. Don Munio estaba convencido de que algún día su yerno
sería el rey y, por tanto, alguno de sus nietos también llegaría a
serlo. Con el tiempo su sangre se convertiría en sangre real.
En
un aparte del baile nupcial, Nuño Fernández se acercó al novio
para felicitarlo efusivamente por su nuevo estado y para cambiar
algunas impresiones con él.
—Enhorabuena,
García. Te deseo toda la felicidad del mundo.
—Gracias,
Nuño.
Ambos
amigos se abrazaron efusivamente.
—No
obstante, no te veo muy feliz. ¿No será por la ausencia de tus
padres?
—¿Tú
qué crees, Nuño?
—¿Qué
voy a creer, amigo mío? Que su ausencia tiene que haberte abierto de
nuevo la herida.
—No
te quepa la menor duda. La ausencia de mis padres en el
acontecimiento que debería ser el más feliz de mi vida me ha
llenado de profundo dolor. Cualquier cosa les hubiera disculpado,
pero este desprecio no se lo perdonaré nunca. Su presencia aquí hoy
me hubiera colmado de satisfacción.
—Paciencia,
García. Con el tiempo llegarás a olvidarlo, pues el tiempo todo lo
cura.
—¿Tú
crees? Este desprecio no podré olvidarlo nunca. La herida que hoy se
ha abierto en mi corazón tardará en cicatrizar y jamás se cerrará
del todo. Su dolor me acompañará hasta la muerte.
La
novia se acercó hasta ellos para recuperar a su flamante marido.
Acto seguido los dos se perdieron entre las parejas que danzaban al
son de la flauta y el tamboril. Nuño los siguió con la mirada
inmerso en un mar de dudas por el desafortunado comienzo del
matrimonio de su amigo.
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