miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 27


27


Una hermosa mañana de finales de mayo del año 896 paseaba por los jardines de su palacio de Zamora el príncipe don García. Desde lo más alto de una de sus torres contemplaba el avance de las murallas de la ciudad que su padre, el rey don Alfonso, había mandado construir para su defensa contra los ataques de los musulmanes. Lo acompañaba su privado y mejor amigo, Nuño Fernández. Ambos eran más o menos de la misma edad y en ambos hervía la sangre en sus venas.
El rey Alfonso III el Magno había encargado a su hijo mayor la dirección de los trabajos de repoblación de la ciudad de Zamora. Don García fijó su residencia en ella desde el año 893 para seguir más de cerca su reconstrucción. Durante aquellos años que llevaba allí ya había establecido relaciones con varias familias nobles de la ciudad y de otras partes del reino, especialmente del condado de Castilla. El joven había fijado sus ojos en una de las hijas del conde de Castilla, Munio Núñez.
¿Cómo van esos amoríos con Muniadona? —le preguntó Nuño mientras contemplaban la construcción de la muralla y el tranquilo discurrir del Duero desde lo más alto de la torre del palacio.
Van bien, ¿qué quieres que te diga?
No te veo muy animado para estar a punto de casarte.
El príncipe hizo un gesto ambiguo, como de indiferencia. Luego dejó divagar su mirada por la extensa llanura que avenaba el río. Hacía algo más de dos años que se habían conocido con ocasión de una excursión que había realizado por tierras de Castilla. Se hospedó en casa de Munio Núñez y quedó prendado de la joven desde el primer momento que la vio. Al principio, su deseo por ella era ardiente y apasionado, pero poco a poco ese impulso se había ido enfriando hasta el punto de considerar su enlace matrimonial con ella como un asunto de estado más que como una unión por amor. Todavía no era mayor. Estaba en la flor de la vida, pero los años pasaban y él no se decidía a contraer matrimonio. Su hermano Ordoño, dos años más joven que él, ya hacía varios años que se había casado y ya era padre de un hijo. Él, en cambio, permanecía soltero y sin descendencia. Si su padre ya lo tenía un poco postergado desde su más tierna infancia, ahora con mayor motivo, pues ni tan siquiera le había dado un nieto para que perpetuara su linaje. Su vínculo con el conde de Castilla era una de las mejores bazas que podía jugar para granjearse el aprecio de su progenitor. Con este matrimonio se afianzaría la relación entre el condado de Castilla y el reino de Asturias, que se encontraba un poco deteriorada desde la muerte del conde don Rodrigo. Su afecto por Muniadona se había enfriado, pero su enlace matrimonial con ella era inevitable.
Tienes razón, Nuño. No me subyuga la idea de casarme con mi prometida, pero no tengo más remedio que hacerlo. Mi padre no me lo perdonaría si me echara atrás. Aunque sólo sea por no desairarlo, tengo que seguir adelante con la boda. También lo hago por mi futuro suegro, que está enormemente ilusionado con mi matrimonio.
Si no estás completamente enamorado no te cases, si no lo lamentarás toda tu vida.
Ya te he dicho que lo tengo que hacer por razones de estado. No hay vuelta atrás.
¿Y para cuándo será la boda?
Tenemos pensado casarnos en septiembre. Todo depende de mis futuros suegros, pues ellos son los que organizarán el acto.
Poco tiempo te queda entonces de soltero. No deberías desaprovecharlo.
Y no lo desaprovecharé, aunque tampoco pienso hacerlo de casado.
Los dos jóvenes se cruzaron sendas miradas de complicidad. La mañana seguía agradable. La extensa vega por donde discurría el Duero invitaba a pasear.
Vamos a dar un paseo a caballo por la orilla del río.
De acuerdo. Hagamos una competición, Nuño.
Pero esta vez será sin trampas, ¿eh?
Muy bien, será sin trampas. Pero ya sabes que con trampas o sin ellas siempre te gano.
—Eso habrá que verlo.
Los dos jóvenes se dirigieron a las caballerizas del palacio entre chanzas y bromas. Luego partieron en veloz carrera por las calles de la ciudad. A su paso las gentes se apartaban para no ser atropelladas por los caballos. Todo el mundo conocía a don García y respetaba sus trastadas, aunque no estuvieran de acuerdo con ellas. Era el hijo del rey, lo que le daba carta blanca para hacer lo que se le antojara.
No tardaron en dejar atrás la ciudad y sus murallas. Nuño espoleó su montura para tomar ventaja sobre su amigo, pero don García respondió a su inesperado ataque. Los dos jinetes desaparecieron por la vereda del río abajo en medio de una gran polvareda. Al cabo de algo más de dos horas regresaron a la ciudad cubiertos de polvo y con las monturas todas sudorosas.
—Me has vuelto a ganar, pero ha sido sólo por la cabeza de tu caballo.
—Ya te lo advertí, Nuño. Siempre te gano.
—Algún día seré yo quien te gane, García. Mi caballo es más joven que el tuyo y llegará el día en que lo superará en velocidad.
—Ni lo sueñes, Nuño. Tu caballo jamás vencerá al mío.
Cuando el príncipe y su privado entraron en palacio, uno de sus sirvientes informó a don García del grave accidente que acababa de ocurrir en la muralla. Poco antes había ido al palacio el encargado de la obra para dar cuenta de lo ocurrido.
—Alteza, ha habido un accidente en la muralla. Hay media docena o más de hombres heridos. Algunos están muy graves. Puede que haya más de un muerto.
—¿Qué ha ocurrido?
—El andamio se vino abajo con cuatro trabajadores que se hallaban en él aplastando a dos que había debajo.
Media hora más tarde volvió a presentarse en palacio el encargado de la obra con el informe definitivo. Los dos hombres atrapados debajo del andamio habían fallecido casi en el acto. El resto estaban heridos, aunque su pronóstico no era grave. El príncipe, ante los hechos acaecidos, ordenó que se tomaran medidas más rigurosas para evitar accidentes como aquél. Los trabajos de la muralla debían continuar, pero con más seguridad. La mano de obra escaseaba, por lo que no podían permitirse la pérdida de más hombres por negligencias como la que acababa de ocurrir.
El día de la natividad de Nuestra Señora lucía un sol radiante y el cielo estaba teñido de un azul intenso. El palacio de Amaya se había engalanado para el gran acontecimiento. Guirnaldas y flores colgaban de todas sus almenas y torres. El conde Munio Núñez no había escatimado esfuerzos ni dinero para que aquel día brillase más que el sol. Su hija Muniadona iba a contraer matrimonio con el primogénito del rey de Asturias. Era un acontecimiento que jamás podría olvidar. Desde aquel momento su familia quedaba emparentada con la casa real. Era el momento más ambicionado por él a lo largo de toda su vida. A pesar de todo, había una nube que empañaba el esplendor de aquel maravilloso día. Los reyes habían declinado en el último instante la asistencia a la boda de su primogénito. Alegaron una indisposición de la reina. El conde aceptó la excusa, pero él sabía que el motivo era otro. Sabía que las relaciones entre don Alfonso y don García nunca habían sido muy buenas. Por eso no le extrañaba que no asistieran a su boda. Durante mucho tiempo había albergado la esperanza de que no fuera así, pero finalmente ocurrió lo que más temía, que los reyes declinaran su asistencia. Hubiera sido un momento único para estrechar los lazos familiares que tanto anhelaba, pero al final sus sueños se vieron truncados. Habría que esperar algún otro acontecimiento más propicio. Tal vez el nacimiento de un nieto. El tiempo diría cuándo. De momento sólo cabía esperar.
El feliz enlace se llevó a cabo en el templo parroquial. Asistió toda la nobleza castellana y muchos llegados de otros reinos. Después de la ceremonia religiosa, los príncipes con sus invitados celebraron el banquete nupcial en el palacio de los condes de Castilla. Se sirvieron una gran variedad de manjares y los vinos y licores corrieron por las mesas a raudales. Los condes no escatimaron gastos para dar el realce que se merecía el entronque de su familia con la del rey. Don Munio estaba convencido de que algún día su yerno sería el rey y, por tanto, alguno de sus nietos también llegaría a serlo. Con el tiempo su sangre se convertiría en sangre real.
En un aparte del baile nupcial, Nuño Fernández se acercó al novio para felicitarlo efusivamente por su nuevo estado y para cambiar algunas impresiones con él.
—Enhorabuena, García. Te deseo toda la felicidad del mundo.
—Gracias, Nuño.
Ambos amigos se abrazaron efusivamente.
—No obstante, no te veo muy feliz. ¿No será por la ausencia de tus padres?
—¿Tú qué crees, Nuño?
—¿Qué voy a creer, amigo mío? Que su ausencia tiene que haberte abierto de nuevo la herida.
—No te quepa la menor duda. La ausencia de mis padres en el acontecimiento que debería ser el más feliz de mi vida me ha llenado de profundo dolor. Cualquier cosa les hubiera disculpado, pero este desprecio no se lo perdonaré nunca. Su presencia aquí hoy me hubiera colmado de satisfacción.
—Paciencia, García. Con el tiempo llegarás a olvidarlo, pues el tiempo todo lo cura.
—¿Tú crees? Este desprecio no podré olvidarlo nunca. La herida que hoy se ha abierto en mi corazón tardará en cicatrizar y jamás se cerrará del todo. Su dolor me acompañará hasta la muerte.
La novia se acercó hasta ellos para recuperar a su flamante marido. Acto seguido los dos se perdieron entre las parejas que danzaban al son de la flauta y el tamboril. Nuño los siguió con la mirada inmerso en un mar de dudas por el desafortunado comienzo del matrimonio de su amigo.

            © Julio Noel 

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