miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 25


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           En la primavera del año 895 llegó a los montes Aquilanos fray Genadio, procedente del monasterio de Ageo. Atrás dejaba una vida monacal, cómoda y regalada, para dedicarse a una vida contemplativa y ascética entre aquellas montañas. Sus discrepancias con los monjes, sus hermanos, ante la vida relajada y más bien placentera que llevaban, así como la semilla que sembraron en su alma las vidas ascéticas de San Fructuoso y San Valerio, que tantas veces había leído en la biblioteca del monasterio, le hicieron romper con el abad y sus hermanos. Fray Genadio un buen día decidió retirarse a las montañas para dedicar su vida enteramente a la oración y a la penitencia. Quería poner en práctica las enseñanzas de sus mentores y seguir su ejemplo en los mismos lugares donde ellos se habían retirado del mundo.
Un hermoso día de primavera fray Genadio holló por primera vez el Valle del Silencio. La exuberante naturaleza que allí encontró lo dejó extasiado. Bosques de pinos, encinas, robles y castaños cubrían las laderas y partes elevadas de las montañas, excepto las cumbres más altas. En el fondo del valle predominaba el bosque de ribera. Chopos, álamos, alisos, abedules, avellanos se veían por doquier. Algunas manchas de variadas tonalidades moradas de brezo florido decoraban el entorno por aquí y por allá. Tampoco faltaban amarillas pinceladas de escobas y piornos. Los deliciosos aromas y el silencio que lo inundaba todo completaban aquel paraíso terrenal. Fray Genadio por un momento creyó hallarse en medio del edén. Después de la larga y penosa travesía que le había permitido dejar atrás el monte Teleno y muchas otras crestas y valles de los montes Aquilanos, había encontrado al fin el lugar soñado para llevar a cabo su nuevo modo de vida. Ahora tan sólo le faltaba hallar el sitio exacto en el que retirarse. El ermitaño atravesó el riachuelo que por allí discurría para explorar la otra vertiente del valle. No tardó en toparse con una angosta cueva que le pareció el lugar idóneo para poner en práctica su vida de privaciones y sacrificios. Se trataba de una pequeña gruta excavada en la roca por la acción del agua y el viento a lo largo de millones de años. Aquél fue el lugar escogido por Genadio para practicar la penitencia y la oración que tanto anhelaba. Allí tan sólo sería perturbado por el canto de los pajarillos o el murmullo del arroyo. No en vano había elegido como hogar para su vida retirada el Valle del Silencio.
Pero no tardó fray Genadio en retroceder sobre sus pasos para instalarse en el monasterio de San Pedro de Montes, o lo que quedaba de él, ubicado unos kilómetros más abajo. Allí, junto con algunos hermanos que lo habían acompañado desde el monasterio de Ageo, decidió reconstruir lo que quedaba del viejo cenobio fundado por san Fructuoso unos doscientos cincuenta años antes. Poco permanecía en pie de él. Cuatro muros derruidos de la torre y de la iglesia y poco más. Pero fray Genadio y sus hermanos no se desanimaron.
—Hermanos, demos gracias al Señor nuestro Dios por habernos guiado hasta este maravilloso lugar. Atrás dejamos las comodidades del monasterio de Ageo, donde nuestra vida transcurría plácidamente, rodeada de lujos y placeres innecesarios que embrutecían nuestros sentidos y llevaban inevitablemente nuestra alma a la perdición eterna. En este lugar, paraíso en la Tierra, viviremos con lo estrictamente necesario para subsistir. Nuestro voto de pobreza se seguirá inflexiblemente hasta sus últimas consecuencias. Ninguno de nosotros poseerá nada propio. Todo lo que se halle dentro de estos muros será de todos, pero lo que se halle aquí será lo estrictamente necesario para vivir. En momentos de escasez, nos conformaremos con lo que se digne darnos la Providencia. Si algún día tenemos que alimentarnos de raíces, nos alimentaremos de raíces y de lo que el Señor nos quiera proporcionar. A partir de hoy el voto de pobreza será el que prime sobre los demás, que también deberemos guardar rigurosamente.
Algunos de los hermanos dudaron si seguir adelante o no con el nuevo modo de vida elegido. Lo que el hermano Genadio les estaba proponiendo les parecía demasiado audaz. Habían abandonado voluntariamente su anterior monasterio atraídos por el discurso de fray Genadio, que les parecía el más idóneo para terminar con la corrupción y la relajación reinante en el cenobio. La disciplina primigenia se había relajado tanto, que más parecía un lupanar que un lugar de oración y recogimiento. Había monjes que abandonaban el monasterio por las noches para dormir con sus amantes o queridas sin escrúpulo ninguno. La obediencia se había distendido hasta límites inauditos. La pobreza no se respetaba en absoluto. El vicio de la gula se había extendido por todas partes. Aquella vida se alejaba mucho de la regla de fundación del monasterio, pero lo que les proponía ahora Genadio era demasiado austero. No sabían si continuar adelante o abandonar.
—Empezaremos a reconstruir el monasterio con su iglesia y su torre. Entre tanto, cada cual que se instale para pasar la noche donde crea que va a servir mejor a Dios nuestro Señor. Durante el día nos dedicaremos a reconstruir todo esto. Serán meses, tal vez años, duros hasta que hayamos acondicionado el monasterio donde llevaremos una vida de privaciones y sacrificios, pero será la mejor prueba de nuestro amor y nuestra entrega a Dios nuestro Señor. Hemos venido aquí para poner a prueba nuestro cuerpo y nuestro espíritu. No cejaremos en el empeño hasta conseguirlo.
La mayoría de los monjes estaba de acuerdo con las proposiciones de fray Genadio, pero aún había algunos que se sentían reticentes a aceptarlas. Les parecían demasiado severas.
—Perdone vuestra caridad, fray Genadio, pero a mí me parece que es demasiado austero lo que nos propone. No digo que convirtamos esto en otro lupanar, ¿pero no podríamos llevar una vida un poco más suave?
—Hermano Anselmo, si no estás dispuesto a llevar la vida que propongo, puedes marcharte ahora mismo. Aquí hemos venido a orar y a hacer penitencia. Quien no esté conforme, puede dejarnos ahora mismo. Los demás seguirán rigurosamente las normas que he dado.
Nadie se movió en el grupo, ni si quiera fray Anselmo.
—Por lo que veo no hay ninguna voz discrepante. A partir de mañana comenzaremos los trabajos de restauración. Nos encontraremos aquí al amanecer para dar comienzo a la tarea. Espero que todos seáis puntuales.
Los monjes se dispersaron para buscar por las inmediaciones del monasterio un refugio donde cobijarse. Fray Genadio también se retiró con el corazón henchido de felicidad por haber dado el primer paso para iniciar su nueva vida. Al día siguiente, tal como había pedido a sus hermanos, comenzaron las obras de restauración del viejo monasterio erigido por San Fructuoso dos siglos y medio antes. El trabajo fue arduo. Comenzaron por desescombrar todo el recinto monacal. Esto les llevó varios meses, pues eran muchos los restos de las paredes y tejados derrumbados que había en su interior. Muchos de aquellos materiales fueron recuperados para su posterior utilización en la reconstrucción.
Transcurridos varios meses de desescombro y limpieza, comenzaron los trabajos de albañilería que poco a poco irían dando forma y altura a los muros. Utilizaron para ello toda la piedra y pizarra que tenían a su abasto. Para entrelazarlas se servían de una argamasa formada por cal y arena. El interior de los muros lo rellenaban con argamasa y guijarros. De esta manera conseguían un ahorro considerable de piedras, material éste muy costoso y muy difícil de transportar hasta aquel lugar. Los tejados los realizaron por medio de un entramado de vigas y tablas de madera sobre las que fijaron las pizarras que constituirían la cubierta. En su interior, las paredes de separación de las distintas dependencias fueron construidas con el mismo método que los muros exteriores. Para lograr los arcos y dinteles de las puertas y huecos del interior del edificio, se valieron de las propias pizarras, que dispusieron verticalmente unas al lado de las otras, entrelazadas con argamasa, hasta completar todo el espacio que hay entre una columna y otra o entre éstas y la pared.
Erigieron una torre de planta cuadrangular, cubierta por un tejado piramidal de pizarra rematado por un chapitel bulboso y una veleta. En cada cara abrieron un ajimez para que las campanas difundieran su llamada a la oración por los cuatro puntos cardinales y su tañido llegara hasta el lugar más recóndito de aquellas montañas. En el lado meridional de la iglesia construyeron el monasterio con su pequeño claustro.
Dos años después del inicio de la restauración del monasterio, los monjes decidieron proponer a fray Genadio como abad del mismo. Reunidos en un capítulo extraordinario, los monjes votaron por unanimidad su elección.
—Fray Genadio, habéis sido propuesto por unanimidad como nuestro abad —le comunicó fray Fortis, portavoz de todos los hermanos.
—Os equivocáis, hermanos —se excusó fray Genadio—. Soy el menos indicado para ocupar ese cargo. Elegid a cualquier otro en mi lugar.
—Lo siento, fray Genadio. Entre nosotros no hay nadie más capaz ni con más méritos que vuestra caridad para ocupar el puesto. Además, de vos ha partido la idea de abandonar el monasterio de Ageo para refugiarnos entre estas montañas y seguir la vida de penitencia y austeridad que aquí llevaron siglos atrás San Fructuoso y San Valerio.
—Si os empeñáis, tendré que aceptar vuestra decisión aunque vaya en contra de mi voluntad. Yo preferiría pasar más desapercibido y no cargar sobre mis espaldas esta pesada cruz. En fin, hágase la voluntad del Señor.
—La voluntad del Señor y la voluntad nuestra —corroboró fray Fortis—. Desde este mismo momento quedáis propuesto para la dignidad de abad del monasterio. Todos nosotros así lo reconocemos y nos ponemos a vuestra entera disposición. A partir de ahora acataremos vuestras órdenes sin ninguna objeción. Vos seréis nuestro maestro y nuestro guía material y espiritual.
—Me honráis con vuestra elección para este cargo que no creo merecer. No obstante, intentaré estar a la altura de las circunstancias para desempeñarlo dignamente. Ya sabéis que mi lema es la penitencia y la austeridad. A partir de hoy nuestra pequeña congregación se regirá por la más estricta regla de San Benito. Observaremos todos sus puntos con la máxima rigurosidad. Aquéllos que nos parezcan más blandos los endureceremos para que entre nosotros no se abra ni un solo resquicio hacia la relajación y la comodidad. En todo momento tendremos presente el ejemplo de nuestros protectores San Fructuoso y San Valerio, cuyas enseñanzas no vacilaremos en seguir hasta la muerte. Y ahora, hijos míos, demos gracias a Dios por este beneficio que nos ha otorgado. ¡Que se haga siempre su santa voluntad!
—Así sea —contestaron los monjes.
El pequeño grupo de cenobitas oró al Señor postrado de rodillas en tierra antes de proseguir con su trabajo. Unos meses después de la propuesta hecha por los monjes, el obispo de Astorga, monseñor Ranulfo, lo nombró oficialmente abad del monasterio de San Pedro de Montes.
El lugar elegido por San Fructuoso para levantar el edificio primitivo no podía ser más encantador. Rodeado de montañas exuberantes de vegetación, era un trasunto por sí mismo del edén. Los aromas de las plantas y flores embargaban los sentidos. El verdor perenne de su fronda deleitaba la vista de todo el que lo contemplaba. El abad Genadio daba infinitas gracias a Dios por haberlo conducido hasta aquel paraíso del que nunca jamás pensaba salir. Allí se entregaría en alma y cuerpo a la oración y a la penitencia y, cuando las circunstancias lo exigieran, se desplazaría a la cueva que había encontrado en el Valle del Silencio para purificar aún más su cuerpo y su espíritu al servicio de Dios. En ella practicaría largos ayunos y abstinencias que mortificarían su cuerpo y vivificarían su alma. En medio de aquel silencio y de aquella naturaleza exuberante sólo viviría para el Señor.
Pero los designios del Señor son inescrutables, ya que no le permitieron cumplir totalmente sus deseos. En los años de vida que le quedaban, tuvo que abandonar más de una vez el Valle del Silencio y su entorno, unas veces contra su voluntad y otras de grado, como el tiempo que dedicó al arte de la repoblación en el Bierzo. Además del monasterio de Montes restauró también Santa Leocadia de Castañeda. Y a él se debe la fundación de Santiago de Peñalba, Santo Tomás de las Ollas, San Andrés de Montes y San Pedro y San Pablo de Castañeda. Fue uno de los grandes impulsores de la Tebaida Berciana.


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