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En
la primavera del año 895 llegó a los montes Aquilanos fray Genadio,
procedente del monasterio de Ageo. Atrás dejaba una vida monacal,
cómoda y regalada, para dedicarse a una vida contemplativa y
ascética entre aquellas montañas. Sus discrepancias con los monjes,
sus hermanos, ante la vida relajada y más bien placentera que
llevaban, así como la semilla que sembraron en su alma las vidas
ascéticas de San Fructuoso y San Valerio, que tantas veces había
leído en la biblioteca del monasterio, le hicieron romper con el
abad y sus hermanos. Fray Genadio un buen día decidió retirarse a
las montañas para dedicar su vida enteramente a la oración y a la
penitencia. Quería poner en práctica las enseñanzas de sus
mentores y seguir su ejemplo en los mismos lugares donde ellos se
habían retirado del mundo.
Un
hermoso día de primavera fray Genadio holló por primera vez el
Valle del Silencio. La exuberante naturaleza que allí encontró lo
dejó extasiado. Bosques de pinos, encinas, robles y castaños
cubrían las laderas y partes elevadas de las montañas, excepto las
cumbres más altas. En el fondo del valle predominaba el bosque de
ribera. Chopos, álamos, alisos, abedules, avellanos se veían por
doquier. Algunas manchas de variadas tonalidades moradas de brezo
florido decoraban el entorno por aquí y por allá. Tampoco faltaban
amarillas pinceladas de escobas y piornos. Los deliciosos aromas y el
silencio que lo inundaba todo completaban aquel paraíso terrenal.
Fray Genadio por un momento creyó hallarse en medio del edén.
Después de la larga y penosa travesía que le había permitido dejar
atrás el monte Teleno y muchas otras crestas y valles de los montes
Aquilanos, había encontrado al fin el lugar soñado para llevar a
cabo su nuevo modo de vida. Ahora tan sólo le faltaba hallar el
sitio exacto en el que retirarse. El ermitaño atravesó el riachuelo
que por allí discurría para explorar la otra vertiente del valle.
No tardó en toparse con una angosta cueva que le pareció el lugar
idóneo para poner en práctica su vida de privaciones y sacrificios.
Se trataba de una pequeña gruta excavada en la roca por la acción
del agua y el viento a lo largo de millones de años. Aquél fue el
lugar escogido por Genadio para practicar la penitencia y la oración
que tanto anhelaba. Allí tan sólo sería perturbado por el canto de
los pajarillos o el murmullo del arroyo. No en vano había elegido
como hogar para su vida retirada el Valle del Silencio.
Pero
no tardó fray Genadio en retroceder sobre sus pasos para instalarse
en el monasterio de San Pedro de Montes, o lo que quedaba de él,
ubicado unos kilómetros más abajo. Allí, junto con algunos
hermanos que lo habían acompañado desde el monasterio de Ageo,
decidió reconstruir lo que quedaba del viejo cenobio fundado por san
Fructuoso unos doscientos cincuenta años antes. Poco permanecía en
pie de él. Cuatro muros derruidos de la torre y de la iglesia y poco
más. Pero fray Genadio y sus hermanos no se desanimaron.
—Hermanos,
demos gracias al Señor nuestro Dios por habernos guiado hasta este
maravilloso lugar. Atrás dejamos las comodidades del monasterio de
Ageo, donde nuestra vida transcurría plácidamente, rodeada de
lujos y placeres innecesarios que embrutecían nuestros sentidos y
llevaban inevitablemente nuestra alma a la perdición eterna. En este
lugar, paraíso en la Tierra, viviremos con lo estrictamente
necesario para subsistir. Nuestro voto de pobreza se seguirá
inflexiblemente hasta sus últimas consecuencias. Ninguno de nosotros
poseerá nada propio. Todo lo que se halle dentro de estos muros será
de todos, pero lo que se halle aquí será lo estrictamente necesario
para vivir. En momentos de escasez, nos conformaremos con lo que se
digne darnos la Providencia. Si algún día tenemos que alimentarnos
de raíces, nos alimentaremos de raíces y de lo que el Señor nos
quiera proporcionar. A partir de hoy el voto de pobreza será el que
prime sobre los demás, que también deberemos guardar rigurosamente.
Algunos
de los hermanos dudaron si seguir adelante o no con el nuevo modo de
vida elegido. Lo que el hermano Genadio les estaba proponiendo les
parecía demasiado audaz. Habían abandonado voluntariamente su
anterior monasterio atraídos por el discurso de fray Genadio, que
les parecía el más idóneo para terminar con la corrupción y la
relajación reinante en el cenobio. La disciplina primigenia se había
relajado tanto, que más parecía un lupanar que un lugar de oración
y recogimiento. Había monjes que abandonaban el monasterio por las
noches para dormir con sus amantes o queridas sin escrúpulo ninguno.
La obediencia se había distendido hasta límites inauditos. La
pobreza no se respetaba en absoluto. El vicio de la gula se había
extendido por todas partes. Aquella vida se alejaba mucho de la regla
de fundación del monasterio, pero lo que les proponía ahora Genadio
era demasiado austero. No sabían si continuar adelante o abandonar.
—Empezaremos
a reconstruir el monasterio con su iglesia y su torre. Entre tanto,
cada cual que se instale para pasar la noche donde crea que va a
servir mejor a Dios nuestro Señor. Durante el día nos dedicaremos a
reconstruir todo esto. Serán meses, tal vez años, duros hasta que
hayamos acondicionado el monasterio donde llevaremos una vida de
privaciones y sacrificios, pero será la mejor prueba de nuestro amor
y nuestra entrega a Dios nuestro Señor. Hemos venido aquí para
poner a prueba nuestro cuerpo y nuestro espíritu. No cejaremos en el
empeño hasta conseguirlo.
La
mayoría de los monjes estaba de acuerdo con las proposiciones de
fray Genadio, pero aún había algunos que se sentían reticentes a
aceptarlas. Les parecían demasiado severas.
—Perdone
vuestra caridad, fray Genadio, pero a mí me parece que es demasiado
austero lo que nos propone. No digo que convirtamos esto en otro
lupanar, ¿pero no podríamos llevar una vida un poco más suave?
—Hermano
Anselmo, si no estás dispuesto a llevar la vida que propongo, puedes
marcharte ahora mismo. Aquí hemos venido a orar y a hacer
penitencia. Quien no esté conforme, puede dejarnos ahora mismo. Los
demás seguirán rigurosamente las normas que he dado.
Nadie
se movió en el grupo, ni si quiera fray Anselmo.
—Por
lo que veo no hay ninguna voz discrepante. A partir de mañana
comenzaremos los trabajos de restauración. Nos encontraremos aquí
al amanecer para dar comienzo a la tarea. Espero que todos seáis
puntuales.
Los
monjes se dispersaron para buscar por las inmediaciones del
monasterio un refugio donde cobijarse. Fray Genadio también se
retiró con el corazón henchido de felicidad por haber dado el
primer paso para iniciar su nueva vida. Al día siguiente, tal como
había pedido a sus hermanos, comenzaron las obras de restauración
del viejo monasterio erigido por San Fructuoso dos siglos y medio
antes. El trabajo fue arduo. Comenzaron por desescombrar todo el
recinto monacal. Esto les llevó varios meses, pues eran muchos los
restos de las paredes y tejados derrumbados que había en su
interior. Muchos de aquellos materiales fueron recuperados para su
posterior utilización en la reconstrucción.
Transcurridos
varios meses de desescombro y limpieza, comenzaron los trabajos de
albañilería que poco a poco irían dando forma y altura a los
muros. Utilizaron para ello toda la piedra y pizarra que tenían a su
abasto. Para entrelazarlas se servían de una argamasa formada por
cal y arena. El interior de los muros lo rellenaban con argamasa y
guijarros. De esta manera conseguían un ahorro considerable de
piedras, material éste muy costoso y muy difícil de transportar
hasta aquel lugar. Los tejados los realizaron por medio de un
entramado de vigas y tablas de madera sobre las que fijaron las
pizarras que constituirían la cubierta. En su interior, las paredes
de separación de las distintas dependencias fueron construidas con
el mismo método que los muros exteriores. Para lograr los arcos y
dinteles de las puertas y huecos del interior del edificio, se
valieron de las propias pizarras, que dispusieron verticalmente unas
al lado de las otras, entrelazadas con argamasa, hasta completar todo
el espacio que hay entre una columna y otra o entre éstas y la
pared.
Erigieron
una torre de planta cuadrangular, cubierta por un tejado piramidal de
pizarra rematado por un chapitel bulboso y una veleta. En cada cara
abrieron un ajimez para que las campanas difundieran su llamada a la
oración por los cuatro puntos cardinales y su tañido llegara hasta
el lugar más recóndito de aquellas montañas. En el lado meridional
de la iglesia construyeron el monasterio con su pequeño claustro.
Dos años después del inicio
de la restauración del monasterio, los monjes decidieron proponer a
fray Genadio como abad del mismo. Reunidos en un capítulo
extraordinario, los monjes votaron por unanimidad su elección.
—Fray
Genadio, habéis sido propuesto por unanimidad como nuestro abad —le
comunicó fray Fortis, portavoz de todos los hermanos.
—Os
equivocáis, hermanos —se excusó fray Genadio—. Soy el menos
indicado para ocupar ese cargo. Elegid a cualquier otro en mi lugar.
—Lo
siento, fray Genadio. Entre nosotros no hay nadie más capaz ni con
más méritos que vuestra caridad para ocupar el puesto. Además, de
vos ha partido la idea de abandonar el monasterio de Ageo para
refugiarnos entre estas montañas y seguir la vida de penitencia y
austeridad que aquí llevaron siglos atrás San Fructuoso y San
Valerio.
—Si
os empeñáis, tendré que aceptar vuestra decisión aunque vaya en
contra de mi voluntad. Yo preferiría pasar más desapercibido y no
cargar sobre mis espaldas esta pesada cruz. En fin, hágase la
voluntad del Señor.
—La
voluntad del Señor y la voluntad nuestra —corroboró fray Fortis—.
Desde este mismo momento quedáis propuesto para la dignidad de abad
del monasterio. Todos nosotros así lo reconocemos y nos ponemos a
vuestra entera disposición. A partir de ahora acataremos vuestras
órdenes sin ninguna objeción. Vos seréis nuestro maestro y nuestro
guía material y espiritual.
—Me
honráis con vuestra elección para este cargo que no creo merecer.
No obstante, intentaré estar a la altura de las circunstancias para
desempeñarlo dignamente. Ya sabéis que mi lema es la penitencia y
la austeridad. A partir de hoy nuestra pequeña congregación se
regirá por la más estricta regla de San Benito. Observaremos todos
sus puntos con la máxima rigurosidad. Aquéllos que nos parezcan más
blandos los endureceremos para que entre nosotros no se abra ni un
solo resquicio hacia la relajación y la comodidad. En todo momento
tendremos presente el ejemplo de nuestros protectores San Fructuoso y
San Valerio, cuyas enseñanzas no vacilaremos en seguir hasta la
muerte. Y ahora, hijos míos, demos gracias a Dios por este
beneficio que nos ha otorgado. ¡Que se haga siempre su santa
voluntad!
—Así
sea —contestaron los monjes.
El
pequeño grupo de cenobitas oró al Señor postrado de rodillas en
tierra antes de proseguir con su trabajo. Unos meses después de la
propuesta hecha por los monjes, el obispo de Astorga, monseñor
Ranulfo, lo nombró oficialmente abad del monasterio de San Pedro de
Montes.
El lugar elegido por San
Fructuoso para levantar el edificio primitivo no podía ser más
encantador. Rodeado de montañas exuberantes de vegetación, era un
trasunto por sí mismo del edén. Los aromas de las plantas y flores
embargaban los sentidos. El verdor perenne de su fronda deleitaba la
vista de todo el que lo contemplaba. El abad Genadio daba infinitas
gracias a Dios por haberlo conducido hasta aquel paraíso del que
nunca jamás pensaba salir. Allí se entregaría en alma y cuerpo a
la oración y a la penitencia y, cuando las circunstancias lo
exigieran, se desplazaría a la cueva que había encontrado en el
Valle del Silencio para purificar aún más su cuerpo y su espíritu
al servicio de Dios. En ella practicaría largos ayunos y
abstinencias que mortificarían su cuerpo y vivificarían su alma. En
medio de aquel silencio y de aquella naturaleza exuberante sólo
viviría para el Señor.
Pero los designios del Señor
son inescrutables, ya que no le permitieron cumplir totalmente sus
deseos. En los años de vida que le quedaban, tuvo que abandonar más
de una vez el Valle del Silencio y su entorno, unas veces contra su
voluntad y otras de grado, como el tiempo que dedicó al arte de la
repoblación en el Bierzo. Además del monasterio de Montes restauró
también Santa Leocadia de Castañeda. Y a él se debe la fundación
de Santiago de Peñalba, Santo Tomás de las Ollas, San Andrés de
Montes y San Pedro y San Pablo de Castañeda. Fue uno de los grandes
impulsores de la Tebaida Berciana.
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