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Tras la partida del conde don
Rodrigo, don Alfonso quedó huérfano y desolado en su palacio de
Oviedo. Su tío se había comportado aquellos meses con él como si
fuera su propio padre. Su marcha le había roto el corazón, pero el
joven rey no podía retenerlo más tiempo a su lado. Su tío era el
conde de Castilla y debía regresar a sus tierras para gobernarlas.
Su lugar debía ser ocupado por alguien que pudiera dedicar todo su
tiempo al servicio del rey y de la Corona. Por eso el monarca debía
pensárselo muy bien antes de tomar una decisión.
Durante los primeros meses de
su reinado, el rey poco a poco fue conociendo a sus súbditos y
ganándose para sí a un buen número de la aristocracia ovetense.
Había sido apartado de ésta por su padre, el rey Ordoño I, desde
sus primeros años de la adolescencia, cuando lo envió a Galicia
para que la gobernara en su nombre. Allí se había granjeado la
amistad y la adhesión de la mayor parte de los nobles gallegos.
Ahora tenía que hacer lo mismo en la corte de Oviedo, donde era
prácticamente desconocido. Para ello no dudó en prodigar fiestas y
cacerías entre los miembros más destacados de la nobleza. De esta
manera, se granjearía su confianza.
Un caluroso día de finales de
julio, mientras celebraba una fiesta en su palacio con la flor y nata
de la nobleza ovetense, el rey recibió a un mensajero que procedía
de tierras alavesas. El correo le comunicó que el magnate alavés
Eilo se había declarado en rebeldía contra su persona. Había dicho
públicamente que no lo reconocía como rey y que no iba a pagar sus
tributos. El monarca recibió la noticia con gran disgusto. Después
de despachar al mensajero, se reunió con todos sus invitados a los
que les informó de la noticia que le acababan de comunicar. Tras una
larga deliberación con todos ellos, el rey decidió enviar un
mensaje a su tío don Rodrigo en el que le conminaba a apaciguar la
rebelión del magnate vascón. Era lo más razonable dada la gravedad
del asunto y la mayor proximidad de las tropas del conde al lugar de
los hechos.
Don
Alfonso, una vez granjeada la confianza de la mayor parte de los
nobles ovetenses y después de haber nombrado a algunos de ellos como
sus asesores personales, comenzó a diseñar las líneas maestras de
lo que sería su reinado. Así, pues, no tardó en enviar un mensaje
al conde gallego Vimara Pérez para que iniciara en su nombre la
conquista y repoblación de las tierras portucalenses, comenzando por
la ciudad de Oporto. Era un viejo proyecto que ya había iniciado él
en persona poco antes de la muerte de su padre y que tuvo que dejar
interrumpido cuando se vio obligado a salir huyendo de aquellas
tierras por la traición de Fruela Bermúdez. El reino de Asturias
tenía que continuar su expansión por tierras del sur, para lo cual
había que empezar por la zona más occidental. Luego, ya irían
avanzando por el resto de la cuenca del Duero. Algunos nobles
asturianos no estaban totalmente de acuerdo con aquellos planes
expansionistas del rey. Creían que a la larga todo eso les
acarrearía muchos problemas. Pero el rey insistió en que él era el
depositario del legado de los reyes godos y que ese legado le exigía
recuperar de nuevo todo el territorio peninsular ahora en manos del
pueblo invasor. No escatimaría trabajos y desvelos para conseguirlo.
—Majestad, ¿no sería mejor
quedarnos aquí quietos y tranquilos entre nuestras montañas?
—insinuó Gundemaro Froilaz, señor de Noreña y consejero real.
—Eso significaría nuestro
propio suicidio —le contestó el rey—. Si no extendemos nuestro
reino hacia el sur y repoblamos esas tierras, los mahometanos nos
atacarán y nos vencerán en nuestra propia casa.
—Pero fuera de nuestras
montañas seremos mucho más vulnerables que ellos —terció Íñigo
Galíndez, marqués de Villaviciosa y jefe supremo de las huestes
reales.
—Por eso debemos conquistar
esas tierras y luego repoblarlas, como ya hizo mi padre con Tuy,
Astorga, León y Amaya. De esta manera lograremos establecer una
línea defensiva a lo largo del Duero con la que podremos detener los
continuos ataques y saqueos de los sarracenos. Ahora casi toda esa
tierra está yerma y vacía, lo que constituye un terreno abonado
para los continuos ataques de los infieles a nuestro reino, pues no
encuentran ninguna resistencia que les obligue a pararles los pies.
—No os falta razón,
Majestad, pero todo eso exige un gran esfuerzo militar y civil.
—Para lo primero te tengo a
ti, querido Íñigo. Confío en que con tus tropas seas capaz de ir
ganando esas nuevas tierras para nuestro reino. En cuanto a su
repoblación, ya dispondremos lo necesario para que a más de uno les
resulte atractiva.
—Por lo que a mí respecta,
podéis estar seguro, Majestad, que no os defraudaré. Mis tropas
estarán siempre dispuestas para serviros, Señor.
—Eso espero, Íñigo. Por
eso te he nombrado comandante en jefe de mis ejércitos. Congregarás
la mayor parte de tus tropas y te desplazarás a la ciudad de León,
donde te reunirás con las de mi tío el conde Gatón. Entre los dos
llevaréis a cabo la conquista y repoblación de todo el valle del
Duero, tal como he descrito anteriormente. No será tarea fácil ni
obra de cuatro días. Los ismaelitas no pararán de atacarnos y
acosarnos. Pero es el proyecto de estado que tengo para mi reinado y
no me detendré hasta verlo realizado.
—Vuestros deseos serán
cumplidos, Majestad. No me demoraré más que el tiempo necesario
para ponerlos en marcha.
Los tres hombres estaban
reunidos en el despacho real una mañana de principios de otoño. El
sol lucía tenuemente por entre las rotas nubes que cubrían el
cielo. Acababa de caer un pequeño chaparrón como los que
acostumbraba haber en aquellas tierras. No tardarían en trabarse las
nubes para dar paso de nuevo a la lluvia. Por el patio de armas del
palacio discurrían reguerillos de agua que surcaban la tierra y el
empedrado del mismo. En lontananza se divisaban las verdes lomas y
colinas que rodeaban la ciudad de Oviedo, entre ellas el monte
Naranco, donde su padre había mandado construir Santa María del
Naranco, el Aula Regia de su conjunto palacial.
—Hasta ahora mis ilustres
antepasados han consolidado el reino de Asturias y lo han expandido a
lo largo y ancho de toda la cornisa cantábrica, Galicia y una parte
de la meseta, principalmente lo que constituye el condado de
Castilla, que regenta y administra mi tío don Rodrigo. Ahora me toca
a mí darle un nuevo impulso para prolongarlo por el sur. Es por ahí
y por el este por donde debemos avanzar nuestra reconquista hasta
expulsar a los árabes de España. No dudaremos en establecer
alianzas con los demás reinos cristianos, especialmente con el reino
de Navarra, con quien nos unen grandes lazos de amistad establecidos
por mi padre y el rey García I Íñiguez. Juntos y bien avenidos
lograremos poco a poco nuestro objetivo, la definitiva unidad de
España.
—Que Dios nuestro Señor os
conceda larga vida para que veáis realizados vuestros deseos,
Majestad —le deseó Gundemaro Froilaz.
—Os deseo lo mismo, Señor
—añadió Íñigo Galíndez.
—Bien, por ahora basta ya de
conversaciones serias. Como estamos en otoño, que es la época más
apropiada para la caza, mañana nos reuniremos todos en el monte
Naranco para dedicar unos días a nuestro pasatiempo favorito y
ejercitar al mismo tiempo nuestros músculos. Así, pues, anunciad a
todos los demás nuestro propósito. Espero que mañana no falte
nadie a la cita.
—Descuidad, Majestad.
Estaremos todos allí —le aseguró Gundemaro.
—Así lo espero.
El rey se quedó solo en su
despacho ordenando sus cosas y sus pensamientos. Luego conminó al
servicio que lo dispusieran todo para pasar unos días de caza en los
montes que rodeaban la ciudad. Quería descansar de la pesada carga
que suponía la Corona.
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