domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 8



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Tras la partida del conde don Rodrigo, don Alfonso quedó huérfano y desolado en su palacio de Oviedo. Su tío se había comportado aquellos meses con él como si fuera su propio padre. Su marcha le había roto el corazón, pero el joven rey no podía retenerlo más tiempo a su lado. Su tío era el conde de Castilla y debía regresar a sus tierras para gobernarlas. Su lugar debía ser ocupado por alguien que pudiera dedicar todo su tiempo al servicio del rey y de la Corona. Por eso el monarca debía pensárselo muy bien antes de tomar una decisión.
Durante los primeros meses de su reinado, el rey poco a poco fue conociendo a sus súbditos y ganándose para sí a un buen número de la aristocracia ovetense. Había sido apartado de ésta por su padre, el rey Ordoño I, desde sus primeros años de la adolescencia, cuando lo envió a Galicia para que la gobernara en su nombre. Allí se había granjeado la amistad y la adhesión de la mayor parte de los nobles gallegos. Ahora tenía que hacer lo mismo en la corte de Oviedo, donde era prácticamente desconocido. Para ello no dudó en prodigar fiestas y cacerías entre los miembros más destacados de la nobleza. De esta manera, se granjearía su confianza.
Un caluroso día de finales de julio, mientras celebraba una fiesta en su palacio con la flor y nata de la nobleza ovetense, el rey recibió a un mensajero que procedía de tierras alavesas. El correo le comunicó que el magnate alavés Eilo se había declarado en rebeldía contra su persona. Había dicho públicamente que no lo reconocía como rey y que no iba a pagar sus tributos. El monarca recibió la noticia con gran disgusto. Después de despachar al mensajero, se reunió con todos sus invitados a los que les informó de la noticia que le acababan de comunicar. Tras una larga deliberación con todos ellos, el rey decidió enviar un mensaje a su tío don Rodrigo en el que le conminaba a apaciguar la rebelión del magnate vascón. Era lo más razonable dada la gravedad del asunto y la mayor proximidad de las tropas del conde al lugar de los hechos.
Don Alfonso, una vez granjeada la confianza de la mayor parte de los nobles ovetenses y después de haber nombrado a algunos de ellos como sus asesores personales, comenzó a diseñar las líneas maestras de lo que sería su reinado. Así, pues, no tardó en enviar un mensaje al conde gallego Vimara Pérez para que iniciara en su nombre la conquista y repoblación de las tierras portucalenses, comenzando por la ciudad de Oporto. Era un viejo proyecto que ya había iniciado él en persona poco antes de la muerte de su padre y que tuvo que dejar interrumpido cuando se vio obligado a salir huyendo de aquellas tierras por la traición de Fruela Bermúdez. El reino de Asturias tenía que continuar su expansión por tierras del sur, para lo cual había que empezar por la zona más occidental. Luego, ya irían avanzando por el resto de la cuenca del Duero. Algunos nobles asturianos no estaban totalmente de acuerdo con aquellos planes expansionistas del rey. Creían que a la larga todo eso les acarrearía muchos problemas. Pero el rey insistió en que él era el depositario del legado de los reyes godos y que ese legado le exigía recuperar de nuevo todo el territorio peninsular ahora en manos del pueblo invasor. No escatimaría trabajos y desvelos para conseguirlo.
Majestad, ¿no sería mejor quedarnos aquí quietos y tranquilos entre nuestras montañas? —insinuó Gundemaro Froilaz, señor de Noreña y consejero real.
Eso significaría nuestro propio suicidio —le contestó el rey—. Si no extendemos nuestro reino hacia el sur y repoblamos esas tierras, los mahometanos nos atacarán y nos vencerán en nuestra propia casa.
Pero fuera de nuestras montañas seremos mucho más vulnerables que ellos —terció Íñigo Galíndez, marqués de Villaviciosa y jefe supremo de las huestes reales.
Por eso debemos conquistar esas tierras y luego repoblarlas, como ya hizo mi padre con Tuy, Astorga, León y Amaya. De esta manera lograremos establecer una línea defensiva a lo largo del Duero con la que podremos detener los continuos ataques y saqueos de los sarracenos. Ahora casi toda esa tierra está yerma y vacía, lo que constituye un terreno abonado para los continuos ataques de los infieles a nuestro reino, pues no encuentran ninguna resistencia que les obligue a pararles los pies.
No os falta razón, Majestad, pero todo eso exige un gran esfuerzo militar y civil.
Para lo primero te tengo a ti, querido Íñigo. Confío en que con tus tropas seas capaz de ir ganando esas nuevas tierras para nuestro reino. En cuanto a su repoblación, ya dispondremos lo necesario para que a más de uno les resulte atractiva.
Por lo que a mí respecta, podéis estar seguro, Majestad, que no os defraudaré. Mis tropas estarán siempre dispuestas para serviros, Señor.
Eso espero, Íñigo. Por eso te he nombrado comandante en jefe de mis ejércitos. Congregarás la mayor parte de tus tropas y te desplazarás a la ciudad de León, donde te reunirás con las de mi tío el conde Gatón. Entre los dos llevaréis a cabo la conquista y repoblación de todo el valle del Duero, tal como he descrito anteriormente. No será tarea fácil ni obra de cuatro días. Los ismaelitas no pararán de atacarnos y acosarnos. Pero es el proyecto de estado que tengo para mi reinado y no me detendré hasta verlo realizado.
Vuestros deseos serán cumplidos, Majestad. No me demoraré más que el tiempo necesario para ponerlos en marcha.
Los tres hombres estaban reunidos en el despacho real una mañana de principios de otoño. El sol lucía tenuemente por entre las rotas nubes que cubrían el cielo. Acababa de caer un pequeño chaparrón como los que acostumbraba haber en aquellas tierras. No tardarían en trabarse las nubes para dar paso de nuevo a la lluvia. Por el patio de armas del palacio discurrían reguerillos de agua que surcaban la tierra y el empedrado del mismo. En lontananza se divisaban las verdes lomas y colinas que rodeaban la ciudad de Oviedo, entre ellas el monte Naranco, donde su padre había mandado construir Santa María del Naranco, el Aula Regia de su conjunto palacial.
Hasta ahora mis ilustres antepasados han consolidado el reino de Asturias y lo han expandido a lo largo y ancho de toda la cornisa cantábrica, Galicia y una parte de la meseta, principalmente lo que constituye el condado de Castilla, que regenta y administra mi tío don Rodrigo. Ahora me toca a mí darle un nuevo impulso para prolongarlo por el sur. Es por ahí y por el este por donde debemos avanzar nuestra reconquista hasta expulsar a los árabes de España. No dudaremos en establecer alianzas con los demás reinos cristianos, especialmente con el reino de Navarra, con quien nos unen grandes lazos de amistad establecidos por mi padre y el rey García I Íñiguez. Juntos y bien avenidos lograremos poco a poco nuestro objetivo, la definitiva unidad de España.
Que Dios nuestro Señor os conceda larga vida para que veáis realizados vuestros deseos, Majestad —le deseó Gundemaro Froilaz.
Os deseo lo mismo, Señor —añadió Íñigo Galíndez.
Bien, por ahora basta ya de conversaciones serias. Como estamos en otoño, que es la época más apropiada para la caza, mañana nos reuniremos todos en el monte Naranco para dedicar unos días a nuestro pasatiempo favorito y ejercitar al mismo tiempo nuestros músculos. Así, pues, anunciad a todos los demás nuestro propósito. Espero que mañana no falte nadie a la cita.
Descuidad, Majestad. Estaremos todos allí —le aseguró Gundemaro.
Así lo espero.
El rey se quedó solo en su despacho ordenando sus cosas y sus pensamientos. Luego conminó al servicio que lo dispusieran todo para pasar unos días de caza en los montes que rodeaban la ciudad. Quería descansar de la pesada carga que suponía la Corona.

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