7
Entronizado Ordoño II como
nuevo rey de León, no demoró la reanudación de sus campañas
militares contra el islam. El segundogénito de Alfonso III el
Magno había
heredado de éste no sólo su denuedo, sino también la idea imperial
de convertir a León en el primer reino de España y la reconquista
de todo el territorio peninsular que aún permanecía en manos de los
moros. Para ello no dudaría en aliarse con el rey de Pamplona, que
era el otro reino cristiano peninsular capaz de enfrentarse a las
hordas islamistas. Unificados de nuevo en su persona los reinos de
León y de Galicia y totalmente subordinado a él el reino de
Asturias, puesto que Fruela II se había declarado súbdito suyo y se
había puesto a su entera disposición, Ordoño II no dudó un
instante en considerarse adalid de las tropas cristianas y de la
unificación de España. Por eso, apenas transcurridos seis meses
desde su nombramiento, emprendió una marcha que lo llevaría hasta
tierras de Extremadura, remedando tal vez la que ya hiciera poco
después de la muerte de su padre.
Celebrados los ritos
ancestrales al astro rey a través de las hogueras de la noche de San
Juan y rendido homenaje al que se atrevió a bautizar al Hijo de Dios
en las aguas del Jordán, Ordoño II salió con sus tropas de la
ciudad de León camino de Zamora. No tardó en vadear el río
Bernesga poco antes de su unión con el Torío para seguir aguas
abajo por su margen derecha hasta su desembocadura en el Esla. Aquel
primer día acamparon a la altura de Coyanza, aunque no en ella por
estar situada en la margen izquierda del caudaloso río.
La segunda etapa discurrió a
través de la fértil vega que se extiende por la margen derecha del
Esla. El sol en aquellos primeros días estivales ya se dejaba
sentir, pero las refrescantes y cristalinas aguas del majestuoso río
dulcificaban sus rigores. A la caída de la tarde, el gran número de
valientes que seguían a su adalid hizo su entrada en la ciudad de
Benavente, antigua Brigaecium,
donde acamparían aquella noche.
Al día siguiente de
madrugada, cuando todavía no había salido el sol, abandonaron
Benavente para tomar la Vía
de la Plata, que
los conduciría hasta Extremadura a través de la antigua calzada
romana que unía Emérita
Augusta con
Astúrica Augusta.
No tardaron en
dejar atrás el río Órbigo poco antes de verter sus aguas al Esla.
Un nuevo y caluroso día se ofrecía a los intrépidos soldados que
seguían dócilmente a su jefe. Las huestes de don Ordoño
continuaron su avance por la margen derecha del Esla. Al mediodía
decidieron tomar un respiro a orillas del Tera, último de los
afluentes mayores del gran Ástura. En torno a un centenar de
kilómetros más abajo el caudaloso Esla unirá sus aguas a las del
Duero, que lo recibirá con los brazos abiertos, pues gracias a él
reduplicará con creces su caudal. Ya noche cerrada, don Ordoño
hacía su entrada triunfal en la ciudad de Zamora.
En las dos etapas siguientes
recorrieron el trayecto que va desde Zamora hasta Salamanca. El
primer día llegaron al lugar que posiblemente ocupó la antigua
ciudad romana de Sabaria. Reemprendieron la marcha antes del alba.
Cuando ya declinaba el sol en el lejano horizonte y las primeras
sombras del anochecer difuminaban el horizonte por el saliente, las
huestes de don Ordoño aposentaron sus reales en la margen derecha
del Tormes junto al gran puente romano. Aún tuvo tiempo Ordoño II
de contemplar los catorce arcos de medio punto que lo conformaban
antes de que la oscuridad vespertina los borrara de su vista.
Cuando la aurora comenzó a
desperezarse, las tropas cristianas ya habían dejado atrás el
puente romano de la capital salmantina. No tardaron en abandonar la
ciudad, pues tenían por delante una larga etapa que los llevaría
hasta Béjar donde acamparían para pasar una nueva noche.
Las primeras luces del alba
hallaron a las huestes de don Ordoño en el incio del ascenso al
puerto de Béjar. El día prometía ser caluroso, lo que vino a
dificultar aún más el lento ascenso hacia la cumbre de la Sierra de
Béjar. Cuando ya estaban próximos a la cima, un negro nubarrón
cubrió por completo la cumbre de la montaña seguido de un fuerte
vendaval. Minutos más tarde se desencadenó una violenta tormenta
con abundantes aguaceros acompañados de rayos y truenos. El avance
de las tropas se hacía cada vez más penoso. A media tarde, cuando
ya descendían por la vertiente sur de la montaña, amainó la
tormenta, las nubes se rompieron en mil pedazos y de nuevo brilló el
sol que llenó el paisaje de gran variedad de matices y colores. Los
hombres, cansados y calados hasta los huesos, llegaron a Baños de
Montemayor a la caída de la tarde.
Con el nuevo amanecer
iniciaron el descenso por la vega del Ambroz, que los siguió a su
derecha durante un trecho antes de verter sus aguas al Alagón. El
ejército de don Ordoño abandonó pronto su curso para dirigirse
hacia la confluencia del Jerte con el arroyo Nieblas, lugar que hoy
ocupa la ciudad de Plasencia. Desde allí alcanzaría Cáceres donde
se detuvo dos días completos para trazar un plan de ataque contra
los musulmanes. Su objetivo final era Mérida y sus dominios, por lo
que decidió asaltar antes otras plazas para atemorizar al gobernador
de la ciudad. Así, al tercer día de su llegada a Cáceres, partió
al amanecer de esta ciudad hacia Medellín. Caminaron durante todo el
día por las extensas planicies de Cáceres y de la vega del
Guadiana. Al anochecer llegaron a dar vista al puente que atravesaba
el cauce del río y los dejaba a las puertas de la ciudad. Cuando
llegaron las primeras luces del alba, las tropas de don Ordoño ya
habían cercado la fortaleza que se erigía en lo alto del cerro que
domina la población. Pocas horas necesitaron para rendirla.
Dominado Medellín, Ordoño II
decide atacar el Castillo de la Culebra. Después de un nuevo día de
marcha por la vega del Guadiana, sus huestes llegaron a las
proximidades de Alange con las primeras sombras de la noche, momento
que aprovecharon para descansar y reponer sus fuerzas. Mucho antes de
la salida del alba don Ordoño ya se hallaba en pie presto para la
batalla. Inmediatamente mandó llamar a su lugarteniente.
—¿Me querías ver, Ordoño?
—Sí, Gutierre, tenemos que
hablar.
Don Gutierre pasó al interior
de la tienda de su cuñado.
—Bien, tú dirás.
—Vamos a atacar el Castillo
de la Culebra. La fortaleza se halla situada en lo más alto del
cerro que llaman de la Culebra, de ahí su nombre. Vas a ordenar a
los jefes de los distintos batallones que sitúen a todos los
caballeros y una parte de la infantería alrededor del cerro y por su
falda, cercándolo por completo en todo su perímetro. El resto de
hombres a pie y los arqueros ascenderán hasta las proximidades del
puente del castillo, desde donde harán frente a los defensores de la
fortaleza. Cuando las fuerzas de éstos sean diezmadas, nuestros
soldados escalarán las murallas mientras un grupo de ellos tratará
de derribar la puerta. ¿Me has comprendido?
—Sí, Ordoño. Sólo quiero
hacerte una pregunta. ¿La caballería no va a atacar?
—De momento no. Dado lo
escarpado de la montaña, no sería muy efectivo un ataque de la
caballería. Muchos de sus animales se despeñarían pendiente abajo.
Además, serían un blanco fácil para los defensores del castillo.
Si se hace necesaria su intervención, ya decidiré el momento más
oportuno. Por ahora es mejor que se dejen ver alrededor de toda la
montaña para infundir pánico a la guarnición de la fortaleza.
—Entendido.
—Ahora date prisa. Antes de
amanecer nuestros hombres deberían estar en sus puestos para
sorprender a los del castillo.
—Se hará como ordenas.
Cuando las primeras luces de
la mañana despuntaban por oriente, los aguerridos guerreros
cristianos ya ocupaban por completo todo el Cerro de la Culebra. Los
centinelas del castillo al descubrir aquel despliegue militar por
todo el contorno de la montaña no podían dar crédito a lo que
veían. Atónitos ante aquel espectáculo, les faltó tiempo para
hacérselo saber a sus superiores. Al instante sus almenas se vieron
repletas de sarracenos dispuestos a defender la fortaleza. El combate
no se hizo esperar. Los arqueros cristianos lanzaron una lluvia de
flechas sobre el castillo. Desde lo alto del mismo respondieron con
otra andanada de flechas y todo tipo de objetos contundentes que
tenían a su alcance y podían lanzar contra el enemigo. La lucha
entre ambos bandos se encarnizó por espacio de más de una hora,
pero las fuerzas defensoras eran muy inferiores a las atacantes.
Éstos comenzaron a trepar por las murallas del castillo a través de
las cuerdas y escalas que portaban. Desde las almenas les lanzaban
piedras, agua y aceite hirviendo, o les derribaban las escalas cuando
ya estaban a punto de alcanzar su objetivo. Todo era válido con tal
de defender la fortaleza, pero todo fue en vano. Poco a poco los
cristianos consiguieron llegar a las almenas. Allí la lucha se
recrudecía, pero cada vez eran más los leoneses que lograban
penetrar en el castillo. Uno de ellos consiguió llegar hasta la
puerta principal y abrirla para que pudieran entrar los que
forcejeaban desde fuera por derribarla. Franqueada la puerta del
castillo, una avalancha de soldados de Ordoño II se precipitó en él
y en un instante acabó con los sarracenos que aún resistían. Una
vez sometidos los pocos ocupantes que quedaban, el rey dio a sus
hombres la orden de retirada. Con esta nueva victoria pretendía dar
un golpe de efecto sobre el gobernador de Mérida.
Al día siguiente de la
conquista del Castillo de Alange, las huestes de don Ordoño se
asentaron en las inmediaciones de Mérida. Tanto el gobernador de
esta ciudad como el de Badajoz, en vista de las recientes victorias
logradas por el rey leonés, se sometieron al mismo en todo lo que
éste les exigió. Ordoño II regresó a León con un fastuoso botín
y con gran número de cautivos. El monarca leonés acababa de
escribir con letras de oro una nueva y gloriosa página de su
historia.
Ante esta gesta y como
gratitud por las últimas victorias conseguidas, nada más llegar a
León don Ordoño donó parte de su palacio para construir una nueva
catedral en honor de la Virgen María, que vendría a sustituir la
vieja basílica que ya existía en aquel lugar. El nuevo templo se
erigió una vez más sobre las antiguas termas romanas de la Legio
VII Gemina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario