5
Un lluvioso abril había dado
paso a un mayo que prometía ser esplendoroso, mas las lluvias que
tanto se habían prodigado el mes anterior aún persistían
transcurrida la primera semana. Don Ramiro había aprovechado un
amplio claro para pasear con su caballo por la ribera del Bernesga y
contemplar al mismo tiempo la gran avenida como consecuencia de las
abundantes lluvias y el deshielo de las montañas. En algunos puntos
el río se había salido de madre inundando amplias zonas de la
extensa vega. Por poniente comenzaron a aparecer espesos nubarrones
que amenazaban nuevas lluvias. El rey hostigó su caballo para
regresar a palacio antes de que la lluvia lo empapara.
—Majestad, ha llegado un
emisario de tierras andalusíes —le informó el palafrenero
mientras se hacía cargo de su caballo.
—¿Ha dicho qué quiere?
—No, Señor. Dice que sólo
hablará con Vos, Majestad.
El monarca se dirigió a toda
prisa al interior del palacio. Iba intrigado por las nuevas que le
pudiera dar el mensajero. Una vez en su despacho, lo llamó ante su
presencia.
—¿Qué es eso tan
importante que me tienes que decir?
El mensajero, que era uno de
los confidentes que don Ramiro tenía en el al-Ándalus, se inclinó
ante el rey antes de hablar.
—Señor, Abd al-Rahman III
está organizando un gran ejército para atacaros y acabar con Vos.
—¡No será para tanto!
—exclamó el rey con cierto escepticismo.
—Me temo que sí, Señor. Ha
enviado a varios cadíes por todo su reino para que recluten el
máximo número de hombres posible. También ha mandado reclutar
guerreros en el norte de África. No se sabe cuántos hombres podrá
reunir, pero se cree que será un número ingente.
—¿Cuántos calculas tú que
pueden ser?
—Es difícil saberlo,
Majestad, pero podrían acercarse a los cien mil.
—¿Tantos?
—Sí, Majestad. El califa ha
proclamado la Guerra Santa contra Vos y contra todos los cristianos
del norte. Su propósito es exterminaros a todos. Esta llamada a la
Guerra Santa obliga a todos los mahometanos a participar en ella.
Así, pues, se estima que el número de combatientes será muy alto.
El rey permaneció unos
instantes pensativo. Luego volvió a interrogar al mensajero.
—¿Se sabe dónde piensa
llevar a cabo su ataque?
—No, Señor. Eso de momento
es un secreto, pero será en alguna parte de vuestro reino, de eso no
cabe la menor duda.
—Buen trabajo, mi fiel
servidor. Ahora volved a aquellas tierras para tenerme bien informado
de sus movimientos.
—Contad con ello, Majestad.
Con vuestra venia, me retiro.
El mensajero hizo una nueva
reverencia antes de abandonar el despacho real. Luego dejó al
monarca sumido en sus pensamientos. Debía organizar un gran ejército
para contrarrestar las fuerzas sarracenas, pero en su reino no
encontraría suficientes efectivos. Tenía que pedir auxilio al rey
de Pamplona y sus aliados. Era indudable. Mas había un
inconveniente, la reina Toda Aznar, madre de García Sánchez I de
Pamplona, había firmado un pacto de vasallaje con su sobrino Abd
al-Rahman III, en el que le había prometido no enfrentarse a él.
Habría que convencerlos para que rompieran ese pacto y se pusieran
del lado de las fuerzas cristianas. De lo contrario, no había muchas
esperanzas de éxito.
Don Ramiro ordenó la salida
inmediata de un heraldo para el reino de Pamplona. Llevaba un encargo
especial del rey de León para García Sánchez I de Pamplona. Ese
encargo no era otro que el de organizar un ejército de navarros y
aragoneses, que debería acudir en auxilio de los leoneses ante un
inminente ataque del califa cordobés. En cuanto lo tuviera reunido,
debería marchar con él sin pérdida de tiempo hacia la ribera del
Duero. Aún no se conocía el lugar exacto ni el momento en que se
llevaría a cabo el enfrentamiento, pero era indudable que sería
durante el verano. Por tanto, había que organizar la resistencia a
toda prisa.
Después de enviar el
mensajeero a Pamplona, el rey reunió con carácter de urgencia a sus
generales. No había tiempo que perder. El momento era de una enorme
trascendencia para la supervivencia del reino.
—Señores, ha surgido un
grave problema que tenemos que resolver con la máxima celeridad.
Nuestro eterno enemigo Abd al-Rahman III está reuniendo un gran
ejército para presentarnos batalla. Según mis informes, quiere
acabar con nuestro reino. Es de suponer que nos atacará en pleno
verano, como acostumbra a hacer. Así que, dada la fecha en que
estamos, no podemos demorarnos ni un solo día en reunir nuestro
propio ejército. Mañana mismo partirán emisarios para los cuatro
puntos cardinales de nuestro reino con el encargo de reunir todas las
huestes posibles. Antes de un mes quiero tener concentrados aquí
todos los contingentes de Asturias, Galicia y León. Después
saldremos hacia los Campos Góticos donde se nos unirán las mesnadas
castellanas. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, Señor.
—Quiero que cada uno de
vosotros diseñéis un plan de ataque para sorprender al enemigo. En
su momento los estudiaremos y optaremos por el más fzavorable. Y
ahora a trabajar.
Al día siguiente partieron
emisarios para Asturias, Galicia y Castilla con las órdenes reales.
Todos los condes de las distintas partes del reino quedaban obligados
a reunir sus mesnadas y a ponerlas a disposición del monarca.
Entretanto don Ramiro no descansaba en el palacio real. Su
desasosiego le producía irritación e insomnio, pues quisiera tener
ya reunidos allí sus ejércitos y saber el número exacto de
contingentes con que contaba. Albergaba ciertas dudas sobre el apoyo
que le podía prestar el reino de Pamplona, dado el pacto al que la
reina Toda había llegado con Abd al-Rahman. A pesar de todo, no
perdía la esperanza de su alianza. No en balde ella era su suegra y
el rey don García su cuñado. Para algo debería servir su
parentesco.
—Lleváis varios días muy
nervioso. ¿Se puede saber qué os pasa? —le preguntó doña Urraca
mientras almorzaban.
—No es nada, querida esposa.
Tan sólo que me preocupa si podremos reunir las suficientes fuerzas
para combatir a los sarracenos.
—Pues claro que las
reuniréis, Señor.
—Las de mi reino espero que
sí. Pero no sé qué decisión tomará vuestro hermano.
—¿Acaso dudáis de él?
Don Ramiro se removió en su
asiento.
—No dudo de su lealtad hacia
mí. Pero no debéis olvidar que vuestra madre rindió vasallaje a
Abd al-Rahman. Además, selló un pacto de colaboración con él y se
comprometió a no atacarlo.
—Eso es cierto. Pero Vos
deberíais saber mejor que yo que eso se firma por compromiso cuando
uno está en inferioridad de condiciones, mas cuando la situación
cambia, se rompe el pacto y se apuesta por el mejor postor. No os
quepa la menor duda que mi madre y mi hermano estarán con nosotros.
—Dios os oiga, esposa mía.
Con nuestras fuerzas y la ayuda que nos puedan prestar desde Navarra,
estoy seguro que venceremos a esos fanáticos ismaelitas.
En esos momentos les servían
los postres.
—¿Sabéis ya cuántos
serán?
—Con exactitud no, pero
serán muchos. Es posible que nos doblen en número.
—Con fuerzas tan desiguales,
¿no tenéis miedo de perder?
—Miedo claro que tengo,
querida esposa. Mas con la ayuda de Dios y de vuestro hermano espero
vencer. No quiero que se repita aquí lo que les pasó en
Valdejunquera a vuestro padre y al mío. Allí le sonrió la suerte a
Abd al-Rahman. Aquí, ya veremos.
El rey esperaba con ansiedad
noticias de las distintas partes de su reino y del reino de Pamplona,
pero esas noticias no llegaban. Finalizaba mayo y lo único tangible
que tenía eran las mesnadas que había podido reunir entre León y
Zamora. Eran las huestes que tenía siempre a su disposición. Todos
sus componentes estaban muy bien entrenados para la lucha y le eran
muy fieles, pero eran insignificantes para enfrentarse ellos solos a
una máquina de matar tan poderosa como la que tramaba el califa de
Córdoba. Tenía que cuadruplicar o quintuplicar aquellos efectivos y
para ello necesitaba todos los refuerzos posibles. No comprendía
cómo no habían llegado ya los de Asturias y Galicia. Hacía más de
medio mes que había mandado aviso para que se concentraran en León
y aún no había señal de ellos. Esa tardanza no le parecía normal.
Algo fallaba. Mas en realidad nada fallaba, era la enorme impaciencia
que abrumaba al monarca lo que le distorsionaba la visión de los
hechos. Se necesitaba tiempo para reunir tantos efectivos. Eso era
sencillamente lo que pasaba.
A mediados de junio llegaron a
León los primeros refuerzos. Se trataba de las mesnadas procedentes
de Asturias. Su reclutamiento entre los múltiples valles y montañas
que hay al otro lado de la Cordillera Cantábrica fue arduo y lento.
Después de muchos esfuerzos y fatigas, pudieron llegar a León en un
número bastante respetable. El rey les dio la bienvenida y les
agradeció su participación en la contienda que se aproximaba. Unos
días más tarde llegaron las fuerzas reclutadas en Galicia. Su
número era algo superior a las asturianas. El monarca también les
agradeció su incorporación, pero le pareció que eran algo escasas.
—Bienvenidos a León.
Agradezco vuestra respuesta a mi llamada, aunque estoy un poco
decepcionado. Esperaba un contingente mayor de mi amada Galicia.
—Señor, faltan aún las de
las tierras portucalenses —le aclaró el comandante de las mismas.
—¿Y cómo es que no han
venido con vosotros?
—Han tenido muchas
dificultades para reunirlas. Espero que estén aquí antes de una
semana.
—Una semana es demasiado
tiempo, pero esperaremos a que lleguen. Los que ya estáis aquí
reunidos haréis instrucción permanente para manteneros en forma.
Debéis ir bien preparados para este combate.
Diez días más tarde llegaron
las mesnadas portucalenses. Era un contingente casi tan importante
como el gallego. El rey, aunque algo disgustado por la excesiva
demora, les agradeció su incorporación. Acto seguido ordenó a todo
su ejército ponerse en marcha. El dieciocho de julio se incorporaron
a él las huestes castellanas dirigidas por los condes Fernán
González y Ansur Fernández. El ejército de don Ramiro llevaba
varios días acampado en las proximidades de Medina de Rioseco. Ya
estaba a punto de dirigirse al encuentro del gran ejército de Abd
al-Rahman, cuando llegaron las huestes castellanas. El monarca les
agradeció su presencia al tiempo que les recriminaba su
injustificada tardanza. Deberían haber estado allí antes que él y
en cambio llegaron varios días más tarde. No era buen augurio para
ganar la guerra.
—Os agradezco vuestra
presencia, pero no puedo perdonaros vuestro retraso. Así no sé si
podremos tener éxito contra el enemigo.
—Lo siento, Señor —le
dijo Fernán González—, hemos tenido muchos problemas para reunir
nuestras mesnadas. Nosotros también hubiéramos querido llegar mucho
antes.
—Bueno, basta de lamentos y
justificaciones. Ahora lo importante es que unamos todas nuestras
fuerzas para atacar el objetivo común. Y como ya estamos casi todos
reunidos, quiero que conozcáis el alcance de esta operación. El
califa cordobés nos ha declarado la Guerra Santa. Ya sabéis lo que
significa eso para los ismaelitas. En primer lugar, todos ellos se
sienten obligados a participar en la guerra por mandato divino. Eso
significa que su número será considerable. Mucho nos tememos que
serán unos cien mil —un murmullo se extendió por las filas de los
concentrados—. Pero eso no debe asustarnos. Cada uno de nosotros se
multiplicará por dos y así nuestro número se acercará al suyo o
lo sobrepasará —un
grito de euforia surgió de sus gargantas—. En segundo lugar, la
Guerra Santa infunde en ellos tanto valor que se lanzan al combate
dispuestos a matar o morir. Pero nosotros los superaremos en ese
valor. Con la ayuda de Dios y el favor de nuestros santos
protectores, los venceremos y les haremos huir de nuestras tierras
—nuevos gritos de euforia volvieron a elevarse de sus filas—.
Ahora descansad, porque mañana temprano saldremos hacia la ribera
del Duero.
El rey, junto con los condes y
generales que dirigían su ejército, se encerró en su tienda para
estudiar la estrategia que debían seguir. Poco después llegó uno
de los ojeadores que días antes había enviado por delante para
observar los movimientos del enemigo.
—Señor, el ejército de Abd
al-Rahman ha cercado el castillo de Íscar y no tardará en reducir y
aniquilar a todos sus ocupantes. Ya ha arrasado todo lo que ha
encontrado a su paso desde Villacastín hasta aquí. La población
está completamente aterrorizada. Todo el mundo huye despavorido.
—¿Sabes cuántos son?
—Se calcula que pasan de los
cien mil, Señor.
El rey extendió un mapa de la
zona para estudiar sobre él la situación en la que se encontraban y
adoptar la estrategia mejor antes de atacar.
—Bien, si ahora está en
Íscar, lo más probable es que a continuación se dirija a Simancas
para destruir también esa ciudad y su castillo, pues queda en la
ruta que debe seguir para llegar a Zamora. Pero nosotros nos vamos a
adelantar y le vamos a cortar el paso precisamente en ese lugar.
Ahora debe partir un emisario en busca de las tropas de García
Sánchez para indicarles el punto de nuestro encuentro. Entre todos
lograremos vencer a ese infiel engreído.
Al día siguiente antes del
alba ya estaban todos en pie prontos para partir hacia Simancas en
cuanto el rey diera la orden. Cuando ya habían recorrido
aproximadamente una legua, la luz del sol comenzó a debilitarse y
oscurecerse. Poco después una penumbra amarillenta lo envolvió
todo. El ejército permaneció paralizado y sus componentes
enmudecieron llenos de pavor. Nadie había visto una cosa igual en su
vida. Algunos quisieron desertar por creer que se trataba de una
señal divina para que desistieran de la batalla. Interpretaron el
suceso como el anuncio de futuros desastres. Al cabo de una media
hora más o menos empezó a brillar de nuevo la luz del sol y el
ánimo regresó poco a poco al espíritu de los atemorizados
soldados. El rey aprovechó el acontecimiento para infundirles valor.
—Soldados, esto que acaba de
ocurrir es una señal que nos envía el cielo para atacar con más
arrojo a nuestros enemigos. En este incidente debemos ver la mano de
Dios que quiere guiar nuestros pasos hacia el enemigo. No nos
detengamos y sigamos adelante con mayor denuedo y ardor que antes.
¡Ánimo mis valientes guerreros!
Las palabras del rey
reconfortaron a la mayoría de combatientes, aunque había algún
receloso que se quería echar para atrás. Poco a poco el arrojo de
la mayoría hizo que los más tímidos y cobardes vencieran su miedo
y se sumaran al sentir de los más. Superado la turbación, el
ejército cristiano continuó su avance hacia Simancas. A medio
camino de su objetivo, se les unieron las fuerzas navarras y
aragonesas que había logrado reunir el rey de Pamplona. Don Ramiro y
don Sancho se fundieron en un abrazo fraternal, que demostraba no
sólo su afecto familiar, sino la alegría que ambos sentían por
haber unido sus fuerzas contra una misma causa común, la derrota de
su eterno enemigo.
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