jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 5


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Un lluvioso abril había dado paso a un mayo que prometía ser esplendoroso, mas las lluvias que tanto se habían prodigado el mes anterior aún persistían transcurrida la primera semana. Don Ramiro había aprovechado un amplio claro para pasear con su caballo por la ribera del Bernesga y contemplar al mismo tiempo la gran avenida como consecuencia de las abundantes lluvias y el deshielo de las montañas. En algunos puntos el río se había salido de madre inundando amplias zonas de la extensa vega. Por poniente comenzaron a aparecer espesos nubarrones que amenazaban nuevas lluvias. El rey hostigó su caballo para regresar a palacio antes de que la lluvia lo empapara.
Majestad, ha llegado un emisario de tierras andalusíes —le informó el palafrenero mientras se hacía cargo de su caballo.
¿Ha dicho qué quiere?
No, Señor. Dice que sólo hablará con Vos, Majestad.
El monarca se dirigió a toda prisa al interior del palacio. Iba intrigado por las nuevas que le pudiera dar el mensajero. Una vez en su despacho, lo llamó ante su presencia.
¿Qué es eso tan importante que me tienes que decir?
El mensajero, que era uno de los confidentes que don Ramiro tenía en el al-Ándalus, se inclinó ante el rey antes de hablar.
Señor, Abd al-Rahman III está organizando un gran ejército para atacaros y acabar con Vos.
¡No será para tanto! —exclamó el rey con cierto escepticismo.
Me temo que sí, Señor. Ha enviado a varios cadíes por todo su reino para que recluten el máximo número de hombres posible. También ha mandado reclutar guerreros en el norte de África. No se sabe cuántos hombres podrá reunir, pero se cree que será un número ingente.
¿Cuántos calculas tú que pueden ser?
Es difícil saberlo, Majestad, pero podrían acercarse a los cien mil.
¿Tantos?
Sí, Majestad. El califa ha proclamado la Guerra Santa contra Vos y contra todos los cristianos del norte. Su propósito es exterminaros a todos. Esta llamada a la Guerra Santa obliga a todos los mahometanos a participar en ella. Así, pues, se estima que el número de combatientes será muy alto.
El rey permaneció unos instantes pensativo. Luego volvió a interrogar al mensajero.
¿Se sabe dónde piensa llevar a cabo su ataque?
No, Señor. Eso de momento es un secreto, pero será en alguna parte de vuestro reino, de eso no cabe la menor duda.
Buen trabajo, mi fiel servidor. Ahora volved a aquellas tierras para tenerme bien informado de sus movimientos.
Contad con ello, Majestad. Con vuestra venia, me retiro.
El mensajero hizo una nueva reverencia antes de abandonar el despacho real. Luego dejó al monarca sumido en sus pensamientos. Debía organizar un gran ejército para contrarrestar las fuerzas sarracenas, pero en su reino no encontraría suficientes efectivos. Tenía que pedir auxilio al rey de Pamplona y sus aliados. Era indudable. Mas había un inconveniente, la reina Toda Aznar, madre de García Sánchez I de Pamplona, había firmado un pacto de vasallaje con su sobrino Abd al-Rahman III, en el que le había prometido no enfrentarse a él. Habría que convencerlos para que rompieran ese pacto y se pusieran del lado de las fuerzas cristianas. De lo contrario, no había muchas esperanzas de éxito.
Don Ramiro ordenó la salida inmediata de un heraldo para el reino de Pamplona. Llevaba un encargo especial del rey de León para García Sánchez I de Pamplona. Ese encargo no era otro que el de organizar un ejército de navarros y aragoneses, que debería acudir en auxilio de los leoneses ante un inminente ataque del califa cordobés. En cuanto lo tuviera reunido, debería marchar con él sin pérdida de tiempo hacia la ribera del Duero. Aún no se conocía el lugar exacto ni el momento en que se llevaría a cabo el enfrentamiento, pero era indudable que sería durante el verano. Por tanto, había que organizar la resistencia a toda prisa.
Después de enviar el mensajeero a Pamplona, el rey reunió con carácter de urgencia a sus generales. No había tiempo que perder. El momento era de una enorme trascendencia para la supervivencia del reino.
Señores, ha surgido un grave problema que tenemos que resolver con la máxima celeridad. Nuestro eterno enemigo Abd al-Rahman III está reuniendo un gran ejército para presentarnos batalla. Según mis informes, quiere acabar con nuestro reino. Es de suponer que nos atacará en pleno verano, como acostumbra a hacer. Así que, dada la fecha en que estamos, no podemos demorarnos ni un solo día en reunir nuestro propio ejército. Mañana mismo partirán emisarios para los cuatro puntos cardinales de nuestro reino con el encargo de reunir todas las huestes posibles. Antes de un mes quiero tener concentrados aquí todos los contingentes de Asturias, Galicia y León. Después saldremos hacia los Campos Góticos donde se nos unirán las mesnadas castellanas. ¿Estáis de acuerdo?
Sí, Señor.
Quiero que cada uno de vosotros diseñéis un plan de ataque para sorprender al enemigo. En su momento los estudiaremos y optaremos por el más fzavorable. Y ahora a trabajar.
Al día siguiente partieron emisarios para Asturias, Galicia y Castilla con las órdenes reales. Todos los condes de las distintas partes del reino quedaban obligados a reunir sus mesnadas y a ponerlas a disposición del monarca. Entretanto don Ramiro no descansaba en el palacio real. Su desasosiego le producía irritación e insomnio, pues quisiera tener ya reunidos allí sus ejércitos y saber el número exacto de contingentes con que contaba. Albergaba ciertas dudas sobre el apoyo que le podía prestar el reino de Pamplona, dado el pacto al que la reina Toda había llegado con Abd al-Rahman. A pesar de todo, no perdía la esperanza de su alianza. No en balde ella era su suegra y el rey don García su cuñado. Para algo debería servir su parentesco.
Lleváis varios días muy nervioso. ¿Se puede saber qué os pasa? —le preguntó doña Urraca mientras almorzaban.
No es nada, querida esposa. Tan sólo que me preocupa si podremos reunir las suficientes fuerzas para combatir a los sarracenos.
Pues claro que las reuniréis, Señor.
Las de mi reino espero que sí. Pero no sé qué decisión tomará vuestro hermano.
¿Acaso dudáis de él?
Don Ramiro se removió en su asiento.
No dudo de su lealtad hacia mí. Pero no debéis olvidar que vuestra madre rindió vasallaje a Abd al-Rahman. Además, selló un pacto de colaboración con él y se comprometió a no atacarlo.
Eso es cierto. Pero Vos deberíais saber mejor que yo que eso se firma por compromiso cuando uno está en inferioridad de condiciones, mas cuando la situación cambia, se rompe el pacto y se apuesta por el mejor postor. No os quepa la menor duda que mi madre y mi hermano estarán con nosotros.
Dios os oiga, esposa mía. Con nuestras fuerzas y la ayuda que nos puedan prestar desde Navarra, estoy seguro que venceremos a esos fanáticos ismaelitas.
En esos momentos les servían los postres.
¿Sabéis ya cuántos serán?
Con exactitud no, pero serán muchos. Es posible que nos doblen en número.
Con fuerzas tan desiguales, ¿no tenéis miedo de perder?
Miedo claro que tengo, querida esposa. Mas con la ayuda de Dios y de vuestro hermano espero vencer. No quiero que se repita aquí lo que les pasó en Valdejunquera a vuestro padre y al mío. Allí le sonrió la suerte a Abd al-Rahman. Aquí, ya veremos.
El rey esperaba con ansiedad noticias de las distintas partes de su reino y del reino de Pamplona, pero esas noticias no llegaban. Finalizaba mayo y lo único tangible que tenía eran las mesnadas que había podido reunir entre León y Zamora. Eran las huestes que tenía siempre a su disposición. Todos sus componentes estaban muy bien entrenados para la lucha y le eran muy fieles, pero eran insignificantes para enfrentarse ellos solos a una máquina de matar tan poderosa como la que tramaba el califa de Córdoba. Tenía que cuadruplicar o quintuplicar aquellos efectivos y para ello necesitaba todos los refuerzos posibles. No comprendía cómo no habían llegado ya los de Asturias y Galicia. Hacía más de medio mes que había mandado aviso para que se concentraran en León y aún no había señal de ellos. Esa tardanza no le parecía normal. Algo fallaba. Mas en realidad nada fallaba, era la enorme impaciencia que abrumaba al monarca lo que le distorsionaba la visión de los hechos. Se necesitaba tiempo para reunir tantos efectivos. Eso era sencillamente lo que pasaba.
A mediados de junio llegaron a León los primeros refuerzos. Se trataba de las mesnadas procedentes de Asturias. Su reclutamiento entre los múltiples valles y montañas que hay al otro lado de la Cordillera Cantábrica fue arduo y lento. Después de muchos esfuerzos y fatigas, pudieron llegar a León en un número bastante respetable. El rey les dio la bienvenida y les agradeció su participación en la contienda que se aproximaba. Unos días más tarde llegaron las fuerzas reclutadas en Galicia. Su número era algo superior a las asturianas. El monarca también les agradeció su incorporación, pero le pareció que eran algo escasas.
Bienvenidos a León. Agradezco vuestra respuesta a mi llamada, aunque estoy un poco decepcionado. Esperaba un contingente mayor de mi amada Galicia.
Señor, faltan aún las de las tierras portucalenses —le aclaró el comandante de las mismas.
¿Y cómo es que no han venido con vosotros?
Han tenido muchas dificultades para reunirlas. Espero que estén aquí antes de una semana.
Una semana es demasiado tiempo, pero esperaremos a que lleguen. Los que ya estáis aquí reunidos haréis instrucción permanente para manteneros en forma. Debéis ir bien preparados para este combate.
Diez días más tarde llegaron las mesnadas portucalenses. Era un contingente casi tan importante como el gallego. El rey, aunque algo disgustado por la excesiva demora, les agradeció su incorporación. Acto seguido ordenó a todo su ejército ponerse en marcha. El dieciocho de julio se incorporaron a él las huestes castellanas dirigidas por los condes Fernán González y Ansur Fernández. El ejército de don Ramiro llevaba varios días acampado en las proximidades de Medina de Rioseco. Ya estaba a punto de dirigirse al encuentro del gran ejército de Abd al-Rahman, cuando llegaron las huestes castellanas. El monarca les agradeció su presencia al tiempo que les recriminaba su injustificada tardanza. Deberían haber estado allí antes que él y en cambio llegaron varios días más tarde. No era buen augurio para ganar la guerra.
Os agradezco vuestra presencia, pero no puedo perdonaros vuestro retraso. Así no sé si podremos tener éxito contra el enemigo.
Lo siento, Señor —le dijo Fernán González—, hemos tenido muchos problemas para reunir nuestras mesnadas. Nosotros también hubiéramos querido llegar mucho antes.
Bueno, basta de lamentos y justificaciones. Ahora lo importante es que unamos todas nuestras fuerzas para atacar el objetivo común. Y como ya estamos casi todos reunidos, quiero que conozcáis el alcance de esta operación. El califa cordobés nos ha declarado la Guerra Santa. Ya sabéis lo que significa eso para los ismaelitas. En primer lugar, todos ellos se sienten obligados a participar en la guerra por mandato divino. Eso significa que su número será considerable. Mucho nos tememos que serán unos cien mil —un murmullo se extendió por las filas de los concentrados—. Pero eso no debe asustarnos. Cada uno de nosotros se multiplicará por dos y así nuestro número se acercará al suyo o lo sobrepasará —un grito de euforia surgió de sus gargantas—. En segundo lugar, la Guerra Santa infunde en ellos tanto valor que se lanzan al combate dispuestos a matar o morir. Pero nosotros los superaremos en ese valor. Con la ayuda de Dios y el favor de nuestros santos protectores, los venceremos y les haremos huir de nuestras tierras —nuevos gritos de euforia volvieron a elevarse de sus filas—. Ahora descansad, porque mañana temprano saldremos hacia la ribera del Duero.
El rey, junto con los condes y generales que dirigían su ejército, se encerró en su tienda para estudiar la estrategia que debían seguir. Poco después llegó uno de los ojeadores que días antes había enviado por delante para observar los movimientos del enemigo.
Señor, el ejército de Abd al-Rahman ha cercado el castillo de Íscar y no tardará en reducir y aniquilar a todos sus ocupantes. Ya ha arrasado todo lo que ha encontrado a su paso desde Villacastín hasta aquí. La población está completamente aterrorizada. Todo el mundo huye despavorido.
¿Sabes cuántos son?
Se calcula que pasan de los cien mil, Señor.
El rey extendió un mapa de la zona para estudiar sobre él la situación en la que se encontraban y adoptar la estrategia mejor antes de atacar.
Bien, si ahora está en Íscar, lo más probable es que a continuación se dirija a Simancas para destruir también esa ciudad y su castillo, pues queda en la ruta que debe seguir para llegar a Zamora. Pero nosotros nos vamos a adelantar y le vamos a cortar el paso precisamente en ese lugar. Ahora debe partir un emisario en busca de las tropas de García Sánchez para indicarles el punto de nuestro encuentro. Entre todos lograremos vencer a ese infiel engreído.
Al día siguiente antes del alba ya estaban todos en pie prontos para partir hacia Simancas en cuanto el rey diera la orden. Cuando ya habían recorrido aproximadamente una legua, la luz del sol comenzó a debilitarse y oscurecerse. Poco después una penumbra amarillenta lo envolvió todo. El ejército permaneció paralizado y sus componentes enmudecieron llenos de pavor. Nadie había visto una cosa igual en su vida. Algunos quisieron desertar por creer que se trataba de una señal divina para que desistieran de la batalla. Interpretaron el suceso como el anuncio de futuros desastres. Al cabo de una media hora más o menos empezó a brillar de nuevo la luz del sol y el ánimo regresó poco a poco al espíritu de los atemorizados soldados. El rey aprovechó el acontecimiento para infundirles valor.
Soldados, esto que acaba de ocurrir es una señal que nos envía el cielo para atacar con más arrojo a nuestros enemigos. En este incidente debemos ver la mano de Dios que quiere guiar nuestros pasos hacia el enemigo. No nos detengamos y sigamos adelante con mayor denuedo y ardor que antes. ¡Ánimo mis valientes guerreros!
Las palabras del rey reconfortaron a la mayoría de combatientes, aunque había algún receloso que se quería echar para atrás. Poco a poco el arrojo de la mayoría hizo que los más tímidos y cobardes vencieran su miedo y se sumaran al sentir de los más. Superado la turbación, el ejército cristiano continuó su avance hacia Simancas. A medio camino de su objetivo, se les unieron las fuerzas navarras y aragonesas que había logrado reunir el rey de Pamplona. Don Ramiro y don Sancho se fundieron en un abrazo fraternal, que demostraba no sólo su afecto familiar, sino la alegría que ambos sentían por haber unido sus fuerzas contra una misma causa común, la derrota de su eterno enemigo.

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