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Tras la victoria de
Castromoros, Ordoño II y Sancho Garcés I de Pamplona se alían para
conquistar las tierras riojanas de los Banu Qasi. Así consiguen
saquear algunas plazas, como Nájera y Tudela, y tomar otras, como
Arnedo y Calahorra. Estos hechos irritaron a Abd al-Rahman III, que
en julio del año 918 ordenó la salida de un gran ejército desde
Córdoba al mando del háyib Badr ibn Admad para castigar la osadía
de los reyes cristianos, a los que causó una gran derrota en la
localidad de Mitonia, un lugar desconocido al sur del Duero, en
tierras de Soria o Segovia. Los sarracenos regresaron a Córdoba con
gran número de cautivos y abundante botín. Todavía el año
siguiente Ordoño II intentó enfrentarse a las tropas musulmanas que
se habían acercado a sus fronteras, pero al final desistió tal vez
movido por la derrota sufrida el año anterior en Mitonia.
Descansaba don Ordoño de sus
avatares bélicos en su palacio legionense una fresca mañana de los
albores de la primavera del año 920. A su lado se hallaba su esposa
doña Elvira, que le recriminaba el escaso tiempo que le dedicaba,
sobre todo desde que había ascendido al trono de León.
—¿No pensáis olvidaros de
la guerra, de esa lucha eterna contra los moros?
—No puedo, Señora. Ellos
son nuestro enemigo natural. Son los infieles que invadieron nuestra
tierra y no pararé hasta expulsarlos de ella o hasta morir en el
intento.
—¿Y yo no significo nada
para Vos?
—Claro que significáis y
mucho. Pero el deber me llama y no puedo desoír su voz. Ya sabéis
que he sido designado por la voluntad divina para expulsar a los
infieles de España y volver a unificarla como en tiempos de los
últimos reyes visigodos. Con la ayuda de Dios y de Sancho Garcés,
lograré mi objetivo o, al menos, lo intentaré. Recuerdo la gran
victoria que obtuvimos aún no hace tres años en Castromoros. Con
varias victorias así, minaremos la moral de Abd al-Rahman hasta
obligarlo a cruzar el estrecho de regreso a África.
—Sois demasiado soñador o
demasiado ingenuo, Señor. Os olvidáis que el emir es dueño de casi
las tres cuartas partes de España.
—Eso es cierto, pero también
es cierto que nosotros cada día le estamos arrebatando más tierras
y le infligimos más derrotas. Si Dios nuestro Señor me concede
larga vida, tengo la esperanza de arrebatarle otras muchas con las
que engrandecer aún más nuestro reino.
—Decís bien, Señor. Si
Dios os concede larga vida.
En ese momento se presentó
ante ellos el camarero mayor de palacio.
—Señor, el obispo Genadio
de Astorga desea veros.
—¿Dónde está?
—En la antecámara, Señor.
—Dile que pase.
El camarero se alejó no sin
antes hacer una gran reverencia a sus señores los reyes. Poco
después entraba en la cámara real el obispo Genadio.
—Majestades, perdonad mi
interrupción —se disculpó después de hacerles una reverencia.
—Sentaos, Genadio. ¿A qué
debemos vuestra visita?
—Señor, vengo a poner mi
cargo a vuestra disposición.
—Pero ¿qué decís? ¿Acaso
no estáis a gusto con vuestra mitra?
—Ése es precisamente el
motivo por el que vengo. Quiero renunciar a mi puesto. Señor, hace
ya más de diez años que acepté el cargo que me encomendó vuestro
padre que en gloria esté. Ya entonces me resistí a tomarlo, pero
por no desairar a vuestro progenitor, decidí aceptarlo contra mi
voluntad. Ahora creo que ya ha llegado el momento de renunciar
definitivamente a él. Mi puesto, Señor, no está en la carga que
supone para mí la diócesis de Astorga. Mi puesto está entre las
montañas del Bierzo y más concretamente en el Valle del Silencio.
Allí me dirigí en mis años jóvenes para practicar el ayuno y la
abstinencia como mi única norma de vida. Allí encontré una cueva
que constituye el lugar idóneo para practicar la vida ascética que
deseo. Y allí es donde quiero pasar los últimos años que me
quedan. Como ya me voy haciendo viejo, no quiero dejar pasar un día
más sin poner en práctica mi ideal de vida. Por eso he tomado la
decisión de regresar a aquel lugar sin más demora. De Vos depende
que pueda hacerlo ya y partir en paz cuanto antes.
—Si ese es vuestro deseo, no
seré yo quien se oponga a ello. Pero ahora me ponéis en un
compromiso, pues no sabría a quién designar para ocupar vuestro
puesto.
—Por eso no os preocupéis,
Señor. Podéis nombrar en mi lugar al abad de San Pedro de Montes,
mi sucesor el abad Fortis.
—Veo que lo tenéis todo
bien atado.
—Cierto, Majestad. No quería
que mi dimisión os ocasionara ningún problema. Por eso lo tenía
todo previsto. Además, el abad Fortis será más digno que este
humilde servidor para desempeñar el cargo que dejo. Y ahora,
Majestades, si me lo permitís, desearía retirarme para poner cuanto
antes en práctica mi deseo.
—No os retenemos más
tiempo, Genadio. Id en paz y en gracia de Dios. Por cierto, si algún
día cambiáis de opinión, ya sabéis dónde podéis encontrarnos.
—Gracias, Majestades. Os
quedaré eternamente agradecido.
El
sol estaba a punto de ocultarse detrás de los altos picos de los
montes Aquilanos. Un caminante cansado y polvoriento se acercó a la
puerta del monasterio. Después de dar tres golpes con el picaporte
de la puerta esperó a que ésta se abriera. Instantes más tarde un
enjuto monje asomaba su afilada cara por la mirilla de la misma. No
tardó en abrir la pesada puerta.
—¡Pero si es el padre
Genadio! ¿Qué hace aquí vuestra eminencia? Pasad, por favor.
A los gritos del hermano
portero acudieron otros monjes, entre ellos fray Anselmo.
—¿Qué hacéis aquí,
ilustrísima? —se apresuró a preguntarle fray Anselmo al tiempo
que intentaba besarle el anillo de su mano.
—No, por favor. No soy digno
de que beséis ese anillo. Y no me sigáis tratando de ilustrísima,
pues ya no ostento la dignidad de obispo.
—Pero ¿qué decís, padre
Genadio?
—Lo que acabáis de oír.
En ese momento hizo acto de
presencia el padre abad.
—Pero ¿qué hacéis aquí
mi buen hermano y amigo Genadio? —le dijo mientras ambos se fundían
en un fuerte abrazo.
—Ya veis. Acabo de renunciar
a mi cargo para volver a estas montañas que tanto echaba de menos.
Han sido más de diez años de problemas y sinsabores, pero ahora que
he vuelto, me parece que este paréntesis no ha sido más que un
sueño. Tenía tantas ganas de regresar aquí, que me parece que fue
ayer cuando abandoné este idílico lugar.
—Pues no fue ayer, Genadio
—le aclaró el abad Fortis—. Han pasado diez años que a mí se
me han hecho demasiado largos por la enorme responsabilidad que
asumí. Suerte que habéis vuelto para relevarme de esta pesada
carga.
—Os equivocáis, Fortis. Yo
no he vuelto para hacerme cargo otra vez del monasterio. He regresado
para retirarme definitivamente a la cueva del Valle del Silencio.
¡Hace tanto tiempo que deseaba hacerlo! Ah, por cierto, os he
propuesto a vos para que me sustituyáis en el cargo de obispo de
Astorga.
—¿Qué decís? ¿Yo obispo?
Si no merezco si quiera ser abad de este humilde monasterio, cómo
voy a aceptar la dignidad de obispo. Decidme que no es verdad, por el
amor de Dios.
—No sólo es verdad, sino
que habéis de partir cuanto antes para Astorga, pues os están
esperando para consagraros en la alta dignidad y para que os hagáis
cargo de la diócesis inmediatamente.
—¡Señor, Señor! ¡Qué
carga tan pesada depositáis sobre mis espaldas! —se afligía el
abad Fortis retorciéndose una mano contra la otra en señal de
disconformidad.
—No os lamentéis tanto y
disponed vuestra partida, pues mañana mismo deberíais abandonar
este monasterio. No debéis hacer esperar a Su Majestad, que está
demasiado ocupado con las campañas bélicas. Debéis partir
inmediatamente para liberar al rey nuestro señor de esta
responsabilidad antes de que se vea obligado a acudir a otra batalla.
—Si es así, mañana mismo
partiré. Mi equipaje ya está dispuesto. Es cuanto llevo encima.
A la mañana siguiente, antes
del alba, el padre Fortis partía para Astorga mientras que el padre
Genadio lo hacía para la cueva del Valle del Silencio. Los dos
amigos se fundieron en un fuerte abrazo una vez más. Posiblemente
fuera la última vez que lo hicieran en su vida. Ambos se desearon lo
mejor uno para el otro y ambos abandonaron simultáneamente el
monasterio en direcciones opuestas.
El padre Genadio se dirigió
hacia Peñalba de Santiago a través de una senda que serpeaba junto
al río Oza. La vegetación caducifolia aún permanecía en su
letargo invernal. Chopos, alisos, salgueros,
fresnos, avellanos, paleras
y demás especies ribereñas contemplaban aún desnudas el discurrir
de las cristalinas aguas del deslizante e inquieto riachuelo. Los
árboles de hoja perenne cubrían, por su parte, amplias zonas de las
laderas de aquellas montañas. El monje eremita ascendía con paso
seguro y decidido en medio de aquel paraíso de silencio y paz, sólo
interrumpidos por el continuo discurrir de las aguas o por el canto
de algunos pajarillos, que ya se atrevían a desafiar los crudos
fríos invernales para iniciar sus reclamos nupciales y la ardua
tarea anual de nidificar entre el espeso ramaje que pronto se
adueñaría del sotobosque de ribera.
El padre Genadio detuvo un
instante su marcha para apagar su sed con unos sorbos de las
refrescantes y cristalinas aguas que descendían de las nieves de las
altas cumbres de los montes Aquilanos. En su arduo peregrinar hacia
la cueva que tanto anhelaba, no cesaba de dar gracias a Dios por
haberlo liberado de sus obligaciones episcopales y haberle permitido
regresar a aquel edén de dicha y bienestar que tanto ansiaba. A
media mañana pudo alcanzar la tan anhelada cueva que años atrás,
cuando llegó a aquellas tierras en su huida del monasterio de Ageo,
encontró en medio de tan agrestes e imponentes montañas para llevar
a cabo en ella sus retiros espirituales y sus sesiones de ascetismo y
penitencia. Al fin, después de tantos años pudo arrodillarse en
ella para orar y dar gracias a Dios por volver a recuperar su pasada
vida.
«Gracias te doy, oh Dios mío,
por permitirme regresar a esta santa cueva donde tantas horas felices
he pasado en tu sola compañía. Te prometo que a partir de hoy y
hasta que tú, oh Señor, me lo concedas, no volveré a abandonarla
jamás bajo ningún pretexto. Éste será mi hogar desde hoy y hasta
mi último aliento. Aquí prometo honrarte y santificarte mientras me
quede un hálito de vida. En esta humilde cueva practicaré el ayuno
y la penitencia mientras te dignes concederme un ápice de vigor».
«Oh Dios, Señor de cielos y
tierra, gracias te doy por permitirme vivir en este paraíso
terrenal, en donde reina la calma y la tranquilidad, en donde sólo
se oye el silencio. Gracias, Señor, por haberme posibilitado cambiar
las ambiciones humanas con todos sus vicios e iniquidades por este
pequeña valle y esta humilde morada, donde no tengo más compañía
que las avecillas del cielo y las alimañas del bosque. Aquí te
serviré, Dios mío, como siempre había deseado hasta el último día
de mi vida. Señor, tu bondad es infinita y hoy me lo has confirmado.
Hágase tu voluntad».
Fray Genadio, como así
prefería ser llamado después de haberse despojado de todos sus
atributos terrenales, comenzó a partir de ese momento la que sería
la última y decisiva etapa de su vida. Aquella humilde cueva ubicada
en lo más recóndito del Valle del Silencio sería su última morada
en este mundo. Rodeado de las aves y animales salvajes, en medio de
la exuberante vegetación que la naturaleza se dignó plasmar en
aquel paradisíaco lugar, el santo eremita dedicó los últimos años
de su vida a orar y santificar al Creador, no dudando para ello en
someter su cuerpo a los más arduos ayunos y la más ímproba
penitencia que los mortales puedan imaginar, siguiendo así la
ejemplar vida de sus mentores espirituales San Fructuoso y San
Valerio.
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