jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª PARTE. Capítulo 9


                                                                  9


Tras la victoria de Castromoros, Ordoño II y Sancho Garcés I de Pamplona se alían para conquistar las tierras riojanas de los Banu Qasi. Así consiguen saquear algunas plazas, como Nájera y Tudela, y tomar otras, como Arnedo y Calahorra. Estos hechos irritaron a Abd al-Rahman III, que en julio del año 918 ordenó la salida de un gran ejército desde Córdoba al mando del háyib Badr ibn Admad para castigar la osadía de los reyes cristianos, a los que causó una gran derrota en la localidad de Mitonia, un lugar desconocido al sur del Duero, en tierras de Soria o Segovia. Los sarracenos regresaron a Córdoba con gran número de cautivos y abundante botín. Todavía el año siguiente Ordoño II intentó enfrentarse a las tropas musulmanas que se habían acercado a sus fronteras, pero al final desistió tal vez movido por la derrota sufrida el año anterior en Mitonia.
Descansaba don Ordoño de sus avatares bélicos en su palacio legionense una fresca mañana de los albores de la primavera del año 920. A su lado se hallaba su esposa doña Elvira, que le recriminaba el escaso tiempo que le dedicaba, sobre todo desde que había ascendido al trono de León.
¿No pensáis olvidaros de la guerra, de esa lucha eterna contra los moros?
No puedo, Señora. Ellos son nuestro enemigo natural. Son los infieles que invadieron nuestra tierra y no pararé hasta expulsarlos de ella o hasta morir en el intento.
¿Y yo no significo nada para Vos?
Claro que significáis y mucho. Pero el deber me llama y no puedo desoír su voz. Ya sabéis que he sido designado por la voluntad divina para expulsar a los infieles de España y volver a unificarla como en tiempos de los últimos reyes visigodos. Con la ayuda de Dios y de Sancho Garcés, lograré mi objetivo o, al menos, lo intentaré. Recuerdo la gran victoria que obtuvimos aún no hace tres años en Castromoros. Con varias victorias así, minaremos la moral de Abd al-Rahman hasta obligarlo a cruzar el estrecho de regreso a África.
Sois demasiado soñador o demasiado ingenuo, Señor. Os olvidáis que el emir es dueño de casi las tres cuartas partes de España.
Eso es cierto, pero también es cierto que nosotros cada día le estamos arrebatando más tierras y le infligimos más derrotas. Si Dios nuestro Señor me concede larga vida, tengo la esperanza de arrebatarle otras muchas con las que engrandecer aún más nuestro reino.
Decís bien, Señor. Si Dios os concede larga vida.
En ese momento se presentó ante ellos el camarero mayor de palacio.
Señor, el obispo Genadio de Astorga desea veros.
¿Dónde está?
En la antecámara, Señor.
Dile que pase.
El camarero se alejó no sin antes hacer una gran reverencia a sus señores los reyes. Poco después entraba en la cámara real el obispo Genadio.
Majestades, perdonad mi interrupción —se disculpó después de hacerles una reverencia.
Sentaos, Genadio. ¿A qué debemos vuestra visita?
Señor, vengo a poner mi cargo a vuestra disposición.
Pero ¿qué decís? ¿Acaso no estáis a gusto con vuestra mitra?
Ése es precisamente el motivo por el que vengo. Quiero renunciar a mi puesto. Señor, hace ya más de diez años que acepté el cargo que me encomendó vuestro padre que en gloria esté. Ya entonces me resistí a tomarlo, pero por no desairar a vuestro progenitor, decidí aceptarlo contra mi voluntad. Ahora creo que ya ha llegado el momento de renunciar definitivamente a él. Mi puesto, Señor, no está en la carga que supone para mí la diócesis de Astorga. Mi puesto está entre las montañas del Bierzo y más concretamente en el Valle del Silencio. Allí me dirigí en mis años jóvenes para practicar el ayuno y la abstinencia como mi única norma de vida. Allí encontré una cueva que constituye el lugar idóneo para practicar la vida ascética que deseo. Y allí es donde quiero pasar los últimos años que me quedan. Como ya me voy haciendo viejo, no quiero dejar pasar un día más sin poner en práctica mi ideal de vida. Por eso he tomado la decisión de regresar a aquel lugar sin más demora. De Vos depende que pueda hacerlo ya y partir en paz cuanto antes.
Si ese es vuestro deseo, no seré yo quien se oponga a ello. Pero ahora me ponéis en un compromiso, pues no sabría a quién designar para ocupar vuestro puesto.
Por eso no os preocupéis, Señor. Podéis nombrar en mi lugar al abad de San Pedro de Montes, mi sucesor el abad Fortis.
Veo que lo tenéis todo bien atado.
Cierto, Majestad. No quería que mi dimisión os ocasionara ningún problema. Por eso lo tenía todo previsto. Además, el abad Fortis será más digno que este humilde servidor para desempeñar el cargo que dejo. Y ahora, Majestades, si me lo permitís, desearía retirarme para poner cuanto antes en práctica mi deseo.
No os retenemos más tiempo, Genadio. Id en paz y en gracia de Dios. Por cierto, si algún día cambiáis de opinión, ya sabéis dónde podéis encontrarnos.
Gracias, Majestades. Os quedaré eternamente agradecido.

El sol estaba a punto de ocultarse detrás de los altos picos de los montes Aquilanos. Un caminante cansado y polvoriento se acercó a la puerta del monasterio. Después de dar tres golpes con el picaporte de la puerta esperó a que ésta se abriera. Instantes más tarde un enjuto monje asomaba su afilada cara por la mirilla de la misma. No tardó en abrir la pesada puerta.
¡Pero si es el padre Genadio! ¿Qué hace aquí vuestra eminencia? Pasad, por favor.
A los gritos del hermano portero acudieron otros monjes, entre ellos fray Anselmo.
¿Qué hacéis aquí, ilustrísima? —se apresuró a preguntarle fray Anselmo al tiempo que intentaba besarle el anillo de su mano.
No, por favor. No soy digno de que beséis ese anillo. Y no me sigáis tratando de ilustrísima, pues ya no ostento la dignidad de obispo.
Pero ¿qué decís, padre Genadio?
Lo que acabáis de oír.
En ese momento hizo acto de presencia el padre abad.
Pero ¿qué hacéis aquí mi buen hermano y amigo Genadio? —le dijo mientras ambos se fundían en un fuerte abrazo.
Ya veis. Acabo de renunciar a mi cargo para volver a estas montañas que tanto echaba de menos. Han sido más de diez años de problemas y sinsabores, pero ahora que he vuelto, me parece que este paréntesis no ha sido más que un sueño. Tenía tantas ganas de regresar aquí, que me parece que fue ayer cuando abandoné este idílico lugar.
Pues no fue ayer, Genadio —le aclaró el abad Fortis—. Han pasado diez años que a mí se me han hecho demasiado largos por la enorme responsabilidad que asumí. Suerte que habéis vuelto para relevarme de esta pesada carga.
Os equivocáis, Fortis. Yo no he vuelto para hacerme cargo otra vez del monasterio. He regresado para retirarme definitivamente a la cueva del Valle del Silencio. ¡Hace tanto tiempo que deseaba hacerlo! Ah, por cierto, os he propuesto a vos para que me sustituyáis en el cargo de obispo de Astorga.
¿Qué decís? ¿Yo obispo? Si no merezco si quiera ser abad de este humilde monasterio, cómo voy a aceptar la dignidad de obispo. Decidme que no es verdad, por el amor de Dios.
No sólo es verdad, sino que habéis de partir cuanto antes para Astorga, pues os están esperando para consagraros en la alta dignidad y para que os hagáis cargo de la diócesis inmediatamente.
¡Señor, Señor! ¡Qué carga tan pesada depositáis sobre mis espaldas! —se afligía el abad Fortis retorciéndose una mano contra la otra en señal de disconformidad.
No os lamentéis tanto y disponed vuestra partida, pues mañana mismo deberíais abandonar este monasterio. No debéis hacer esperar a Su Majestad, que está demasiado ocupado con las campañas bélicas. Debéis partir inmediatamente para liberar al rey nuestro señor de esta responsabilidad antes de que se vea obligado a acudir a otra batalla.
Si es así, mañana mismo partiré. Mi equipaje ya está dispuesto. Es cuanto llevo encima.
A la mañana siguiente, antes del alba, el padre Fortis partía para Astorga mientras que el padre Genadio lo hacía para la cueva del Valle del Silencio. Los dos amigos se fundieron en un fuerte abrazo una vez más. Posiblemente fuera la última vez que lo hicieran en su vida. Ambos se desearon lo mejor uno para el otro y ambos abandonaron simultáneamente el monasterio en direcciones opuestas.
El padre Genadio se dirigió hacia Peñalba de Santiago a través de una senda que serpeaba junto al río Oza. La vegetación caducifolia aún permanecía en su letargo invernal. Chopos, alisos, salgueros, fresnos, avellanos, paleras y demás especies ribereñas contemplaban aún desnudas el discurrir de las cristalinas aguas del deslizante e inquieto riachuelo. Los árboles de hoja perenne cubrían, por su parte, amplias zonas de las laderas de aquellas montañas. El monje eremita ascendía con paso seguro y decidido en medio de aquel paraíso de silencio y paz, sólo interrumpidos por el continuo discurrir de las aguas o por el canto de algunos pajarillos, que ya se atrevían a desafiar los crudos fríos invernales para iniciar sus reclamos nupciales y la ardua tarea anual de nidificar entre el espeso ramaje que pronto se adueñaría del sotobosque de ribera.
El padre Genadio detuvo un instante su marcha para apagar su sed con unos sorbos de las refrescantes y cristalinas aguas que descendían de las nieves de las altas cumbres de los montes Aquilanos. En su arduo peregrinar hacia la cueva que tanto anhelaba, no cesaba de dar gracias a Dios por haberlo liberado de sus obligaciones episcopales y haberle permitido regresar a aquel edén de dicha y bienestar que tanto ansiaba. A media mañana pudo alcanzar la tan anhelada cueva que años atrás, cuando llegó a aquellas tierras en su huida del monasterio de Ageo, encontró en medio de tan agrestes e imponentes montañas para llevar a cabo en ella sus retiros espirituales y sus sesiones de ascetismo y penitencia. Al fin, después de tantos años pudo arrodillarse en ella para orar y dar gracias a Dios por volver a recuperar su pasada vida.
«Gracias te doy, oh Dios mío, por permitirme regresar a esta santa cueva donde tantas horas felices he pasado en tu sola compañía. Te prometo que a partir de hoy y hasta que tú, oh Señor, me lo concedas, no volveré a abandonarla jamás bajo ningún pretexto. Éste será mi hogar desde hoy y hasta mi último aliento. Aquí prometo honrarte y santificarte mientras me quede un hálito de vida. En esta humilde cueva practicaré el ayuno y la penitencia mientras te dignes concederme un ápice de vigor».
«Oh Dios, Señor de cielos y tierra, gracias te doy por permitirme vivir en este paraíso terrenal, en donde reina la calma y la tranquilidad, en donde sólo se oye el silencio. Gracias, Señor, por haberme posibilitado cambiar las ambiciones humanas con todos sus vicios e iniquidades por este pequeña valle y esta humilde morada, donde no tengo más compañía que las avecillas del cielo y las alimañas del bosque. Aquí te serviré, Dios mío, como siempre había deseado hasta el último día de mi vida. Señor, tu bondad es infinita y hoy me lo has confirmado. Hágase tu voluntad».
Fray Genadio, como así prefería ser llamado después de haberse despojado de todos sus atributos terrenales, comenzó a partir de ese momento la que sería la última y decisiva etapa de su vida. Aquella humilde cueva ubicada en lo más recóndito del Valle del Silencio sería su última morada en este mundo. Rodeado de las aves y animales salvajes, en medio de la exuberante vegetación que la naturaleza se dignó plasmar en aquel paradisíaco lugar, el santo eremita dedicó los últimos años de su vida a orar y santificar al Creador, no dudando para ello en someter su cuerpo a los más arduos ayunos y la más ímproba penitencia que los mortales puedan imaginar, siguiendo así la ejemplar vida de sus mentores espirituales San Fructuoso y San Valerio.


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