miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 28


                                                                  28


           Fue en la segunda década del siglo IX cuando un ermitaño llamado Pelayo creyó ver unas luces sobre un sepulcro de mármol, cuyos restos se atribuyeron inmediatamente a los del apóstol Santiago. Poco después el rey de Asturias, Alfonso II, se apresuró a peregrinar al citado sepulcro para dar gracias a Dios por el descubrimiento y honrar los restos del santo. Como acto de gratitud, mandó construir una iglesia sobre el sepulcro del apóstol para que le rindieran culto todos los que hasta aquel lugar se acercaran. Al mismo tiempo declaró al santo patrón de España.
La noticia del descubrimiento traspasó pronto las fronteras del reino de Asturias y se extendió por el resto de reinos cristianos de la Península y de toda Europa. No tardaron en acudir multitud de peregrinos, que provenían de todos los reinos cristianos peninsulares y del occidente europeo, atraídos por la fama del descubrimiento. La primitiva iglesia mandada construir por Alfonso II pronto se quedó pequeña para albergar a tanto peregrino. Por eso su nieto, Alfonso III, nada más proclamarse rey prometió construir un nuevo templo que tuviera la capacidad suficiente para albergar a todos los peregrinos que llegaran a Santiago. Después de muchas vicisitudes y retrasos, la nueva basílica pudo inaugurarse el 6 de mayo del año 899. Daba así el rey Magno por concluida su promesa hecha al obispo Ataúlfo en su proclamación como rey de Asturias pocos días después de la muerte de su padre.
El nuevo templo de estilo prerrománico albergaba y ampliaba el anterior. Como todos los templos del prerrománico asturiano, constaba de tres naves. Su presbiterio albergaba íntegramente la iglesia primigenia. El altar de la cabecera se dedicó a San Salvador, el de la derecha a San Pedro y el de la izquierda a San Juan. Al acto de su consagración, además de la familia real en pleno, asistieron diecisiete obispos, catorce nobles y muchas otras personalidades del reino.
Aquel seis de mayo Santiago resplandecía excepcionalmente bajo los esplendorosos rayos del sol. Un sol que ya empezaba a calentar, pero que en tan contadas excepciones se dejaba ver por aquellas tierras. El verdor de la pradera y la vegetación que rodeaban la pequeña ciudad reverberaba por todas partes. Las flores de infinitos aromas y colores lo inundaban todo. Hasta la propia naturaleza parecía sumarse con su esplendor a la ceremonia de la consagración del nuevo templo.
Una gran multitud llegada de todas partes para asistir a la ceremonia llenaba la plaza y los alrededores de la basílica. Los había que llevaban más de una semana acampados ante las puertas del nuevo templo para presenciar la ceremonia en primera línea. El murmullo y griterío en multitud de lenguas que allí se escuchaba era indescifrable. Las gentes, deseosas de presenciar el espectáculo, se apiñaban unas contra otras para ocupar la mejor posición. Ancianos, tullidos, mujeres y niños resultaban los más perjudicados por aquella auténtica avalancha humana. Hubo varios muertos y muchos heridos como consecuencia de aquel frenesí.
Ya hacía más de dos horas que se concentraba todo el público asistente, cuando hizo su aparición la curia de obispos que iba a llevar a cabo la ceremonia de la consagración de la basílica. Tras ellos llegaban los nobles y demás personalidades que presidirían el acto. Cerraba la comitiva el séquito real con toda su pompa. Cuando el rey y la reina ocuparon sus sitiales, dio comienzo la ceremonia. El obispo Sisnando repitió los pasos que ya vimos en la consagración de San Salvador de Valdediós.
Finalizado el acto con la concelebración de la Santa Misa por todos los obispos y clero asistente, el rey invitó a un copioso ágape a todos los mitrados y magnates asistentes. A la derecha del monarca se sentó la reina, a la izquierda, el obispo Sisnando. Al lado de la reina tomaron asiento don Ordoño y su esposa, junto a la que se sentó también don Fruela. Al lado del obispo Sisnando se sentaron don García y su esposa. El resto de la familia real y los nobles de alto rango ocuparon los siguientes asientos a ambos lados. A continuación se sentaron todos los obispos y demás personalidades asistentes.
El rey había dispuesto que el obispo Sisnando se sentara a su lado, porque quería departir con él los planes y proyectos de futuro que tenía para Santiago de Compostela. Hacía mucho tiempo que lo planeaba y había llegado el momento de llevarlo a cabo.
—Sisnando, quiero convertir a Santiago en el centro espiritual del Occidente para la cristiandad. Santiago ha de llegar a ser el punto de peregrinación más importante después de Roma. Hoy mismo habréis observado la gran multitud que se ha reunido aquí. Esto es una muestra de lo que ocurrirá en el futuro. Sólo tenemos que poner los medios necesarios para que los creyentes decidan venir a este lugar.
—Me parece muy bien, Majestad, pero ¿cómo lo haremos?
—Lo importante ya está hecho.
—Explicaos, Señor.
Monseñor se servía un hermoso chuletón de ternera. Prestaba atención a las palabras del rey, pero no por ello desatendía la bandeja que en aquel momento depositaron a su lado.
—Lo importante es que hemos conseguido dar credibilidad a los restos hallados aquí.
—¿Vos creéis que no son del apóstol Santiago?
—No importa lo que yo crea o deje de creer. Lo importante es que lo crea la gente. Y eso ya está conseguido. Ya veis con qué convencimiento se postran ante sus restos. Esto es un filón de oro que no debemos desaprovechar.
—No acabo de ver el alcance que puede tener, Señor.
El obispo engullía un bocado de sabrosa ternera al que ayudó a pasar con un buen trago de tinto.
—Vos sabéis, Sisnando, que mi proyecto de estado es reunificar algún día toda España como lo estuvo durante el reinado de mis antepasados los reyes visigodos. Lo primero que tenemos que hacer para conseguirlo es expulsar a los árabes de nuestro territorio. Una vez expulsados, debemos reunificar en un solo reino todos los reinos cristianos peninsulares. ¿Y qué mejor modo de hacerlo que disponer de un centro oficial que aglutine a toda la cristiandad? Ese centro será Santiago de Compostela, amigo mío.
—Tenéis razón, Majestad. ¿Y cómo pensáis acrecentar el número de peregrinos?
En aquel momento depositaron en la mesa bandejas repletas de ostras, percebes, langostas, centollos y otros deliciosos mariscos a los que monseñor no hizo ascos. En un abrir y cerrar de ojos llenó su plato con varios ejemplares de todos ellos.
—Habrá que estudiarlo, pero no estaría de más que el Papa concediera alguna gracia especial o algún privilegio por venir en peregrinación a Santiago de Compostela. Deberíamos proponérselo.
—No es mala idea, Majestad. Lo hablaré con mis colegas para convencerlos y elevar una petición oficial a la Santa Sede. No estaría mal que os sumarais Vos también a la petición, Señor.
—Así lo haré. Ahora brindemos por el presente y el futuro tan prometedor que se vislumbra para esta ciudad y para todo nuestro reino.
Ambos levantaron sus copas en alto para sellar así aquel halagüeño futuro. El festín se encontraba en su punto más álgido. Las mesas estaban repletas de manjares, vinos blancos, tintos y licores variados que excitaban el apetito de los comensales. Mientras se producía esta conversación entre el rey y el obispo Sisnando, la reina aprovechaba para interesarse por la vida de Ordoño y de su familia.
—¿Cómo os va la vida por aquí, hijos míos?
—Muy bien, madre, aunque os echamos mucho en falta. Me gustaría estar más cerca de Vos y de padre para visitaros con más frecuencia.
—También a mí, hijo mío, pero el deber manda. ¡Ojalá no fuera tan duro el servicio al reino! —doña Jimena se enjugó un par de lágrimas que resbalaron de sus ojos esmeralda—. ¿Y tú, hija mía, cómo llevas tu segundo embarazo?
—Muy bien, Señora. Por ahora va todo sin novedad.
—¿Para cuándo esperáis a vuestro segundo retoño?
—Para septiembre, Majestad.
—¡Qué ilusión! —la reina hubiera abrazado de corazón a sus hijos en aquel momento, pero la circunspección la obligó a reprimirse—. Me gustaría estar presente en el acontecimiento, aunque creo que no va a ser posible. Después de este viaje en estas fechas, mucho me temo que el rey, vuestro padre, no quiera volver por aquí tan pronto. Se va haciendo mayor y además tiene muchos compromisos de estado.
—Lo comprendo, madre. No debéis preocuparos por ello.
—Espero que todo vaya bien y que tengáis otro niño tan sano y robusto como Sancho, que os pueda colmar de felicidad.
—Gracias, madre.
Don Fruela escuchaba con atención la conversación entre su madre, su hermano don Ordoño y su cuñada doña Elvira. Estaba emocionado ante la próxima llegada de su segundo sobrino, hijo como el anterior de su hermano predilecto.
—Madre, si no podéis venir ni Vos ni padre, puedo hacerlo yo. Así, Ordoño y Elvira no se sentirían tan solos.
—Cierto, hijo. Ya lo dispondremos todo para que puedas acompañarlos en tan felices momentos.
—¿Y por qué no se queda ya ahora con nosotros? ¿Para qué va a ir hasta Oviedo y volver de aquí a unos meses?
—Tienes razón, Ordoño. Se lo propondré a tu padre a ver qué opina —la reina hizo una breve pausa mientras le servían un muslo de pavo. Luego, volvió a dirigirse a su hijo predilecto—. ¿Y cómo llevas el gobierno de esta región, hijo mío?
—Bien, madre. Todo va bien. Bueno, siempre hay algún pequeño problema, pero al final todo se resuelve. Ahora parece que las aguas están bastante remansadas y no creo que de momento haya nadie que tenga intención de agitarlas.
—Me alegro, hijo. Me alegro por ti. En estos tiempos todo el mundo está deseoso por alcanzar el poder. Espero que los ambiciosos te concedan una larga tregua, si no es por convencimiento, al menos que sea por temor a tu padre. Ya saben cómo se las gasta. En cuestión de sedición no ha perdonado a nadie, ni siquiera a sus propios hermanos.
El banquete transcurría con absoluta normalidad. Los comensales no perdían comba con los apetitosos manjares que tenían delante. Pero vayamos un momento a escuchar el diálogo que mantenían don García y doña Muniadona.
—¿No te parece que nos han dejado un poco aislados del resto de la familia, querido?
—No es que me lo parezca, es que es verdad. Nos han puesto aquí para no hablar con nosotros ni que nosotros hablemos con ellos. Esto es obra de mi padre. Ha colocado a este orondo monseñor entre él y yo para no dirigirme la palabra. Hace mucho tiempo que emplea tretas similares para obviarme.
—No seas malpensado, García. Lo habrá puesto ahí para comunicarle algo importante. ¿No has podido oír de qué hablan?
—Sí, le está hablando del proyecto que tiene para Santiago y de su proyecto de reconquista de España. Siempre está con sus delirios reconquistadores. No se da cuenta que cuando muera él vamos a dividir el reino en pedazos. No sé para qué tantos proyectos de futuro.
—Pero, García, ¿cómo se te ocurre pensar eso?
—No es que se me ocurra, es la pura verdad. Y si no mira cómo estamos los hermanos, sobre todo los otros dos conmigo. Además, si el que va a dividir el reino va a ser mi propio padre por el comportamiento que está teniendo con nosotros.
—No digas tonterías, querido. Lo lógico es que tu padre te deje a ti todo su reino por ser el primogénito.
Don García se servía una buena chuleta de ternera en aquel momento.
—Eso sería lo lógico y seguro que lo haría si el primogénito hubiera sido Ordoño, pero como soy yo, lo que hará será dividir el reino entre todos nosotros. Al menos a mí no me lo va a entregar todo. De eso estoy seguro.
—¡Qué pesimista eres!
—No soy pesimista, esposa mía, soy realista y no porque sea hijo del rey, sino porque piso en la realidad y veo el futuro con antelación. Mi padre, si por él fuera, estaría dispuesto incluso a desheredarme.
—Pero ¿tan mal os lleváis?
—Mal no. A muerte. Mi padre no me traga desde el día que nací.
—No será tanto. Algo le habrás hecho para que te odie de esa manera.
—Que yo recuerde, nada. Simplemente que prefiere a Ordoño antes que a mí.
—Bueno, es el problema de los padres. Ya te puedes aplicar el cuento si algún día tenemos hijos.
—Para que pase esto, prefiero no tenerlos.
—No seas agorero y vamos a cambiar de tema, que tu padre puede darse cuenta de lo que hablamos.
—Peor para él si se da cuenta, aunque con este mastodonte en medio, no creo que se llegue a enterar de nada.
Ambos rieron la ocurrencia. Doña Muniadona se atragantó un poco, lo que le provocó algo de tos que obligó al obispo Sisnando a girarse hacia ella para ver qué le pasaba.
—¿Os encontráis mal, alteza?
—No ha sido nada, ilustrísima. Sólo un bocado que pretendía ir por mal camino.
—Bebed un poco y así se os pasará más de prisa.
—Gracias, ilustrísima, seguiré su consejo.
El obispo volvió a ocuparse de lo que más le preocupaba, que no era otra cosa que el plato que tenía delante. Entretanto doña Muniadonna amonestó cariñosamente a su marido.
—Por tu culpa casi me ahogo. Siempre tienes que salir con alguna de tus gracias.
—Está bien, de ahora en adelante mantendré la boca cerrada.
Los sirvientes comenzaron a servir los postres por la mesa del rey. Éste, mientras degustaba una compota de higos y ciruelas, hizo una inesperada donación al obispo de Iria-Santiago.
—Monseñor, a partir de hoy os hago donación de la isla de Ons para que podáis aumentar los ingresos de vuestra diócesis. Con las rentas que obtengáis de este nuevo dominio quiero que embellezcáis y ornéis al máximo este templo que hoy acabamos de consagrar. Santiago de Compostela se ha de convertir en una segunda Roma. Constituirá el segundo polo de la cristiandad donde converjan todos los caminos que surjan de los cuatro puntos cardinales. Éste será el nexo de unión de todos los reinos cristianos peninsulares y el faro que guíe la unificación de todos sus territorios. Nosotros lideraremos ese proyecto y lo haremos realidad algún día.
—Señor, siempre nos tendréis a vuestra entera disposición para lograr ese noble fin. Podéis estar seguro que no escatimaremos esfuerzos ni medios para que esta basílica brille en el futuro más que el sol. Santiago de Compostela será un referente para toda la cristiandad. De hecho, cada vez llegan aquí más peregrinos de todos los rincones de Europa. Nuestra fama se extiende por todo el orbe como las nubes y el viento.
—Eso me complace sobremanera, monseñor. Engrandeced este templo y esta diócesis y se os colmará abundantemente.
El banquete tocaba a su fin. El rey dirigió unas palabras de agradecimiento a los comensales por su asistencia antes de retirarse a sus aposentos privados seguido de toda la familia real. Los demás invitados comenzaron a abandonar el local después de haber disfrutado de un día que no olvidarían tan fácilmente en toda su vida.

            © Julio Noel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario