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Fue
en la segunda década del siglo IX cuando un ermitaño llamado Pelayo
creyó ver unas luces sobre un sepulcro de mármol, cuyos restos se
atribuyeron inmediatamente a los del apóstol Santiago. Poco después
el rey de Asturias, Alfonso II, se apresuró a peregrinar al citado
sepulcro para dar gracias a Dios por el descubrimiento y honrar los
restos del santo. Como acto de gratitud, mandó construir una iglesia
sobre el sepulcro del apóstol para que le rindieran culto todos los
que hasta aquel lugar se acercaran. Al mismo tiempo declaró al santo
patrón de España.
La
noticia del descubrimiento traspasó pronto las fronteras del reino
de Asturias y se extendió por el resto de reinos cristianos de la
Península y de toda Europa. No tardaron en acudir multitud de
peregrinos, que provenían de todos los reinos cristianos
peninsulares y del occidente europeo, atraídos por la fama del
descubrimiento. La primitiva iglesia mandada construir por Alfonso II
pronto se quedó pequeña para albergar a tanto peregrino. Por eso su
nieto, Alfonso III, nada más proclamarse rey prometió construir un
nuevo templo que tuviera la capacidad suficiente para albergar a
todos los peregrinos que llegaran a Santiago. Después de muchas
vicisitudes y retrasos, la nueva basílica pudo inaugurarse el 6 de
mayo del año 899. Daba así el rey Magno
por concluida su promesa hecha al obispo Ataúlfo en su proclamación
como rey de Asturias pocos días después de la muerte de su padre.
El
nuevo templo de estilo prerrománico albergaba y ampliaba el
anterior. Como todos los templos del prerrománico asturiano,
constaba de tres naves. Su presbiterio albergaba íntegramente la
iglesia primigenia. El altar de la cabecera se dedicó a San
Salvador, el de la derecha a San Pedro y el de la izquierda a San
Juan. Al acto de su consagración, además de la familia real en
pleno, asistieron diecisiete obispos, catorce nobles y muchas otras
personalidades del reino.
Aquel
seis de mayo Santiago resplandecía excepcionalmente bajo los
esplendorosos rayos del sol. Un sol que ya empezaba a calentar, pero
que en tan contadas excepciones se dejaba ver por aquellas tierras.
El verdor de la pradera y la vegetación que rodeaban la pequeña
ciudad reverberaba por todas partes. Las flores de infinitos aromas y
colores lo inundaban todo. Hasta la propia naturaleza parecía
sumarse con su esplendor a la ceremonia de la consagración del nuevo
templo.
Una
gran multitud llegada de todas partes para asistir a la ceremonia
llenaba la plaza y los alrededores de la basílica. Los había que
llevaban más de una semana acampados ante las puertas del nuevo
templo para presenciar la ceremonia en primera línea. El murmullo y
griterío en multitud de lenguas que allí se escuchaba era
indescifrable. Las gentes, deseosas de presenciar el espectáculo, se
apiñaban unas contra otras para ocupar la mejor posición. Ancianos,
tullidos, mujeres y niños resultaban los más perjudicados por
aquella auténtica avalancha humana. Hubo varios muertos y muchos
heridos como consecuencia de aquel frenesí.
Ya
hacía más de dos horas que se concentraba todo el público
asistente, cuando hizo su aparición la curia de obispos que iba a
llevar a cabo la ceremonia de la consagración de la basílica. Tras
ellos llegaban los nobles y demás personalidades que presidirían el
acto. Cerraba la comitiva el séquito real con toda su pompa. Cuando
el rey y la reina ocuparon sus sitiales, dio comienzo la ceremonia.
El obispo Sisnando repitió los pasos que ya vimos en la consagración
de San Salvador de Valdediós.
Finalizado
el acto con la concelebración de la Santa Misa por todos los obispos
y clero asistente, el rey invitó a un copioso ágape a todos los
mitrados y magnates asistentes. A la derecha del monarca se sentó la
reina, a la izquierda, el obispo Sisnando. Al lado de la reina
tomaron asiento don Ordoño y su esposa, junto a la que se sentó
también don Fruela. Al lado del obispo Sisnando se sentaron don
García y su esposa. El resto de la familia real y los nobles de alto
rango ocuparon los siguientes asientos a ambos lados. A continuación
se sentaron todos los obispos y demás personalidades asistentes.
El
rey había dispuesto que el obispo Sisnando se sentara a su lado,
porque quería departir con él los planes y proyectos de futuro que
tenía para Santiago de Compostela. Hacía mucho tiempo que lo
planeaba y había llegado el momento de llevarlo a cabo.
—Sisnando,
quiero convertir a Santiago en el centro espiritual del Occidente
para la cristiandad. Santiago ha de llegar a ser el punto de
peregrinación más importante después de Roma. Hoy mismo habréis
observado la gran multitud que se ha reunido aquí. Esto es una
muestra de lo que ocurrirá en el futuro. Sólo tenemos que poner los
medios necesarios para que los creyentes decidan venir a este lugar.
—Me
parece muy bien, Majestad, pero ¿cómo lo haremos?
—Lo
importante ya está hecho.
—Explicaos,
Señor.
Monseñor
se servía un hermoso chuletón de ternera. Prestaba atención a las
palabras del rey, pero no por ello desatendía la bandeja que en
aquel momento depositaron a su lado.
—Lo
importante es que hemos conseguido dar credibilidad a los restos
hallados aquí.
—¿Vos
creéis que no son del apóstol Santiago?
—No
importa lo que yo crea o deje de creer. Lo importante es que lo crea
la gente. Y eso ya está conseguido. Ya veis con qué convencimiento
se postran ante sus restos. Esto es un filón de oro que no debemos
desaprovechar.
—No
acabo de ver el alcance que puede tener, Señor.
El
obispo engullía un bocado de sabrosa ternera al que ayudó a pasar
con un buen trago de tinto.
—Vos
sabéis, Sisnando, que mi proyecto de estado es reunificar algún día
toda España como lo estuvo durante el reinado de mis antepasados los
reyes visigodos. Lo primero que tenemos que hacer para conseguirlo es
expulsar a los árabes de nuestro territorio. Una vez expulsados,
debemos reunificar en un solo reino todos los reinos cristianos
peninsulares. ¿Y qué mejor modo de hacerlo que disponer de un
centro oficial que aglutine a toda la cristiandad? Ese centro será
Santiago de Compostela, amigo mío.
—Tenéis
razón, Majestad. ¿Y cómo pensáis acrecentar el número de
peregrinos?
En
aquel momento depositaron en la mesa bandejas repletas de ostras,
percebes, langostas, centollos y otros deliciosos mariscos a los que
monseñor no hizo ascos. En un abrir y cerrar de ojos llenó su plato
con varios ejemplares de todos ellos.
—Habrá
que estudiarlo, pero no estaría de más que el Papa concediera
alguna gracia especial o algún privilegio por venir en peregrinación
a Santiago de Compostela. Deberíamos proponérselo.
—No
es mala idea, Majestad. Lo hablaré con mis colegas para convencerlos
y elevar una petición oficial a la Santa Sede. No estaría mal que
os sumarais Vos también a la petición, Señor.
—Así
lo haré. Ahora brindemos por el presente y el futuro tan prometedor
que se vislumbra para esta ciudad y para todo nuestro reino.
Ambos
levantaron sus copas en alto para sellar así aquel halagüeño
futuro. El festín se encontraba en su punto más álgido. Las mesas
estaban repletas de manjares, vinos blancos, tintos y licores
variados que excitaban el apetito de los comensales. Mientras se
producía esta conversación entre el rey y el obispo Sisnando, la
reina aprovechaba para interesarse por la vida de Ordoño y de su
familia.
—¿Cómo
os va la vida por aquí, hijos míos?
—Muy
bien, madre, aunque os echamos mucho en falta. Me gustaría estar más
cerca de Vos y de padre para visitaros con más frecuencia.
—También
a mí, hijo mío, pero el deber manda. ¡Ojalá no fuera tan duro el
servicio al reino! —doña Jimena se enjugó un par de lágrimas que
resbalaron de sus ojos esmeralda—. ¿Y tú, hija mía, cómo llevas
tu segundo embarazo?
—Muy
bien, Señora. Por ahora va todo sin novedad.
—¿Para
cuándo esperáis a vuestro segundo retoño?
—Para
septiembre, Majestad.
—¡Qué
ilusión! —la reina hubiera abrazado de corazón a sus hijos en
aquel momento, pero la circunspección la obligó a reprimirse—. Me
gustaría estar presente en el acontecimiento, aunque creo que no va
a ser posible. Después de este viaje en estas fechas, mucho me temo
que el rey, vuestro padre, no quiera volver por aquí tan pronto. Se
va haciendo mayor y además tiene muchos compromisos de estado.
—Lo
comprendo, madre. No debéis preocuparos por ello.
—Espero
que todo vaya bien y que tengáis otro niño tan sano y robusto como
Sancho, que os pueda colmar de felicidad.
—Gracias,
madre.
Don
Fruela escuchaba con atención la conversación entre su madre, su
hermano don Ordoño y su cuñada doña Elvira. Estaba emocionado ante
la próxima llegada de su segundo sobrino, hijo como el anterior de
su hermano predilecto.
—Madre,
si no podéis venir ni Vos ni padre, puedo hacerlo yo. Así, Ordoño
y Elvira no se sentirían tan solos.
—Cierto,
hijo. Ya lo dispondremos todo para que puedas acompañarlos en tan
felices momentos.
—¿Y
por qué no se queda ya ahora con nosotros? ¿Para qué va a ir hasta
Oviedo y volver de aquí a unos meses?
—Tienes
razón, Ordoño. Se lo propondré a tu padre a ver qué opina —la
reina hizo una breve pausa mientras le servían un muslo de pavo.
Luego, volvió a dirigirse a su hijo predilecto—. ¿Y cómo llevas
el gobierno de esta región, hijo mío?
—Bien,
madre. Todo va bien. Bueno, siempre hay algún pequeño problema,
pero al final todo se resuelve. Ahora parece que las aguas están
bastante remansadas y no creo que de momento haya nadie que tenga
intención de agitarlas.
—Me
alegro, hijo. Me alegro por ti. En estos tiempos todo el mundo está
deseoso por alcanzar el poder. Espero que los ambiciosos te concedan
una larga tregua, si no es por convencimiento, al menos que sea por
temor a tu padre. Ya saben cómo se las gasta. En cuestión de
sedición no ha perdonado a nadie, ni siquiera a sus propios
hermanos.
El
banquete transcurría con absoluta normalidad. Los comensales no
perdían comba con los apetitosos manjares que tenían delante. Pero
vayamos un momento a escuchar el diálogo que mantenían don García
y doña Muniadona.
—¿No
te parece que nos han dejado un poco aislados del resto de la
familia, querido?
—No
es que me lo parezca, es que es verdad. Nos han puesto aquí para no
hablar con nosotros ni que nosotros hablemos con ellos. Esto es obra
de mi padre. Ha colocado a este orondo monseñor entre él y yo para
no dirigirme la palabra. Hace mucho tiempo que emplea tretas
similares para obviarme.
—No
seas malpensado, García. Lo habrá puesto ahí para comunicarle algo
importante. ¿No has podido oír de qué hablan?
—Sí,
le está hablando del proyecto que tiene para Santiago y de su
proyecto de reconquista de España. Siempre está con sus delirios
reconquistadores. No se da cuenta que cuando muera él vamos a
dividir el reino en pedazos. No sé para qué tantos proyectos de
futuro.
—Pero,
García, ¿cómo se te ocurre pensar eso?
—No
es que se me ocurra, es la pura verdad. Y si no mira cómo estamos
los hermanos, sobre todo los otros dos conmigo. Además, si el que va
a dividir el reino va a ser mi propio padre por el comportamiento que
está teniendo con nosotros.
—No
digas tonterías, querido. Lo lógico es que tu padre te deje a ti
todo su reino por ser el primogénito.
Don
García se servía una buena chuleta de ternera en aquel momento.
—Eso
sería lo lógico y seguro que lo haría si el primogénito hubiera
sido Ordoño, pero como soy yo, lo que hará será dividir el reino
entre todos nosotros. Al menos a mí no me lo va a entregar todo. De
eso estoy seguro.
—¡Qué
pesimista eres!
—No
soy pesimista, esposa mía, soy realista y no porque sea hijo del
rey, sino porque piso en la realidad y veo el futuro con antelación.
Mi padre, si por él fuera, estaría dispuesto incluso a
desheredarme.
—Pero
¿tan mal os lleváis?
—Mal
no. A muerte. Mi padre no me traga desde el día que nací.
—No
será tanto. Algo le habrás hecho para que te odie de esa manera.
—Que
yo recuerde, nada. Simplemente que prefiere a Ordoño antes que a mí.
—Bueno,
es el problema de los padres. Ya te puedes aplicar el cuento si algún
día tenemos hijos.
—Para
que pase esto, prefiero no tenerlos.
—No
seas agorero y vamos a cambiar de tema, que tu padre puede darse
cuenta de lo que hablamos.
—Peor
para él si se da cuenta, aunque con este mastodonte en medio, no
creo que se llegue a enterar de nada.
Ambos
rieron la ocurrencia. Doña Muniadona se atragantó un poco, lo que
le provocó algo de tos que obligó al obispo Sisnando a girarse
hacia ella para ver qué le pasaba.
—¿Os
encontráis mal, alteza?
—No
ha sido nada, ilustrísima. Sólo un bocado que pretendía ir por mal
camino.
—Bebed
un poco y así se os pasará más de prisa.
—Gracias,
ilustrísima, seguiré su consejo.
El
obispo volvió a ocuparse de lo que más le preocupaba, que no era
otra cosa que el plato que tenía delante. Entretanto doña
Muniadonna amonestó cariñosamente a su marido.
—Por
tu culpa casi me ahogo. Siempre tienes que salir con alguna de tus
gracias.
—Está
bien, de ahora en adelante mantendré la boca cerrada.
Los
sirvientes comenzaron a servir los postres por la mesa del rey. Éste,
mientras degustaba una compota de higos y ciruelas, hizo una
inesperada donación al obispo de Iria-Santiago.
—Monseñor,
a partir de hoy os hago donación de la isla de Ons para que podáis
aumentar los ingresos de vuestra diócesis. Con las rentas que
obtengáis de este nuevo dominio quiero que embellezcáis y ornéis
al máximo este templo que hoy acabamos de consagrar. Santiago de
Compostela se ha de convertir en una segunda Roma. Constituirá el
segundo polo de la cristiandad donde converjan todos los caminos que
surjan de los cuatro puntos cardinales. Éste será el nexo de unión
de todos los reinos cristianos peninsulares y el faro que guíe la
unificación de todos sus territorios. Nosotros lideraremos ese
proyecto y lo haremos realidad algún día.
—Señor,
siempre nos tendréis a vuestra entera disposición para lograr ese
noble fin. Podéis estar seguro que no escatimaremos esfuerzos ni
medios para que esta basílica brille en el futuro más que el sol.
Santiago de Compostela será un referente para toda la cristiandad.
De hecho, cada vez llegan aquí más peregrinos de todos los rincones
de Europa. Nuestra fama se extiende por todo el orbe como las nubes y
el viento.
—Eso
me complace sobremanera, monseñor. Engrandeced este templo y esta
diócesis y se os colmará abundantemente.
El
banquete tocaba a su fin. El rey dirigió unas palabras de
agradecimiento a los comensales por su asistencia antes de retirarse
a sus aposentos privados seguido de toda la familia real. Los demás
invitados comenzaron a abandonar el local después de haber
disfrutado de un día que no olvidarían tan fácilmente en toda su
vida.
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